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Prólogo

Las industrias culturales y la transformación del campo religioso: procesos y conceptos

Pablo Semán

¿Cuál es el papel de las industrias culturales en la vida religiosa de nuestra sociedad? ¿Cómo operan los proyectos editoriales y musicales vinculados a instituciones religiosas en la conformación de lo que solemos llamar “campo religioso”? ¿Cuál es su significación para el surgimiento de las creencias religiosas? ¿Cuál es su aporte a los procesos de cambio religioso de la Argentina contemporánea? En el horizonte dispuesto por estas preguntas se inscribe la contribución que realiza este volumen. Una respuesta tentativa a esos interrogantes, surgida de la lectura y el análisis del libro, nos dice que la presencia de las industrias culturales revela la transformación del campo religioso y, al mismo tiempo, plantea la necesidad de ajustar nuestros conceptos para captar su situación actual. Concluiremos que el desarrollo de las industrias culturales del campo religioso supone una actividad plena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas, y nos permite divisar una nueva fuerza motriz en el campo religioso y, simultáneamente, el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo. Esa misma respuesta incluye otro enunciado: si en el campo de lo que llamaremos “la tradición religiosa” las industrias culturales densifican una experiencia previamente definida, en el de la innovación las industrias culturales producen creencias e instituciones en las que lo sagrado abarca nuevas prácticas, se afina con los ideales individualistas y favorece milagros subjetivos. Así concluiremos que las industrias culturales operan en la configuración del campo religioso multiplicando sus agencias, reforzando tradiciones, pero, también, favoreciendo la emergencia de creencias que se distancian de la tradición cristiana en general y favorecen consensos transversales sobre los supuestos de la Nueva Era.[1]

En lo que sigue trataré de justificar esta lectura. Pero antes que nada, en un lenguaje casi coloquial, integrando el protocolo con las cuestiones sustantivas, quiero expresar mi agradecimiento al editor y a los autores que decidieron solicitarme este prólogo, por la consideración y por la oportunidad de diálogo tan profundo que ha creado. En este mismo sentido y yendo directamente al valor que posee este volumen y permite articular el argumento que voy a desarrollar, es necesario subrayar que esta investigación obedece a un esfuerzo de largo aliento, colectivo y sistemático. La magnitud de sus datos y análisis es la que permite la interpretación que desarrollaré. Los autores intentaron observar e interpretar las mismas dimensiones y procesos en diversos escenarios y elaboraron sus escritos en diálogo con el editor y entre ellos mismos; en este sentido, cristaliza una dinámica de trabajo sólida y productiva. Es que el alcance de una investigación realizada en estas condiciones supera con holgura las posibilidades de un investigador solitario, por más productivo que sea su perfil. Una misma intelección aplicada a una serie más amplia de objetos produce mayor saturación de los datos, permite comparaciones y conclusiones de mayor alcance. Una circunstancia asociada a lo anterior es que la continuidad y el incremento de la actividad científica que se han dado en nuestro país constituyen un proceso que subyace en esta investigación, que ha sabido aprovechar tales circunstancias de la mejor manera posible. Tenemos aquí el resultado del proyecto de investigadores jóvenes que ponen su empeño en un trabajo colectivo para maximizar el rendimiento de la actividad, creando una escala más amplia de investigación que debe satisfacer, entre otras, las siguientes condiciones: formación de becarios jóvenes y diálogos con las generaciones de investigadores de trayectoria más dilatada, redes de interlocución actualizadas en cuanto a los problemas de investigación, enfoque de fenómenos empíricos novedosos. No es frecuente que estas condiciones se cumplan aunque debería ser la regla para obtener lo que la investigación como empresa colectiva precisa. En este caso, y con provecho para elaborar la mirada abarcativa que intentaré, las mencionadas condiciones se cumplen.

En lo que sigue desarrollaré tres cuestiones que hacen a la lectura que propongo para este volumen. En primer lugar, quisiera destacar el ámbito conceptual al que nos dirige la expresión “industria cultural”. En segundo lugar, subrayaré las consecuencias que tiene una decisión central en este libro: al presentar un concepto relacional de las creencias y enfocar en ese contexto la labor de los agentes que dinamizan las industrias culturales ligadas a las instituciones religiosas, propone la necesidad de reconsiderar qué es lo religioso en tanto fenómeno social y cuáles son las instancias clave de su conocimiento. Es por ello que afirmamos antes algo que condensa el sentido de este segundo momento: el desarrollo de las industrias culturales del campo religioso supone una actividad plena de consecuencias para la vida de las organizaciones religiosas y para nuestra concepción de las mismas y nos permite divisar una nueva fuerza motriz en el campo religioso. En tercer lugar, acompañando una de las conclusiones de la obra, relativa a las tensiones propias de la producción cultural en el campo religioso, quisiera demostrar lo que en el inicio he anunciado como resultado final: que las industrias culturales operan en la configuración del campo religioso multiplicando sus instancias constitutivas, reforzando tradiciones, pero también favoreciendo la emergencia de creencias que se distancian de la tradición cristiana en general y favorecen consensos transversales sobre los supuestos de la Nueva Era.

El fin del espiritualismo no es el fin de la religión

Cientos o miles de años de cultura cristiana, sedimentados incluso en las categorías críticas y supuestamente críticas de la ciencia social, nos dejan en la incómoda situación de tener que aclarar que la disociación espíritu-espiritualidad/materia consagrada, entre otros factores, por algunas religiones, no ciñe convenientemente los fenómenos religiosos. Salvo para algunas corrientes de altísima teología católica o protestante, o para el sentido común laico –que regurgita tardíamente como categorías de sociología legítima las relaciones de fuerza de estados del campo ya pasados–, las religiones no se ejercen ni sola ni plenamente en el espacio de la inmaterialidad. Las religiones se danzan, se toman, se respiran, se comen, e incluso (voto a Afrodita y Mercurio) se hacen sexo y dinero. El espiritualismo al que se quiere confinar lo religioso no es más que un subproducto de las tentativas siempre fracasadas de la secularización malentendida (como una operación que, más que crear las religiones como problema constante de las sociedades, las anularía, cosa que nos cansamos de comprobar nunca sucede).

Así es que el hecho de que en este libro se hable de industrias culturales y religión no debe llevar a un malentendido muy posible: que con esa forma de llamar los procesos u objetos se apunte de forma crítica al hecho de que lo religioso y lo mercantil conviven promiscuamente cuando, teóricamente, eso no debería suceder sino al precio de la degradación de la “espiritualidad” entendida como el verdadero y más alto valor de la religión. Este libro parte de al menos dos hechos que obligan a leer el término “industrias culturales” de una manera diferente.

En primer lugar, es ya un lugar común de las ciencias sociales de la religión que ésta no es el reino de lo inmaterial y lo intangible. Las religiones implican cuerpos, emocionalidades, afecciones. Los cientistas sociales de la religión nos escandalizamos cada vez menos de que el dinero circule en las instituciones religiosas y sea parte de las experiencias que ellas promueven. Ya hemos asumido que eso siempre ha sido así en la mayor parte de las instituciones religiosas y que la pretensión de disociar dinero y religión es parte del espiritualismo superado o simplemente reflejo de una ideología religiosa y no una categoría “científica”. No quiere decir que las iglesias no sigan, muchas veces, promoviendo esa disociación. Sí quiere decir que los analistas no podemos dejar de ver cómo se vinculan todo el tiempo ambas dimensiones, esté presente o no la pretensión de disociar lo “material” y lo “espiritual”. Toda religión implica intercambios, ofrendas, sacrificios. Que haya dinero o maíz en el intercambio habla de la especificidad histórica de una religión, algo que origina una agenda de investigación, no de su mayor o menor consistencia ética.

En segundo lugar, porque no se alienta aquí ningún supuesto relativo a la baja calidad “estética”, “espiritual” o “ideológica” de los productos de las industrias culturales. Las reliquias únicas, personales y de primera mano promueven emociones y vivencias religiosas tan reales y conmovedoras como libros y canciones fabricados en serie. Referirse a industrias culturales es, en este caso, referirse sin prejuicios al hecho de que el creer se transmite por referencia a discursos, autorizaciones y objetos que en una sociedad de masas requieren de su fabricación masiva, impulsada por la demanda de consumidores y de organizaciones que los ponen en circulación para fortalecer su influencia, su membresía y su propio aparato económico, al servicio de la reproducción de la religión que sea.

Productores de la industria cultural religiosa:

las consecuencias de una curiosidad bien llevada

El foco de esta investigación colectiva es un conjunto de las industrias culturales vinculadas a las organizaciones y experiencias religiosas. Más específicamente, se trata de describir e interpretar el sentido y el impacto de la actividad de los sujetos que tienen responsabilidad en la puesta en marcha de esas industrias, es decir, en los productores culturales. ¿Quiénes son?

Aquí se trata de la actividad y las representaciones de agentes que operan en distintas organizaciones religiosas produciendo artefactos culturales: editoriales católicas, evangélicas y judías, un periódico que pretende apoyar el esfuerzo de todos los evangélicos asumiendo su diversidad, productoras de bienes culturales que se vinculan a formas alternativas de espiritualidad. Todos ellos son productores de mercancías culturales con la especificidad de su vínculo con una organización religiosa. Y también son parte de la serie de objetos de esta investigación los agentes que hacen incursiones en el mercado de industrias culturales a través de experiencias musicales o radiofónicas y tienen diversas relaciones de organicidad con instituciones evangélicas.

El corte metodológico es preciso y muchos podrían pensar que por no abarcar a los receptores de esta actividad resulta parcial o incompleto. Nada más lejano a eso: lo que encontramos en todos los casos es el testimonio de una actividad desconocida y plena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas, aun sin llevar en consideración la cuestión de cómo la actividad de los operadores de las industrias culturales resulta recibida por el público. ¿En qué sentido decimos que se trata de una actividad llena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas? La referencia a este plano nos permite discernir una fuerza motriz diferente en el campo religioso y, simultáneamente, divisar el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo.

Para entender el papel que asigna esta obra a los productores culturales vinculados a instituciones religiosas es indispensable sacar todas las consecuencias analíticas y conceptuales que entraña el concepto de creencias religiosas que asume. Allí está una de las claves que no sólo permiten calibrar el valor del libro sino también plantear agendas específicas de investigación. Este concepto no sólo nos permite justificar la posibilidad de “discernir una fuerza motriz del campo religioso y divisar el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo” sino, también, elaborar más profundamente un punto crucial de las ciencias sociales de la religión. Me referiré primero a la cuestión teórica más profunda y luego la vincularé a la comprensión del papel de los productores culturales en el campo religioso.

La creencia en la teoría social

Tiene un valor clave el hecho de que la introducción de este libro suponga que el creer es algo que debe ser interrogado y no naturalizado. La creencia no es un objeto inmediatamente dado al observador e incluso es un objeto eclipsado por los abordajes empíricos y sus supuestos. En ese contexto se apuesta a una “definición relacional del creer” que remite a los trabajos pioneros que realizó Emilio de Ípola en nuestro país (y aún no del todo integrados a la producción de las ciencias sociales de la religión en la Argentina). Es necesario poner una lupa en esa remisión, hacer visible la enorme productividad que tiene esa elección en este libro y en futuras investigaciones que deben recuperar esa referencia y el conjunto de lecturas de las que se nutre. ¿Qué significa, más allá de lo obvio, “una definición relacional del creer”? Como veremos, implica poner en suspenso y crítica toda una serie de concepciones que damos natural e inmediatamente por válidas.

De la mencionada referencia a de Ípola es necesario recuperar una de sus raíces más importantes para nuestro problema, la que surge de los análisis de Paul Veyne en Les Grecs ont-ils cru à leurs mythes? Es que la problematización del creer que se pretendía en Las cosas del creer apuntaba a la necesidad de un doble movimiento: entender tanto su carácter histórico como su papel conceptualmente fundante de lo social. En ese camino la obra del historiador francés era recuperada para plantear un interrogante siempre actual:

Comment peut-on croire à moitié ou croire à des choses contradictoires? Les enfants croient à la fois que le Père Noël leur apporte des jouets par la cheminée et que ces jouets y sont placés par leurs parents: alors, croient-ils vraiment au Père Noël? Oui, et la foi des Dorzé n’est pas moins entière; aux yeux des Éthiopiens, nous dit Dan Sperber, “le léopard est un animal chrétien, qui respecte les jeûnes de l’Église copte, observance qui, en Éthiopie, est le test principal de la religion; un Dorzé n’en est pas pour autant moins soucieux de protéger son bétail le mercredi et le vendredi, jour de jeûne, et qu’ils mangent tous les jours; les léopards sont dangereux tous les jours: il le sait d’expérience; Ils sont chrétiens: la tradition le lui garantit”.[2]

Veyne apuntaba a una cuestión decisiva en la vida social de las creencias: el creer implica la coexistencia de estatutos de verdad plurales y relativizables por los creyentes. El creer, por lo tanto, implica universos de creencias que conviven sin estallar y sin ser llevadas hasta sus últimas consecuencias. Los programas de verdad que fundan la creencia son parte de un humus histórico que debe ser analizado en cada caso para remitir a ese campo de probabilidades la experiencia constitutivamente plural y contradictoria de la creencia. ¿Por qué esto es tan importante? Las creencias suelen ser un objeto escurridizo y mal planteado. Se las indaga esperando encontrar aceptaciones que se cumplen literalmente (incluso de forma fanática), y se encuentra, las más de las veces, creyentes que se describen como “astutos”, “incompetentes” o “inconsecuentes” o “liberales” porque “nunca cumplen” hasta las últimas consecuencias o “mezclan”. A partir de esas definiciones las creencias se ofrecen más a un juicio normativo implícito que a un análisis sociológico: los creyentes son poco o demasiado ortodoxos. La sociología se reduciría por ese camino a una suspicacia sobre las prácticas creyentes que naufragaría en el periodismo de denuncia o en la postulación de decadencias correlativas a la genérica afirmación del estallido del mundo en trillones de mónadas. El legado de Veyne reconduce el concepto de creencia a lo realmente existente y no a lo que surgiría si las creencias fuesen enunciados que surgen de un proceso de ajuste, compatibilización y puesta en coherencia de acuerdo con las exigencias de una ciencia. Nadie vive en la ciencia. Nadie cree como creemos que creen los fanáticos. Se cree siempre un poco, algo, con dudas.

Y eso se debe a que la creencia tiene un elemento de indeterminación estructurante que depende de lo que desarrollaremos: es un espacio de encuentro que puede fracasar entre sujetos y en el tiempo. Es un dispositivo abierto que se renueva constantemente y nunca de la misma forma. En este contexto el fundamento de este libro busca de forma explícita una definición relacional de la creencia que surge de la necesidad de “desmarcarse de estos tres hábitos de pensamiento: 1) el discurso de la interioridad que aborda el tema «de adentro hacia afuera», eligiendo exclusivamente el punto de vista del actor; 2) el sesgo institucionalista que lo explica «de afuera hacia adentro» como resultado del trabajo socializador del grupo y sus representantes calificados, y 3) la forma derivada de la metonimia que toma «la parte por el todo», a partir de un perfil dominante de creyente que se proyecta sobre el grupo”, como dice Joaquín Algranti en su capítulo, “Una forma de escribir el mundo: las editoriales religiosas”. Y esta proposición remite a una segunda raíz que es necesario reponer para advertir la importancia de la propuesta. La necesidad de “desmarcarse de esos tres hábitos de pensamiento” lleva, en mi lectura, a la crítica a los efectos de reificación y parcialización impuestos por la tradición clásica de la sociología americana, es decir a la mirada que intenta proseguir el legado que se constituye con voces que van de Émile Durkheim a Sigmund Freud, tal como lo elabora Michel de Certeau. La sociología norteamericana, casi el sentido común establecido de la disciplina, dejó una tríada de conceptos no revisados que se corresponden, no casualmente, con los hábitos de pensamiento que propone superar el libro en el análisis de Algranti: actitudes (comportamientos, objeto de la sociología, sustanciados en modos o estereotipos de creyente), valores (cultura, objeto de la antropología que los reducía a códigos) y creencias (objeto de la psicología y la psicología social, que eran la expresión subjetiva de la influencia de la cultura). Objetos separados que pueden ser medidos aisladamente, y establecidos como promedio o como enunciado verificable que se convierte luego en rasero de la conducta creyente y termina descubriendo siempre que el creyente “no cree”. La crítica de estos conceptos exige tener en cuenta la inconsistencia estructural de las creencias sobre la que nos advierte Veyne, como ya mencioné, porque debe atender a la pluralidad de programas de verdad que operan contra una definición unidimensionalizada de la creencia que se calma con que el creer es una constante que sólo varía de objetos. Suponemos que los demás creen y que hay una sola manera de creer. Sin embargo, no es de ninguna manera así.

Esa misma crítica exige entender la pluralidad de formas del creer a la luz de su unidad conceptual y su posición específica en lo social. Aquí la referencia es, nuevamente, de Certeau. Desde su punto de vista, que también admitía la variabilidad y la “inconsistencia de la creencia”, el creer es algo anterior a su expresión en el campo religioso. Es coextensivo a la sociabilidad como una práctica de la diferencia (tanto en el sentido temporal como en el “interpersonal”). Funciona como un juego en el que el creyente actúa, ofrenda –aun cuando sólo ofrende su palabra–, comunica en nombre de unas tradiciones que lo habilitan a confiar que ante ese acto habrá devolución e implica, por lo tanto, una espera (primer sentido de la diferencia, temporal) de un otro (segundo sentido, interpersonal, de la diferencia), que respondería actualizando esa expectativa o no. Así, el creer implica creyentes e instituciones y, sobre todo, tradiciones que se invocan porque habitan una historia que es el camino de cruce de múltiples trayectorias subjetivas, múltiples tradiciones y múltiples creencias. El creer es comunicación con todas las incertidumbres que le asisten al comunicar e insanablemente procesual, en un desplazamiento sin fin. Por eso la definición de Michel de Certeau es consistente con la de Paul Veyne: la pluralidad contradictoria del creer en el segundo es el resultado del mecanismo histórico-social del creer según el primero.

Pero mucho más importante que esto es que para de Certeau el proceso social del creer es doblemente relevante para la ciencia social. Es isomórfico de la dinámica de reciprocidad en que Émile Durkheim y Marcel Mauss discernían el núcleo vivo de lo social. Y al mismo tiempo, en otro registro, es la estructura misma de la comunicación. Lo es si la definimos no como la actualización invariable de un código instalado en el inconsciente (y en los cielos) y capaz de determinar la historia, sino como una pragmática del lenguaje, como una constelación de invitaciones, aceptaciones y devoluciones en que el sentido y sus estructuras no se eligen pero se construyen en el aquí y ahora (en la Tierra) y con valor para la historia. La historia, desde ese punto de vista, es comunicación creada y recreada. Es, justamente, en la combinación de las perspectivas de Veyne y de Certeau donde hallamos una comprensión que permite pensar relacionalmente el creer como un juego de múltiples comunicaciones cruzadas en las que la creencia no tiene nunca las medidas de la simulación o el fanatismo y en las que las realidades creyentes subvierten cualquier posibilidad de estereotipación. Esto no implica renunciar a la conceptualización o rendirse a la infinitud del mundo sino entender que la unidad de análisis del creer es el proceso y las creencias, los creyentes y las instituciones son momento. En este marco que da cuenta de qué es lo que está en juego en una definición relacional del creer, podemos retomar a los productores culturales sobre los que trata este libro y examinar la fertilidad de sus hallazgos.

Los productores de cultura y el creer

Nos preguntábamos lo siguiente: ¿En qué sentido decimos que la de los productores culturales se trata de una actividad llena de consecuencias para la vida de las iglesias y para nuestra concepción de las mismas? ¿En qué sentido puede decirse que nos permiten discernir una fuerza motriz diferente en el campo religioso y permiten también divisar el juego de orientaciones que se enfrentan en ese campo? Todo lo dicho en el punto anterior nos permite entender las dos afirmaciones que siguen y dan respuesta a esta pregunta.

Si tomamos en cuenta que el creer tiene la estructura de la comunicación y del don, es preciso subrayar que los productores culturales son, sea cual fuere su posición en las iglesias, parte del circuito que alimenta las tradiciones en función de las cuales se autoriza el creer. No son simples operadores que “bajan” o pedagogizan el discurso oficial, ni tampoco se trata de sujetos que lo paralelicen intencionalmente sino que, en la medida en que el creer es comunicación, ellos son una rueda motriz del creer y lo diversifican, lo dialectizan. Cuán importantes y con qué consecuencias es algo que consideraremos más adelante. Todos los análisis empíricos del libro nos muestran que entre la iglesia oficial y los productores culturales hay aunque sea un mínimo de diferencia que implica que ellos producen desde otra posición. Y, además, mi propia experiencia de investigador es que muchos creyentes asumen antes las verdades de la industria cultural que las oficiales de la iglesia (incluso sin ser muy periféricos a su organización, como el caso de muchos católicos que reelaboran fuertemente su fe a la luz de la literatura de autoayuda a través de autores que circulan con alguna legitimidad en el mundo católico). Los productores culturales pueden tener una posición específicamente diferenciada en la producción del creer y como esa producción no es sin target ni sin efectos se entiende que los productores culturales no son parte de un organigrama piramidal que los disponga como mera polea de transmisión. En esta investigación lo que se ve es que, incluso en el caso de los que menos autonomía tienen, no dejan de ser un foco específico de irradiación de sentidos sobre la religión. Las realidades sociales no son mecanismos, pero si lo fueran los productores culturales deberían ser concebidos como una rueda que gira excéntricamente respecto de otras ruedas mayores, imponiendo al conjunto del mecanismo algo de su propia forma de girar.

Por la vía de la deducción teórica se confirma lo que mencionamos como un hallazgo de la investigación: la específica productividad de los productores culturales. Pero por esa vía se puede entender mejor otro hecho. Como el proceso de la comunicación es dialógico (en el sentido que lo definimos antes), la actividad de los productores culturales es necesariamente productora de un diálogo en el que se toman y se dan contenidos a la interlocución (obviamente son diálogos que dependen también de relaciones de fuerzas internas, pero el punto es que prescindimos de la posibilidad de una verticalidad absoluta y permanente). Y esto tanto en el sentido en que va de los productores culturales al público como en el sentido en que va de las interpelaciones del “mercado”, la “cultura” y las iglesias a los productores culturales. Los productores culturales, en el creer definido como comunicación y como don, son, como se dice contemporáneamente, “prosumidores”.[3] Vuelcan digerido al público como productores lo que los alimenta como consumidores. Intervienen lo que les llega y hacen circular. Y en ese sentido se entiende que los productores culturales sean productores, siempre, en algún grado, de síntesis entre su propia nutrición y la que les provee su grupo religioso. Así esta definición del creer implica estructuralmente al sincretismo, que es el modo en que se produce cualquier creencia y no, simplemente, un desvío de una normatividad y pureza que alguna vez hayan existido. La noción de sincretismo puede servirnos para iluminar cuánto no somos tan católicos como creemos como nación. Pero debe ser usada con la precaución de no identificar el análisis con las categorías de los obispos y partiendo de que algunas creencias son sincréticas y otras no cuando en realidad todas lo son.

La cuestión va más allá de los productores culturales ya que toda la producción del creer es sincrética, pero baste con subrayarlo a propósito de estos sujetos y sus empresas que definimos como ruedas excéntricas de los mecanismos que producen el creer.

Todo el razonamiento anterior tiene un complemento. Darle lugar a los productores culturales en la producción del creer, y por ende en las organizaciones religiosas, es tensar productivamente la concepción de las organizaciones religiosas. Es otro valor habilitado por la investigación cuyos resultados compila este libro. Ella parte de una posibilidad que se confirma ampliamente. La imaginación sociológica se ha condenado muchas veces a representar las organizaciones religiosas bajo el formato de la pirámide vertical con que el catolicismo se representa a sí mismo. Cuando esta imagen no se confirma surge el recurso a la desinstitucionalización de la religión como si todo aquello que no tuviese el formato católico imaginario no fuese institución. Todo lo que hemos dicho nos ayuda a pluralizar y complejizar nuestro repertorio de imágenes posibles de las organizaciones religiosas. Una conclusión parcial de este movimiento es que el hecho de enfocar a los productores culturales y obtener los resultados que se han obtenido acerca de su productividad, sumado al análisis que hicimos (que los ubica como una de las fuerzas que dinamiza y enriquece el creer), nos está proponiendo el promisorio horizonte de concebir las organizaciones religiosas sin los prejuicios que la sociología adquirió en el conocimiento del catolicismos. Para ser más claros todavía: el paso que incorpora las industrias culturales al análisis del creer despega el análisis de las ciencias sociales de la mirada católica, sobre todo de la mirada obispal del catolicismo, porque nos permite ver a las iglesias desde un punto de vista organizacional más amplio que tiene al catolicismo como caso y no como parámetro.

Las tensiones de los productores culturales y la situación del campo religioso

Algranti señala la existencia de una tensión que atraviesa la experiencia de los agentes que operan en las industrias culturales religiosas. Para algunos de estos agentes se trata de privilegiar las orientaciones religiosas y culturales de la organización religiosa a la que pertenecen. Operan en la necesidad de ajustarse a una doctrina establecida o a unos parámetros limitados para actualizarla, aunque eso no implique ganancias de público y mercado para esos productos e incluso conlleve rechazos de aquellos que son parte de la organización o espacio religioso en que operan, pero no se sienten a gusto con el hecho de que los libros no hagan más que repetir en forma y contenido lo mismo que se ofrece en el culto, por así decir. Para otros agentes culturales se trata de incrementar las ganancias y/o los públicos y por lo tanto de aceptar, dentro de ciertos límites variables y negociables, que se produce cultura orientándose por las exigencias del mercado. Y que para triunfar en el mercado deben hacerse concesiones que implican desvirtuar la ortodoxia y la tradición. El libro en su conjunto nos permite acompañar esta interpretación e incluso presentar un horizonte más amplio en el que esa conclusión se inscribe. Este horizonte más amplio se conecta con los objetivos que planteamos al principio: las industrias culturales operan en la configuración del campo religioso multiplicando sus instancias internas, reforzando tradiciones, pero, también, favoreciendo la emergencia de creencias que se distancian de la tradición cristiana o la renuevan en general favoreciendo consensos transversales sobre los supuestos de la Nueva Era.

Comencemos por dos preguntas que retoman la tensión entre tradición y mercado que viven los productores de las industrias culturales del campo religioso. ¿Hay una misma manera de pertenecer a la tradición y su expresión organizativa en la institución? ¿De qué manera se orientan los productores culturales por y hacia el mercado? Las respuestas a estas preguntas, que es lo que nos hacen saber los capítulos del libro y los resultados de otras investigaciones contemporáneas sobre el campo religioso, llevan a entender que el funcionamiento de las industrias culturales está ligado tanto a una transformación de las formas de organizarse como a un cambio de las formas del creer en el campo religioso. Es que lo que mostraremos aquí es que mercado y tradición, los términos por los que nos hemos preguntado, tienen variaciones y significaciones específicas que organizan las constricciones y los desempeños de los productores culturales de una forma particularmente reveladora. En este contexto podrá observarse el peso y el dinamismo de nuevas articulaciones del creer, de la aparición de nuevas tradiciones creyentes que esta obra nos permite discernir.

Para demostrarlo quiero exponer brevemente tres argumentos adicionales que permiten elaborar la tensión tradición/mercado que afrontan los agentes culturales del campo religioso. Por un lado, el relativo a la necesidad de avanzar en un camino –que sugiere este volumen– que es el de distanciar lo más posible la categoría “organización religiosa” de la categoría “organización católica”. El segundo se relaciona con una observación que atañe a la relación entre el mercado y las categorías de experiencia religiosa. En tercer lugar, en el marco de la conclusión, quisiera referirme a la noción de campo religioso que es precisa para ceñir los fenómenos que aborda este libro.

Organización religiosa es diferente de Iglesia Católica

La proposición que resume el título parece sencilla y obvia. Pero no lo es si se consideran algunos usos habituales en el sentido común y también en las ciencias sociales, incluso las aplicadas a los fenómenos religiosos. Ellos revelan que la distinción entre forma católica de la organización religiosa y organización religiosa tiene dificultades para transformarse plenamente en una guía de los análisis del campo religioso. Esa dificultad se manifiesta, por ejemplo, cuando se clasifica la formación de los agentes religiosos en “formal” o “informal” (adjudicando esta categoría, puramente negativa, a los procesos de formación de curanderos, pastores pentecostales de denominaciones menores que, simplemente, no son como los de un sacerdote católico). Esto implica asumir que las instancias escolares formales, o bien el modelo seminarial del cristianismo y en especial el catolicismo, son una “forma” y las otras, la transmisión familiar, la transmisión experiencial entre elegidos, no son “formas”. Pero esto también sucede cuando se intenta comprender la aparición de nuevas modalidades de práctica religiosa, muchas de ellas ligadas al consumo cultural, como “desinstitucionalización” de la religión. La transformación de la experiencia religiosa y su adecuación a formatos pequeños, autónomos y dinámicos no es reconocida como “institución” (tanto en su aspecto de verbo, de acción de instituir, como en su aspecto de sedimento instituido) porque se confunde la establecida institución católica con la forma de cualquier posibilidad de institucionalización (y por ello tenemos una saturación de diagnósticos relativos a la liquidez, el carácter “post” o a los procesos de “desinstitucionalización”. Si ejercemos la distinción que propone el título de este apartado podemos obtener un dato de gran relevancia para comprender el estado del campo religioso actual y el papel de los productores culturales: veremos que los grados de autonomía de los productores culturales son muy variables y que esos grados les permiten operar de formas muy diversas con relación a “lo tradicional”.

Las religiones evangélicas (el protestantismo, el pentecostalismo y la multiplicidad de denominaciones religiosas que se asocian a la tradición reformada en general) y el catolicismo son religiones de consistencias organizacionales muy diferentes. Mientras el catolicismo ha nacido en intimidad con las instituciones centrales del poder (y con las redes sociales que con más frecuencia lo encarnan), los evangélicos, y en especial el pentecostalismo, han debido hacerse endógenos a la sociedad argentina y salir de una situación periférica para aproximarse al centro todo lo que es posible (la marginalidad de los evangélicos es tal que son raros los casos de miembros prominentes de las elites política, social y económica que pertenecen a esta denominación). En forma paralela y combinada a este rasgo sucede que esas dos expresiones religiosas comparten la necesidad de resolver el dilema que las diferencia. Desde el punto de vista institucional, uno de los problemas centrales del catolicismo, que es fuertemente piramidal, consiste en darle lugar a la diversidad (ni tan poca que implosione, ni tanta que estalle) en una organización piramidal fuertemente reglada. En cambio, el de los evangélicos es casi opuesto. Para ellos es casi imposible, sino imposible, constituir la unidad (ni tanta que ahogue, ni tan poca que debilite). A la división denominacional, sólo superable a través de la constitución de términos que son ambiguos comunes denominadores que permiten su permanente reinterpretación y las consecuentes divisiones, se suman los efectos dispersivos de uno de sus núcleos centrales, el sacerdocio universal que enfatizan los evangélicos y que consagra tanto la autonomía como la multiplicación de emprendimientos religiosos de todo tipo en su espacio. El catolicismo crece o mantiene su grey incorporando subordinadamente unidades de instituciones, personas y cultura bajo su orden. Como resultado de eso, el catolicismo produce su diversidad, que es bastante, pero también un orden que la jerarquiza y hace invisibles ciertas diferencias. Las religiones evangélicas crecen por fisión de sus propias unidades. Con ello los evangélicos producen su unidad que es alguna, variable, transitoria, incompleta, y siempre resultado de esfuerzos conscientes y sistemáticos destinados a revertir los efectos de su matriz dispersiva. Si se mira el campo religioso más allá de las definiciones cristalizadas, se puede observar entonces que la oposición catolicismo/evangélicos se relaciona no sólo con ideologías religiosas sino con formas diferentes de legitimar y priorizar definiciones de organización y, también, de persona, de práctica religiosa y de sacerdocio.

Esta diversificación del sentido que tiene la noción de organización religiosa también se verifica en este libro a través del crecimiento de las llamadas “expresiones informales” y de diversas organizaciones culturales que se vinculan al campo religioso. Los casos presentes en estas páginas captan agudamente esas novedades y su sentido. Por ejemplo, el análisis que realiza Marcos Carbonelli sobre el periódico El Puente que ha cumplido, como vector de diálogo entre grupos, el papel de densificador y articulador de nociones comunes, disputas y construcciones de hegemonía entre diversos grupos evangélicos (y también su papel al respecto en la articulación de los evangélicos ante el resto de la sociedad). Asimismo, debe contarse con el papel que cumplen en este sentido las organizaciones musicales evangélicas en muy diversos, incluso contrapuestos, sentidos. Los trabajos de Mariela Mosqueira y Luciana Lago nos muestran cómo aparece un espacio de prácticas musicales específicas y diferenciadas, que tienen valor para articular a los fieles del espacio religioso en el que se inscriben. Y nos muestra también cómo ese espacio de prácticas musicales que amplía y pluraliza la vida de las organizaciones religiosas es además un espacio para inscribir en el campo religioso diferencias de comprensión de la pertenencia religiosa y conflictos que se tramitan en términos estéticos. Pero también debemos incluir aquí el caso de organizaciones como la Fundación El Arte de Vivir que promueve una forma de religiosidad a partir de un modo de organización y de práctica que pone en el centro una experiencia físico-moral. En el mismo artículo en el que Nahuel Carrone y María Eugenia Fuentes analizan este caso, ponen de manifiesto que el mundo de la New Age es radicalmente heterogéneo en sí mismo. Si se considera, por ejemplo, que al caso anterior, basado en una oferta específica, se le contrapone el análisis de Deva’s, que debe ser concebido como un nodo que intermedia una producción de cultura masiva que va de productos cosméticos a libros pasando por ediciones de música y alternativas terapéuticas. En este último caso puede verse cómo una organización asocia unos supuestos culturales, los de la Nueva Era, y unos productos comerciales, los que vehiculiza Deva’s para promover religión por fuera de los marcos institucionales tradicionales.

Pero mucho más resulta pertinente para el análisis que venimos realizando el recorrido de los sujetos que generan formas de creencia religiosa a partir de trayectorias que combinan la presencia en medios masivos, la producción literaria o algún tipo de producción cultural. Es, por ejemplo, el caso de un escritor como Bernardo Stamateas, analizado aquí por Leandro Rocca. El caso resulta clave porque, más allá de su origen evangélico, Stamateas activa y disemina una visión de mundo cercana a los supuestos de la Nueva Era, por fuera de cualquier organización religiosa. Su presencia cataliza una versión de esos supuestos y organiza algo así como una corriente de opinión que luego, según las diversas trayectorias de sus lectores, decanta en su inserción en diversas situaciones y organizaciones de práctica o reflexión. Este tipo de realidades nos muestra que existe un punto en que el campo de la literatura masiva, que es cada vez más un campo de cruce de medios masivos que incluye a la industria editorial, no sólo es una vía de apoyo al surgimiento de una conciencia religiosa sino, a veces, una vía privilegiada.

Así, el conjunto de la obra nos presenta nutrida y variada información para responder a las preguntas sobre el significado específico de la tradición y su expresión institucional. En algunos casos nos encontramos con que los productores culturales católicos permanecen fieles a la tradición, ajustándose a lo que interpretan y muy posiblemente sea el mandato atribuido a la ortodoxia y a las instancias institucionales que la promueven. Pero en otros casos podemos encontrarnos con que hay grupos evangélicos que actualizan las más antiguas tradiciones en el marco de un proceso en el que reaccionan contra lo que es dominante en el mundo evangélico: la actualización y la adaptación del creer a formas contemporáneas de autorizarlo. Veamos el siguiente contrapunto. En el caso del citado trabajo de Marcos Carbonelli sobre el periódico El Puente puede verse una tendencia: acompaña la evolución promedio de los evangélicos siguiendo el ritmo de apertura y estancamiento de las fracciones más conservadores; así, apoya las aperturas del mundo evangélico, pero identifica las fronteras más conservadoras en puntos clave como el matrimonio igualitario. De este modo, puede decirse que ese periódico, que no pertenece a ningún grupo evangélico, incide sobre el mundo evangélico al menos de dos maneras: 1) al intentar componer entre las diversas fracciones evangélicas, mueve las posiciones de todos los grupos, y esto porque 2) ha logrado erigirse en una voz que es parte del conjunto de las voces que se oyen y debaten en el mundo evangélico. Tenemos así que unos productores culturales producen creencias sin pertenecer a ninguna instancia eclesial, operando, de forma exclusiva, en el campo “cultural” evangélico, sin ser “ordenados” o pastores. Si los miembros del periódico El Puente ejercen su autonomía pero alineándose con el sentimiento mayoritario en el mundo evangélico, hay grupos como los que describe Mariana Esther Espinosa: su análisis de la editorial de los Hermanos Libres en la Argentina muestra que éstos ejercen su autonomía dentro del mundo evangélico para producir bienes culturales que promueven una enfática identificación con la “tradición” en contraste con las tendencias a la unificación y la actualización conservadora que realiza El Puente.

Todo esto quiere decir que no todas las tradiciones religiosas les imponen las mismas condiciones de acción a sus productores culturales. El repaso anticipado de los casos que ustedes podrán leer en todo su desarrollo muestra que los productores culturales tienen grados estructuralmente variables de autonomía según se trate de tradiciones y organizaciones religiosas como la evangélica o la católica. Pero incluso podemos encontrarnos con un caso como el de Deva’s o de Stamateas. En estos casos tenemos una producción que genera institución religiosa como consecuencia de una orientación cultural que los precede. Así nos encontramos con un hecho: ser fiel a la institución no significa siempre lo mismo por que las instituciones, una vez que salimos de la presunción de que el catolicismo es el metro patrón de la organización religiosa, revela modelos muy diversos. No es éste el espacio para explorar y sistematizar todas las dimensiones. Pero sí podemos capitalizar para nuestro análisis el hecho de que algunas instituciones permiten, de forma estructural, mayores grados de autonomía a sus agentes.

Hemos partido del hecho de que los productores culturales están tensados entre la institución-tradición y el mercado. Pero, de la misma manera que hemos demostrado que la institución obliga de maneras muy variables a repetir la tradición, también es variable la influencia del mercado: éste, en algunos casos obliga a repetir, en otros permite innovar, como veremos a continuación.

El mercado no es sólo cantidad

¿Qué quiere decir que los productores culturales se orientan al mercado? En principio, que buscan realizar la mayor cantidad de ventas posibles. Que apuntan a la ganancia y por lo tanto otorgan importancia y prioridad a aquello que la gente quiere leer u oír. Ahora bien, el mercado, entendido como la demanda, más allá de sus heterogeneidades puramente económicas y su inmensidad, no es amorfo ni acepta cualquier cosa por imposición, justamente porque es una demanda cualificada, segmentada, constituida por motivos que se construyen culturalmente y con los cuales la industria cultural (sobre todo si apunta a nichos tan específicos como el religioso), no puede relacionarse sin diálogo ni formaciones de compromiso que se expresan en la propia producción cultural. En ese sentido resulta llamativo que, cuando los productores culturales se orientan al “mercado” tomando alguna distancia de las prescripciones ortodoxas de su organización religiosa, no lo hacen aleatoriamente. Se orientan respondiendo a una demanda. Ahora bien, ¿cómo funciona esa demanda? Esa demanda no posee tantas formulaciones como sujetos y tiene un modo dominante y abarcativo en la demanda de una literatura que en las etiquetas aparece dispersa, pero en los contenidos y en los usos aparece recurrentemente combinada. Entre los géneros más leídos se encuentran los religiosos y la autoayuda, y si se atiende a los contenidos se puede ver hasta dónde, por ejemplo, el cristianismo, las nociones de superación personal y positivismo anímico dialogan en autores que han sido best-seller en el último lustro como Ari Paluch, Claudio María Domínguez o el citado Stamateas. Y esa misma combinación puede observarse en las bibliotecas personales: como me ha sido posible comprobar en mi investigación empírica, es altamente probable que el consumo de uno y otro género sean correlativos.

El campo de esa literatura se ha formado en miles de aproximaciones entre editores, autores y lectores, y hoy tienen amplitud, estabilidad y patrones de gusto y dinamismo que sirven como señales al lanzamiento de nuevos productos. Lo que quiero subrayar con esto es que la producción de los productores culturales, cuando se deja llevar por el mercado, no se deja llevar por una multiplicidad de agentes atomizados que resuelven de acuerdo con criterios de maximización de un mismo placer por el precio más barato. Los bienes religiosos no ofrecen placeres tan fácilmente ecuacionables unos por otros (quien quiere cruces no necesariamente aceptará mandalas). La orientación al mercado que puedan tener los productores culturales no es, en consecuencia, una orientación aleatoria o infinitamente variable. Orientarse al mercado en la producción cultural es orientarse hacia algunas demandas prevalentes, hacia algunos significados, contenidos y formatos privilegiados por los públicos que en lo único en que actúan como racionalmente es en el momento de hacer economías, pero que se orientan antes por preferencias de sentido socialmente construidas. Y si uno retiene qué es lo que domina en el mercado, podrá entender por qué una parte de los productores culturales de las iglesias, específicamente aquellos que pertenecen a tradiciones organizativas menos rígidas, se orienta en la dirección en que se orienta. En el mercado –de forma transversal a lo que se considera autoayuda, religión, esoterismo– se presentan de forma recurrente las más variadas operaciones destinadas a que los sujetos tomen conciencia de sí, de sus hábitos, de las formas en que deben romper los automatismos de su actuar y asumir cuáles son las fuerzas que los llevan a actuar de maneras autodestructivas: la expectativa de transformación personal, tramitada como reflexión sobre el sí mismo y que resulta con el concurso de fuerzas que no son sólo las propias sino las de “la vida”, “la armonía entre los seres”, la gravitación conjunta de las intenciones de las personas, los elementos y las divinidades inmanentes.

Un caso extremo de esto que decimos podría ser el que trata en este libro Leandro Rocca. Se trata del caso del Bernardo Stamateas, quien realiza toda su obra de literatura espiritual no sólo a distancia del consenso de los evangélicos sino también de lo que opinan en la congregación que él mismo dirige. Stamateas, que viene de un contexto institucional que favorece la autonomía, elige orientarse por el mercado (acomodando su producción a una demanda que además ayuda a reforzar puesto que, más precisamente, desarrolla una literatura espiritual que va mucho más allá de ofrecer nuevos formatos de experiencia evangélica a los que ya lo son o a los que puedan llegar a serlo). Stamateas se deja llevar por una serie de temáticas que tienen que ver con la psicología, la sexología y, más en general, con doctrinas que llevan a los sujetos a reflexionar sobre su acontecer, a monitorear sus comportamiento, a transformarse a sí mismos en interacciones con otros sujetos o entidades que incluyen un nivel espiritual (pero ese nivel espiritual no es exactamente el de la espiritualidad evangélica, aunque sería una disputa teológica enorme e imposible de resolver la de definir si la espiritualidad que propone no es “de ninguna manera evangélica”). En su función de literato, Stamateas engendra un sacerdocio que excede, amplía e incluso redirecciona su acción como pastor evangélico de una comunidad de creyentes en una iglesia a una comunidad interpretativa que son sus lectores. Sin dejar de pertenecer a un grupo religioso, actúa con el máximo grado de autonomía y orientado por el mercado, pero se aviene a una forma espiritual que constituye un modo previamente dominante en ese mercado.

Si hemos dicho que las industrias culturales inciden en el campo religioso fortaleciendo los supuestos de la Nueva Era es porque, justamente, hemos tenido en cuenta que hechos como el de Stamateas representan las tendencias más presentes en el cruce de industria cultural y religión, y porque sus supuestos se imponen incluso a productores culturales católicos o evangélicos. Esto no implica, como ya dijimos, que las industrias culturales no dinamicen otros supuestos religiosos, pero hay algo en lo que la retroalimentación Nueva Era-industria cultural parece insuperable: sólo en esa intersección se da que la máxima autonomía de los agentes se combina con una altísima presencia y realización de ventas. Y sólo en el caso de la Nueva Era se da el que una visión religiosa se funda en mayor parte o en su totalidad en productos de industria cultural antes que en formatos institucionales propios de las iglesias clásicas.

Dijimos al inicio de este punto que los productores culturales aparecen tensados entre la tradición y el mercado. Si agregamos a ello el resultado de este recorrido, nos encontraremos con que esa tensión se enriquece sumando dos hechos. Primero, que “tradición” es un término que implica variaciones derivadas del grado de autonomía que permiten las diversas iglesias. Segundo, que “mercado” implica variaciones derivadas de la configuración de la oferta de motivos para “creer”. El cuadro que emerge sería uno en el que las orientaciones por la tradición o por el mercado se subdviden por el grado de autonomía que les permiten sus propias instituciones y se cualifica por la afinidad con algunos motivos dominantes en el juego de oferta y demanda simbólica.

Conclusión

Quisiera recoger todos los hilos de esta introducción conjugándola con la revisión de la idea de espacio religioso. En este libro, en que se plantea una interrogación sobre el papel y la productividad de las industrias culturales, está contenida un redefinición del campo religioso a la que llegamos recapitulando lo expuesto.

En primer lugar, se reformula la noción de creencia de manera que ésta, retornando un fundamento clásico, se torna un continente más generoso para con una multiplicidad de roles que van más allá del circuito sacerdote-ideología-fiel (sea cual fuera la religión en cuestión). En la definición de creencia que se adopta y en al análisis crítico de las formas en que se parcializa el análisis de los procesos religiosos en aspectos aislados, toma lugar la posibilidad de concebir el papel de los productores culturales.

En segundo lugar, porque esta posición implica la posibilidad de redefinir los criterios con los que definimos las organizaciones religiosas trascendiendo los análisis que asimilan las formas católicas a las únicas formas posibles de la experiencia religiosa. En ese contexto, y tomando en cuenta lo que hemos desarrollado en el punto anterior, debe proponerse un esquema en el que la situación de los productores culturales es variada y va desde un mínimo de productividad, casi un apéndice de las burocracias sagradas y consagradas de cada organización, hasta un máximo de productividad que se da en el caso de los que tienen un máximo de autonomía. Al mismo tiempo, llama la atención en este esquema el hecho de que algunos de los más productivos de esos agentes, y muchas veces los más autónomos, tienden a generar proyectos que, más allá de su vínculo con una organización religiosa determinada, tienden a reforzar y promover los criterios de la espiritualidad de la Nueva Era.

En tercer lugar, porque la inclusión de la producción de las organizaciones culturales ligadas a las diversas organizaciones religiosas permite ver que la religión no sólo es cuestión de palabra, espíritu y misa y de simple cura de almas, sino también de sonoridad, bailes, dieta, terapia y modelos de bienestar que no son sólo “espirituales” y que circulan a través de libros, recitales, conferencias, formatos digitales para bajar y reproducir música, CD. Esto, y la propia inclusión de las organizaciones culturales dentro de las organizaciones religiosas, heterogeneiza el “campo religioso” de una manera que no se corresponde con el uso tradicionalmente generalizado de la noción de campo religioso. He insistido varias veces en este argumento y no tengo cómo no volver a hacerlo: sea cual fuera la mejor forma de concebir la religión, es indudable que la posibilidad de establecer y crear el ámbito de lo religioso, de definir su contenido, es algo que depende de las formas en que los hombres practican y simbolizan esa forma de dividir lo social. De acuerdo con ello, e independientemente de otras relaciones posibles, lo religioso es un derivado de las prácticas simbólicas, algo que en cierta clave teórica puede ser cultura y en otras, hegemonía.

En ese sentido, este libro produce otro avance: reconduce “lo religioso” a “lo cultural” y le da voz a un malestar creciente en las ciencias sociales de la religión. Ese malestar es la permanente sensación de inadecuación que asiste a las ideas de “religión”, “campo religioso” y “lo religioso”, que muchas veces aparecen como universales pero no son más que experiencias históricas indebidamente generalizadas. Esta reconducción de lo religioso a su plano de emergencia en el punto de cruce entre lo social y lo cultural (y todo lo de político que tienen esas dimensiones) puede graficarse con el giro que propuso Pierre Bourdieu en torno a su propia obra, dejándonos una guía que mantiene su valor dado que el malestar que referimos está siendo cuestionado, pero no superado. La noción de campo religioso ha sido frecuentemente utilizada y algunos autores entienden que la misma subsume criterios analíticos abstractos que deben disociarse de situaciones concretas en las que fue aplicada; que la noción de campo religioso no debe confundirse con el caso francés. Entre todas las sugestiones críticas, destacamos que ha sido el propio Bourdieu quien planteó la necesidad de advertir que los conceptos de nivel más abstracto estaban contaminados de la historicidad francesa –y europea en general–, e incluso de la mirada que ciertos actores de esa sociedad podían tener sobre el campo religioso. Así en “La disolución de lo religioso”, Bourdieu afirmaba que parte de las definiciones que inspiraban el análisis de su texto de 1971 –“Génesis y estructura del campo religioso”– eran definiciones “inconscientemente universalizadas” pero no eran “aptas sino para un estado histórico del campo”. La noción de campo religioso ha sido frecuentemente utilizada y algunos autores entienden que subsume criterios analíticos abstractos que deben disociarse de situaciones concretas en las que fue aplicada; que la noción de campo religioso no debe confundirse con el caso francés. Esto implica entender que la definición de los bienes del campo religioso como de “salvación”, y su disputa, como la del monopolio de la oferta legítima de los mismos, es definir las cosas con demasiado centramiento en las definiciones institucionalizadas de la religión por el catolicismo y el protestantismo (una definición que implica al analista como parte tomadora en ese campo). Una forma de escribir el mundo: las editoriales religiosas. En el campo religioso heterogeneizado, lejos de ocurrir lo que describe Bourdieu en 1971, no compiten tan sólo distintas fórmulas de comprender la eucaristía, de administrar la salvación. En él se confrontan concepciones que tienen como bien religioso a la salvación, pero también la sanidad, la prosperidad, etc. En el campo religioso heterogeneizado compiten el consuelo de la cruz, la promesa de sanación, las búsquedas interiores a través de la dieta y los ejercicios respiratorios (o sea, religiones que afirman la existencia del algo así como lo espiritual y otras que rechazan esa categoría o, al menos, la forma de dividirla de lo físico y lo psicológico). Actualmente el campo religioso es un campo de disputa en el que se apuntalan, expresan y refuerzan no sólo definiciones de la religión sino, antes que nada, nociones de persona y alteración de las que las religiones son un elemento coparticipante. Sólo una mirada que proyecta de forma descontrolada la modernidad europea versión 1970, o sólo una mirada que tome partido por las definiciones católicas y protestantes clásicas, podría reducir el campo religioso a lo “espiritual”, cuando en los campos religiosos realmente existentes encontramos denominaciones y corrientes que implícita y explícitamente rechazan las distinciones e incluso los rótulos “espíritu” y “cuerpo”. A la comprensión profunda de un nuevo estado del campo religioso este libro contribuye de forma decisiva.

La industria del creer

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