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LAS CÓNICAS

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Éste era el nombre que recibían en el mundo clásico tres curvas muy comunes: la elipse, la hipérbola y la parábola. Se obtienen cuando un plano corta un cono de revolución, por lo que se denominan también secciones cónicas. El plano puede ser paralelo o no a la arista del cono, con lo que se obtiene una parábola u otra de las dos cónicas. Un caso límite de la elipse es el de la circunferencia, que es una elipse sin excentricidad, originada por un corte plano perpendicular a la línea central del cono.


Aunque fueron introducidas por Menecmo (ca. 380 a.C.–ca. 320 a.C.), se considera a Apolonio de Pérgamo como el padre de las cónicas, pues fue él quien les dio el nombre y el que las estudió detenidamente en ocho libros que Hipatia comentó parcialmente. Su importancia reside en el hecho de que, como comprobó Kepler y demostró Newton, los cuerpos celestes describen en su movimiento órbitas que son curvas cónicas.

Las ecuaciones diofánticas

Hipatia, como se ha dicho, dedicó mucho esfuerzo a comentar a Diofanto. Lo que describe y estudia Diofanto en sus 13 libros (de los que han sobrevivido 6) es muy parecido a lo que hoy se denominan, muy justamente, ecuaciones diofánticas: aquellas ecuaciones algebraicas a coeficiente enteros y sus eventuales soluciones enteras; ecuaciones en los anillos [x1, x2,…, xn], diríamos en el algo pedante lenguaje moderno.

Como es natural, podríamos hablar largo y tendido acerca de tales ecuaciones, pero dicen que un buen ejemplo vale por mil explicaciones, así que recurriremos a un ejemplo conocido y pasablemente divertido que narró por primera vez el escritor Ben Ames Williams, autor de los bestsellers Que el cielo la juzgue (Leave Her to Heaven) y Todos los hermanos eran valientes (All the Brothers Were Valiant): el problema del mono, los marineros y los cocos. Dice así:

Tras un naufragio, llegan a una isla desierta del trópico cinco marineros hambrientos. Como sólo parece haber cocos como alimento comestible, se dedican a recolectarlos hasta que anochece; tan negra es la noche que deciden hacer el reparto al día siguiente e irse a dormir. Le dan humorísticamente las buenas noches a un mico, que parece ser el único habitante antropomorfo de la isla, y se echan sobre la arena de la playa. Al poco rato ya roncan.

Pero roncan también sus intestinos y el hambre despierta a un marinero. Se va hacia el montón de cocos, lo divide en cinco partes iguales (pongamos que hay a cocos en cada montón) y se come la suya. Como le sobra un coco, se lo da al mico. Terminado el banquete, se vuelve a dormir. Al poco, un segundo marinero se despierta y obra como el primero. Reparte los cocos restantes —pues ignora que ya faltan cocos—, se come su parte (por ejemplo, b cocos) y, como sobra un coco en el reparto, se lo da al mono. Y así hasta el último marinero, al que también le sobra un coco y también se lo adjudica al mono. La pregunta es, como era de esperar, ¿cuántos cocos había al inicio?

Llamando N a dicho número, el rompecabezas se resuelve con un sistema de ecuaciones diofánticas —nada evidente— que van reflejando la odisea de los cocos, como una secuencia de muñecas rusas, unas dentro de otras:

N=5a+1

N–a–1=5b+1

N–a–b–2=5c+1

N–a–b–c–3=5d+1

N–a–b–c–d–4=5e+1.

Donde a, b, c, d y e son el número de cocos que se van comiendo los hambrientos marineros. Sustituyendo paso a paso se llega a la expresión

1.024N=15.625e+11.529

y a un número infinito de soluciones, calculable con simples métodos algebraicos elementales (le dejamos los detalles al lector para que demuestre sus dotes matemáticas) y que resulta ser:

N=15.625λ4 con λ ∈.

Para conocer las soluciones basta con dar a λ todos los valores enteros. Como es natural, la menor solución de cocos reales, de los que pueden comerse, ha de ser forzosamente positiva. Poniendo λ=1 se obtiene tal solución, N=15.621, que es la menor posible. Otro simple cálculo muestra que los marineros se comieron, por este orden, 3.124, 2.499, 1.999, 1.599 y 1.279 cocos. Tenían apetito, sin duda. O les gustaban mucho los cocos.

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