Читать книгу Mundos del fin de la palabra - Joanna Walsh - Страница 6
seres lectores2
ОглавлениеEn la biblioteca de tus padres poco es lo que viene y va. Se añaden pocos libros; los libros viejos rara vez se bajan o se sacan.
Vestigios de una época de lectura más intensa –durante el colegio, durante la universidad–, sus libros son náufragos, arrastrados hasta un hayedo de elegantes anaqueles, señal de que tu padre y tu madre todavía pueden hacerlo o de que lo hicieron cuando eran jóvenes, en los sesenta, cuando –de pronto– todo el mundo lo hacía; pero, al estar ahora mayores, es comprensible que ya no lo hagan tanto.
En tiempos tú también pensaste que la acumulación era un logro. Pero tus anaqueles no tienen estabilidad: los libros vienen y van con la frecuencia de las llamadas telefónicas o de las llamadas telefónicas que hoy en día ya no hacemos.
Tus padres todavía usan el teléfono, al igual que sus amigos de aquella generación. Cuando suena el teléfono, tu padre grita, no a tu madre, sino al espacio que la rodea: «¡El teléfono! ¡El teléfono! ¡Rápido! ¡Coge el teléfono!». Y tu madre va corriendo de un sitio a otro, de una habitación a otra, y eso que el teléfono está en el mismo lugar de siempre; acto seguido, tu padre se levanta y va corriendo de un sitio a otro buscándolo y, finalmente, antes de que ninguno de ellos pueda contestar, el teléfono deja de sonar.
Tu teléfono va contigo en tu bolsillo y, cuando tu pareja te llama, emite un abejorreo. Nunca lo extravías, pero sí que extravías los libros, si bien cuando quieres echar mano de uno de ellos ni gritas, ni tienes una esposa a la que gritar ni un marido que te grite, y todo el proceso es más lento que con el teléfono, pues teléfono tienes uno sólo, mientras que libros tienes un sinfín.
Éstos rebosan de tus anaqueles. Se esparcen junto a tu cama, suntuosos, abiertos y desechados en las primeras páginas, destrozados por tus atenciones. En tu biblioteca te aguardan más libros que te gustaría leer, libros que has encargado, con sus blancos cuerpos fecundos en posibilidades. Éstos no son los únicos libros que te causan desasosiego. Están los libros que encima te gustaría comprar –librerías llenas de ellos– y que se abren hacia lejanos y pálidos horizontes que se amplían sin cesar hasta colarse por las rendijas de las cloacas de tu miseria, donde se topan con la barrera de tu tarjeta y tu efectivo.3 Por profunda que sea la perspectiva, apenas puedes adentrarte en ellos un ápice. Casi no merece la pena molestarse; hay muchos otros por conquistar. De todas formas, éstos no te acusan con una urgencia suficiente. Tampoco lo hacen los libros que te traes a casa de la librería pero que desatiendes; aunque son tantas las veces que has imaginado –de manera muy vívida– sentarte a tu mesa (convenientemente situada junto a tu biblioteca) con uno de ellos que casi no merece la pena molestarse en representar la escena. Tus libros aguardan preparados para ser abiertos en cualquier momento, siempre deseosos de captar tu atención.
Podría ocurrir algo que nunca se te ha pasado por la cabeza: al cabo de un puñado de años, el ser que ha leído todos esos libros desatendidos saldrá de tu biblioteca, se sentará a tu mesa (convenientemente situada junto a la biblioteca), se preparará una taza de café en la máquina, pues te ha visto hacerlo mil veces, especialmente cuando estás a punto de enfrentarte a un libro, y encenderá un cigarrillo, tan insustancial como el vapor, cuyo olor no impregnará ni las alfombras ni las cortinas. Será lo contrario de ti, tu reverso.
A medianoche irás a la planta de abajo a por un vaso de agua y lo encontrarás ahí. Aun cuando te sorprendas, no llamarás a la policía, ni pondrás en marcha la alarma contra incendios ni gritarás: «¡Alto ahí, ladrón!». Con enorme embarazo, «lo» reconocerás de inmediato, si bien no serás capaz de decir si «ello» es «él» o «ella». No tendrás oportunidad de echar marcha atrás ni de dejar de confesar tu culpa, que verás reflejada de inmediato en sus ojeras y en su mirada perdida. Incapaz de inventar una excusa para irte, entablarás una conversación, con recelo. Al principio procurarás entretenerlo, pero a tu yo lector, absorto en la lectura de algún mamotreto, le parecerás trivial.
Bajarás un volumen e intentarás enseñarle quién manda aquí. El libro que elijas será, tal vez, Viaje al fin de la noche en el francés original, un libro que anteriormente sólo has atacado con unas copas de más. Te contrariarás al ver que tu ejemplar está erráticamente manoseado además de inopinadamente manchado con algo marrón y pegajoso, y en su día líquido. Tu yo lector no lee como tú, sino como un lector ideal. Poco lo distrae. Sujeta su libro en rústica entre el pulgar y el índice. Su gigantesca zarpa de protuberantes nudillos domina el volumen con una sola mano, despreocupadamente, como si fuera un cigarrillo, un cóctel. Mientras ese ser arrolla la cubierta del libro al lomo, lo observas con silencioso furor. Te sientas enfrente, colocas tu libro abierto sobre la mesa, con el peso de tus codos aplastando los bordes para evitar que estos se levanten. Cuando imitas el aplomo de tu yo lector, el libro se te subleva, se te escapa de los dedos con un jolgorio de páginas.
Aun así.
Al cabo de un rato leyendo juntos, sucederá algo sorprendente: un secreto sentimiento de superioridad comenzará a crecer en ti. Reconocerás la costumbre de tu yo lector de abrir una obra un poco más allá del principio, en el punto exacto, de hecho, en que tú habías perdido el interés y, es más, seguirá leyendo, pero deteniéndose poco antes de la última página. Tu seguridad en ti mismo aumentará cuando descubras que ha devorado todos los libros que habías dejado de lado: temerarios regalos de bienintencionados familiares; recomendaciones de amigos que has abominado desde la primerísima página; manuales de jardinería; ladrillos de instrucciones para aparatos eléctricos o memorias de políticos. Ese ser ha acabado con los libros que uno deja en el contenedor para deshacerse de ellos. Ha arañado cada una de las palabras de volúmenes hechos polvo y podridos, perdidos de té y grasa de beicon al fondo del cubo de la basura.
Empezarás a compadecerte de su terrible apetito.
Tu creciente sentimiento de superioridad primero generará en ti una condescendiente empatía que te llevará a interrogarlo. Pero, al descubrir la cantidad de información que tu yo lector posee y tú no, tu humor primero mudará en reticente respeto y luego en genuino interés.
Os sentaréis juntos, ahora cordialmente, para intercambiar información, opiniones. Pasarás del café al alcohol y le ofrecerás una copa a tu yo lector. Con complicidad, admitirás que has desatendido los campos del saber que él domina. Tu yo lector se sentirá curiosamente añorante de todas esas páginas perdidas, todos esos principios, todos esos finales.
Después de otras tantas copas de whisky, vino o cerveza, llevarás a tu yo lector hacia tu biblioteca, que, después de años de acumulación, abarca desde el suelo hasta el techo, al igual que la de tus padres. Sentirás que le estás enseñando un reino, un nuevo horizonte que, solamente en vuestra presencia conjunta, se desplegará para ambos en el mismo instante: esa descascarillada pared de lomos encorvados a causa del pegamento que se contrae con el paso del tiempo y que no revela un mar, sino un bosque de amarillentos pliegos unidos que se abrirán dejándose caer como fláccidas palmeras.4 Más allá de las rendijas que estos dejan, sólo habrá oscuridad. Sentirás que, si pudierais atravesar, juntos, podríais… bueno… atravesar el papel hasta las palabras y luego, desde las palabras hasta… hasta… lo que sea. Tu yo lector tendrá la misma idea. Le pasarás a tu yo lector un libro tras otro hasta que sus insustanciales brazos se desborden, pero luego (tal vez por el whisky, el vino, la cerveza o lo que hayáis bebido) recordarás ese libro, el libro que tu yo lector debe leer y (al fin y al cabo, vuestros gustos no son tan dispares) empezarás a buscarlo, a sacar libros a destajo. Aunque ambos conocéis el libro (que tú tampoco has leído, a pesar de que siempre has tenido la intención de hacerlo), ninguno de los dos seréis capaces de recordar el título ni de dar con el nombre del autor. Los libros volarán hasta el suelo pasando al lado, y no a través, de tu yo lector, rasgándose, abandonándose, sustrayéndose, hasta que los anaqueles queden tan desnudos y amarillos como la arena, hasta que detrás de los anaqueles no se vea más que un papel pintado que está triturado, ligeramente descolorido, con un cerco de polvo que marca la altura de tu antigua biblioteca.
Ambos os sentaréis ante esa catástrofe de librería para contemplar sus ruinas. Estaréis de acuerdo: de haber tenido siempre a mano el libro oportuno, ¡ay, qué lectura habríais hecho!
Sólo después de unas cuantas copas de vino (cerveza o whisky), ambos admitiréis que, a fin de cuentas, quizá en realidad no os gusten tanto los libros.