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2 ¿QUÉ ES LA VIDA?

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Una de las misiones científicas más exitosas de todos los tiempos empezó el 20 de agosto de 1977, cuando la nave espacial Voyager 2 se elevó en el cielo de Florida, seguida dos semanas después por su nave hermana, la Voyager 1. Dos años después, la Voyager 1 alcanzó su primer destino, Júpiter, donde fotografió las nubes giratorias del gigante gaseoso y la famosa mancha roja, antes de seguir viaje y volar sobre la superficie helada de una de sus lunas, Ganímedes, y presenciar una erupción volcánica en otra, Io. Mientras tanto, la Voyager 2 había estado siguiendo una trayectoria diferente y, después de alcanzar Saturno en agosto de 1981, empezó a retransmitir fotografías asombrosamente hermosas de los anillos del planeta, que revelaron que son collares finamente trenzados de millones de rocas y pequeñas lunas. Pero pasó casi otra década antes de que, el 14 de febrero de 1990, la Voyager 1 hiciera una de las fotografías más notables que jamás se hayan hecho: una imagen de un minúsculo punto azul frente a un fondo gris y granuloso.

A lo largo del último medio siglo, las misiones de las Voyager y de las demás naves espaciales exploradoras han permitido que la humanidad caminara sobre la Luna, explorara remotamente los valles de Marte, echara un vistazo a los abrasadores desiertos de Venus e incluso que fuera testigo de la entrada de un cometa en la atmósfera gaseosa de Júpiter. Pero, sobre todo, han descubierto rocas. Grandes cantidades de rocas. De hecho, podría decirse que la exploración de nuestros cuerpos planetarios hermanos ha sido en gran parte una investigación de rocas, desde la tonelada aproximadamente de minerales de la Luna que los astronautas del Apollo trajeron a la Tierra, o los fragmentos microscópicos de cometa recuperados por la visita de la misión Stardust* de la NASA hasta la cita directa de la sonda Rosetta con un cometa en 2014, o el análisis de la superficie de Marte por el Curiosity Rover: cantidad y cantidad de rocas.

Las rocas procedentes del espacio son, desde luego, objetos fascinantes, y su estructura y composición proporcionan pistas sobre el origen del sistema solar, la formación de los planetas e incluso los acontecimientos cósmicos que precedieron a la formación de nuestro Sol. Pero para la mayoría de quienes no sean geólogos, una condrita (un tipo de meteorito pétreo, no metálico) marciana no es muy diferente de una troctolita (un meteorito rico en hierro y magnesio) lunar. Sin embargo, hay un lugar en nuestro sistema solar en el que los ingredientes básicos que constituyen las rocas y piedras se han reunido en tal variedad de formas, funciones y química que un solo gramo del material resultante supera en diversidad a toda la materia que se encuentra en otras partes del universo conocido. Este lugar es, por supuesto, aquel punto azul pálido fotografiado por el Voyager 1, el planeta al que llamamos Tierra. Y, lo que es más notable, estos diversos materiales brutos que hacen que la superficie de nuestro planeta sea única se han unido para crear la vida.

La vida es extraordinaria. Ya hemos descubierto el asombroso sentido de magnetocepción que posee la hembra de petirrojo, pero esta habilidad especial es solo una de sus muchas y variadas habilidades. La hembra de petirrojo puede ver, oler y oír, o capturar moscas; puede saltar sobre el suelo o entre las ramas de un árbol; y puede elevarse en el aire y volar a lo largo de centenares de kilómetros. Y lo que es más increíble, puede, con un poco de ayuda de su pareja, producir toda una pollada de animales semejantes a ella a partir de los mismos materiales que constituyen todas estas rocas. Y nuestro petirrojo es solo uno de los billones de organismos vivos que son capaces de realizar docenas de estas hazañas y otras igualmente desconcertantes.

Otro organismo notable es, desde luego, el lector. Si levanta la vista hacia el cielo nocturno, fotones de luz entran en sus ojos, que el tejido retiniano transforma en minúsculas corrientes eléctricas que se desplazan a lo largo de sus nervios ópticos para alcanzar el tejido nervioso de su cerebro. Allí generan un patrón intermitente de disparos nerviosos que el lector experimenta como la estrella parpadeante en el cielo que hay sobre su cabeza. Al mismo tiempo, el tejido de células pilosas de su oído interno registra minúsculas variaciones de presión de menos de una milmillonésima de la presión atmosférica, lo que genera señales del nervio auditivo que informan al lector de que el viento está soplando entre los árboles. Unos receptores olfativos especializados captan unas cuantas moléculas que entran flotando en la nariz y le transmiten su identidad química al cerebro, lo que informa al lector de que es verano y la madreselva florece. Y la acción coordinada de cientos de músculos genera cada minúsculo movimiento del cuerpo del lector, mientras contempla las estrellas, escucha el viento y olfatea el aire.

Pero, por extraordinarias que sean, las hazañas físicas que realiza el tejido de nuestro propio cuerpo palidecen en comparación con las que ejecutan muchos de los seres vivos que nos rodean. La hormiga cortadora de hojas puede transportar una carga que pesa treinta veces su propio peso, lo que equivaldría a que una persona transportara un automóvil a cuestas. Y la hormiga de mandíbulas de resorte puede acelerar sus mandíbulas desde cero hasta doscientos treinta kilómetros por hora en solo 0,13 milisegundos, mientras que un coche de carreras de Fórmula 1 tarda unas cuarenta mil veces más (alrededor de cinco segundos) en alcanzar la misma velocidad. La anguila eléctrica del Amazonas puede generar seiscientos voltios de electricidad potencialmente letal. Las aves pueden volar, los peces pueden nadar, los gusanos pueden excavar y los monos pueden balancearse entre los árboles. Y, como ya hemos descubierto, muchos animales, entre ellos nuestro petirrojo, pueden encontrar su ruta a lo largo de miles de kilómetros utilizando el campo magnético de la Tierra. Mientras tanto, en capacidad biosintética, nada rivaliza con la variedad verde de la vida en la Tierra, que combina moléculas de aire y agua (más unos pocos minerales) para producir hierba, robles, algas, dientes de león, secuoyas y líquenes.

Todos los seres vivos tienen sus habilidades y especialidades particulares, como la magnetocepción del petirrojo o el rápido chasquido de la hormiga de mandíbulas de resorte, pero existe un órgano humano cuyo desempeño no tiene rival. La capacidad de cómputo del material gris y carnoso que se halla encerrado en nuestro cráneo óseo supera la de cualquier ordenador del planeta, y ha creado las pirámides, la teoría de la relatividad general, El lago de los cisnes, el Rigveda, Hamlet, la porcelana Ming y el pato Donald. Y, lo que quizás es lo más notable de todo, el cerebro humano posee la capacidad de saber que existe.

Pero toda esta diversidad de materia viva, con sus numerosísimas formas e infinita variedad de funciones, está constituida prácticamente por los mismos átomos que los que se encuentran en fragmentos de condritas marcianas.

La más importante de las preguntas de la ciencia, y que es fundamental en este libro, es cómo los átomos y moléculas inertes que se encuentran en las rocas se transforman cada día en materia viva que corre, salta, vuela, navega, nada, crece, ama, odia, desea, teme, piensa, ríe y llora. La familiaridad hace que esta transformación extraordinaria no tenga nada de especial, pero vale la pena recordar que, ni tan solo en esta época de ingeniería genética y de biología sintética, los humanos no han creado nada vivo partiendo completamente de materiales no vivos. El que nuestra tecnología haya fracasado hasta ahora a la hora de conseguir una transformación que ejecuta sin esfuerzo incluso el microbio más sencillo de nuestro planeta sugiere que nuestro conocimiento de lo que hace falta para producir la vida es incompleto. ¿Acaso hemos pasado por alto alguna chispa vital que anima a lo vivo y se halla ausente de lo no vivo?

Esto no quiere decir que vayamos a afirmar que algún tipo de fuerza vital, espíritu o ingrediente mágico anima la vida. Nuestro relato es mucho más interesante que esto. Lo que haremos será explorar investigaciones recientes que demuestran que al menos una de las piezas que faltan en el rompecabezas de la vida se encuentra en el mundo de la mecánica cuántica, en el que los objetos pueden hallarse en dos lugares a la vez, poseen conexiones fantasmales y atraviesan barreras aparentemente impenetrables. La vida parece tener un pie en el mundo clásico de los objetos cotidianos y el otro plantado en las extrañas y peculiares profundidades del mundo cuántico. La vida, según razonaremos, vive en el límite cuántico.

Pero ¿pueden los animales, las plantas y los microbios estar regidos realmente por leyes de la naturaleza que hasta ahora hemos creído que solo describían el comportamiento de las partículas fundamentales? Es evidente que los seres vivos, constituidos por billones de partículas, son objetos macroscópicos que, como los balones de fútbol, los automóviles o los trenes de vapor, pueden describirse de la manera adecuada mediante reglas clásicas, como las leyes mecánicas de Newton o la ciencia de la termodinámica. Para descubrir por qué necesitamos el mundo oculto de la mecánica cuántica para explicar las fenomenales propiedades de la materia viva, primero necesitamos embarcarnos en un breve recorrido por los esfuerzos de la ciencia para comprender qué es lo que hace la vida tan especial.

LA «FUERZA VITAL»

El enigma fundamental de la vida es este: ¿por qué la materia se comporta de manera tan diferente cuando constituye un ser vivo, en comparación con cuando es una roca? Los antiguos griegos figuran entre las primeras personas que intentaron sondear esta cuestión. El filósofo Aristóteles, quien tal vez fuera el primer gran científico del mundo, identificó correctamente determinadas propiedades de la materia inanimada que eran fiables y predecibles; por ejemplo, la tendencia de los objetos sólidos a caer, mientras que el fuego y los vapores tienden a elevarse y los objetos celestes tienden a moverse en rutas circulares alrededor de la Tierra. Pero la vida era diferente: aunque muchos animales caían, también corrían; las plantas crecían hacia arriba y las aves incluso volaban alrededor de la Tierra. ¿Qué los hacía tan diferentes del resto del mundo? Uno de los primeros pensadores griegos, Sócrates, sugirió una respuesta, y su discípulo, Platón, la registró: «¿Qué es lo que, cuando está presente en un cuerpo, hace que viva? Un alma». Aristóteles estaba de acuerdo con Sócrates en que los seres vivos poseían alma, pero afirmaba que esta se presentaba en grados diferentes. Los grados inferiores eran los que habitaban en las plantas, que les permitían crecer y obtener alimento; las almas de los animales, situadas un peldaño más arriba, dotaban a sus poseedores de sensaciones y movimiento; pero solo el alma humana confería razón e intelecto. Los antiguos chinos creían de manera parecida que los seres vivos estaban animados por una fuerza vital incorpórea llamada Qi (pronúnciese chi) que fluía a su través. Más tarde, el concepto de alma se incorporó a todas las principales religiones del mundo; pero su naturaleza y su conexión con el cuerpo seguían siendo misteriosas.

Otro enigma era la mortalidad. Por lo general se creía que las almas eran inmortales; pero entonces, ¿por qué es efímera la vida? La respuesta a la que llegaron la mayoría de las culturas era que la muerte venía acompañada por la salida del alma del cuerpo. En una fecha tan tardía como 1907, el médico estadounidense Duncan MacDougall afirmaba poder medir el alma pesando a sus pacientes agonizantes inmediatamente antes y después de la muerte. Sus experimentos lo convencieron de que el alma pesaba veintiún gramos. Pero seguía siendo un enigma la razón por la que el alma tenía que abandonar el cuerpo después de los setenta años asignados.

El concepto de alma, aunque ya no forma parte de la ciencia moderna, al menos separó el estudio de lo no vivo del estudio de lo vivo, lo que permitió a los científicos investigar las causas del movimiento de los objetos inanimados sin tener que preocuparse por las cuestiones de filosofía y teología que fastidiaban cualquier estudio de animales vivos. La historia del estudio del concepto de movimiento es larga, complicada y fascinante, pero en este capítulo solo guiaremos al lector por el más breve de los recorridos. Ya hemos mencionado la opinión de Aristóteles de que los objetos tienden a moverse hacia la Tierra, lejos de la Tierra o alrededor de la Tierra. Todos esos movimientos los consideraba naturales. También reconoció que los objetos sólidos podían ser empujados, halados y lanzados; a todos esos movimientos los calificó de «violentos» y consideró que los iniciaba algún tipo de fuerza proporcionado por otro objeto, como la persona que lanzaba. Pero ¿qué producía el movimiento de lanzamiento, o el vuelo de un ave? No parecía haber una causa externa. Aristóteles afirmaba que los seres vivos, a diferencia de los objetos inanimados, eran capaces de iniciar su propio movimiento, y que en este caso la causa de dicho movimiento era el alma del animal.

Las ideas de Aristóteles acerca de los orígenes del movimiento fueron predominantes hasta la Edad Media; pero entonces ocurrió algo notable. Los científicos (que en aquella época se habrían descrito a sí mismos como filósofos naturales) empezaron a expresar teorías acerca del movimiento de objetos inanimados en el lenguaje de la lógica y las matemáticas. Se podría discutir acerca de quién fue responsable de este giro extraordinariamente productivo en el pensamiento humano; eruditos medievales árabes y persas, como Alhacén y Avicena, desempeñaron ciertamente un papel relevante, y la tendencia continuó después en las nacientes instituciones sabias de Europa, como las universidades de París y Oxford. Pero esta manera de describir el mundo dio probablemente su primer gran fruto en la Universidad de Padua, en Italia, donde Galileo consagró leyes sencillas del movimiento en fórmulas matemáticas. En 1642, el mismo año en que Galileo murió, nació Isaac Newton en Lincolnshire, en Inglaterra. Newton acabó por proporcionar una descripción matemática extraordinariamente exitosa de cómo el movimiento de objetos inanimados podía ser cambiado por fuerzas, un sistema que hasta el presente se denomina mecánica newtoniana.

Las fuerzas de Newton fueron, en un primer momento, ideas bastante misteriosas, pero a lo largo de los siglos siguientes se identificaron cada vez más con el concepto de «energía». Se decía que los objetos que se movían poseían energía que podía transferirse a los objetos estacionarios contra los que chocaban y que hacían que se movieran. Pero las fuerzas podían transmitirse también remotamente entre objetos: ejemplos de estas eran la fuerza gravitatoria de la Tierra, que hizo caer la manzana de Newton al suelo, o las fuerzas magnéticas que desviaban las agujas de las brújulas.

Los increíbles avances científicos que iniciaron Galileo y Newton se aceleraron en el siglo XVIII, y al final del siglo XIX ya se había establecido prácticamente el marco básico de lo que llegó a conocerse como «física clásica». Por esta época se sabía que otras formas de energía, como el calor y la luz, eran también capaces de interactuar con los constituyentes de la materia, átomos y moléculas, y provocaban que se hicieran más calientes, que emitieran luz o que cambiaran de color. Se consideraba que los objetos estaban compuestos por partículas cuyo movimiento estaba controlado por las fuerzas de la gravedad o del electromagnetismo.* De modo que el mundo material, o al menos los objetos inanimados que hay en él, se dividió en dos entidades distintas: la materia visible, compuesta de partículas, y las fuerzas invisibles que actuaban entre ellas de una manera todavía poco conocida, ya fuera como ondas de energía que se propagaban por el espacio o en términos de campos de fuerza. Pero ¿qué ocurría con la materia animada que constituía los organismos vivos? ¿De qué estaba hecha y cómo se movía?

EL TRIUNFO DE LAS MÁQUINAS

La antigua idea de que todos los seres vivos estaban animados por algún tipo de sustancia o entidad sobrenatural proporcionaba al menos algún tipo de explicación para las notables diferencias entre lo vivo y lo no vivo. La vida era diferente porque era animada por un alma espiritual y no por ninguna de estas fuerzas mecánicas mundanas. Pero esta era siempre una explicación insatisfactoria, pues equivalía a explicar el movimiento del Sol, la Luna y las estrellas diciendo que eran empujados por ángeles. En realidad, no había una explicación real, pues la naturaleza de las almas (y de los ángeles) seguía siendo un misterio total.

En el siglo XVII, el filósofo francés René Descartes proporcionó una hipótesis alternativa radical. Le habían impresionado los relojes, los juguetes mecánicos y los muñecos autómatas que proporcionaban diversión a las cortes europeas de la época, y se inspiró en sus mecanismos para efectuar la revolucionaria afirmación de que los cuerpos de plantas y animales, incluido el cuerpo de los humanos, eran simplemente máquinas complejas compuestas de materiales convencionales y animadas por dispositivos mecánicos tales como bombas, ruedas dentadas, pistones y levas que, a su vez, estaban sometidos a las mismas fuerzas que regían el movimiento de la materia inanimada. Descartes eximió a la mente humana de su visión mecanicista, y la dejó con un alma inmortal; pero su filosofía intentó al menos proporcionar un marco científico que explicara la vida en términos de las leyes físicas que se estaba descubriendo que regían los objetos inanimados.

La aproximación biológica mecanicista la continuó un casi contemporáneo de sir Isaac Newton, el médico William Harvey, quien descubrió que el corazón no era más que una bomba mecánica. Un siglo más tarde, el químico francés Antoine Lavoisier demostró que un conejillo de Indias que respira consume oxígeno y genera dióxido de carbono, exactamente igual que el fuego que proporcionaba la fuerza motriz de la nueva tecnología de las máquinas de vapor. En consecuencia, concluyó que «la respiración es pues un fenómeno de combustión muy lento, muy similar a la del carbón». Tal como Descartes podía haber predicho, los animales no parecían ser muy diferentes de las locomotoras que funcionaban con carbón y que pronto habrían de arrastrar la revolución industrial por toda Europa.

Pero ¿acaso las fuerzas que mueven los trenes de vapor pueden también mover la vida? Para dar respuesta a esta pregunta hemos de entender de qué manera los trenes de vapor suben las cuestas.

UNA MESA DE BILLAR MOLECULAR

La ciencia que trata de la manera en que el calor interactúa con la materia se denomina «termodinámica»; y su idea clave la proporcionó el físico austríaco del siglo XIX Ludwig Boltzmann, quien dio el atrevido paso de tratar las partículas de materia como si fueran una enorme cantidad de bolas de billar que colisionaban entre sí al azar y obedecían las leyes de Newton.

Imagine el lector la superficie de una mesa de billar* dividida en dos mitades por una vara móvil. Todas las bolas, incluida la pinta, se hallan a la izquierda de la vara, y el conjunto está perfectamente dispuesto en un triángulo. Ahora imagine el lector que lanza con fuerza la bola pinta contra las demás bolas, de manera que estas salen disparadas en todas direcciones y con movimientos rápidos, y colisionan entre sí. Considere ahora lo que le ocurre a la vara: estará sometida a la fuerza de muchas colisiones procedentes de la izquierda, que es donde se encuentran todas las bolas, pero a ninguna colisión procedente del lado vacío de la mesa, a la derecha. A pesar de que el movimiento de las bolas es totalmente aleatorio, la vara, impulsada por todas estas bolas que se mueven al azar, experimentará una fuerza promedio que la empujará hacia la derecha, con lo que el área de juego a la izquierda se ampliará y la vacía de la derecha se reducirá. Podemos imaginar además que aparejamos nuestra mesa de billar para que haga algún trabajo, construyendo un artilugio de palancas y poleas que capten el movimiento de la vara hacia la derecha y lo redirijan, por ejemplo, para hacer que un tren de juguete suba una cuesta de juguete.

Esta, pensó Boltzmann, es en esencia la manera en que las máquinas de vapor impulsan a las locomotoras de vapor reales (recuerde el lector que esta era la época del vapor) para que suban por cuestas reales. Las moléculas de agua dentro del cilindro del motor de vapor se comportan de manera muy parecida a las bolas de billar después de que el impacto de la pinta las haya dispersado: el calor de la caldera acelera su movimiento aleatorio, de modo que las moléculas chocan entre sí y con el pistón del motor, de manera más enérgica, y empujan al pistón hacia fuera para que impulse los ejes, los mecanismos, las cadenas y las ruedas del tren de vapor y, con ello, produzca un movimiento directo. Más de un siglo después de Boltzmann, nuestros automóviles impulsados por gasolina funcionan precisamente por los mismos principios, pero en la actualidad los productos de la combustión de la gasolina sustituyen al vapor.

Un aspecto notable de la ciencia de la termodinámica es que esto es en realidad todo lo que hay. El movimiento ordenado de cada máquina de vapor que se haya construido se consigue controlando el movimiento promedio de billones de átomos y moléculas que se mueven de manera aleatoria. No solo esto, sino que además la ciencia es extraordinariamente general, aplicable no solo a las máquinas de vapor, sino también a casi toda la química estándar que tiene lugar siempre que quemamos carbón al aire, dejamos que un clavo de hierro se oxide, cocinamos una comida, fabricamos acero, disolvemos sal en agua, hacemos hervir una cafetera o enviamos un cohete a la Luna. Todos estos procesos químicos implican el intercambio de calor y, a un nivel molecular, todos están impulsados por principios termodinámicos que se basan en el movimiento aleatorio. De hecho, casi todos los procesos no biológicos (físicos y químicos) que causan cambios en nuestro mundo están causados por principios termodinámicos. Las corrientes oceánicas, las tempestades violentas, la meteorización de las rocas, los incendios forestales y la corrosión de los metales están todos controlados por las inexorables fuerzas del caos que socalzan la termodinámica. Cada proceso complejo nos puede parecer estructurado y ordenado, pero en su fundamento todos están impulsados por movimientos moleculares aleatorios.

¿LA VIDA COMO CAOS?

Entonces, ¿acaso lo mismo es válido para la vida? Volvamos a nuestra mesa de billar, pero al principio del juego, cuando todas las bolas estaban situadas en un triángulo perfecto. Esta vez añadiremos también un gran número de bolas adicionales (imaginemos que se trata de una mesa muy grande) y dispondremos las cosas para que choquen con violencia alrededor del triángulo de las bolas originales. De nuevo, el movimiento aleatorio de la vara que divide la mesa, producido por las colisiones, se aprovechará para que realice trabajo útil; pero en lugar de limitarnos a dejar que accione un tren de juguete cuesta arriba, construiremos un dispositivo todavía más ingenioso. Esta vez, nuestra máquina accionada por el movimiento, impelida por el choque caótico de todas estas bolas, hará algo bastante especial: mantendrá el triángulo perfecto de las bolas originales en medio de todo el caos. Cada vez que una de las bolas que se mueven al azar desplaza a una de las bolas del grupo triangular, algún tipo de dispositivo sensor detecta el suceso y dirige un brazo mecánico que sustituye la bola que falta en el triángulo (quizá llenando un hueco en uno de sus ángulos) por una bola idéntica, extraída de entre todas las bolas que chocan al azar.

Esperamos que el lector vea que el sistema está usando ahora parte de la energía que todas estas colisiones moleculares producen para mantener una parte de este en un estado muy ordenado. En termodinámica, se utiliza el término «entropía» para describir la falta de orden, de manera que se dice que los estados muy ordenados tienen una baja entropía. Puede decirse que nuestra mesa de billar extrae energía de las colisiones de elevada entropía (caóticas) para mantener parte de sí misma, el triángulo de bolas situado en medio, en un estado de baja entropía (ordenado).

De momento no importa cómo podemos construir un dispositivo tan complicado: el punto clave es que nuestra mesa de billar accionada por entropía está haciendo algo muy interesante. Con solo el movimiento caótico de las bolas con el que operar, este nuevo sistema de bolas, mesa, vara, dispositivo de detección de las bolas y brazo móvil es capaz de mantener el orden en un subsistema de sí mismo.

Imaginemos ahora otro nivel de refinamiento: esta vez, parte de la energía disponible de la vara móvil (a la que podríamos denominar la «energía libre»* del sistema) se usa para construir y mantener el dispositivo sensorial y el brazo móvil e incluso para utilizar gran cantidad de bolas de billar como materia prima para construir, en primer lugar, estos dispositivos. Ahora todo el sistema es autosostenible y, en principio, podrá mantenerse de manera indefinida, siempre y cuando se le suministren gran cantidad de bolas que se desplazan al azar y suficiente espacio para que la vara se mueva.

Por último, además de mantenerse a sí mismo, este sistema extendido logrará un hecho adicional y sorprendente: utilizará la energía libre disponible para detectar, captar y organizar las bolas de billar para hacer una copia de sí mismo en su totalidad: la mesa, la vara, el dispositivo de detección de bolas y el brazo móvil, así como el triángulo de bolas. Y estas copias serán asimismo capaces de domeñar sus bolas de billar y la energía libre disponible de sus colisiones para producir más de estos dispositivos autosostenibles. Y estas copias…

Bien, el lector ya habrá adivinado adónde conduce esto. Nuestro imaginario proyecto «hágalo usted mismo» ha construido un equivalente de la vida accionado por bolas de billar. Al igual que un pájaro, un pez o un humano, nuestro dispositivo imaginario es capaz de mantenerse y de replicarse captando energía libre procedente de colisiones moleculares aleatorias. Y aunque esta es una tarea compleja y difícil, por lo general se considera que su fuerza motriz es exactamente la misma que la utilizada para hacer que los trenes de vapor suban cuestas. En la vida cotidiana, las bolas de billar son sustituidas por las moléculas que se obtienen del alimento, pero aunque el proceso es mucho más complejo que el que se ha descrito en nuestro ejemplo simple, el principio es el mismo: la energía libre extraída de colisiones moleculares aleatorias (y sus reacciones químicas) se dirige a mantener un cuerpo y hacer una copia de este.

Así pues, ¿acaso es la vida una rama de la termodinámica? Cuando salimos de excursión, ¿subimos las cuestas mediante el mismo proceso que impulsa a las locomotoras de vapor? Y el vuelo del petirrojo, ¿no es acaso tan diferente del de una bala de cañón? Cuando vamos a lo esencial, ¿es la chispa vital de la vida solo movimiento molecular aleatorio? Para dar respuesta a esta pregunta necesitamos echar un vistazo más detenido a la estructura fina de lo vivo.

MIRAR LA VIDA CON MAYOR DETENIMIENTO

El principal avance importante en el descubrimiento de la estructura fina de la vida lo proporcionó el «filósofo natural» del siglo XVII Robert Hooke, quien observó a través de su microscopio rudimentario lo que denominó «celdas»* en secciones finas de corcho, y el microscopista holandés Anton van Leeuwenhoek, quien identificó lo que llamó «animálculos» (que ahora llamamos seres unicelulares) en gotas de agua de charcas. También observó células vegetales, glóbulos rojos de la sangre e incluso espermatozoides. Más tarde se comprendió que todos los tejidos vivos estaban divididos en estas unidades celulares, que son las piezas fundamentales de los seres vivos. En 1858, el médico y biólogo alemán Rudolf Virchow escribió:

Así como un árbol constituye una masa dispuesta de una manera definida, en el que en cada parte concreta, tanto en las hojas como en la raíz, tanto en el tronco como en la flor, se ha descubierto que las células son los elementos últimos, tal ocurre con las formas de vida animal. Cada animal se presenta como una suma de entidades vitales, cada una de las cuales manifiesta todas las características de la vida.

A medida que las células se estudiaban cada vez con mayor detalle mediante microscopios cada vez más potentes, se revelaba que su estructura interna era muy compleja. Cada célula posee un núcleo en el centro lleno de cromosomas y rodeado por el citoplasma, en el que hay incrustadas subunidades especializadas denominadas orgánulos, que, como los órganos de nuestro cuerpo, realizan funciones concretas dentro de la célula. Por ejemplo, unos orgánulos, las mitocondrias, efectúan la respiración dentro de las células humanas,* mientras que los orgánulos llamados cloroplastos realizan la fotosíntesis dentro de las células vegetales. En su conjunto, la célula da la impresión de ser una atareada fábrica en miniatura. Pero ¿qué la hace funcionar? ¿Qué es lo que anima la célula? Al principio se creía de manera general que las células estaban llenas de fuerzas «vitales», que en lo esencial equivalían al concepto de alma de Aristóteles; y durante gran parte del siglo XIX persistió la creencia en el vitalismo, es decir, en que los seres vivos están animados por una fuerza que está ausente en los no vivos. Se creía que las células estaban llenas de una misteriosa sustancia viva denominada protoplasma, que se describía en términos casi místicos.

Pero el vitalismo se debilitó debido al trabajo de varios científicos en el siglo XIX, que pudieron aislar de células vivas sustancias químicas que eran idénticas a las sintetizadas en el laboratorio. Por ejemplo, en 1828, el químico alemán Friedrich Wöhler consiguió sintetizar urea, una molécula bioquímica que previamente se había creído que era peculiar de las células vivas. Louis Pasteur logró incluso reproducir transformaciones químicas, como la fermentación, que antes se creía que era única de la vida, utilizando extractos de células vivas (que más tarde se denominaron enzimas). Cada vez más, la materia de lo vivo resultaba estar constituida exactamente por las mismas sustancias químicas que formaban la no viva, y por lo tanto era probable que estuviera regida por la misma química. De manera gradual, el vitalismo dio paso al mecanicismo.

A finales del siglo XIX se había producido el triunfo total de los bioquímicos sobre los vitalistas.* Se consideraba que las células eran bolsas de sustancias bioquímicas operadas por una química compleja, pero una química que no obstante se basaba en el movimiento aleatorio del tipo de las bolas de billar que había descrito Boltzmann. La vida, se creía de manera general, no era de hecho más que termodinámica compleja.

Excepto por un aspecto, que puede decirse que era el más importante de todos.

GENES

La capacidad de los organismos vivos de transmitir de manera fidedigna las instrucciones para producir una copia de sí mismos (ya se trate de un petirrojo, de un rododendro o de una persona) fue, durante siglos, un absoluto misterio. En su «51.ª ejercitación», de 1653, el cirujano inglés William Harvey escribió:

Aunque es una cosa conocida, suscrita por todos, que el feto asume su origen y nacimiento a partir del macho y la hembra, y en consecuencia que el huevo es producido por el gallo y la gallina y el pollo sale del huevo, sin embargo ninguna de las escuelas de médicos ni el perspicaz cerebro de Aristóteles han revelado la manera en que el gallo y su simiente troquelan y acuñan el pollo que sale del huevo.

Parte de la respuesta la proporcionó dos siglos más tarde el monje y botánico austríaco Gregor Mendel, quien hacia 1850 cultivaba guisantes en el huerto de la abadía agustina de Brno. Sus observaciones le llevaron a proponer que rasgos tales como el color de la flor o la forma del guisante eran controlados por «factores» heredables que podían transmitirse, sin cambios, de una generación a la siguiente. Los «factores» de Mendel proporcionaban, por lo tanto, un depósito de información heredable que permitía a los guisantes conservar su carácter durante cientos de generaciones… y mediante estos «el gallo y su simiente troquelan y acuñan el pollo que sale del huevo».

Es conocido que la obra de Mendel pasó desapercibida a la mayoría de sus contemporáneos, incluido Darwin, y no se redescubrió hasta principios del siglo XX. Sus factores se rebautizaron como «genes» y no tardaron en incorporarse al creciente consenso mecanicista de la biología del siglo XX. Pero aunque Mendel había demostrado que dichas entidades tenían que existir dentro de las células vivas, nadie las había visto ni sabía de qué estaban compuestas. Sin embargo, en 1902 el genetista estadounidense Walter Sutton advirtió que unas estructuras intracelulares denominadas cromosomas tendían a seguir la herencia de factores mendelianos, lo que le llevó a proponer que los genes estaban situados en los cromosomas.

Pero los cromosomas son estructuras grandes (hablando en términos relativos) y complicadas compuestas por proteínas, azúcares y una sustancia bioquímica denominada ácido desoxirribonucleico, o ADN. Al principio no estaba claro cuál de estos componentes era responsable de la herencia, suponiendo que alguno lo fuera. Después, en 1943, el científico canadiense Oswald Avery consiguió transferir un gen de una célula bacteriana a otra extrayendo ADN de la célula donante e inyectándolo en la célula receptora. El experimento demostró que lo que portaba toda la información genética no eran ni las proteínas ni las sustancias bioquímicas, sino el ADN de los cromosomas.* No obstante, no parecía que el ADN tuviera nada de mágico; en aquel momento se consideraba solo una molécula química ordinaria.

Aun así, la pregunta seguía planteada: ¿cómo funcionaba todo esto? ¿Cómo transmite una sustancia química la información necesaria para proporcionar «la manera en que el gallo y su simiente troquelan y acuñan el pollo que sale del huevo»? ¿Cómo se copiaban y replicaban los genes de una generación a la siguiente? La química convencional, impulsada por aquellas moléculas parecidas a bolas, simplemente no parecía ser capaz de proporcionar los medios para almacenar, copiar y transmitir con precisión la información genética.

Es sabido que la respuesta se obtuvo en 1953, cuando James Watson y Francis Crick, que trabajaban en los laboratorios Cavendish, en Cambridge, consiguieron encajar una notable estructura a los datos experimentales que su colega Rosalind Franklin había obtenido del ADN: la doble hélice. Se encontró que cada hebra de ADN era una especie de cordel molecular constituido por átomos de fósforo, oxígeno y un azúcar llamado desoxirribosa, y a lo largo de dicho cordel se situaban a intervalos, como cuentas, unas estructuras químicas llamadas nucleótidos.** Estas cuentas de nucleótidos aparecen en cuatro variedades: adenina (A), guanina (G), citosina (C) y timina (T), de modo que su disposición a lo largo de la hebra de ADN proporciona una secuencia unidimensional de letras genéticas tal como esta: «GTCCATTGCCCGTATTACCG». Francis Crick había pasado los años de la guerra trabajando para el Almirantazgo (la autoridad responsable del mando de la Armada Real), de manera que cabe suponer que estaba familiarizado con los códigos, como los que producían las máquinas alemanas Enigma que se estaban descifrando en Bletchley Park. En cualquier caso, cuando vio la hebra de ADN la reconoció inmediatamente como un código, una secuencia de información que proporcionaba las instrucciones cruciales de la herencia. Y, como descubriremos en el capítulo 7, la identificación de la hebra en doble hélice del ADN también resolvió el problema de cómo se copia la información genética. De un solo golpe se habían resuelto dos de los mayores misterios de la ciencia.

El descubrimiento de la estructura del ADN proporcionó una llave mecanicista que abría el misterio de los genes. Estos son sustancias químicas, y la química es solo termodinámica; así pues, ¿acaso el descubrimiento de la doble hélice puso a la vida, finalmente y de manera total, en el ámbito de la ciencia clásica?

LA CURIOSA SONRISA DE LA VIDA

En Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, el gato de Cheshire tiene la costumbre de desaparecer, dejando solo su sonrisa, lo que lleva a Alicia a señalar que «a menudo ha visto un gato sin sonrisa, pero nunca una sonrisa sin un gato». Muchos biólogos experimentan una confusión parecida cuando, a pesar de saber de qué manera la termodinámica opera en las células vivas y cómo los genes codifican todo lo que se requiere para formar una célula, el misterio de lo que es realmente la vida continúa sonriéndoles.

Un problema es la enorme complejidad de las reacciones bioquímicas que tienen lugar en el interior de cada célula viva. Cuando los químicos producen artificialmente un aminoácido o un azúcar, casi siempre sintetizan un único producto cada vez, cosa que consiguen al controlar de manera cuidadosa las condiciones experimentales para la reacción seleccionada, como la temperatura y las concentraciones de los diversos ingredientes, con el fin de optimizar la síntesis del compuesto objetivo. Esta no es una tarea fácil, y requiere el control de muchas condiciones diferentes dentro de matraces, condensadores, columnas de separación, dispositivos de filtración y otros aparatos químicos complicados y específicos para dichas reacciones químicas. Pero cada célula viva de nuestro cuerpo sintetiza continuamente miles de sustancias bioquímicas distintas en el interior de una cámara de reacción llena de solo unas pocas millonésimas de microlitro de líquido.* ¿Cómo se producen a la vez todas estas diversas reacciones? ¿Cómo se orquesta toda esta acción molecular en el interior de una célula microscópica? Estas preguntas son el meollo de la nueva ciencia de la biología de sistemas; pero es justo decir que las respuestas siguen siendo misteriosas.

Otro enigma de la vida es la mortalidad. Una característica de las reacciones químicas es que siempre son reversibles. Podemos escribir una reacción química en la dirección sustratos ] productos. Pero, en realidad, la reacción inversa, en la dirección producto ] sustrato, siempre se está dando de manera simultánea. Lo que ocurre es que, bajo un conjunto dado de condiciones, tiende a dominar una dirección. Sin embargo, siempre es posible encontrar otro conjunto de condiciones que favorezca la dirección química inversa. Por ejemplo, cuando los combustibles fósiles se queman en el aire, los sustratos son carbono y oxígeno, y el único producto es dióxido de carbono, un gas de invernadero. Por lo general se considera que esta es una reacción irreversible; pero algunas formas de tecnología de captación de carbono están trabajando para invertir este proceso mediante la utilización de una fuente de energía para hacer que la reacción se invierta. Por ejemplo, Rich Masel, de la Universidad de Illinois, ha establecido una compañía, Dioxide Materials, cuyo objetivo es usar la electricidad para convertir el dióxido de carbono atmosférico en combustible para vehículos.1

La vida es diferente. Nadie ha descubierto todavía una condición que favorezca la dirección célula muerta ] célula viva. Este, desde luego, fue el enigma que propició que nuestros antepasados tuvieran la idea de un alma. Ya no creemos que una célula posea ningún tipo de alma; pero, entonces, ¿qué es lo que se pierde de manera irrevocable cuando una célula o una persona mueren?

Llegados a este punto, el lector puede estar pensando: «¿Y qué hay de esta ciencia que se acaba de anunciar de la biología sintética?». A buen seguro, quienes practican dicha ciencia deben de poseer la clave del misterio de la vida. Probablemente, el practicante más famoso de la biología sintética es Craig Venter, pionero de la secuenciación del genoma, quien en 2010 conjuró una tormenta científica cuando afirmó haber creado vida artificial. Su trabajo apareció en titulares de todo el mundo y desencadenó temores de que unas nuevas razas de criaturas creadas artificialmente se apoderarían del planeta. Pero Venter y su equipo solo consiguieron modificar una forma de vida ya existente, en lugar de crear realmente nueva vida. Lo hicieron sintetizando primero el ADN que codifica todo el genoma de un patógeno bacteriano, Mycoplasma mycoides, que causa una enfermedad en las cabras. Después inyectaron su genoma de ADN sintetizado en una célula bacteriana viva y, de manera muy ingeniosa, consiguieron que sustituyera su cromosoma original (y único) por su versión sintética.

Sin duda, este trabajo fue un tour de force técnico. El cromosoma bacteriano contiene 1,8 millones de letras genéticas, todas las cuales tuvieron que enhebrarse en la secuencia precisamente correcta. Pero, en esencia, lo que los científicos habían hecho era efectuar la misma transformación que todos nosotros conseguimos realizar sin esfuerzo cuando convertimos las sustancias químicas inertes de nuestro alimento en nuestra propia carne viva.

La síntesis e inserción que Venter y su equipo llevaron a cabo con éxito de un cromosoma bacteriano sustituto abre todo un nuevo campo de la biología sintética que volveremos a visitar en el capítulo final. Es probable que conlleve maneras más eficientes de producir medicinas, cultivar plantas o destruir contaminantes. Pero en estos experimentos y en otros similares, los científicos no han creado nueva vida. A pesar del logro de Venter, el misterio esencial de la vida continúa sonriéndonos. Se dice del físico Richard Feynman, que obtuvo un premio Nobel, que insistía en que «lo que no podemos hacer, no lo entendemos». Según esta definición, no comprendemos la vida porque todavía no hemos conseguido crearla. Podemos mezclar sustancias bioquímicas, podemos caldearlas, podemos irradiarlas y podemos, al igual que el Frankenstein de Mary Shelley, utilizar electricidad para animarla; pero la única manera en que podemos producir vida es inyectando estas sustancias bioquímicas en células que ya están vivas, o comiéndonoslas, con lo que conseguimos transformarlas en parte de nuestro propio cuerpo.

Así pues, ¿cómo es que todavía somos incapaces de realizar un truco que ejecutan sin esfuerzo cada segundo billones de los más humildes microbios? ¿Acaso estamos pasando por alto algún ingrediente? Esta es la pregunta acerca de la cual un famoso físico, Erwin Schrödinger, meditó hace más de setenta años; y su respuesta, muy sorprendente, es fundamental para el asunto de este libro. Para comprender por qué la solución de Schrödinger a los más profundos misterios de la vida era y continúa siendo tan revolucionaria hemos de retornar a los inicios del siglo XX, antes del descubrimiento de la doble hélice, cuando se estaba poniendo patas arriba el mundo de la física.

LA REVOLUCIÓN CUÁNTICA

La explosión del saber científico durante la Ilustración de los siglos XVIII y XIX produjo la mecánica newtoniana, el electromagnetismo y la termodinámica, y demostró que, juntas, estas tres áreas de la física describían de la manera adecuada el movimiento y el comportamiento de todos los objetos y fenómenos macroscópicos cotidianos de nuestro mundo, de las balas de cañón a los relojes, de las tormentas a los trenes de vapor, de los péndulos a los planetas. Pero a finales del siglo XIX y principios del XX, cuando los físicos dirigieron su atención a los constituyentes microscópicos de la materia (átomos y moléculas), descubrieron que las leyes familiares ya no eran de aplicación. La física necesitaba una revolución.

El primer avance importante (el concepto del «cuanto») lo hizo el físico alemán Max Planck, quien presentó sus resultados en un seminario de la Sociedad Física Alemana el 14 de diciembre de 1900, una fecha que se considera, de manera habitual, la del nacimiento de la teoría cuántica. En aquella época, la idea general era que la radiación calórica se desplazaba a través del espacio, como otras formas de energía, como una onda. El problema era que la teoría ondulatoria no podía explicar la manera en que determinados objetos calientes radian energía. De modo que Planck propuso la idea radical de que la materia en las paredes de estos cuerpos calientes vibraba a determinadas frecuencias discretas, lo que acarreaba, como consecuencia, que la energía térmica solo se radiaba en minúsculos grumos discretos, o «cuantos», que no podían subdividirse. Su sencilla teoría tuvo un éxito notable, pero se apartaba radicalmente de la teoría clásica de la radiación, en la que se consideraba que la energía era continua. Su teoría sugería que la energía, en lugar de fluir de la materia, como el agua que sale continuamente de un grifo, se presentaba como un conjunto de paquetes separados e indivisibles: como si surgiera de un grifo que gotea despacio.

Planck nunca se sintió cómodo con la idea de que la energía era grumosa, pero cinco años después de que propusiera su teoría cuántica, Albert Einstein extendió esta idea y sugirió que toda la radiación electromagnética, incluida la luz, está «cuantizada» en lugar de ser continua, y se presenta en paquetes discretos, o partículas, que ahora llamamos fotones. Einstein propuso que esta manera de pensar acerca de la luz podía explicar un enigma que hacía tiempo que existía, conocido como efecto fotoeléctrico, un fenómeno por el cual la luz podía hacer saltar electrones de la materia. Fue este trabajo, y no sus más famosas teorías de la relatividad, lo que le valió a Einstein el premio Nobel en 1921.

Sin embargo también había muchas pruebas de que la luz se comporta como una onda extendida y continua. Pero ¿cómo puede ser la luz a la vez grumosa y ondulante? En aquel entonces esto no parecía tener sentido; al menos, no en el marco de la ciencia clásica.

El siguiente paso de gigante lo dio el físico sueco Niels Bohr, quien en 1912 se fue a Mánchester a trabajar con Ernest Rutherford. Este acababa de proponer su famoso modelo planetario del átomo, que consistía en un núcleo minúsculo y denso en el centro, rodeado de electrones todavía más minúsculos que orbitaban a su alrededor. Pero nadie comprendía cómo era posible que los átomos permanecieran estables. Según la teoría electromagnética estándar, los electrones de carga negativa emitirían energía luminosa de manera constante mientras orbitaban alrededor del núcleo, cargado positivamente. Al hacerlo, perderían energía y, con suma rapidez (en cuestión de una billonésima de segundo), caerían en espiral hacia el núcleo, lo que haría que el átomo se desplomara. Pero los electrones no hacen esto. Así pues, ¿cuál era su truco?

Para explicar la estabilidad de los átomos, Bohr propuso que los electrones no son libres para ocupar cualquier órbita alrededor del núcleo, sino solo algunas órbitas finas («cuantizadas»). Un electrón solo puede descender hasta la siguiente órbita inferior mediante la emisión de un grumo (o cuanto) de energía electromagnética (un fotón) del mismo valor exacto que la diferencia de energías entre las dos órbitas implicadas. Asimismo, solo puede ascender hasta una órbita superior mediante la absorción de un fotón de la energía apropiada.

Una manera de visualizar esta diferencia entre la teoría clásica y la cuántica, y de explicar por qué el electrón ocuparía tan solo determinadas órbitas fijas en el átomo, es comparar cómo se tocan las notas en una guitarra y en un violín. Cuando un violinista toca una nota, presiona un dedo sobre una de las cuerdas a lo largo del mango del violín para acortar dicha cuerda y obtener de esta manera la nota cuando el arco se arrastra sobre ella, haciendo que vibre. Las cuerdas más cortas vibran a frecuencias altas (muchas vibraciones por segundo) para generar notas altas, mientras que las cuerdas largas vibran a frecuencias bajas (pocas vibraciones por segundo) para generar notas bajas.

Antes de continuar hemos de decir algunas palabras acerca de una de las características fundamentales de la mecánica cuántica, que es la manera en que frecuencia y energía se hallan íntimamente relacionadas.* Vimos en el capítulo anterior que las partículas subatómicas poseen asimismo propiedades ondulatorias, lo que significa que, como cualquier onda extendida, poseen una longitud de onda y una frecuencia de oscilación asociadas. Las vibraciones u oscilaciones rápidas son siempre más energéticas que las vibraciones lentas. Piense el lector en su secadora de ropa, que debe girar (oscilar) a una frecuencia alta con el fin de poseer la suficiente energía para hacer que el agua salga de la ropa.

Volvamos ahora a nuestro violín. El tono de la nota (su frecuencia de vibración) puede variar de forma continua, en función de la longitud de la cuerda entre su extremo fijo y el dedo del violinista. Esto es equivalente a una onda clásica que pueda adoptar cualquier longitud de onda (la distancia entre picos sucesivos). Por lo tanto, definiremos al violín como un instrumento clásico, no en el sentido de «música clásica», sino en el sentido de física clásica no cuantizada. Desde luego, esta es la razón por la que resulta tan difícil tocar bien el violín, porque el músico tiene que saber de forma precisa dónde colocar su dedo para obtener solo la nota adecuada.

Pero el mástil de una guitarra es diferente; tiene «trastes» a intervalos a lo largo de su longitud; son unas barras de metal espaciadas ligeramente y elevadas sobre el mástil, pero que no tocan las cuerdas que pasan por encima. De modo que cuando un guitarrista coloca su dedo sobre una cuerda, esta se presiona sobre el traste y hace que este, y no el dedo, sea temporalmente un extremo de la cuerda. Cuando la cuerda se pulsa o puntea, el tono de la nota resultante se produce por la vibración de la cuerda únicamente entre el traste y el puente. El número finito de trastes implica que en la guitarra solo se pueden tocar determinadas notas discretas. Ajustar la posición del dedo entre dos trastes no alterará la nota cuando se pulse la cuerda. Así, la guitarra es similar a un instrumento cuántico. Y puesto que, según la teoría cuántica, frecuencia y energía están relacionadas, la cuerda vibrante de la guitarra debe poseer energías discretas, y no continuas. De manera parecida, las partículas fundamentales, como los electrones, solo pueden estar asociadas a determinadas frecuencias de onda características, cada una asociada con su propio nivel discreto de energía. Cuando un electrón salta de un estado energético a otro, debe absorber o emitir la radiación correspondiente a la diferencia de energía entre el nivel desde el que salta y el nivel al que va a parar.

A partir de mediados de la década de 1920, Bohr, que entonces estaba de nuevo en Copenhague, era uno de varios físicos europeos que trabajaba febrilmente en una teoría matemática más completa y coherente para describir lo que ocurría en el mundo subatómico. Uno de los físicos más brillantes de este grupo era un joven genio alemán, Werner Heisenberg. Mientras se restablecía de un ataque de fiebre del heno en la isla alemana de Helgoland durante el verano de 1925, Heisenberg hizo un progreso importante en la formulación de la nueva matemática que se necesitaba para describir el mundo de los átomos. Pero era un tipo extraño de matemáticas, y lo que nos decía acerca de los átomos era más extraño todavía. Por ejemplo, Heisenberg afirmaba no solo que no podíamos decir exactamente donde estaba un electrón atómico si no lo medíamos, sino también que el propio electrón no tenía una localización definida porque se hallaba extendido de una manera vaga e incognoscible.

Heisenberg se vio obligado a concluir que el mundo atómico es un lugar fantasmal e insustancial que solo cristaliza en una existencia definida cuando disponemos un aparato de medida para que interactúe con él. Este es el proceso de medición cuántica que describimos de forma somera en el último capítulo. Heisenberg demostró que este proceso solo revela aquellas características que está específicamente diseñado para medir, de manera muy parecida a la que tiene cada uno de los instrumentos del salpicadero de un automóvil para proporcionar información acerca de un único aspecto de su operación, como su velocidad, la distancia recorrida o la temperatura del motor. Así, podríamos preparar un experimento para determinar la posición precisa de un electrón en un momento dado. También podríamos elaborar un experimento diferente para medir la velocidad del mismo electrón. Pero Heisenberg demostró, en términos matemáticos, que es imposible preparar un experimento único en el que podamos medir, de manera tan precisa como queramos, dónde se encuentra un electrón y, de manera simultánea, lo rápido que se desplaza. En 1927 este concepto quedó formulado en el famoso principio de incertidumbre de Heisenberg, que desde entonces se ha verificado muchos miles de veces en laboratorios de todo el mundo. Sigue siendo una de las ideas más importantes de toda la ciencia y uno de los cimientos de la mecánica cuántica.

En enero de 1926, por la misma época en que Heisenberg desarrollaba sus ideas, el físico austríaco Erwin Schrödinger escribió un artículo en el que esbozaba una imagen muy distinta del átomo. En dicho artículo propuso una ecuación matemática, conocida ahora como ecuación de Schrödinger, en la que no describía la manera en que una partícula se mueve, sino la manera en que una onda evoluciona. Sugería que en lugar de ser un electrón una partícula vaga en el átomo, con una posición incognoscible cuando orbita alrededor del núcleo, es una onda extendida por el átomo. A diferencia de Heisenberg, quien creía que era absolutamente imposible tener una imagen de un electrón cuando no lo medimos, Schrödinger prefería pensar en el electrón como una onda física real cuando no la observamos, y que se «desploma»* en una partícula discreta cada vez que la observamos. Su versión de la teoría atómica acabó por conocerse como mecánica ondulatoria, y su famosa ecuación describe de qué manera dichas ondas evolucionan y se comportan a lo largo del tiempo. Hoy en día consideramos que las descripciones de Heisenberg y Schrödinger son modos diferentes de interpretar la matemática de la mecánica cuántica y que ambas, cada una a su manera, son correctas.

LA FUNCIÓN DE ONDA DE SCHRÖDINGER

Cuando queremos describir el movimiento de objetos cotidianos, ya se trate de balas de cañón, trenes de vapor o planetas, cada uno de ellos compuesto de billones de partículas, resolvemos el problema utilizando un conjunto de ecuaciones matemáticas que se remontan al trabajo de Isaac Newton. Pero si el sistema que describimos se encuentra en el mundo cuántico, entonces tenemos que utilizar la ecuación de Schrödinger. Y aquí reside la profunda distancia entre los dos enfoques, porque en nuestro mundo newtoniano la solución de una ecuación de movimiento es un número, o un conjunto de números, que define(n) la localización precisa de un objeto en un momento dado del tiempo. En el mundo cuántico, la solución de la ecuación de Schrödinger es una cantidad matemática llamada función de onda, que no nos dice la posición precisa de, pongamos por caso, un electrón en un momento concreto del tiempo, sino que proporciona todo un conjunto de números que describen la probabilidad de que un electrón se encontrara en distintas posiciones del espacio si lo buscáramos allí.

Desde luego, la primera reacción del lector ante esto debe de ser: «Pero esto no es lo bastante bueno; decirnos simplemente dónde podría estar el electrón no parece una información muy útil». El lector puede querer saber exactamente dónde se halla la partícula. Pero a diferencia de un objeto clásico que siempre ocupa una posición definida en el espacio, un electrón puede hallarse en múltiples lugares a la vez hasta el momento en que es medido. La función de onda cuántica se halla extendida por todo el espacio, lo que significa que al describir un electrón, pongamos por caso, lo mejor que podemos hacer es resolver un conjunto de números que den la probabilidad de encontrarlo no en una única posición, sino simultáneamente en cada punto del espacio. Sin embargo, es importante darse cuenta de que estas probabilidades cuánticas no representan alguna deficiencia en nuestro conocimiento, que podría curarse obteniendo más información; son, en cambio, una característica fundamental del mundo natural a esta escala microscópica.

Imaginemos un ladrón de joyas que acaba de obtener la libertad condicional y sale de la prisión. En lugar de enmendarse, vuelve inmediatamente a sus antiguas costumbres y empieza a allanar casas en toda la ciudad. Al estudiar un mapa, los policías pueden trazar su probable paradero desde el momento en el que sale en libertad. Aunque no pueden precisar su localización exacta en un momento dado, pueden asignar probabilidades a los robos cometidos por el ladrón en diferentes distritos.

Para empezar, las casas que se hallan cerca de la prisión son las más expuestas, pero con el tiempo el área amenazada se hace mayor. Y, al saber el tipo de propiedades en las que ha irrumpido en el pasado, la policía también puede predecir con cierta fiabilidad que los distritos más pudientes, con sus joyas de mayor valor, tienen un mayor riesgo que los más pobres. Puede pensarse en esta oleada de delitos cometidos por un solo hombre y que se extiende por la ciudad como una oleada de probabilidad. No es tangible y no es real, solo un conjunto de números abstractos que se pueden asignar a las distintas partes de la ciudad. De una manera similar, una función de onda se expande a partir del punto en el que se vio un electrón por última vez. Calcular el valor de esta función de onda en diferentes posiciones y tiempos nos permite asignar probabilidades a dónde podría aparecer a continuación.

Ahora bien, ¿qué pasaría si la policía actuara a partir de un soplo y pudiera capturar al ladrón con las manos en la masa, mientras sale por una ventana con el saco de su botín al hombro? De inmediato, su distribución amplia de probabilidades que describía el paradero posible del ladrón se habría reducido a tenerlo definitivamente en una posición y, definitivamente, en ningún otro lugar. Asimismo, si el electrón es detectado en una determinada posición, entonces su función de onda se altera de manera instantánea. En el momento de la detección habrá una probabilidad cero de encontrarlo en algún otro lugar.

Sin embargo (y aquí es donde la analogía termina), aunque antes de capturar al ladrón la policía solo puede asignar probabilidades al paradero del caco, esta sabe que ello solo se debe a su falta de información. Después de todo, en realidad el ladrón no se ha extendido por toda la ciudad, y aunque la policía debe considerar que, en potencia, se halla en cualquier sitio, lo cierto es que, desde luego, en cada momento dado se encuentra en un solo lugar. Pero, en claro contraste con el ratero, cuando no hacemos el seguimiento del movimiento de un electrón no podemos asumir que este exista en algún lugar definido y en algún momento dado. Por el contrario, todo lo que tenemos para describirlo es la función de onda, que está en todas partes a la vez. Solo mediante el acto de observar (realizar una medición) podemos «obligar» al electrón a convertirse en una partícula localizada.

Hacia 1927, gracias a los esfuerzos de Heisenberg, Schrödinger y otros, los cimientos matemáticos de la mecánica cuántica estaban esencialmente completos. En la actualidad, constituyen el fundamento sobre el que se construye gran parte de la física y la química, y nos proporcionan una visión notablemente completa de las piezas fundamentales de todo el universo. De hecho, sin el poder explicativo de la mecánica cuántica a la hora de describir cómo encaja todo, gran parte de nuestro moderno mundo tecnológico sería simplemente imposible.

Y así fue como a finales de la década de 1920, satisfechos por sus éxitos recientes a la hora de domar el mundo atómico, varios de aquellos pioneros cuánticos salieron de sus laboratorios de física dispuestos a conquistar un área distinta de la ciencia: la biología.

LOS PRIMEROS BIÓLOGOS CUÁNTICOS

En la década de 1920, la vida era todavía un misterio. Aunque los bioquímicos del siglo XIX habían realizado grandes progresos en la construcción de un conocimiento mecanicista de la química de la vida, muchos científicos continuaban aferrándose al principio vitalista de que la biología no podía reducirse a química y física, sino que requería su propio conjunto de leyes. Todavía se consideraba que el «protoplasma» del interior de las células vivas era una forma misteriosa de materia animada por fuerzas desconocidas, y el secreto de la herencia continuaba eludiendo a la ciencia de la genética, entonces en crecimiento.

Pero durante dicha década surgió una nueva casta de científicos, denominados organicistas, que rechazaron las ideas tanto de los vitalistas como de los mecanicistas. Dichos científicos aceptaban que la vida entrañaba algo misterioso, pero afirmaban que, en principio, el misterio podría explicarse mediante leyes de la física y de la química que todavía no se habían descubierto. Uno de los principales defensores del movimiento organicista fue otro austríaco, que tenía el exótico nombre de Ludwig von Bertalanffy. Escribió algunos de los primeros artículos sobre teorías del desarrollo biológico y destacó la necesidad de algún nuevo principio biológico para describir la esencia de la vida en su libro de 1928 Kritische Theorie der Formbildung (Teoría crítica de la morfogénesis). Sus ideas, y en particular este libro, influyeron en muchos científicos, entre ellos otro pionero de la física cuántica, Pascual Jordan.

Nacido y educado en Hannover, Pascual Jordan estudió con uno de los padres fundadores de la mecánica cuántica, Max Born,* en Gotinga, en Alemania. En 1925, Jordan y Born publicaron el artículo clásico «Zur Quantenmechanik» («Sobre mecánica cuántica»). Al año siguiente, Jordan, Born y Heisenberg publicaron una «secuela», «Zur Quantenmechanik II». Este trabajo, conocido como el Dreimännenwerk, el «artículo de los tres hombres», se considera uno de los clásicos de la mecánica cuántica, porque partió del notable descubrimiento de Heisenberg y lo desarrolló en una manera, elegante desde el punto de vista matemático, de describir el comportamiento del mundo atómico.

Al año siguiente, Jordan hizo lo que cualquier joven físico europeo de la época que se preciara habría hecho de habérsele presentado la oportunidad: pasó un tiempo en Copenhague trabajando con Niels Bohr. En algún momento alrededor de 1929, los dos hombres empezaron a discutir sobre si la mecánica cuántica podría tener alguna aplicación en el campo de la biología. Pascual Jordan volvió a Alemania, a un puesto en la Universidad de Rostock, desde donde durante los dos años siguientes mantuvo correspondencia con Bohr sobre la relación entre física y biología. Sus ideas culminaron en el que podríamos considerar el primer artículo científico sobre biología cuántica, que Jordan escribió en 1932 para la revista Die Naturwissenschaften y se titulaba «Die Quantenmechanik und die Grundprobleme der Biologie und Psychologie» («La mecánica cuántica y los problemas fundamentales de la biología y la psicología»).2

Lo cierto es que los escritos de Jordan contienen varias intuiciones interesantes sobre el fenómeno de la vida; sin embargo, sus especulaciones biológicas se politizaron cada vez más y se alinearon con la ideología nazi. Llegó a afirmar que el concepto de un único líder o guía dictatorial (Führer) era un principio fundamental de la vida.

Sabemos que en una bacteria, entre el enorme número de moléculas que constituyen este […] organismo […] hay un número muy pequeño de moléculas especiales dotadas de autoridad dictatorial sobre el organismo total. Forman un Steuerungszentrum [centro conductor] de la célula viva. La absorción de un cuanto de luz en cualquier lugar fuera de dicho Steuerungszentrum no puede matar a la célula, de la misma manera que una gran nación no puede ser aniquilada por matar a un único soldado. Pero la absorción de un cuanto de luz en el Steuerungszentrum de la célula puede hacer que todo el organismo muera y se disuelva […] de manera similar a como un asalto ejecutado con éxito a un hombre de estado principal [führenden] puede hacer que toda una nación entre en un profundo proceso de disolución.3

Este intento de importar la ideología nazi a la biología es a la vez fascinante y pavoroso. Pero contiene el germen de una idea curiosa, la que Jordan llamaba Verstärkertheorie, o teoría de la amplificación. Jordan señalaba que los objetos inanimados eran regidos por el movimiento aleatorio promedio de millones de partículas, de tal manera que el movimiento de una única molécula no tiene ninguna influencia en el objeto entero. Pero la vida, aducía, es diferente, porque está gobernada por muy pocas moléculas dentro del Steuerungszentrum que tienen una influencia dictatorial, de modo que los acontecimientos a nivel cuántico que rigen su movimiento, como el principio de incertidumbre de Heisenberg, son amplificados e influyen sobre todo el organismo.

Esta es una intuición interesante, y volveremos a ella; pero en aquella época no se desarrolló y no tuvo mucha influencia porque, después de la derrota de Alemania en 1945, las simpatías políticas de Jordan por el nazismo lo desacreditaron ampliamente entre sus contemporáneos, y sus ideas sobre la biología cuántica se dejaron de lado. A otros casamenteros entre las disciplinas de biología y de física cuántica se los dispersó a los cuatro vientos como secuelas de la guerra; y la física, sacudida hasta los cimientos por el uso de la bomba atómica, dirigió su atención a problemas más tradicionales.

Pero la llama de la biología cuántica se mantuvo encendida gracias al mismísimo inventor de la mecánica ondulatoria cuántica, Erwin Schrödinger. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial huyó de Austria (ya que las leyes nazis consideraban que su mujer era no aria) y se instaló en Irlanda, donde en 1944 publicó un libro cuyo título planteaba la pregunta ¿Qué es la vida?,* y en el que esbozó una nueva concepción biológica que resulta fundamental para el campo de la biología cuántica y, de hecho, para este libro. Es esta concepción la que exploraremos con algo de detalle antes de acabar este capítulo dedicado a la historia.

ORDEN DE CABO A RABO

El problema que intrigaba a Schrödinger era el misterioso proceso de la herencia. El lector recordará que en esa época, en la primera mitad del siglo XX, los científicos sabían que los genes se heredaban de una generación a la siguiente, pero ignoraban de qué estaban hechos los genes o cómo funcionaban. ¿Qué leyes, se preguntaba Schrödinger, proporcionaban a la herencia su alto nivel de fidelidad? En otras palabras, ¿cómo podían transmitirse copias idénticas de genes prácticamente inalteradas de una generación a la siguiente?

Schrödinger sabía que las leyes precisas y repetidamente demostrables de la física y la química clásicas, como las de la termodinámica, que es impulsada por el movimiento aleatorio de átomos y moléculas, eran en realidad leyes estadísticas, lo que significa que solo son ciertas «por término medio», y solo son fiables porque implican un número muy grande de partículas que interactúan. Volviendo a nuestra mesa de billar, el movimiento de una sola bola es absolutamente impredecible, pero si lanzamos una gran cantidad de bolas a la mesa y las golpeamos al azar durante un período aproximado de una hora, podremos predecir que la mayoría terminarán entrando en las troneras. La termodinámica funciona así: es el comportamiento promedio de una enorme cantidad de moléculas lo que es predecible, no el comportamiento de

Pensemos, por ejemplo, en las leyes de los gases que describieron Robert Boyle y Jacques Charles hace trescientos años. Describen la manera en que el volumen de gas en un globo se expandirá si se calienta y se contraerá si se enfría. Este comportamiento puede resumirse en una fórmula matemática sencilla conocida como la ley de un gas ideal.* Un globo sigue estas leyes ordenadas: si lo calentamos, se expandirá; si lo enfriamos, se contraerá. Sigue estas leyes a pesar del hecho de estar lleno de billones de moléculas que tomadas de manera individual se comportan como las bolas de billar desordenadas cuyo movimiento es completamente al azar, que chocan y empujan unas a otras y rebotan de la pared interna del globo. ¿De qué manera el movimiento desordenado genera leyes ordenadas?

Cuando se calienta el globo, las moléculas de aire se agitan más rápidamente, lo que asegura que entrechoquen entre sí, y con las paredes del globo, con algo más de fuerza. Esta fuerza adicional ejerce más presión sobre la piel elástica del globo (al igual que sucedía con la vara móvil de la mesa de billar de Boltzmann), lo que hace que este se expanda. La cantidad de expansión dependerá de cuánto calor se proporciona y es completamente predecible, y las leyes de los gases la describen con precisión. El punto importante es que el objeto singular que es el globo obedece estrictamente a la ley de los gases porque el movimiento ordenado de su superficie única, elástica y continua procede de los movimientos desordenados de un número enorme de partículas, que generan, tal como Schrödinger decía, orden a partir del desorden.

Schrödinger afirmaba que no son solo las leyes de los gases las que derivan su exactitud de las propiedades estadísticas de los grandes números, sino que «todas» las leyes de la física y la química clásicas (entre ellas, las leyes que rigen la dinámica de fluidos o de reacciones químicas) se basan en este principio de «promedio de grandes números» o de «orden a partir del desorden».

Pero, aunque un globo de tamaño normal lleno de billones de moléculas de aire seguirá siempre las leyes de los gases, un globo microscópico tan pequeño que solo contuviera un puñado de moléculas de aire no lo haría. Ello se debe a que, incluso a temperatura constante, se encontrará que estas pocas moléculas se alejarán unas de las otras, de manera ocasional y totalmente al azar, lo que hará que el globo se expanda. De forma parecida, se contraerá de manera ocasional por la sencilla razón de que todas sus moléculas se desplazarán de manera aleatoria hacia dentro. Por ello, el comportamiento de un globo minúsculo será impredecible en gran medida.

Esta dependencia del orden y la predictibilidad en los grandes números nos es, desde luego, muy conocida en otros ámbitos de la vida. Por ejemplo, los estadounidenses juegan más al béisbol que los canadienses, mientras que estos juegan más al hockey sobre hielo que aquellos. Sobre la base de esta «ley» estadística se pueden hacer predicciones adicionales acerca de cada país; por ejemplo, que Estados Unidos importará más pelotas de béisbol que Canadá, y que Canadá importará más palos de hockey que Estados Unidos. Pero aunque estas leyes estadísticas tienen valor predictivo, cuando se aplican a países enteros que tienen muchos millones de habitantes no pueden predecir con exactitud el comercio en palos de hockey o en pelotas de béisbol en una única región, como por ejemplo Minnesota o Saskatchewan.

Schrödinger fue más allá de la simple observación de que al nivel microscópico no era posible fiarse de las leyes estadísticas de la física clásica: cuantificó la reducción en la precisión, y calculó que la magnitud de las desviaciones de estas leyes es inversamente proporcional a la raíz cuadrada del número de partículas implicadas. De modo que un globo lleno de un billón de partículas (un millón de millones) se aparta del comportamiento estricto de las leyes de los gases en tan solo una millonésima. Sin embargo, un globo que estuviera lleno de solo cien partículas se apartaría del comportamiento ordenado en una parte de cada diez. Aunque dicho globo tendería todavía a expandirse cuando se lo calentara y a contraerse cuando se lo enfriara, no lo haría de ninguna manera que pudiera predecir ninguna ley determinista. Todas las leyes estadísticas de la física clásica se hallan sometidas a esta restricción: son ciertas para objetos compuestos por un número muy elevado de partículas, pero no consiguen describir el comportamiento de objetos compuestos de un número reducido de partículas. De modo que cualquier cosa que se base en las leyes físicas para fiabilidad y regularidad tiene que estar compuesta de gran cantidad de partículas.

Pero ¿qué hay de la vida? ¿Acaso su comportamiento ordenado, como las leyes de la herencia, puede explicarse mediante leyes estadísticas? Cuando Schrödinger meditó al respecto, llegó a la conclusión de que el principio del «orden a partir del desorden» que socalzaba la termodinámica no podía regir la vida, porque, tal como él lo veía, al menos algunas de las más diminutas máquinas biológicas son, simplemente, demasiado pequeñas como para que las rijan las leyes clásicas.

Por ejemplo, por la época en que Schrödinger escribía ¿Qué es la vida? (una época en la que se sabía que los genes regían la herencia, pero en la que la naturaleza de los genes seguía siendo un misterio), planteó esta sencilla pregunta: ¿son los genes lo bastante grandes para derivar su exactitud reproductiva de las leyes estadísticas de «orden a partir del desorden»? Llegó a un tamaño estimado de un único gen de no más que un cubo cuyos lados medían unos 300 angstroms (un angstrom es 0,0000001 milímetros). Un cubo así contendría alrededor de un millón de átomos. Puede parecer que son muchos átomos, pero la raíz cuadrada de un millón es mil, de manera que el nivel de inexactitud o «ruido» en la herencia debería ser del orden de uno en un millar, o un 0,1%. De modo que si la herencia se basara en leyes estadísticas clásicas, entonces debería generar errores (desviaciones de las leyes) a un nivel de uno en un millar. Pero se sabía que los genes se podían transmitir fielmente con tasas de mutación (errores) de menos de uno en mil millones. Este grado de exactitud extraordinariamente grande convenció a Schrödinger de que las leyes de la herencia no podían basarse en las leyes clásicas de «orden a partir del desorden». En lugar de ello, Schrödinger propuso que los genes se parecían más a átomos o moléculas individuales por hallarse sujetos a las reglas no clásicas pero extrañamente ordenadas de la ciencia que él había contribuido a fundar, la mecánica cuántica. Schrödinger propuso que la herencia se basaba en el principio nuevo de «orden a partir del orden».

Schrödinger presentó por primera vez sus ideas en una serie de conferencias en el Trinity College de Dublín, en 1943, y las publicó al año siguiente en ¿Qué es la vida?, libro en el que escribió lo siguiente: «El organismo vivo parece ser un sistema macroscópico que en parte de su comportamiento se acerca a lo que […] todos los sistemas tienden, a medida que la temperatura se acerca al cero absoluto y el desorden molecular es eliminado». Por razones que pronto descubriremos, en el cero absoluto todos los objetos se hallan sometidos a las leyes cuánticas, no a las termodinámicas. La vida, afirmaba Schrödinger, es un fenómeno de nivel cuántico capaz de volar en el aire, andar sobre dos o cuatro patas, nadar en el océano, crecer en el suelo o, efectivamente, leer este libro.

EL DISTANCIAMIENTO

Los años siguientes a la publicación del libro de Schrödinger vieron el descubrimiento de la doble hélice del ADN y el ascenso meteórico de la biología molecular, una disciplina que se desarrolló en gran medida sin referencia a los fenómenos cuánticos. La clonación de genes, la ingeniería genética, la identificación y la secuenciación del genoma fueron desarrolladas por biólogos que, en líneas generales, se conformaban, con cierta justificación, con hacer caso omiso del mundo cuántico que planteaba retos matemáticos. Hubo incursiones ocasionales en la zona fronteriza entre la biología y la mecánica cuántica. Sin embargo, la mayoría de los científicos olvidaron la atrevida afirmación de Schrödinger. Muchos eran incluso abiertamente hostiles a la idea de que la mecánica cuántica fuera necesaria para explicar la vida. Por ejemplo, en 1962, Christopher Longuet-Higgins, químico y científico cognitivo inglés, escribía lo siguiente:

Recuerdo alguna discusión hace varios años acerca de la posible presencia de fuerzas de mecánica cuántica de largo alcance entre los enzimas y sus sustratos. Sin embargo, era perfectamente correcto que dicha hipótesis se tratara con reservas, no solo debido a la poca solidez de las pruebas experimentales, sino también a causa de la gran dificultad a la hora de reconciliar dicha idea con la teoría general de las fuerzas intermoleculares.4

Incluso en 1993, cuando se publicó el libro What Is Life? The Next Fifty Years,5 que agrupaba artículos escritos por los participantes en una reunión que tuvo lugar en Dublín cincuenta años después de la presentación de Schrödinger, apenas se mencionaba la mecánica cuántica.

Gran parte del escepticismo que la afirmación de Schrödinger atrajo en su época se basaba en la creencia general de que tal vez los delicados estados cuánticos no podrían sobrevivir en los ambientes moleculares cálidos, húmedos y atareados del interior de los seres vivos. Tal como descubrimos en el capítulo anterior, esta era la razón principal de que muchos científicos fuesen (y muchos todavía lo son) muy escépticos con respecto a la idea de que la mecánica cuántica pueda regir la brújula de las aves. El lector recordará que, cuando discutíamos esta cuestión en el capítulo 1, describimos que las propiedades cuánticas de la materia se «desvanecían» por la disposición aleatoria de las moléculas en los objetos grandes. Con los conocimientos termodinámicos de que disponemos ahora, podemos ver el origen de esta disipación: son los empujones moleculares del tipo de bolas de billar que Schrödinger identificó como origen de las leyes estadísticas del «orden a partir del desorden». Las partículas dispersas pueden realinearse para revelar sus profundidades cuánticas ocultas, pero solo en circunstancias especiales y, por lo general, solo de manera muy breve. Por ejemplo, vimos cómo los núcleos de hidrógeno dispersos y que giran en nuestro cuerpo pueden alinearse para generar una señal de MRI coherente a partir de la propiedad cuántica del espín… pero únicamente mediante la aplicación de un campo magnético muy fuerte que proporciona un imán grande y potente, y solo mientras se mantenga la fuerza magnética: tan pronto como se desconecta el campo magnético, las partículas vuelven a alinearse de manera aleatoria por todos los empujones moleculares, y la señal cuántica se dispersa y es indetectable. Este proceso mediante el cual el movimiento molecular aleatorio perturba sistemas mecánicos cuánticos cuidadosamente alineados se denomina decoherencia, y elimina con toda rapidez los extraños efectos cuánticos en los objetos inanimados grandes.

Aumentar la temperatura de un cuerpo aumenta la energía y la velocidad de los empujones moleculares, de modo que es más fácil que la decoherencia se produzca a temperaturas elevadas. Pero no se piense que «elevadas» quiere decir «calientes». En realidad, la decoherencia es instantánea incluso a la temperatura ambiente. Por este motivo se consideró muy improbable, al menos en un primer momento, la idea de que los cuerpos vivos cálidos pudieran mantener estados cuánticos delicados. Solo cuando los objetos se enfrían hasta acercarse al cero absoluto (una temperatura de –273 °C) se detiene completamente el movimiento aleatorio molecular para mantener la decoherencia a raya, lo que permite que pueda notarse la mecánica cuántica. Ahora resulta clara la ya citada afirmación de Schrödinger. Este físico afirmaba que, de alguna manera, la vida consigue funcionar según un reglamento que suele operar solo a temperaturas 273 °C más frías que la de cualquier organismo vivo.

Pero, tal como Jordan y Schrödinger aducían, y como el lector descubrirá si sigue leyendo, la vida es distinta de los objetos inanimados porque un número relativamente pequeño de partículas muy ordenadas, como las que hay en el interior de un gen o en la brújula aviar, puede suponer una gran diferencia para un organismo completo. Esto es lo que Jordan denominaba «amplificación» y Schrödinger llamaba «orden a partir de orden». El color de nuestros ojos, la forma de nuestra nariz, aspectos de nuestro carácter, nuestro nivel de inteligencia e incluso nuestra propensión a la enfermedad han sido determinados, en realidad, precisamente por cuarenta y seis supermoléculas muy ordenadas: los cromosomas de ADN que hemos heredado de nuestros progenitores. No existe ningún objeto macroscópico inanimado en todo el universo conocido que posea esta sensibilidad a la estructura detallada de la materia en su nivel más fundamental, un nivel en el que reinan las leyes de la mecánica cuántica en lugar de las leyes clásicas. Schrödinger decía que esto es lo que hace que la vida sea tan especial. En 2014, setenta años después de que Schrödinger publicara por primera vez su libro, apreciamos finalmente las sorprendentes implicaciones de la extraordinaria respuesta que el físico austríaco le dio a la siguiente pregunta: ¿qué es la vida?

Biología al límite

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