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2 EL PORQUÉ DE CATALUÑA (II). DEL AUTONOMISMO AL SOBERANISMO
ОглавлениеEL FRACASO ESTATUTARIO: PUNTO FINAL
Ha llovido mucho desde que en 1978 los partidos catalanes mayoritarios dieron su apoyo, como se ha dicho, a una Constitución aparentemente abierta, hábil para encajar sus aspiraciones de autogobierno. El tortuoso desarrollo del Estatuto de 1979 supuso ya una primera demostración de la rigidez de las costuras del Estado autonómico, especialmente los sucesivos pactos autonómicos armonizadores y las persistentes dificultades para encontrar un mejor acomodo financiero. El postrer fracaso estatutario (2006-2010) acabó provocando una gran fatiga, un empate infinito de impotencias como definió quien fuera director de La Vanguardia, Agustí Calvet «Gaziel»: la de la España de matriz castellana de asimilar Cataluña, y la de Cataluña a la hora de catalanizar España.
La reforma del Estatuto constituyó para muchos el último intento de lograr el reconocimiento de la personalidad nacional de Cataluña, de blindar las competencias de la Generalitat y de obtener un sistema de financiación equitativo. Pero, paradójicamente, aunque el texto fue acordado e incluso laminado por las Cortes Generales a través de un proceso de «castración química» o de «cepillado», lo relevante es que una vez refrendado en las urnas fue desactivado por un Tribunal Constitucional groseramente politizado y con evidentes vicios de legitimidad. El TC, actuando displicentemente y con total falta de deferencia hacia el legislador estatutario, se erigió en un nuevo poder constituyente, sustituyendo la voluntad popular y la de sus representantes, generando un sentimiento colectivo a caballo entre la frustración y la rabia contenida.
En efecto, la Sentencia 31/2010 fue la respuesta al primer recurso en toda la historia del período democrático que impugnaba in extenso (136 artículos y disposiciones) la reforma de un Estatuto de Autonomía, interpuesto por más de cien diputados y diputadas del grupo parlamentario popular en el Congreso, que antes había reunido cuatro millones de firmas en contra en miles de mesas petitorias repartidas por toda España. El recurso partía de la concepción del Estatuto como una mera Ley, con la entrada vedada, pese a ser la norma institucional básica de la comunidad y completar la Constitución, en la esfera de otras leyes orgánicas y ordinarias, además de tener prohibida la incorporación de cualquier mandato al legislador estatal, introducir normas interpretativas de la Constitución o modificar criterios provenientes de la propia jurisprudencia constitucional. Lo destacable es que la mayoría de estos argumentos fueron acogidos por el alto Tribunal, de forma que el texto estatutario quedó no solo seriamente disminuido sino también desapoderado en buena parte de su valor normativo.
Retrospectivamente, no está de más recordar que el propósito de la reforma estatutaria era el de buscar una identificación comunitaria (la nación) y del régimen lingüístico más precisa; la incorporación ex novo de derechos, deberes y principios rectores de tercera generación (sobre todo de carácter social y económico); la regulación del Poder Judicial en Cataluña; del Régimen Local; la acción exterior y las relaciones institucionales de la Generalitat con el Estado y la Unión Europea (UE); la definición de la tipología competencial, completando el sistema constitucional de distribución constitucional, además de incorporar y asegurar un prolijo catálogo de materias y submaterias; y finalmente, el establecimiento de las bases de un nuevo modelo de financiación más justo y equitativo que garantizara la suficiencia financiera de la Generalitat.
Se podría decir que todos estos objetivos se resumían en dos: el refuerzo de la singularidad de Cataluña y el aumento y garantía de los poderes de la Generalitat. Además, el aparato dispositivo del Estatuto partía de la base de considerar este tipo de norma como un instrumento específico y diferenciado dentro del ordenamiento jurídico, en tanto que complemento indispensable de la Constitución para la determinación de la distribución territorial del poder y como parte integrante del llamado «bloque de la constitucionalidad», además de tratarse de una norma de carácter pactado, en la que concurren la voluntad estatal y autonómica, de manera que, una vez aprobada, debería ser inmune a cualquier modificación realizada por una ulterior Ley Orgánica u Ordinaria.
No obstante, como ya se ha dicho, la mayoría de estos objetivos no se vieron cumplidos, ya fuera por la declaración de inconstitucionalidad y anulación de algunos preceptos, ya fuera mediante la utilización de la técnica de la «interpretación conforme», lo cual alteró el sentido originario de los preceptos estatutarios. Es en este sentido que decíamos que el Tribunal Constitucional no ejerció propiamente de intérprete de la Carta Magna, sino que actuó como un poder constituyente directo, una especie de segunda cámara legislativa que dejó de lado su papel como un poder constituido más, no facultado para dar contenido a la Constitución, un texto que, por definición, es lo suficientemente abierto y flexible como para ser interpretado en cada momento por el legislador estatal y el autonómico.
Así pues, con la sentencia del Estatuto catalán, el máximo intérprete de la Carta Magna procedió a fijar de manera impropia los límites y las metas del conjunto del Estado autonómico, ignorando que este debía ser el resultado de una acción política conducida en exclusiva por el legislador, aunque sea a través de distintas reglas constitucionales. Y todo ello en un particular momento histórico, en el que el proceso de desarrollo constitucional presentaba signos evidentes de agotamiento e involución. Por una parte, porque el propio TC había consumido en gran parte el periplo interpretativo de la Constitución territorial y, por otro, porque ya hacía algún tiempo que se observaba en el terreno político el hecho de que, más de tres décadas después del inicio del proceso autonómico, el modelo de organización territorial del Estado se encaminaba inexorablemente hacia una recentralización política y administrativa que no solo estigmatizaba el Estado autonómico sino que buscaba adelgazar sus estructuras y devolver buena parte de sus competencias a favor del Estado central.
A partir de ahí, la brecha abierta entre Cataluña y España se hizo entonces tan ancha y profunda como la que engulló el proyecto de reforma, concebido como el enésimo intento de buscar un mejor reconocimiento de la personalidad de Cataluña y una mejora de sus condiciones materiales de vida. Y los acontecimientos de los últimos años, particularmente la consolidación del Madrid político y financiero, tras el fracaso cosechado por el Estatuto catalán, pusieron punto final a la tradicional estrategia del catalanismo, en un contexto de crisis económica y de frustración social insólita. Y ello es lo que explica, en gran parte, que, en poco tiempo, el catalanismo haya transitado desde posiciones ancladas en actitudes quizá reactivas y emocionales, vinculadas a la lengua y la cultura, hacia posiciones fundadas en motivaciones socioeconómicas. El independentismo, pues, se ha «desideologizado» y se afianza como una aspiración meramente cotidiana y mayoritaria.
La determinación política exhibida por buena parte de la sociedad civil y de las fuerzas políticas demuestra, en efecto, que en Cataluña se está asistiendo a un profundo cambio de rasante sociológico. Haciendo buena la teoría pendular de Vicens Vives, Cataluña se hallaría en un momento de rauxa y habría abandonado la clásica actitud entre pusilánime y derrotista de un pueblo que se percibe a sí mismo como malhadado y maltratado. Prueba de ello son las recientes manifestaciones de la Diada de los años 2012, 2013 y 2014, al igual que el inequívoco resultado de las elecciones de 2011, donde, pese a la sanción electoral recibida por el cálculo partidista de Artur Mas, que ansiaba la mayoría absoluta con el adelanto electoral, el resultado fue que dos tercios de los diputados del Parlamento catalán eran partidarios de la consulta y más de un millón de votos depositados en las urnas favorables a la independencia.
En suma, el antagonismo Cataluña-Castilla es ahora tan o más profundo que en tiempos del conde-duque de Olivares o de Felipe V, y la demanda de un Estado propio es la expresión de un matrimonio desavenido hace años, en que uno de los consortes hace el primer paso y pide el divorcio. Con todo, como en los divorcios civilizados, conviene aclarar que el independentismo catalán no es, en ningún caso, una demostración de antiespañolismo. No en vano, tres de cada cuatro catalanes tienen al menos un abuelo de procedencia española. El independentismo catalán no mira tanto la cuna como el horizonte colectivo deseado por la mayoría.
Así pues, el viejo paradigma del catalanismo clásico no sirve para analizar el nuevo escenario. La idea de que el catalanismo moderado manejaba los hilos de la queja, pero nunca cruzaría determinadas líneas rojas, ha caducado. Y los clásicos planteamientos federalistas han quedado también en entredicho, no solo al revelarse la inexistencia de verdaderas vocaciones federalistas en España, sino sobre todo porque el fracaso estatutario ha hecho caer la venda de los ojos a muchos que creían jugar en casa cuando lo hacían en campo contrario. La historia demuestra que la estabilidad de los sistemas federales se halla en relación directa con la plena asunción de su plurinacionalidad. De este modo, el proceso que preconiza la celebración de una consulta sobre el futuro político de Cataluña ya no puede ser visto como el capricho de unas élites políticas autóctonas. La incertidumbre de este decisivo paso apenas puede ocultar que se vislumbra un cambio histórico, independientemente de su resultado.
DEL DESENLACE DEL ESTATUTO A LA DECLARACIÓN DE
SOBERANÍA Y LA CONVOCATORIA DE LA CONSULTA
La sentencia del TC fue interpretada por muchos catalanes como el punto final del compromiso del pacto constitucional que se fraguó durante la Transición. Por ello, la multitudinaria manifestación del 10 de julio de 2010 no fue convocada bajo ningún lema del estilo «No a la sentencia del Tribunal Constitucional», sino que proponía un explícito cambio de paradigma en las relaciones Cataluña-España: «Som una nació, nosaltres decidim» (Somos una nación, nosotros decidimos).
Precisamente, según los datos del Centro de Estudios de Opinión (CEO) de Cataluña, el independentismo comenzó a experimentar un gran auge a partir de esas fechas. Si durante la elaboración del Estatuto en el Parlamento catalán se situaba en el 13,6%, en 2010 alcanzó el 24,3%, y en su primera encuesta de 2014, el 45,2%.
En 2012 se produce el punto de inflexión definitivo en el panorama sociopolítico catalán. La masiva manifestación de la Diada de Cataluña del 11 de septiembre de 2012, bajo el nada ambiguo lema «Catalunya, nou Estat d’Europa» (Cataluña, nuevo Estado de Europa), superó la histórica manifestación del «millón» de personas de 1977 detrás de la pancarta «Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomia». Esta movilización se vería aún superada un año más tarde con la llamada «Via catalana cap a la independència», desplegada a lo largo de 400 kilómetros de la geografía catalana. Y reforzada con la masiva participación en la reciente «V» en la ciudad de Barcelona convocada con un lema «Ara és l’hora» (Ya es el momento), en clara referencia a la consulta del 9 de noviembre.
Volviendo al 2012, y un poco antes de la primera magna manifestación soberanista, hay que tener presente que el 25 de julio de aquel año el Parlamento catalán aprobó a instancias del su Gobierno la petición al Gobierno central de negociar un «pacto fiscal» que recuperase a grandes rasgos el modelo propuesto siete años antes con la propuesta de Estatuto: recaudación de todos los impuestos y creación de una Agencia Tributaria propia. Una semana después de la macromanifestación de la Diada, el presidente Artur Mas se reunió con Mariano Rajoy, quien cerró la puerta a cualquier posibilidad de negociación del pacto fiscal «por ser contrario a la Constitución».
Pero cuando una puerta se cierra, otra se abre. Ante el no del Ejecutivo español a negociar un sistema de financiación singular para Cataluña, similar al vasco y navarro, aunque solidario, que suponía dejar sin efecto la principal propuesta electoral con que Mas y CiU habían ganado las elecciones dos años antes, el presidente de la Generalitat protagonizó un giro inesperado al convocar elecciones anticipadas a medio mandato, con el compromiso de celebrar una consulta sobre el futuro político de Cataluña en la siguiente legislatura. Este compromiso fue anunciado durante el Debate de Política General celebrado a finales de septiembre en el Parlamento catalán, asegurando que se celebraría con o sin autorización del Ejecutivo: «[…] La consulta tiene que producirse en cualquier caso. Si se puede hacer por la vía del referéndum porque el Gobierno [español] lo autoriza, mejor. Si no, se tiene que hacer igualmente». Y una de las resoluciones subsiguientes a ese debate parlamentario, la 742/IX, afirmó «la necesidad de que el pueblo de Cataluña pueda determinar libre y democráticamente su futuro colectivo», instando al Gobierno catalán que surgiera de las elecciones previstas para el 25 de noviembre de 2012 a «hacer una consulta prioritariamente dentro de la próxima legislatura».
El estreno de Artur Mas como candidato consistió en un acto público sobre el «derecho a decidir», en el que propuso que el primer acuerdo de la nueva legislatura fuera una «declaración sobre el derecho a decidir» y, aunque sin poner fecha concreta a la consulta, señaló que su «ilusión sería hacer la consulta en el 2014». Días más tarde, ya en el inicio oficial de la campaña electoral, Mas introdujo una novedad en el relato de la consulta ante los medios de comunicación convocados en la sede de la Generalitat en Bruselas: «hasta el último momento se puede transformar una convocatoria electoral en un referéndum […] Por eso digo que la consulta se hará, por una vía legal u otra, o por unas cuantas».
Con ello, el entonces presidente catalán en funciones no descartaba la convocatoria de unas elecciones de carácter plebiscitario en caso de un eventual rechazo del Gobierno central a una Ley catalana que amparara una consulta popular de esa naturaleza. Elecciones plebiscitarias, a partir de las que, dependiendo del resultado, saldría un mandato para efectuar una declaración unilateral de independencia (DUI). Con todo, el compromiso central de Mas, en caso de victoria electoral, no era otro que el de procurar negociar con anterioridad a la consulta sus términos con el Estado central, tomando como ejemplo el acuerdo suscrito entre el primer ministro británico, David Cameron, y su homólogo escocés, Alex Salmond, para el referéndum de independencia escocés del 18 de septiembre de 2014.
El resultado de las elecciones del 25 de noviembre de 2012 supuso un revés inesperado para la candidatura de CiU, que obtuvo 12 diputados menos que en los comicios celebrados dos años antes, y muy lejos de la «mayoría excepcional» reclamada durante la campaña. Pese a que este resultado fue interpretado por no pocos medios de comunicación y por los dos principales partidos españoles como un punto final del proceso, la misma noche electoral el ganador confirmó que la propuesta de consulta no se vería trastocada y que «trabajaría por el Estado propio, tal y como había prometido», ya que «era evidente que, sumando y restando, las fuerzas por el derecho a decidir son indiscutibles». No en vano, los partidos que se habían mostrado a favor de ejercer el derecho a decidir durante la campaña, desde CiU hasta ERC, pasando por ICV-EUiA y la CUP, habían obtenido 87 escaños. Y, un día antes del debate de investidura a la presidencia de la Generalitat, Artur Mas, y el líder de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Oriol Junqueras, firmaron el «Acuerdo para la Transición Nacional y para garantizar la estabilidad parlamentaria del Gobierno de Cataluña», que establecía un calendario concreto de actuaciones institucionales a culminar con la convocatoria de la consulta.
Entre estas, las más destacadas eran la aprobación en sede parlamentaria de una «Declaración de soberanía del pueblo de Cataluña», al inicio de la legislatura, con objeto de fijar «el compromiso del Parlamento [de Cataluña] con el ejercicio del derecho a decidir del pueblo de Cataluña»; la aprobación propiamente de la Ley de consultas; la «apertura de un proceso de negociación y diálogo con el Estado español» que incluyera la opción de convocar un referéndum, previsto en la Ley 4/2010 del Parlamento de Cataluña —que analizaremos más tarde—, y la creación del Consejo Asesor para la Transición Nacional (CATN), como órgano de asesoramiento del Gobierno catalán durante el proceso. Finalmente, las dos formaciones se comprometían a estar a punto, antes de finalizar 2013, para «convocar una consulta para que el pueblo de Cataluña se pueda pronunciar sobre la posibilidad de que Cataluña llegue a ser un Estado en el marco europeo». Una consulta que quedó fijada para el año 2014, en una fecha a pactar, si bien dejando la salvaguarda de una posible prórroga por cambios en el contexto «socioeconómico y político».
La primera concreción de aquel acuerdo de gobernabilidad, con la consulta como frontispicio, llegó poco después. El 23 de enero de 2013, en el primer pleno de la nueva legislatura, el Parlamento catalán aprobó la Resolución 5/X, de «Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña», por el que se acordaba «iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir», para que los ciudadanos y las ciudadanas de Cataluña pudieran decidir su futuro colectivo. Dicha resolución gozó de un muy amplio consenso: 85 votos favorables provenientes de CiU, ERC, ICV-EUiA y un diputado de la CUP; 2 abstenciones de la CUP, 41 votos en contra de las filas del PP, C’s y la mayor parte de los diputados del PSC; mientras que 5 de ellos decidieron no participar en la votación argumentando que en el programa electoral del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) se defendía el «derecho a decidir» que propugnaba la Resolución parlamentaria. Precisamente, como consecuencia de las tensiones internas dentro del PSC, su grupo parlamentario promovió una segunda declaración, que también fue adoptada por la Cámara catalana, en la que se instaba a abrir «el diálogo entre el Gobierno catalán y el central para la materialización de una consulta sobre el futuro de Cataluña».
Los principios de la Resolución 5/X ponían el acento en las formas democráticas del proceso de consulta planteado. Más allá de la proclamación de que el pueblo de Cataluña «tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano», se afirmaba que el proceso del ejercicio del derecho a decidir sería escrupulosamente democrático y garantizaría especialmente la pluralidad y el respeto a todas las opciones, por medio de la deliberación y el diálogo en el seno de la sociedad catalana, con el objetivo de que el pronunciamiento resultante fuera la expresión mayoritaria de la voluntad popular. En este sentido, la declaración añadía: «[se] facilitarán todas las herramientas necesarias para que el conjunto de la población y la sociedad civil catalana tenga toda la información y el conocimiento adecuado para ejercer el derecho a decidir y para que se promueva su participación en el proceso», y además «se dialogará y se negociará con el Estado español, con las instituciones europeas y con el conjunto de la comunidad internacional».
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, esta resolución era más una declaración política de signo soberanista que una declaración formal de soberanía, en tanto que la proclamación de la «soberanía del pueblo catalán» era de carácter retórico, al no implicar el ejercicio de esta soberanía por medio de ningún acto concluyente, no pudiéndose prejuzgar además que fuese a culminar su proclamación al margen de la Constitución. Cabe recordar que el propio Parlamento catalán ya había adoptado en el pasado resoluciones similares, hasta siete, la primera de ellas en 1989, que afirmaba el derecho de autodeterminación en el contexto de independización de las repúblicas bálticas.
Aunque todas estas resoluciones anteriores, y es importante subrayarlo, no fueron nunca impugnadas ante el Tribunal Constitucional, no sucedió lo mismo con esta, que fue recurrida por el Gobierno central, el 1 de marzo de 2013, pese a que algunas voces autorizadas en su seno, como el ministro José Manuel García-Margallo, admitían abiertamente que era «difícil presentar un recurso […] por tratarse de un texto retórico y no jurídicamente vinculante». En efecto, aquella declaración presentaba características singulares respecto a las precedentes. Por ejemplo, no se limitaba a afirmar unos derechos genéricos y sin concreción temporal, sino que proponía el ejercicio del derecho a decidir como un desenlace natural de un proceso que se ponía en marcha a partir de su aprobación parlamentaria, aunque sin fijar un calendario. El TC, después de admitir a trámite el recurso y de acordar la suspensión cautelar de la resolución, acabó resolviendo el conflicto mediante una sentencia que también se analizará más adelante.
Siguiendo con la cronología de los hechos, y poco después de la demostración de fuerza ciudadana que supuso la cadena humana de 400 kilómetros de la «Via catalana cap a la independència», el 27 de septiembre de 2013, el Parlamento de Cataluña aprobó una nueva Resolución, la 323/X, en la que ya se concretaban diversos aspectos políticos e institucionales sobre la base de un documento elaborado por el «Pacte Nacional pel Dret a Decidir», liderado por el expresidente del Parlamento catalán Joan Rigol, que reunía ya por aquel entonces cerca de 1.700 organizaciones y asociaciones sindicales, culturales, patronales, ciudadanas, profesionales e institucionales. La mencionada resolución contenía dos elementos clave: reiteraba la voluntad de negociar con el Gobierno del Estado para fijar las condiciones del ejercicio del derecho a decidir mediante una consulta, y anunciaba a través del presidente de la Generalitat la vía o vías para la celebración de la consulta, su fecha y la pregunta a formular.
Precisamente, sobre las vías a seguir para convocar la consulta, el CATN, propuso cinco: los referéndums regulados y convocados por el Estado, por el artículo 92 de la Constitución Española (CE); la convocatoria de referéndum vía delegación de competencias del Estado por el artículo 150.2 CE; los referéndums previstos en la Ley catalana de consultas de 2010; las consultas no referendarias previstas en la Ley catalana en aquellos momentos en trámite parlamentario; y finalmente, la reforma constitucional. En el supuesto de que ninguna de esas cinco vías prosperara, proponía instar la reforma del artículo 92 CE, que es el que regula los referéndums consultivos de ámbito estatal, a fin de incorporar también otros referéndums de ámbito territorial autonómico. Finalmente, el CATN señaló algunas vías en caso de no poder realizar una consulta legal, que iban desde la realización de consultas mediante votación por vías alternativas, ya fueran organizadas por ayuntamientos u organizaciones privadas, con el apoyo indirecto de los consistorios o la Generalitat; unas elecciones de carácter plebiscitario; o incluso, como después veremos, una declaración unilateral de independencia (DUI), vía resolución o Proyecto de Ley tramitado en el Parlamento de Cataluña, recurriendo además a la mediación internacional y a la de la propia Unión Europea.
Respecto a las posibles consecuencias jurídicas del resultado de la consulta, de la victoria del «sí» o del «no», el CATN consideró que la Generalitat estaría obligada a plantear al Estado un proyecto de secesión en caso de un «sí» mayoritario, ya fuera con una iniciativa de reforma constitucional o a través de una negociación directa entre ambos gobiernos. En el caso de la segunda opción, el Consejo Asesor recomendaba que el Gobierno catalán consiguiera el máximo apoyo internacional a su postura, y que si el Ejecutivo central rechazaba cualquiera de las dos opciones, se debería recurrir a la mediación internacional.
Un capítulo de gran relevancia del proceso tuvo lugar en el Palau de la Generalitat, el 12 de diciembre de 2013, con el acuerdo de los representantes de CDC, UDC, ERC, ICVEUiA y la CUP a la formulación y fecha de la consulta. Aunque la intención del presidente Mas era que el contenido de la pregunta fuera único, la negociación entre los grupos políticos condujo al acuerdo de una pregunta-árbol, inspirada en la consulta celebrada en 2012 en Puerto Rico: «¿Quiere que Cataluña sea un Estado? Sí o no. En caso de respuesta afirmativa: ¿Quiere que este Estado sea independiente? Sí o no». Este redactado pretendía dar satisfacción tanto a las aspiraciones de los que querían preguntar exclusivamente sobre la eventual creación de un Estado independiente, como a los partidarios de un Estado catalán que negociara, en pie de igualdad, un vínculo federal o confederal con el Estado. Respecto a la fecha, se fijó la del 9 de noviembre de 2014.
La respuesta del Gobierno central no supuso ninguna novedad. El mismo presidente Mariano Rajoy advirtió, como haría en muchas otras ocasiones posteriormente, que la consulta «es inconstitucional y no se celebrará», y añadió que no se reuniría con Mas sobre la cuestión, algo a lo que accedió finalmente el 30 de julio de 2014, aduciendo que «no se puede negociar sobre algo que es propiedad de los españoles, la soberanía. A los españoles les corresponde decir qué es España y cómo se organiza».
Siguiendo el hilo de los acuerdos políticos en Cataluña, los grupos parlamentarios de CiU, ERC, ICV-EUiA y Mixto (CUP) impulsaron un acuerdo del Parlamento catalán el 16 de diciembre de 2013 para la presentación conjunta ante la Mesa del Congreso de los Diputados de una Proposición de Ley Orgánica para la delegación a la Generalitat de Cataluña de la competencia para convocar y celebrar «un referéndum sobre el futuro político colectivo de Cataluña, a partir de los términos que se acuerden con el Gobierno del Estado», mediante de unas condiciones tasadas como que su organización tuviera lugar durante el 2014, que fuera convocado por el Gobierno de la Generalitat, y que el procedimiento y sus garantías serían las determinadas en la legislación reguladora de los procesos referendarios y electorales.
Meses más tarde, el 8 de abril de 2014, el Congreso de los Diputados debatió la toma en consideración de la propuesta del Parlamento y la de los grupos parlamentarios de CiU, Izquierda Plural (ICV-EUiA) y Mixto (ERC). Durante el debate, el presidente español, Mariano Rajoy, reiteró su posición contraria a la consulta y la delegación pretendida: «Ni la competencia que se demanda es transferible, ni el propósito para el que la solicitan es conforme a la Ley. Cualquiera de ambas cosas, a mi entender, choca abiertamente con la Constitución». Por parte del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba utilizó argumentos similares, aunque proponiendo una reforma federal como fórmula para solucionar los problemas territoriales de España.
Para Artur Mas, «la mano tendida de los catalanes no ha sido correspondida, pero a pesar del no, nuestra mano sigue tendida en los próximos meses para llegar a acuerdos, por si se lo quieren repensar [porque] no es un punto final [sino que] el proceso continua». Y, como continuación del proceso, el mes de septiembre de 2014, el Parlamento catalán aprobó una Ley de consultas no referendarias, de la que trataremos en su momento oportuno, con el dictamen favorable del Consejo de Garantías Estatutarias (CGE), que daba cobertura legal a la convocatoria de la consulta prevista para el 9 de noviembre. La reunión Rajoy-Mas, el 30 de julio de 2014, tampoco supuso ningún avance, puesto que ambas partes insistieron en sus respectivas y conocidas posiciones.
EL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ANTE LA DECLARACIÓN
DE SOBERANÍA DEL PARLAMENTO DE CATALUÑA:
¿UN «DERECHO A DECIDIR» CONSTITUCIONAL?
Como había anunciado inmediatamente después de la aprobación del Parlamento de Cataluña de la «Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña», el Gobierno central decidió impugnarla ante el Tribunal Constitucional. Una impugnación que contó con el respaldo previo del Consejo de Estado que, aunque con voces discrepantes como las de Miguel Herrero de Miñón, aprobó un dictamen favorable al recurso. La principal argumentación del recurso gubernamental era la consideración de que cualquier cambio en profundidad del modelo de Estado debía ser el resultado de una decisión del conjunto del pueblo español, como titular de la soberanía nacional. Además, el Gobierno central opinaba que se producía una conculcación al derecho a la participación política de los ciudadanos residentes fuera de Cataluña.
Esta argumentación, reiterada en diversas ocasiones por miembros del Gobierno, fue rechazada por la Sentencia del TC de 25 de marzo (STC 42/2014), que llega a afirmar: «El planteamiento de concepciones que pretenden modificar el fundamento mismo del orden constitucional tiene cabida en nuestro ordenamiento, siempre que no se prepare o defienda a través de una actividad que vulnere los principios democráticos, los derechos fundamentales o el resto de mandatos constitucionales, y el intento de su consecución efectiva se realice en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución […]».
Al lado de este pronunciamiento, el TC sí dio la razón al Gobierno central en otros aspectos de la declaración de soberanía. Así, consideró «inconstitucional y nula» la proclamación del carácter de sujeto político y jurídico soberano de Cataluña. Una de cal y otra de arena para los intereses del Gabinete Rajoy.
No acaba aquí el contenido doctrinal de la sentencia del TC. La sentencia reconoce expresamente y de forma heterodoxa la diferenciación entre el «derecho a decidir» y el derecho a la autodeterminación, y que el primero puede ejercerse en el marco constitucional, como la capacidad para manifestar «una aspiración política», mientras que el segundo se define como la capacidad para decidir de forma directa y jurídicamente efectiva la integración territorial de España; capacidad que el TC niega que esté reconocida por la Constitución, ya que esta reconoce como único titular de soberanía al conjunto del pueblo español. En esta línea, el alto Tribunal afirma que en el marco constitucional una Comunidad Autónoma «no puede unilateralmente convocar un referéndum de autodeterminación para decidir sobre su integración en España».
Es más, ante la dimensión claramente política de la declaración parlamentaria y del recurso en contra presentado por el Gobierno, el TC abogó por el diálogo y la cooperación entre los poderes públicos para resolver los problemas «territoriales». Finalmente, el alto Tribunal afirmó que la primacía de la Constitución por encima de otras normas no debía confundirse con una exigencia de adhesión positiva, militante, puesto que es una norma que puede ser modificada y, por tanto, deben admitirse aquellos planteamientos que persigan su reforma, siempre bajo el respeto de los principios democráticos y otros derechos antes citados. Por tanto, para el TC cabe la posibilidad de «una interpretación constitucional» del «derecho a decidir», que lo entiende como «una aspiración política a la que se llegue mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional», que debe respetar los principios de «legitimidad democrática», «pluralismo» y «legalidad». Precisamente los principios que proclama la declaración de soberanía vinculados al derecho a decidir.
Este reconocimiento del «derecho a decidir» es de gran transcendencia. Por primera vez el TC le da carta de naturaleza para amparar la realización de actividades dirigidas a «preparar» y «defender» la separación de Cataluña e, incluso, a instar a la «consecución efectiva» de ese objetivo; eso sí, siempre en el marco de los procedimientos previstos para la reforma constitucional. En este punto, el TC apela al mismo criterio que en otras muchas resoluciones, afirmando que en el marco constitucional tienen cabida todo tipo de concepciones que pretendan modificarlo, como sería «la voluntad de alterar (el) estatus jurídico de una Comunidad Autónoma».
Este reconocimiento al derecho a decidir vinculado a poder realizar actividades dirigidas a «preparar y defender» los objetivos políticos que se estimen convenientes, siempre que no vulneren ni los principios democráticos, ni los derechos fundamentales, ni los mandatos constitucionales, va mucho más allá de lo que pretendía el recurso del Gobierno, que quería limitarlo a la posibilidad de impulsar solamente un proceso de reforma constitucional. Dado que se reconoce el derecho a preparar y defender estos objetivos políticos, lógicamente estas actividades se pueden realizar antes de que se haya producido o no una reforma constitucional en esa dirección.
Estos actos de preparación y defensa pueden afectar a todos los españoles y, hablando desde una perspectiva jurídica, podrían requerir una reforma constitucional. Concretamente, el TC recuerda que el Parlamento de Cataluña puede iniciar un proceso de reforma constitucional mediante la presentación de una propuesta que «el Parlamento español deberá entrar a considerarla» y, por tanto, como la iniciativa no tiene efectos vinculantes, podría quedar en nada. Siguiendo en la idea del derecho a preparar y defender un objetivo político, como sería este caso, puede inferirse que la sentencia permite plantear una consulta, de carácter no vinculante, a los ciudadanos de una Comunidad Autónoma, previa al inicio del proceso de reforma constitucional.
Este reconocimiento del «derecho a decidir» acoge expresamente la doctrina de la Corte Suprema de Canadá sobre la secesión de Quebec, que apela a la posibilidad de que los miembros de una comunidad política puedan definir su propio marco jurídico-político sobre la base de mayorías claras y democráticas y libremente expresadas. Y ello, no cabe duda, supone un cambio copernicano de la jurisprudencia constitucional que analizaremos en sentencias como la del Plan Ibarretxe II (STC 103/2008), o la posterior, vinculada al Estatuto catalán, sobre la capacidad o no de Cataluña de poder convocar referéndums (STC 31/2010). Si en la primera declaraba inconstitucional la Ley vasca 9/2008, por la que se establecía una consulta sobre el «derecho a decidir», en la segunda cerró el paso a la posibilidad prevista en el Estatuto de Autonomía de Cataluña (EAC) de convocar referéndums, ampliando las competencias del Estado no solo a su autorización, sino a la condición previa de una Ley Orgánica que regule todos los referéndums, con independencia de su ámbito territorial.
Este cambio en la doctrina constitucional daría cobertura a una consulta popular no solo como instrumento de expresión política dentro del marco constitucional, sino como materialización de un derecho fundamental como es el de participación política. Por ello, se puede afirmar que, a la luz de esta sentencia, la imposibilidad de realizar referéndums a nivel autonómico sería a su vez una limitación de estos derechos fundamentales, y una eliminación innecesaria de un vehículo institucional que puede permitir la reconducción de debates de especial trascendencia por la vía del acuerdo y la negociación; el diálogo y la cooperación a la que hace referencia el TC para casos como el de la relación entre Cataluña y el resto del Estado español.
Este aval a poder celebrar una consulta o referéndum dirigido a conocer la voluntad de los ciudadanos catalanes sobre su futuro colectivo es una de las conclusiones más relevantes de este reconocimiento del «derecho a decidir». Una consulta popular cuyo resultado no vincularía jurídicamente a los poderes públicos y, que en caso de no encajar en los límites constitucionales, debería traducirse en un proceso de reforma constitucional. Una consulta o referéndum que, por tanto, no sería de autodeterminación. Un referéndum de autodeterminación que contaría con el veto constitucional a su convocatoria.
Este veto constitucional a la convocatoria unilateral de un referéndum de autodeterminación cuenta con una pauta para su interpretación que sigue los pasos de la Opinión Consultiva del Tribunal Supremo de Canadá. Y esta pauta no es de ninguna manera un tema menor, ya que aunque niega, como el alto Tribunal canadiense, que el resultado de la consulta pueda imponerse a los poderes públicos del Estado, no supone ninguna negativa a su convocatoria y celebración. Recordemos que la sentencia se limitaba a declarar la inconstitucionalidad del reconocimiento de la soberanía del pueblo de Cataluña y, por tanto, aceptaba la constitucionalidad del resto de la declaración que incluye la mención expresa a la voluntad de convocar una consulta sobre el futuro político de Cataluña.