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dos

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Ha llegado el momento.

Los he colocado juntos a los dos, de la mano. No es que haya tenido que colocarlos juntos, pues ya están pegados el uno al otro de un modo que nunca he podido evitar, pero, en este momento, parece como si hubiera sido yo quien los hubiera dispuesto así deliberadamente y como si ellos se alzaran aquí exactamente como me gustaría que lo hicieran: por una suerte de voluntad propia. Van hechos un pincel y tienen un aspecto impecable, como tiene que ser, máxime hoy. Nunca han salido hasta ahora, no de esta manera, si bien he de admitir que anteriormente ya han salido un par de veces. O más.

Bueno, aquí están. Los he traído yo misma. No son pesados, pero sí voluminosos. Durante muchos años los he expuesto aquí, dudosa ahora de lo que mis brazos, que de tanto tiempo ciñéndolos se han dado de sí, harán sin ellos. Siempre los he lustrado, pero nunca como hoy. Hoy ellos están resplandecientes. Resplandecen tanto que, en ocasiones, es casi como si sus ojos centellearan al verme; eso si no es demasiado sensiblero llamarlos «ellos», ya que «ellos» no son lo que parecen. Sólo aparentan ser «ellos»; pero son «esto». Sí, pensar de ellos de otro modo sería una sensiblería. Y sé muy bien que no es por ellos por lo que he acudido aquí día tras día. Y no es por ellos por lo que me estoy deshaciendo de ellos.

Es más, si he de ser sincera diré que el hecho de que vayan hechos unos pimpollos no sólo ha sucedido hoy, sino más días. Sin embargo, me enorgullece verlos ahí, de la mano, el más pequeño, que empezó tan rápida e inesperadamente, mientras que al mayor ya lo llevaba yo en mi corazón. El grande coge al otro de la mano. Parece como si estuvieran a punto de cruzar la carretera. Me he pasado años a la orilla de esta carretera sin presentar a nadie lo que tengo, o sólo a los escasos coches que pasan. Es culpa mía, supongo, por haber elegido semejante carretera. Ésta está sin pavimentar, y todos los transeúntes van en coche. Aun así, que yo sepa es la única carretera que hay, y acaso tengo suerte de estar aquí, a pesar de todo. Por otro lado, no hay donde aparcar, y las normas de circulación, indicadas en gruesas líneas pintadas en el bordillo, hacen que los conductores, aun cuando quieran detenerse, tengan que seguir adelante. No soy la única aquí, desde luego. Hay vendedores ambulantes –de fruta y refrescos, creo– que parecen ganarse la vida así, aunque sus puestos están situados en áreas de descanso un poco alejadas, mientras que yo estoy aquí, en un estrecho arcén de hierba detrás del cual se alza una abrupta tapia de piedra, sin ni siquiera espacio para que puedan girar los coches. No pensé en estas cosas con suficiente antelación, me refiero a las áreas de descanso. Cuando pasé la primera vez, estaban todas ocupadas y, desde entonces, todas las veces que he estado aquí, he tenido que ofrecerlos desde donde me ves ahora, que no es el lugar que yo habría elegido si me hubieran dado a elegir en este asunto. Mis perspectivas podrían ser todavía mejores en cualquier otro lugar, pero tardaría tanto tiempo en estudiarlo y en trasladarme que podría perder una oportunidad, y necesito sólo una oportunidad. Aun cuando cambiara de lugar, dado lo poco que conozco acerca del área que circunda mi tramo de la carretera, no tendría garantizado un sitio mejor. Tal vez fuera peor.

Cuando empecé, era primavera; no esta primave­ra. No estoy segura de cuál. Ahora no es prima­vera. El tiempo ha cambiado. Todavía está soleado a pesar de que esta época del año es más fresca, y he de tener cuidado al describir las estaciones, pues siempre pueden confundirse con metáforas, y no me gustaría establecer una determinada atmósfera que ni por asomo es la que tengo en mi mente. El tiempo que he pasado aquí no ha sido malo, aunque el tiempo meteorológico sí lo haya sido de vez en cuando. Incluso me descubro deseando haber atravesado rachas peores, en lugar de estar al lado de la carretera todo el año con mis dos pulcros y resignados compañeros. Las malas rachas me habrían dado algo en lo que pensar durante la espera, incluso podrían haberme dado el impulso para irme de aquí y tratar de conseguir algo mejor, como los vendedores ambulantes de fruta y refrescos, que vienen y van, mientras que yo no. Me he prohibido pensar en sus malas rachas porque las suyas no son mis malas rachas. Estoy paralizada fuera de sus malas rachas y sin un camino que me oriente hacia ellas o, mejor dicho, que me lleve de vuelta a ellas. Mi situación es mejor que la de ellos, si bien no es tan buena, no tanto como habría deseado. Tal vez, cuando alguno más de ellos se haya ido, podré entonces adueñarme de uno de sus puestos.

Pero ahora todo esto da igual, porque hoy mismo alguien viene a por ellos, alguien a quien llevo mucho queriéndoselos dar. ¿«A quién»? ¿A quién quiero engañar? Es el deseo de darlos lo que viene de muy atrás, pero muy pocas personas los han querido, si es que ha habido alguna. Sin embargo, ahora alguien los quiere. Y tengo que desprenderme de ellos con gratitud y sin protestar, así que aquí están.

Recibí la llamada de teléfono anoche. Alguien dijo que me había visto al pasar, desde su coche. Alguien dijo: son justo la cosa que estoy buscando. Estaba algo preocupada con la palabra «cosa», pero me aseguró que los trataría con cuidado. Alguien dijo que quedaría aquí conmigo, en mi sitio habitual, hacia esta hora. Alguien describió su coche.

Dado que alguien viene a por ellos, me he asegurado de que estén completamente limpios: sus tersas mejillas, que están, quizás, más tersas que nunca, sus tersas ropas, que no deberían estar tersas por el desgaste,1 pero es lo que hay. La limpieza también importa, sí. Da igual que ambos estén un tanto desgastados y que lo estén aún más que nunca con esa tersura que rae sus miembros, casi hasta la médula, y que reluce a su manera, debajo de la superficie.

En ocasiones he pensado desembarazarme de ellos por otros medios. ¿Quién no lo haría? Tan prontos a moverse y, sin embargo, tan inmóviles; tan llenos de vida y, al mismo tiempo, meramente parecidos a ella, son una carga. He pensado en destruirlos, en dejarlos en mitad de la carretera para que los arrolle un coche o, mejor todavía, un camión de los grandes. Estoy enfadada con ellos porque no se mueven, pero, si los golpeo, sé que saltarán astillas por los aires, poco más. Y entonces serán unos bienes deteriorados. No puedo presentarlos deteriorados. He aprendido técnicas para pulirlos y mantenerlos, y todo ese tiempo que he pasado aprendiendo sería tiempo perdido, lo mismo que el esfuerzo. Aun así, a veces me enfado tanto que los dejaría ahí para que un coche los arrollara o esperaría incluso a un camión, y ya me he imaginado el aire lleno de diminutas astillas tan pequeñas que flotan como el heno. Pero, por supuesto, no lo he hecho, de modo que no debería reprochármelo: a todo el mundo se le pasan por la cabeza estos pensamientos u otros parecidos. He pensado asimismo en cruzar la carretera –aunque esto es difícil debido al tráfico de mi esquina–, lanzarlos a lo lejos y dejarlos que se pudran. Sin embargo, me temo que seguirían llamándome, y no podría soportar eso durante todo el tiempo –meses o más– que tardaran en descomponerse. Bueno, he pensado en estas cosas, pero no las he hecho. He vivido con estos pensamientos durante años. Me consuelo diciéndome que estos pensamientos son necesarios para su supervivencia y, tal vez, para la mía. Eso sí, ¡cuánta violencia!, aun cuando ésta no haya sido ejercida. En lugar de eso, aguardo, un poco tensa nada más, tratando de no exteriorizar la tensión, silbando una melodía o caminando de un lado a otro por el sendero de hierba, sabiendo hasta dónde he de llegar y más allá de qué fronteras no he de divagar.

No obstante los años que llevo aquí, en lo más hondo de mi ser creo que no se me ve, que nadie parará. No me gusta pensar que la gente me ve y no se detiene, porque sé que es buena gente. Es mejor creer que soy insignificante, algo que quizás sea. La verdad es que no tengo a nadie más a quien culpar excepto a mí.

No puedo decir que nadie me avisara cuando empecé en esto.

Oigo dos voces en mi cabeza: a mi madre, que, al verse en semejante tesitura, seguramente exhi­biría su regocijo o algo parecido; a mi padre, que manifestaría su desdén. Mi madre les cepillaría las mejillas y exclamaría: «¡Qué preciosos están!», miraría hacia los matorrales de la pared del acantilado y diría: «¡Qué flores tan bonitas!». Mi padre resoplaría y se daría media vuelta, como si hacer caso a esas cosas fuera en sí mismo repugnante. Mis padres montaron un buen numerito la primera vez que los saqué, tan grande que las emociones de mi madre amortiguaron las de mi padre, si bien no el ruido que hicieron cuando las sintieron. En aquella época no era habitual que yo saliera, así que yo también monté un buen numerito, sin duda me hice notar; pero ¿de qué otro modo podría haber lidiado con aquella salida? No sé lo que dirían mis padres de aquello. No regresé.

Bueno, todo eso ya se acabó. Pero, una vez que me haya desembarazado de ellos, ¿qué?

Mucho tiempo ha pasado desde que me fui de casa de mis padres, y prepararme para morir del modo más práctico es algo en lo que tendré que pensar para el año que viene. Será, creo, la primera vez que tendré que pensar en ello tan prácticamente, es la primera vez que una posibilidad me ha parecido tan factible en la práctica. Por supuesto, puede que esto suceda antes del año que viene, aunque no lo tengo previsto. La probabilidad de la muerte es algo que sólo admitiré una vez que, pasada la última página del calendario, las fechas comiencen de nuevo. No volveré a consentir nada tan poco metódico. Esto, lógicamente, significará que ya no podré venir aquí, a diario, para ofrecerlos, no por ellos, no sólo por cualquiera que pudiera quererlos. Pero no pasa nada porque, por fin, ha llegado el momento.

¿Para qué, para el «adiós»? No hay un qué.

Un coche llega por un lado de la carretera. Es el coche que me describieron, un viejo coche con una abolladura y una baca atada con cuerda que me provoca cierta preocupación, pero, si ha llegado tan lejos sin contratiempos, seguramente servirá. El coche se inclina ligeramente al circular por el peralte. No veo quién va al volante. Aminora la velocidad, está a punto de detenerse; luego, se produce un cambio. Comienza a acelerar y desaparece en la curva. Echo a correr un poco (como si pudiera alcanzarlo), empiezo a hacer señas (como si pudieran verme) y, acto seguido, lo sigo con la mirada durante unos segundos, unos minutos (¡como si mi mirada pudiera traerlo de vuelta!). No regresa. Aguzo el oído. No lo oigo volverse, volver. El caso es que no sé si ése era el coche. El caso es que tengo que seguir mirando. El caso es que teníamos un acuerdo, telefónico, así que, a pesar de que parecía el coche en cuestión, puede que no lo fuera. Cuando miro hacia atrás desde la curva, ahí están ellos, sin moverse, del mismo modo en que siempre estuvieron.

Ellos no pueden quererme.

(Quiero decir: ello no puede quererme.)

Pero al mirarlos a sus ojitos de madera, he de creer que ello puede.

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