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ELENA LUCREZIA CORNARO PISCOPIA (1646-1684)

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Existe una ópera de Donizetti en la que acaecen las aventuras —más bien las desventuras— de Caterina Cornaro, una noble veneciana que llegó a reinar en Chipre y Armenia allá por el año 1500. La ópera sería casi desconocida si no fuera porque la desenterró Montserrat Caballé e incluso grabó una versión con José Carreras en 1972.

Trinos y agudos aparte, el apellido Cornaro se valoró siempre en Venecia como una señal de distinción, pues lo ostentaban familias del más rancio abolengo, personajes que llegaron a cardenales, papas... e incluso pintores.

La figura que nos ocupa es Elena Lucrezia Cornaro Piscopia, que llevaba el ilustre apelativo Cornaro pero no fue reina terrenal de lugar alguno como no fuera de su notable intelecto; quizá podríamos coronarla reina de las matemáticas de su tiempo. No sería exagerado: Lucrezia Piscopia, como se la conoce abreviadamente en la mayoría de enciclopedias, figura en ellas por ser la primera mujer de Occidente a quien sus contemporáneos otorgaron el título de doctor. Conociendo cómo era Occidente en su tiempo y cuál era la situación general de la mujer, la cosa tiene su mérito, un gran mérito.


Retrato anónimo de Lucrezia Piscopia que se conserva en la Biblioteca Ambrosiana de Milán.

Lucrezia nació en Venecia, en el palacio Loredano, en una familia noble, de un padre, Giovanni Battista Cornaro-Piscopia, que era procurador de San Marcos y de una madre, Zanetta Boni, que era de humilde extracción. El hecho de pertenecer a una familia rica y noble, una familia que vivía en la legendaria Plaza de San Marcos, determinó que a ella, una mujer, se le diera una educación esmerada en todos los campos. Quizá no habría sido así si Lucrezia hubiera respondido de un modo menos espectacular, pero es que el talento de la alumna era bastante inusual, digamos que asombroso. Dominaba con facilidad los idiomas, que empezó a estudiar a los siete años y en cuyo campo pronto se hizo acreedora del título de oraculum septilingue, ya que hablaba con naturalidad en latín, griego, árabe, francés, hebreo, español y en su lengua propia. También tenía aficiones musicales: componía y tocaba el arpa, el clavicémbalo, el clavicordio y el violín, o sea, casi todos los instrumentos señoriales que podían tocarse en su época. En sus estudios propiamente dichos no andaba nada mal, pues progresaba mucho en filosofía —literatura, retórica y lógica—, teología, ciencias y, cómo no, en matemáticas, incluyendo astronomía. Sus grandes amores eran la filosofía y la teología.

En lo único que no progresaba era en interesarse por las vanidades de este mundo: a pesar de que no le faltaron halagüeñas propuestas de casamiento, Lucrezia las fue eludiendo una tras otra, pues su vocación secreta era tomar los hábitos y hacerse monja. En 1665 ya consiguió hacerse oblata, aunque no monja de pleno derecho. Pero mucho antes, a los 14 años, ya había hecho votos de castidad; nada de aventuras estilo Romeo y Julieta.

Su padre anhelaba que su brillante retoño fuera doctora, toda una consagración, y Lucrezia se postuló para el puesto por la Universidad de Padua. «Los teólogos —decía con irreverencia Spinoza— son como los cerdos: le retuerces la cola a uno y gruñen todos». A los insignes teólogos italianos les sucedía lo que denunciaba Spinoza: como un solo hombre —o como un solo teólogo— todos se oponían a concederle a Lucrezia un doctorado en teología. Era demasiado para una mujer, aunque fuera tan inteligente como parecía Lucrezia. Con las cosas de comer no se juega, dice la sabiduría popular. Con las cosas sagradas tampoco, decían los teólogos. Pero tanto fue el cántaro a la fuente que los teólogos se vieron obligados a ceder en algo. Les llegaban presiones de todas partes y, aunque no accedieron al todo, sí que accedieron a una parte. Lucrezia podía optar a un doctorado en filosofía, un campo menos peligroso que el teológico.

El 25 de junio de 1678 una Lucrezia de 32 años se presentó ante la docta asamblea, en Padua, para ser examinada. Había tanta expectación que a la sesión acudieron gentes de Bolonia, Perugia, Roma y Nápoles, amén de sus numerosos amigos, muchos de alto rango, de Venecia. Hubo que habilitar de modo inusual la catedral para el acontecimiento. Cuentan los cronistas que Lucrezia disertó en latín sobre abstrusas preguntas acerca de los escritos de Aristóteles, reduciendo a la mudez a sus sabios examinadores, obviamente inferiores a ella en conocimientos. Al final reconocieron su sabiduría y le otorgaron el grado de doctor, invistiéndola con el anillo de doctor, la capa de armiño profesoral y la corona de laurel de los poetas, distintivos de su nuevo título.

Nombrada luego miembro de varias academias europeas, los siete años de vida que le restaban los dedicó de modo ejemplar a ampliar sus conocimientos y al ejercicio de obras caritativas. Dio clases de matemáticas en la universidad de Padua.

Falleció de tuberculosis antes de cumplir los 40 años y fue enterrada revestida con su hábito de benedictina oblata en Padua, donde la recuerda una estatua. Los científicos pueden consultar sus escritos —no escribió nada especialmente relevante o escandaloso—, pues los editaron en Parma a los cuatro años de su muerte.


Vitral del Vassar College (Nueva York, Estados Unidos) que reproduce la escena final del doctorado de Lucrezia Piscopia.Ya luce la capa de armiño y espera a que se le imponga la corona de laurel.

La posteridad ha hecho de la fama de Lucrezia Piscopia un uso desigual. Para el entorno feminista es una figura mítica; para los matemáticos es una figura relevante, esencial para su tiempo; para otros más mundanos, en cambio, el nombre de Piscopia se encarna en algo un tanto frívolo. La compañía Schaefer Audrey Yarn denomina Piscopia a una línea de madejas de seda artificial y lana; hay otras variedades, bautizadas, por ejemplo, Mae West, Josephine Baker o Calamity Jane. No es mala compañía para una cuasimonja matemática.

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