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PRÓLOGO

«¿Qué significa todo esto?»

RICHARD FEYNMAN

¿POR QUÉ EXISTE ALGO EN VEZ DE NADA? Más en concreto, ¿por qué existe el universo? ¿De dónde vino y hacia dónde va, si es que se encamina a algún sitio? ¿Constituye la realidad última o hay un “más allá”? ¿Se puede preguntar —con Richard Feynman— por el significado de toda la realidad, o tenía razón Bertrand cuando dijo que «el universo está ahí y no hay más»?

Estas preguntas no han perdido nada de su poder de estimular la imaginación humana. Impulsados por el deseo de escalar los everests del conocimiento, los científicos nos han dado una visión espectacular de la naturaleza del universo que habitamos. En la escala de lo inimaginablemente grande, el telescopio Hubble transmite impresionantes imágenes de los cielos desde una órbita muy por encima de la atmósfera. En la escala de lo inimaginablemente pequeño, el microscopio de efecto túnel descubre lo increíblemente complejo de la biología molecular, plena de información macromolecular y de ínfimas fábricas de proteínas cuya complejidad y precisión hacen que incluso las tecnologías humanas más avanzadas aparezcan toscas, en comparación.

¿Es la vida humana en último término una configuración fortuita e improbable de átomos, entre otras muchas posibles? Además, ¿en qué sentido podríamos considerarnos especiales cuando habitamos un pequeño planeta que gira alrededor de una discreta estrella de la periferia de una galaxia helicoidal que contiene miles de millones de estrellas semejantes, una más de los miles de millones existentes a su vez en la inmensidad del espacio?

Más aún, dicen algunos, como ciertas propiedades básicas de nuestro universo, tal como los valores de las fuerzas fundamentales de la naturaleza y el número de dimensiones observables de espacio y tiempo, son el resultado de efectos aleatorios operantes desde el origen del universo, bien podría haber otros universos de estructuras muy diversas. ¿No podría ser el nuestro uno más de una amplia gama de universos paralelos separados e incomunicables? Así pues, ¿no resulta absurdo sugerir que los seres humanos tienen una finalidad? Su importancia en tal multiverso quedaría efectivamente reducida a cero.

Por lo tanto, no sería más que un absurdo, y un ejercicio intelectualmente pobre de nostalgia, remontarse a los primeros días de la ciencia moderna, cuando científicos tales como Bacon, Galileo, Kepler, Newton y Clerk Maxwell, por ejemplo, creían en un Dios Creador e inteligente cuya creación sería el cosmos. La ciencia ha superado ya ese pensamiento primitivo, se nos dice, arrinconando y defenestrando a Dios, para después enterrarlo con sus omnicomprensivas explicaciones. Dios no ha pasado de ser más que la sonrisa levitante del Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas. A diferencia del gato de Schrödinger[1], Dios no es la superposición fantasmal de un ser muerto y vivo a la vez, sino que está definitivamente muerto. Además, todo el proceso de su derrocamiento indica que cualquier intento de reintroducirlo impedirá el progreso científico. Esto es naturalismo puro y duro: la visión de que la naturaleza es todo lo que hay, y que no hay trascendencia posible.

Peter Atkins, profesor de Química de la Universidad de Oxford, a la vez que reconoce el origen religioso de la ciencia, defiende vigorosamente ese punto de vista:

La ciencia, el sistema de creencias firmemente fundado en el conocimiento reproducible y compartido públicamente, surgió de la religión. Cuando la ciencia se desprendió de su crisálida para convertirse en mariposa, se hizo con el control. No hay por qué suponer que la ciencia no pueda enfrentarse a todos los aspectos de la existencia. Solamente las personas religiosas, entre las que incluyo tanto a las cargadas de prejuicios como a las mal informadas, secretamente desean que exista un oscuro rincón del universo físico que la ciencia no pueda llegar a iluminar nunca. Pero la ciencia no ha encontrado nunca tal obstáculo, y los únicos motivos para suponer que el reduccionismo fracasará son el pesimismo de algunos científicos y el miedo de las mentes religiosas[2].

Una conferencia en el Instituto Salk de Ciencias Biológicas de La Jolla, en California, trataba en 2006 del siguiente tema: “Más allá de las creencias: ciencia, religión, razón y supervivencia”. Al abordar la cuestión de si la ciencia debería tener relación alguna con la religión, el Premio Nobel Steven Weinberg declaró: «El mundo necesita despertar de la larga pesadilla de la religión... Cualquier cosa que podamos aportar nosotros, los científicos, para debilitar la influencia de la religión, debe hacerse. Y, de hecho, puede ser nuestra mayor contribución a la civilización». Como era de esperar, Richard Dawkins fue aún más lejos. «Estoy completamente harto del respeto a la religión que se nos ha inculcado tradicionalmente».

Y, sin embargo, ¿es verdaderamente cierto que habría que tachar a todas las personas religiosas de estar mal informadas y llenas de prejuicios? Al fin y al cabo, algunas de ellas son científicos que han ganado el Premio Nobel. ¿Tienen realmente puesta la esperanza en descubrir un rincón oscuro del universo que la ciencia no pueda nunca iluminar? Desde luego eso no corresponde a una descripción justa o verdadera de la mayoría de los pioneros de la ciencia quienes, como Kepler, podían afirmar que era precisamente su convicción en la existencia de un Creador la que elevó su ciencia a alturas cada vez mayores. Fueron precisamente los rincones oscuros del universo iluminados por la ciencia los que les proporcionaron a todos ellos una amplia evidencia del ingenio de Dios.

¿Y qué hay de la biosfera? ¿Es su intrincada complejidad solamente pura apariencia de diseño, tal como cree Richard Dawkins, ferviente correligionario de Peter Atkins? ¿Puede la racionalidad realmente surgir de procesos naturales sin guía alguna, procesos al azar sujetos a las limitaciones de las leyes de la naturaleza que operan sobre los materiales básicos del universo? ¿Es la solución al problema cuerpo-mente defender que la mente racional “ha surgido” de un cuerpo irracional por medio de procesos indirectos y sin sentido?

Las preguntas sobre el estado de la cuestión naturalista no desaparecen fácilmente, como demuestra el nivel de interés público que suscitan. Entonces, ¿la ciencia requiere inexorablemente del naturalismo? ¿O se podría pensar que el naturalismo es una filosofía que acapara a la ciencia, más que un presupuesto necesario para llevarla a cabo? ¿Podemos atrevernos a compararlo a un tipo de fe, semejante a la religiosa? Al menos se le podría perdonar a quien así lo crea, viendo cómo son tratados quienes se atreven a plantear dichas cuestiones. Al igual que los herejes religiosos de épocas anteriores, pueden sufrir un tipo de martirio caracterizado por la falta de ayudas oficiales a la investigación.

Aristóteles es famoso, entre otras cosas, por haber apuntado que para tener éxito hay que saber plantear las preguntas correctas. Sin embargo, hay ciertas preguntas que es arriesgado preguntar, y aún más arriesgado intentar responder. Sin embargo, correr tal riesgo es sin duda parte del espíritu y de los intereses de la ciencia. Desde una perspectiva histórica esto es indiscutible. En la Edad Media, por ejemplo, la ciencia hubo de liberarse de ciertos aspectos de la filosofía de Aristóteles para poder avanzar realmente. Aristóteles había enseñado que de la luna al más allá todo era perfección, y que, como el movimiento perfecto en su opinión era el circular, los planetas y las estrellas se movían en círculos perfectos. Bajo la luna el movimiento era lineal al existir imperfección. Esta visión dominó el pensamiento durante siglos, hasta que Galileo observó el universo a través de su telescopio y contempló los bordes irregulares de los cráteres lunares. El universo había hablado y parte de la deducción a priori del concepto de perfección de Aristóteles quedó hecha añicos.

No obstante, Galileo seguía obsesionado con los círculos de Aristóteles: «Para el mantenimiento del orden perfecto de las distintas partes del Universo, es preciso que los cuerpos celestes se desplacen sólo circularmente»[3]. Sin embargo, los círculos también caerían. Esta vez le tocó a Kepler, apoyándose en su análisis de las observaciones directas y detalladas de la órbita de Marte realizadas por su predecesor como matemático imperial en Praga, Tycho Brahe. Se atrevió a sugerir que las observaciones astronómicas eran de superior valor probatorio a los cálculos basados en el apriorismo de que el movimiento planetario había de ser necesariamente circular. El resto, como se suele decir, es historia. Así, postularía que los planetas describían un movimiento elíptico perfecto alrededor del sol como foco, visión que más adelante quedaría brillantemente resaltada por la Teoría del Cuadrado Inverso de Newton sobre la atracción gravitacional, que sintetizaría todos estos avances en uno asombrosamente breve y de elegante fórmula. Kepler había cambiado la ciencia para siempre, liberándola de una filosofía inadecuada que la tenía oprimida desde hacía siglos. Sería quizá algo presuntuoso suponer que un paso tan liberador no pueda darse de nuevo.

A esto tal vez respondan algunos científicos como Atkins y Dawkins que, desde los tiempos de Galileo, Kepler y Newton, defienden que la ciencia ha crecido exponencialmente y que no hay prueba de que la filosofía naturalista, estrechamente ligada a la ciencia hoy en día (al menos en las mentes de muchos), sea inadecuada. Es más, en su opinión, solo el naturalismo sirve para hacer avanzar la ciencia, que ya puede proceder sin trabas una vez liberada del bagaje mitológico que la aprisionaba en el pasado. El gran mérito del naturalismo, argumentan, es que no puede impedir el avance de la ciencia por la sencilla razón de privilegiar al método científico, única filosofía totalmente compatible con la ciencia por definición.

¿Pero son verdaderamente así las cosas? Galileo sin duda se enfrentó a la filosofía aristotélica como lastre por su prescripción apriorística sobre cómo debe ser el universo. Pero ni Galileo ni Newton, ni la mayoría de las grandes figuras científicas que contribuyeron al desarrollo meteórico de la ciencia de su tiempo, vieron tal lastre en la creencia en un Dios Creador. Más bien les pareció algo estimulante: es más, muchos de ellos encontraron ahí su principal motivación para la investigación científica. Así que la vehemencia del ateísmo de algunos escritores contemporáneos lleva a preguntarse: ¿De dónde procede su firme convicción de que el ateísmo es la única posición intelectualmente defendible? ¿Es realmente cierto que todo conocimiento científico conduce al ateísmo? ¿Son la ciencia y el ateísmo aliados naturales?

En absoluto, contesta el eminente filósofo británico Anthony Flew, quien fuera durante mucho tiempo líder intelectual del ateísmo. En una entrevista a la cadena BBC3[4] declaraba que solamente una inteligencia Superior puede explicar el origen de la vida y de la complejidad de la naturaleza.

EL DEBATE SOBRE EL DISEÑO INTELIGENTE

Una declaración así por parte de un pensador de la talla de Flew infundió vigor al acalorado debate sobre el “diseño inteligente”. Una parte del acaloramiento procede de que el término “diseño inteligente” evoca en muchos una actitud criptocreacionista y anticientífica reciente, centrada principalmente en el ataque a la Biología evolutiva. Esto implica que el término ha sufrido un cambio sutil de significado, lo que puede impedir un debate serio sobre el tema.

“Diseño inteligente” les suena a algunos como una expresión curiosa, ya que generalmente se piensa en el diseño como resultado de la inteligencia, apareciendo así el adjetivo redundante. Si cambiamos la frase a “Diseño” simplemente o a “causación inteligente”, entonces se habla de una noción seria y respetable en la historia del pensamiento. Y es que la idea de una causa inteligente detrás del universo, lejos de ser reciente, es tan antigua como la filosofía y la religión. Por otro lado, antes de abordar la pregunta sobre si el diseño inteligente es un cripto-creacionismo que se ha de evitar, hay que aclarar primero otro posible malentendido sobre el significado del término “creacionismo”, pues también se ha transformado su sentido. Antes denotaba simplemente la creencia en un Creador. Sin embargo, ahora connota además el compromiso con toda una serie de ideas, entre las que destaca una interpretación particular de Génesis según la cual la tierra tiene solamente unos cuantos miles de años. Esta mutación de significado ha tenido tres efectos muy desafortunados. En primer lugar, se ha polarizado la discusión y ofrecido en bandeja un blanco fácil a todos aquellos que rechazan cualquier noción de causación inteligente en el universo. En segundo lugar, no se hace justicia al hecho de que existe una amplia divergencia de opiniones sobre la interpretación de la narración del Génesis, incluso entre aquellos pensadores cristianos que atribuyen una autoridad definitiva al relato bíblico. Finalmente, oscurece el significado del término “diseño inteligente”, utilizado originalmente para hacer notar la importante distinción entre el reconocimiento de diseño y la identificación del diseñador.

Son cuestiones distintas. La segunda es esencialmente teológica y considerada, por la mayoría, ajena a la competencia de la ciencia. El objetivo de marcar la distinción es despejar el camino para ver si de algún modo la ciencia puede ayudarnos con la respuesta a la primera. Por lo tanto, es lamentable que esta distinción entre dos cuestiones radicalmente diferentes quede constantemente oscurecida por la acusación de que “diseño inteligente” es otra denominación del “cripto-creacionismo”.

La frecuente pregunta sobre si el diseño inteligente es ciencia es más bien engañosa, especialmente si se entiende el término “diseño inteligente” en su sentido original. Supongamos que hiciéramos la siguiente pregunta: ¿son el teísmo o el ateísmo ciencia? La mayoría de la gente respondería negativamente. Pero si luego dijéramos que en realidad lo que nos interesa saber es si hay pruebas científicas a favor del ateísmo o del teísmo, entonces probablemente se nos replicaría: ¡haberlo dicho antes!

Un modo de encontrar sentido a la pregunta sobre si el diseño inteligente es o no ciencia sería parafrasearla así: ¿Existe evidencia científica a favor de la existencia de diseño? Si ha de entenderse así, la pregunta debería expresarse de esta manera para evitar malentendidos.

Por otro lado, como es bien sabido, autores como Peter Atkins, Richard Dawkins y Daniel Dennett argumentan que hay abundante evidencia científica a favor del ateísmo. Es decir, convierten en científico algo que en realidad es una postura metafísica. Precisamente estos autores no deberían oponerse a otros que, como ellos, usan evidencia científica para apoyar la posición metafísica del diseño teísta. Desde luego, soy muy consciente de que la reacción inmediata de algunos será afirmar que verdaderamente no hay otra alternativa. Sin embargo, tal juicio podría ser un poco prematuro.

Otro enfoque sobre la cuestión de si el diseño inteligente es o no ciencia es preguntar si tal hipótesis puede dar lugar a otras hipótesis secundarias científicamente comprobables. Más adelante se verá que hay dos áreas principales en las que dicha hipótesis ya ha obtenido algunos resultados: la inteligibilidad racional del universo y su comienzo.

Un último comentario sobre el término “diseño inteligente” por ahora es que el propio uso de la palabra “diseño” está inextricablemente asociado para algunos con el universo mecanicista de Newton, ya superado científicamente por Einstein. Es más, recuerda al reverendo Paley y sus argumentos del siglo XIX sobre el diseño, que muchos consideraban demolidos por David Hume. Sin entrar en esta última cuestión, sería más acertado, como ya se ha sugerido, hablar de causación u origen inteligente, en lugar de diseño.

Los argumentos presentados aquí proceden de conferencias, seminarios y discusiones celebradas en muchos países. Aunque pienso que todavía hay mucho trabajo por hacer, he intentado ponerlos por escrito a instancias de muchos de los asistentes en un libro deliberadamente corto, siguiendo la sugerencia de disponer de una breve introducción sobre los principales problemas, que sirva de base para una discusión más profunda, y anime al lector a explorar la bibliografía más especializada. Agradezco las muchas preguntas, comentarios y críticas que me han ayudado en mi tarea, pero, por supuesto, me quedo con la exclusiva responsabilidad de los errores restantes.

Caben ahora algunos comentarios sobre el procedimiento seguido. Se establece la discusión siempre en el contexto del debate contemporáneo, según lo entiendo yo. Se usan frecuentes citas de destacados científicos y pensadores de primera línea, para obtener una imagen clara de lo que en realidad afirman quienes están en la vanguardia del debate correspondiente. Aun así, soy consciente de que siempre existe el peligro de que, al citar fuera de contexto, no sólo se sea injusto con la persona citada, sino que, además de la injusticia perpetrada, se pueda distorsionar a su vez la verdad. Espero haber logrado evitar dicho peligro.

Al mencionar la palabra “verdad” me temo que algunos posmodernos tengan la tentación de no seguir leyendo, a menos que, por supuesto, tengan curiosidad por leer (e incluso intentar deconstruir) un texto escrito por alguien que realmente cree en la verdad. Por mi parte, encuentro curioso que aquellos que afirman la inexistencia de la verdad esperen creer que lo que están diciendo es verdad. Quizá no los comprenda, pero parecen eximirse a sí mismos de su postulado sobre la inexistencia de la verdad, cuando hablan o escriben. Parece como si después de todo, creyeran en ella.

De todos modos, los científicos tienen un claro interés por la verdad. ¿Por qué iban si no a molestarse en hacer ciencia? Y es precisamente porque creo en la categoría “verdad” por lo que he tratado sólo de usar citas bastante representativas de la posición general de un autor, más que declaraciones aisladas realizadas en un mal día, pues ninguno de nosotros está exento de torpezas semejantes. Al final, que el lector juzgue si he tenido éxito en este sentido.

¿Y qué hay de los posibles sesgos? Nadie escapa a ellos, ni el autor ni el lector. Todo el mundo es parcial, todos tenemos una cosmovisión hecha de nuestras respuestas parciales a las preguntas que el universo y la vida nos plantea. Nuestras cosmovisiones pueden no ser explícitas o conscientemente formuladas, pero no dejan de estar ahí, moldeadas por la experiencia y la reflexión de cada uno. Pero son supuestamente susceptibles de cambio al enfrentarse a pruebas sólidas.

La cuestión central de este libro es, en esencia, de cosmovisión: ¿qué cosmovisión es más congruente con la ciencia: el teísmo o el ateísmo? ¿La ciencia ha enterrado verdaderamente a Dios o no? Veamos a dónde conduce la evidencia.

[1] El experimento del gato de Schrödinger, o paradoja de Schrödinger, es un experimento imaginario concebido en 1935 por el físico austríaco Erwin Schrödinger cuyos elementos son un gato, un matraz con veneno y un dispositivo con una partícula radiactiva dentro de una caja sellada. Si el dispositivo detecta radiación rompe el frasco, liberando el veneno que mata al gato. Según la interpretación de Copenhague, después de un tiempo, el gato está a la vez vivo y muerto.

[2] “The Limitless Power of Science” en Nature’s Imagination – The Frontiers of Scientific Vision, Ed. John Cornwell, Oxford, Oxford University Press, 1995 p. 125.

[3] Dialogues Concerning the Two Chief Systems of the World, Traducido por S. Drake, Berkeley, 1953.

[4] Radio 4 News, 10 de diciembre de 2004.

¿Ha enterrado la ciencia a Dios?

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