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EL ÁMBITO Y LOS LÍMITES DE LA CIENCIA
«Cualquier conocimiento alcanzable, ha de serlo por métodos científicos; y lo que la ciencia no pueda descubrir,la humanidad no puedo conocerlo».
BERTRAND RUSSELL
«Sin embargo, la existencia de un límite para la ciencia queda clara por su incapacidad de responder a preguntas elementales e infantiles relacionadas con principios y postrimerías, del tipo: ¿Cómo comenzó todo esto? ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué sentido tiene la vida?».
SIR PETER MEDAWAR
EL CARÁCTER INTERNACIONAL DE LA CIENCIA
Sea la ciencia lo que fuere, lo que está claro es que es algo ciertamente internacional. Para muchos, incluido aquí el autor, uno de los aspectos fundamentales de ser científico es el de pertenecer a una comunidad verdaderamente internacional que trasciende todo tipo de fronteras, de raza, ideología, religión, convicción política y toda la multitud de variadas cosas que pueden dividir a las personas entre sí. Todo esto queda fuera a la hora de hacer frente a los misterios de las matemáticas, comprender la mecánica cuántica, luchar contra las enfermedades, investigar las propiedades de materiales nuevos, formular teorías sobre el interior de las estrellas, desarrollar nuevas formas de producción de energía o estudiar la complejidad de la proteómica.
Es precisamente por este ideal de una comunidad internacional, libre para realizar su trabajo científico sin restricciones por parte de intromisiones ajenas y potencialmente divisivas, por lo que los científicos se empiezan a poner nerviosos, comprensiblemente, cuando la metafísica amenaza con levantar la cabeza. O, peor aún, cuando surge la pregunta sobre Dios. Porque, en principio, ¿acaso no es la ciencia un ámbito que puede (y debe) mantenerse religiosa y teológicamente neutral? En general, así es. Gran parte de las ciencias naturales, de hecho, probablemente la mayor parte, son así. Después de todo, la naturaleza de los elementos, la tabla periódica, los valores de las constantes fundamentales de la naturaleza, la estructura del ADN, el ciclo de Krebs, las leyes de Newton, la ecuación de Einstein, etcétera, no tienen nada que ver esencialmente con ningún tipo de compromiso metafísico. ¿No es eso?
DEFINICIÓN DE CIENCIA
Esto nos retrotrae a la pregunta sobre qué es la ciencia. En contra de la opinión popular, no hay un método científico único aceptado, aunque ciertos elementos aparecen siempre al intentar describir qué implica la actividad “científica”: hipótesis, experimento, datos, pruebas, modificación, hipótesis, teoría, predicción, explicación, etc. Pero una definición precisa es esquiva. A modo de ilustración, considérese el siguiente intento de Michael Ruse. Sostiene que la ciencia «por definición trata solamente de lo natural, lo repetible, lo que se rige por leyes naturales»[1].
El aspecto positivo de esta definición es que ciertamente nos permitiría distinguir entre astronomía y astrología. Sin embargo, el problema obvio es que, si se mantiene, la mayor parte de la cosmología contemporánea quedaría descartada como ciencia. Es difícil ver cómo el modelo estándar del origen del universo puede describir algo más que eventos únicos: el origen del universo no parece (fácilmente) reproducible. Se comprenderá que los cosmólogos se molesten si se les dice que sus actividades no cualifican como ciencia.
Y es que hay otra forma de ver las cosas que es parte esencial de la metodología de la ciencia contemporánea, que es el método de la inferencia a la mejor explicación (también llamada a veces abducción). Está claro que los fenómenos reproducibles constituyen la mejor verificación de nuestras predicciones sobre ellos, pero, de todos modos, en el caso de fenómenos irrepetibles también se puede preguntar por su mejor explicación. La lógica correspondiente sería: si A se da, entonces B es probable. Si se observa B, A pasa a ser candidato de una posible explicación de B. La definición de Ruse no parece incluir esta otra posibilidad lógica.
Sin embargo, su inadecuada definición es útil para recordar que no toda la ciencia tiene el mismo tipo de autoridad. La teoría científica basada en la observación repetida y en la experimentación es probable que tenga o deba tener más autoridad que la que no lo está. Siempre existe el peligro de no valorarlo así e investir la abducción de la misma autoridad que la observación empírica, consideración a la que se volverá más adelante.
Para complicar aún más las cosas, el ideal de la Ilustración —el observador científico frío, racional, completamente independiente, libre de toda teoría preconcebida y de todo tipo de bagaje filosófico, ético o religioso, que investiga y llega a conclusiones desapasionadas e imparciales que constituyen la verdad absoluta—, se considera hoy en día un mito simplista por parte de los filósofos de la ciencia serios (e, incluso, por la mayoría de los científicos). Como el resto del mundo, los científicos también tienen ideas preconcebidas, cosmovisiones que influyen en todo su proceder. Ya se ha visto en algunas de las declaraciones examinadas anteriormente. Incluso, las observaciones mismas tienden a estar inevitablemente “cargadas de teoría”; ni siquiera se puede medir la temperatura, sin tener una teoría subyacente sobre el calor.
En el nivel más profundo de la física del comportamiento de partículas elementales se ha descubierto que su misma observación produce perturbaciones que no se pueden ignorar. El premio Nobel Werner Heisenberg deduce que «las leyes naturales formuladas matemáticamente en la teoría cuántica ya no se ocupan de las partículas elementales en sí mismas sino de nuestro conocimiento de ellas»[2].
Actualmente también se dan enconadas discusiones sobre si la ciencia está basada en observación y predicción, o en problema y resolución. Y cuando al final formulamos nuestras teorías, tienden a estar infradeterminadas por los datos: por ejemplo, se pueden trazar infinitas curvas utilizando un conjunto finito de puntos. Es decir, la ciencia, por naturaleza, posee inevitablemente un cierto grado de incertidumbre y provisionalidad.
Apresurémonos a añadir que no se pretende decir que la ciencia sea un tipo de constructo social totalmente subjetivo y arbitrario, como sostienen algunos pensadores posmodernos[3]. Probablemente sería justo decir que muchos científicos, incluso la mayoría, son “realistas críticos”, creyentes en un mundo objetivo susceptible de ser estudiado y en que sus teorías, aunque no aspiren a la “verdad” en un sentido final o absoluto, les proporciona una intelección de la realidad cada vez más firme, como se puede ver, por ejemplo, en la progresiva comprensión del universo, desde Galileo a Einstein pasando por Newton[4].
Pero volvamos a Ruse y a su definición de ciencia, porque hay más que comentar. ¿Qué significa que la ciencia solo trata de lo “natural”? Probablemente significa que lo que la ciencia estudia se encuentra en la naturaleza, pero quizá también que las únicas explicaciones consideradas científicas son las que se expresan en términos físicos, químicos y de procesos naturales. Ciertamente, es esta una opinión muy extendida. Por ejemplo, el profesor de Ecología y Evolución Massimo Pigliucci afirma que «el supuesto básico de la ciencia es que el mundo se puede explicar totalmente en términos físicos, sin recurrir a entidades divinas»[5]. De igual modo, el Premio Nobel Christian de Duve escribe: «La investigación científica se basa en la noción de que todos los fenómenos del universo son explicables en términos naturales, sin intervención sobrenatural. En sentido estricto, dicha noción no implica posicionamiento filosófico a priori o creencia previa alguna. Es un postulado, una hipótesis de trabajo que se debe estar dispuesto a abandonar al enfrentarse con hechos ajenos a cualquier intento de explicación racional. Muchos científicos, sin embargo, no se molestan en hacer esta distinción, convirtiendo implícitamente la hipótesis en hecho consumado. Se conforman con las explicaciones que proporciona la ciencia. Siguiendo a Laplace, no tienen necesidad de la “hipótesis de Dios” e identifican la actitud científica con el agnosticismo o con el ateísmo absoluto»[6].
Esta es una clara admisión de que, para muchos, la ciencia es prácticamente inseparable de una perspectiva vital agnóstica o atea. Nótese de paso la sutil implicación de que “cualquier intervención sobrenatural se equipara a ‘un desafío de cualquier intento de explicación racional’”. Es decir, “sobrenatural” equivaldría a “no racional”. A quien ha participado en una reflexión teológica seria, esto le parecerá totalmente equivocado: la idea de la existencia de un Dios Creador es una noción racional, no irracional. Identificar “explicación racional” con “explicación natural” indica, al menos, un claro prejuicio, e incluso un error de categorización.
El filósofo Paul Kurtz sostiene igualmente que «lo que es común a la filosofía naturalista es su compromiso con la ciencia. De hecho, el naturalismo podría definirse en sentido amplio como el conjunto de las generalizaciones filosóficas de los métodos y conclusiones de las ciencias»[7].
Se comprende bien que el enfoque sea atractivo. En primer lugar, porque se hace una distinción clara entre ciencia auténtica y superstición, entre la astronomía y la astrología o entre la química y la alquimia, por ejemplo. También ayuda a evitar recurrir perezosamente al “Dios de las lagunas o vacíos” y a la vista de cualquier fenómeno aparentemente incomprensible atribuirlo a la agencia de Dios.
No obstante, tiene al menos un inconveniente. Una conexión tan estrecha entre ciencia y naturalismo podría llevar a una situación en la que cualquier dato, fenómeno o interpretación de estos, que no se ajuste fácilmente al modo de pensar naturalista pueda no tomarse en serio, e, incluso, resistirse a ellos enconadamente. Desde luego esto es solo un inconveniente si el naturalismo es falso como filosofía. Si el naturalismo es cierto, entonces nunca habrá (en última instancia) problema alguno, incluso si la explicación naturalista tarda mucho en llegar.
¿QUÉ ES ANTERIOR, LA CIENCIA O LA FILOSOFÍA?
Tal parece ser la opinión de Kurtz, quien define el naturalismo como una filosofía derivada de las ciencias naturales. Es decir, el científico estudia primero el universo y luego formula sus teorías, que han de inscribirse dentro de una filosofía naturalista o materialista.
Sin embargo, como ya hemos señalado, la imagen de una tabula rasa científica, de una mente totalmente abierta, sin inclinaciones filosóficas previas, dedicada al estudio del mundo natural sin preconcepción alguna, es profundamente errónea. Incluso es posible que lo que sucede es precisamente lo contrario a lo que sugiere Kurtz. Por ejemplo, el inmunólogo George Klein, afirma categóricamente que su ateísmo no se basa en la ciencia, sino que es un compromiso de fe a priori. Comentando una carta en la que uno de sus amigos lo describía como agnóstico, escribe: «No soy agnóstico. Soy ateo. Mi actitud no se basa en la ciencia, sino en la fe (...). La ausencia de un Creador, la inexistencia de Dios es la fe de mi infancia, mi creencia de adulto, inquebrantable y sacrosanta»[8].
Notemos de paso que Klein, al igual que Dawkins, sostiene que la fe y la ciencia son antagónicas, noción a la que claramente nos opondremos aquí.
Del mismo modo, en su reseña del último libro de Carl Sagan, el genetista de Harvard Richard Lewontin deja muy claro que sus convicciones materialistas son apriorísticas. No solamente confiesa que su materialismo no deriva de la ciencia, sino que incluso admite que es precisamente su materialismo el que conscientemente determina la naturaleza de lo que concibe como ciencia: «Nuestra disposición a aceptar afirmaciones científicas contrarias al sentido común es la clave para una comprensión de la auténtica contienda entre la ciencia y lo sobrenatural. Nos ponemos del lado de la ciencia a pesar de lo evidentemente absurdo de algunos de sus constructos (...), a pesar de la tolerancia de la comunidad científica a relatos sin claro fundamento, porque tenemos un compromiso (...) con el materialismo. No es que los métodos e instituciones de la ciencia nos obliguen de algún modo a aceptar una explicación material del mundo fenomenológico, sino que, por el contrario, estamos obligados por nuestra adhesión a priori a las causas materiales a crear un sistema de investigación y un conjunto de conceptos que generan explicaciones materiales, no importa lo contradictorias que sean, ni cuán desconcertantes resulten para los no iniciados»[9],[10].
Es esta una declaración tan sorprendente como honesta, y es todo lo contrario a la postura de Kurtz.
Lewontin afirma que «lo científico y lo sobrenatural» están en guerra, y sin embargo se contradice a sí mismo al admitir que la ciencia no nos obliga a aceptar el materialismo, lo que prueba que la batalla real no es tanto entre la ciencia y la fe en Dios, sino más bien entre una cosmovisión materialista, o, en general, naturalista, y una sobrenaturalista o teísta. Al fin y al cabo, el confesado compromiso de fe de Lewontin con el materialismo no procede de la ciencia sino de algo totalmente distinto, como queda claro por lo que dice a continuación: «Además, el materialismo es absoluto, porque no se puede permitir meter un pie divino dentro de la puerta».
No creo que Dawkins se entusiasmara con erradicar este tipo de “fe ciega” en el materialismo, del mismo modo que lo hace para erradicar la fe en Dios, aunque por coherencia debería. Y, en cualquier caso, ¿cuál es la fuerza exacta de la frase “no se puede” en relación a permitir un pie divino a este lado de la puerta? Si, como declara Lewontin, la ciencia no nos obliga a ser materialistas, entonces el “no se puede” claramente no se refiere a la ciencia como incapaz de apuntar en esa dirección, en la de la existencia de un pie divino. Simplemente debe significar que “nosotros los materialistas no podemos permitir un pie divino a este lado de la puerta”. Desde luego, es una tautología decir que “los materialistas no pueden permitir un pie divino a este lado de la puerta”. El materialismo no solo rechaza el pie divino sino, pensándolo bien, también rechaza la puerta. Después de todo, para un materialista no existe “afuera”, pues el “cosmos es todo lo que hay, hubo o habrá”. Pero ese rechazo no tiene nada que ver con la existencia del pie o de la puerta más allá de la mera afirmación sin fundamento de que Lewontin no cree en ninguno de los dos. Después de todo, si un físico deliberadamente diseña una máquina capaz de detectar radiación sólo dentro del espectro visible, entonces, por útil que sea la máquina, sería absurdo que intentara emplearla para negar la existencia, por ejemplo, de los rayos X, que no puede detectar por constitución.
Evidentemente sería tan falso negar que los científicos materialistas o naturalistas puedan hacer buena ciencia, como negar que puedan hacerla los teístas. No vayamos a perder el sentido de la proporción. Téngase en cuenta que tanto la ciencia elaborada sobre supuestos ateos como la basada en presupuestos teístas conducirá a los mismos resultados[11]. Por ejemplo, al tratar de descubrir en la práctica cómo funciona un organismo, importa poco si uno parte de que está realmente diseñado, o si sólo lo está aparentemente. En este caso la suposición del “naturalismo metodológico” (a veces llamado “ateísmo metodológico”) o la del que podríamos llamar “teísmo metodológico” conducirá esencialmente a los mismos resultados, por la sencilla razón de que el organismo en cuestión está siendo tratado metodológicamente como si en ambos casos estuviera diseñado.
El peligro de términos como “ateísmo metodológico” o “naturalismo metodológico” es que parecerían prestar apoyo a una visión atea del mundo, y dan la impresión de que el ateísmo estaría relacionado con el éxito de la ciencia, lo que podría no ser así en absoluto. Para entenderlo mejor, basta con imaginar lo que sucedería si el término “teísmo metodológico” se empleara en la literatura en lugar del término “ateísmo metodológico”. Sería derrocado a voces de inmediato, al dar la impresión de que fue el teísmo lo que ha contribuido al éxito de la ciencia.
Y, sin embargo, asombrosamente, se encuentran científicos de convicciones teístas que insisten en definir la ciencia en términos manifiestamente naturalistas. Por ejemplo, Ernan McMullin escribe: «El naturalismo metodológico no limita el estudio de la naturaleza, simplemente establece qué tipo de estudio califica como ciencia. Si alguien quiere acercarse a la naturaleza de modo distinto, y es claramente posible, el naturalista metodológico no tiene nada que objetar. Los científicos han de proceder así; la metodología de la ciencia impide la tentación de explicar un evento o tipo de evento determinado invocando directamente la acción creativa de Dios»[12].
Existe una diferencia importante entre Lewontin y McMullin. Mientras que Lewontin no permite que entre un pie divino, McMullin lo admite, pero la ciencia no tiene nada que decir al respecto. Reconoce otros enfoques posibles sobre la naturaleza, pero que no cuentan como ciencia, y no pueden considerarse menos autorizados. Se sugiere aquí que ni la expresión “naturalismo metodológico” ni “teísmo metodológico” son particularmente útiles, y que es mejor evitar ambas.
Sin embargo, se puede evitar el uso de cierta terminología inútil pero lo que ningún científico puede evitar son sus propias convicciones filosóficas. Estas convicciones se pueden dejar fuera, como acabamos de apuntar, cuando se estudia el funcionamiento de las cosas, pero probablemente desempeñan un papel mucho más importante cuando se estudia, por ejemplo, cómo comenzó a existir el mundo, o al estudiar asuntos que influyen en nuestra comprensión de nosotros mismos como seres humanos.
¿DIRIGIRSE SIEMPRE ADONDE APUNTA LA EVIDENCIA?
En lugar de evadir la cuestión definiendo la ciencia básicamente como naturalismo aplicado, metafísicamente a priori, concibámosla como investigación y teorización sobre el orden natural dando peso a lo que seguramente es la esencia de la verdadera ciencia, es decir, la voluntad de seguir la evidencia empírica, allá donde conduzca. La pregunta clave aquí es qué ocurre si en nuestras investigaciones comienzan a aparecer pruebas que entran en conflicto con nuestra cosmovisión, si es que cabe considerar tal situación.
Tal como lo ha estudiado Kuhn[13], pueden surgir tensiones cuando la evidencia empírica entra en conflicto con el marco científico aceptado, o “paradigma” como Kuhn lo llama, dentro del que trabajan la mayoría de los científicos de un campo determinado[14]. La famosa resistencia de algunos eclesiásticos a mirar por el telescopio de Galileo es un ejemplo clásico de ese tipo de tensión. Para ellos, las consecuencias de tal evidencia física eran inaceptables, pues de ninguna manera podría ser falso su paradigma favorito aristotélico. Pero no sólo los clérigos pueden ser culpables de tal oscurantismo. A principios del siglo XX, por ejemplo, los genetistas mendelianos fueron perseguidos por los marxistas porque las ideas de Mendel sobre la herencia genética se consideraban incompatibles con el marxismo, por lo que los científicos marxistas no permitieron a los mendelianos seguir la evidencia empírica.
Como en el caso del aristotelismo, las actitudes enrocadas pueden influir en que se tarde mucho antes de poder acumular suficientes pruebas para favorecer un nuevo paradigma que sustituya al existente, puesto que un paradigma científico no se deshace necesariamente en cuanto aparecen pruebas contrarias al mismo, aunque hay que decir que la historia de la ciencia presenta notables excepciones. Por ejemplo, cuando Rutherford descubrió el núcleo del átomo, derrocó al mismo tiempo un dogma de la física clásica, resultando un cambio de paradigma inmediato. Y, a su vez, el ADN reemplazó a las proteínas como material genético básico prácticamente de la noche a la mañana. Claro que ambos casos no presentan problemas profundos e incómodos a la cosmovisión de los implicados. Un comentario de Thomás Nagel viene aquí a cuento: «Por supuesto, las ideas son a menudo violentadas por la voluntad; incluso pueden quedar coaccionadas. Los ejemplos más obvios son políticos y religiosos. No obstante, esa inteligencia cautiva se da más sutilmente en contextos puramente intelectuales. Con frecuencia resulta de la imperiosa necesidad de creer en sí misma. A las víctimas de esta situación les cuesta no poder opinar, aunque sea temporalmente sobre un tema que les interese. Pueden cambiar fácilmente de opinión si existe una alternativa adoptable sin avergonzarse a la vez de ello, pero detestan suspender el juicio»[15].
Sin embargo, las alternativas no siempre pueden adoptarse sin dificultad. En particular, en aquellos casos en que las cosmovisiones parecen estar amenazadas por la evidencia empírica puede darse una resistencia enorme e incluso un antagonismo contra quien pretenda seguirla. Se requiere una personalidad fuerte para nadar contracorriente y arriesgarse al oprobio de los compañeros. Y, sin embargo, algunos de los pensadores de mayor estatura intelectual han hecho precisamente eso. «Toda mi vida la ha guiado el principio del Sócrates de Platón», escribe Anthony Flew, en relación con su reciente cambio del ateísmo al teísmo: «Sigue la evidencia adonde te lleve». ¿Y qué pasa si a la gente no le gusta? «Mala suerte», contesta[16].
RECAPITULANDO
Parecen existir, pues, dos extremos que deben evitarse. El primero es contemplar la relación entre ciencia y religión únicamente en clave de conflicto. El segundo es creer que toda ciencia es filosófica, o teológicamente neutra[17]. La palabra “toda” es importante ya que es muy fácil sacar las cosas de quicio y pensar que toda ciencia es rehén de la fortuna filosófica. No podemos exagerar al insistir que grandes porciones de la ciencia no se ven afectadas por tales constricciones filosóficas, aunque no absolutamente toda, y ahí es donde radica el problema.
LOS LÍMITES DE LA EXPLICACIÓN CIENTÍFICA
La ciencia lo explica. Así se podría describir el poder y la fascinación que ejerce la ciencia sobre mucha gente. La ciencia nos permite entender lo que no entendíamos antes; y al ayudarnos a comprender la naturaleza, nos da poder sobre ella. No obstante, ¿hasta dónde alcanzan sus explicaciones? ¿Dónde estarían sus límites?
Hay quienes, en el extremo materialista del espectro, piensan que no los tiene. Sostienen que la ciencia es el único camino hacia la verdad, y que en principio puede explicarlo todo. Es la postura del llamado “cientificismo”. Peter Atkins lo expresa al estilo más clásico: «No hay por qué suponer que la ciencia no pueda explicar todos los aspectos de la existencia»[18].
Quienes, como Atkins, mantienen este punto de vista, opinan que toda referencia a Dios, la religión y la experiencia religiosa no tiene nada que ver con la ciencia, y, por lo tanto, no puede ser objetivamente cierta. Admiten, claro está, que haya mucha gente que piense en Dios y entienden que eso quizá tenga efectos físico-psíquicos, algunos de los cuales podrían ser beneficiosos, pero, para ellos, pensar en Dios es como pensar en Papá Noel, dragones, hadas o duendes al fondo del jardín.
Richard Dawkins insiste en este punto al dedicar su libro El Espejismo de Dios (The God delusion) a la memoria de Douglas Adams con esta cita: «¿Acaso no basta con contemplar lo hermoso de un jardín sin tener que creer que haya hadas al fondo?».
El hecho de que se pueda pensar en hadas y estar encantados o aterrorizados con ellas no significa que existan. Los científicos citados, por lo tanto, no tienen problema alguno con que la gente siga pensando en Dios y la religión, si así lo desean, siempre y cuando no afirmen su existencia objetiva, o que la creencia religiosa constituye un tipo de conocimiento. En otras palabras, ciencia y religión pueden coexistir pacíficamente a no ser que la religión invada el ámbito de la ciencia. Porque solo la ciencia puede decirnos lo que es objetivamente verdadero; solamente la ciencia es fuente de auténtico conocimiento. Evidentemente, el resultado final es que la ciencia trata de la realidad y la religión no.
Algunos elementos de tales presupuestos y afirmaciones son tan exagerados que requieren un comentario inmediato. Tomemos la cita de Dawkins sobre Douglas Adams. Se le ve el plumero a distancia al proponer alternativas falsas sugiriendo que se trata de hadas, o nada. Las hadas del fondo del jardín bien pueden ser un espejismo, pero ¿qué pasa con el jardinero o con el propietario del jardín? La posibilidad de su existencia no puede descartarse sin más pues la mayoría de los jardines tienen ambos.
Además, examinemos la afirmación de que sólo la ciencia es fuente de verdad. Si fuera cierto terminaría con muchas disciplinas de escuelas y universidades. La evaluación de la filosofía, la literatura, el arte, o la música queda fuera del alcance de lo estrictamente científico. ¿Cómo podría la ciencia valorar la calidad de un poema o la genialidad de una obra? De ningún modo midiendo la longitud de las palabras o las frecuencias de las letras que los componen. ¿Cómo iba la ciencia a informarnos sobre si un cuadro es una obra maestra o un borrón multicolor? Ciertamente, no por medio de un análisis químico de la pintura o el lienzo. Las enseñanzas morales tampoco atañen a la ciencia. La ciencia puede informar de que si se agrega estricnina a una poción matará a quien la beba, pero no puede establecer si es moralmente correcto o reprobable poner estricnina en el té de la abuela para poder hacerse con sus bienes.
En cualquier caso, la afirmación de que solo la ciencia es fuente de auténtico conocimiento es una de esas afirmaciones que se refutan a sí mismas y que a los especialistas en lógica como Bertrand Russell les encanta señalar. Lo más sorprendente es que el propio Russell parece suscribir este punto de vista cuando escribe: «Cualquier conocimiento al que se pueda llegar, ha de ser alcanzado por medio del método científico; y lo que la ciencia no pueda descubrir, la humanidad no conseguirá conocer»[19]. Para comprender lo contradictorio de esta afirmación, basta con preguntarse de dónde la saca Russell porque su afirmación no es en sí misma científica; así que, si fuera cierta, entonces (siguiendo su lógica) sería incognoscible, y sin embargo Russell la considera cierta.
LA TARTA DE LA TÍA MATILDE
Quizá una simple ilustración nos ayude a convencernos de que la ciencia es limitada. Imaginemos que tía Matilde ha cocinado una estupenda tarta y se la llevamos a un grupo de los mejores científicos del mundo para que la analicen. Yo, como maestro de ceremonias, les pido una explicación de la tarta, y se ponen a trabajar. Los nutricionistas hablarán de su cantidad de calorías y su efecto nutricional; los bioquímicos informarán sobre la estructura de sus proteínas, grasas, etc.; los químicos de los elementos correspondientes y sus enlaces; los físicos la analizarán en sus partículas fundamentales; y los matemáticos producirán un conjunto de ecuaciones elegantes para describir el comportamiento de estas.
Ahora bien, una vez que estos expertos han descrito exhaustivamente la tarta, cada uno según su disciplina científica, ¿se puede decir que ya está completamente explicada? Ciertamente, se ha descrito cómo se hizo la tarta y cómo se relacionan entre sí sus diversos elementos constitutivos, pero supongamos que preguntamos al grupo de expertos reunidos la pregunta final: ¿Por qué se hizo la tarta? La sonrisa cómplice de tía Matilde demuestra que sabe la respuesta, porque fue ella quien la hizo, y lo hizo con un fin. Sin embargo, todos los nutricionistas, bioquímicos, químicos, físicos y matemáticos del mundo no podrían responder a la pregunta —y no constituye una afrenta a sus respectivas disciplinas declarar tal incapacidad—. Sus disciplinas, que pueden resolver cuestiones sobre la naturaleza y la composición de la tarta, es decir, responder a preguntas sobre el “cómo”, no pueden, en cambio, contestar al “por qué”, o a preguntas relacionadas con el fin para el que se cocinó[20] (las cuestiones sobre la causa material funcional pertenecen al ámbito de la ciencia, no así las relacionadas con la causa final). De hecho, solamente se puede contestar a la pregunta si la tía Matilde nos lo revela. Pero si ella no lo hace, tampoco lo harán los análisis científicos, por completos que sean.
Afirmar con Bertrand Russell que, puesto que la ciencia no puede responder a la razón por la que tía Matilde hizo la tarta, no podemos saber por qué la hizo, es claramente falso. No hay más que preguntarle. La afirmación de que la ciencia es la única forma de verdad es en última instancia indigna de la ciencia misma. El premio Nobel Sir Peter Medawar lo apunta en su excelente libro Advice to a Young Scientist: «No hay forma más rápida para que un científico se desacredite a sí mismo y a su profesión que declarar rotundamente —particularmente cuando no hay necesidad— que la ciencia conoce, o lo hará en breve, las respuestas a todas las cuestiones que vale la pena preguntar, y que las que no admiten respuesta científica son, de alguna manera, “pseudo-preguntas” que sólo plantean los ingenuos y únicamente los crédulos profesan poder responder». Medawar continúa: «La existencia de los límites de la ciencia queda clara por su incapacidad para responder a preguntas elementales e infantiles sobre las más básicas y profundas cuestiones. Como, por ejemplo: ¿Cómo empezó todo esto? ¿Para qué estamos aquí? ¿Qué sentido tiene la vida? Hay que acudir a la ficción literaria y a la religión para obtener respuestas a tales preguntas»[21]. Francis Collins, Director del Proyecto del Genoma Humano, también lo subraya: «La ciencia es incapaz de responder a preguntas del tipo “¿Por qué surgió el universo?”, “¿Cuál es el significado de la existencia humana?», “¿Qué hay después de la muerte?”»[22]. No hay incoherencia alguna en ser un apasionado científico al más alto nivel, y reconocer a la vez que la ciencia no puede responder a todo tipo de preguntas, incluidas algunas de las más profundas que los seres humanos pueden formular.
Por otro lado, es justo decir que Russell, a pesar de haber escrito la rotunda declaración cientificista citada antes, indicó en otra parte que no suscribía el cientificismo puro y duro. Sin embargo, pensaba que todo conocimiento definitivo pertenece a la ciencia, lo que ciertamente suena a cientificismo incipiente, aunque también mantenía que la mayoría de las preguntas interesantes sobrepasan la competencia de la ciencia: «¿Se divide el mundo en mente y materia? Y, si es así, ¿qué es la mente y qué es la materia? ¿Está la mente sujeta a la materia, o es independiente de ella? ¿Tiene el universo unidad o finalidad alguna? ¿Hacia dónde va? ¿Existen realmente leyes de la naturaleza, o creemos en ellas solo por nuestra inclinación natural al orden? ¿Es el hombre tal como lo percibe el astrónomo, un fragmento de carbono impuro y agua arrastrándose impotentemente en un pequeño e insignificante planeta? ¿O más bien lo que piensa Hamlet? ¿Hay un modo noble de vivir y otro más básico, o acaso son todas las formas de vida meramente inútiles? ...A tales preguntas no se les encuentra respuesta en el laboratorio»[23].
Lo que aquí tratamos viene ya al menos desde Aristóteles, quien distinguía entre las llamadas cuatro causas: la causa material (el material del cual está hecha la tarta); la causa formal (la disposición conformadora de los materiales); la causa eficiente (la acción de la tía Matilde como cocinera); y la causa final (el fin para el que la tarta fue hecha: el cumpleaños de alguien, por ejemplo). Es esta última causa la que está fuera del ámbito de la ciencia.
Austin Farrar escribe: «Cada ciencia selecciona algún aspecto de las cosas del mundo y muestra cómo funciona. Todo lo que vaya más allá se encuentra fuera de su ámbito. Y puesto que Dios no es una parte del mundo, y mucho menos un mero aspecto de este, nada de lo que verdaderamente se pueda decir de Dios, pertenece a ciencia alguna»[24].
A la luz de todo esto, las afirmaciones de Peter Atkins citadas anteriormente —«no hay razón para suponer que la ciencia no puede explicar todos los aspectos de la existencia», «No existe nada ininteligible»[25]— parecen completamente absurdas.
No es de sorprender que se pague un alto precio al atribuir tal omnicompetencia a la ciencia: «La ciencia no necesita de finalidad [...] toda la extraordinaria y maravillosa variedad del mundo puede expresarse como una planta surgida en un estercolero de corrupción, interconectada y sin sentido»[26]. ¿Qué pensaría la tía Matilde de tal explicación definitiva de la confección de la tarta de cumpleaños de su sobrino Jimmy, e incluso de por qué ella, Jimmy y la tarta existen en última instancia? Quizá incluso prefiriera la “sopa primitiva” al “estercolero de corrupción”, si se le ofreciera la opción.
Una cosa es sugerir que la ciencia no pueda responder a preguntas sobre el último fin y otra descartar la finalidad misma como si fuera una ilusión, ya que la ciencia no puede explicarla. Y, sin embargo, Atkins no está más que llevando su materialismo a su conclusión lógica, aunque quizá no del todo. Al fin y al cabo, la existencia de un estercolero presupone la existencia de criaturas capaces de hacer estiércol. Es verdaderamente extraño pensar que el estiércol dé lugar a criaturas. Y si se trata de un “estercolero de corrupción” (en línea, se podría suponer, con la Segunda Ley de la Termodinámica) habría que preguntarse cómo invertir la corrupción. Es verdaderamente inconcebible.
Pero lo que destruye completamente al cientificismo es la fatal auto contradicción de fondo. No hace falta refutarlo por argumento externo alguno: se autodestruye él solo. Sufre el mismo destino fatal que el principio de verificación que estaba en el centro del positivismo lógico, pues la afirmación de que solamente la ciencia puede conducir a la verdad no es científicamente deducible. No es una afirmación científica, sino más bien una declaración acerca de la ciencia, es decir, una afirmación metacientífica. Por lo tanto, si el principio básico del cientificismo es verdadero, su declaración sobre el cientificismo ha de ser falsa. El cientifismo se refuta a sí mismo; es decir, es incoherente.
La opinión de Medawar de que la ciencia es limitada no constituye, por tanto, insulto alguno. Más bien lo contrario. Son los científicos que exageran el alcance de la ciencia los que la hacen ridícula. Son ellos los que, probablemente sin intención e inconscientemente, han pasado de hacer ciencia a construir mitos de los incoherentes.
Antes de olvidarnos de tía Matilde, nótese que esta sencilla historieta ayuda a aclarar otra confusión muy común. Se ha visto ya cómo el razonamiento científico a secas es incapaz de responder al por qué hizo la tarta, puesto que ha de decírnoslo ella misma. Pero esto no quiere decir que la razón a partir de ahí se quede inactiva o sea irrelevante. Más bien al contrario, pues entender lo que responde sobre la finalidad de la tarta requiere el uso de nuestra razón, a la que recurrimos para valorar la credibilidad de su explicación. Si dice que la hizo para su sobrino Jimmy y sabemos que tal sobrino no existe, dudaremos de su explicación, pero si existe, la explicación parecerá razonable. Es decir, la razón no se opone a la revelación, sino que simplemente la revelación del fin para el que hizo la tarta suministra a la razón información a la que esta no puede acceder sin ayuda. La idea es que en aquellos casos en que la ciencia no es la fuente de información no se puede asumir, sin más, que la razón deja de funcionar y la evidencia es irrelevante.
Por lo tanto, cuando los teístas afirman que hay Alguien que mantiene la misma relación con el universo que la tía Matilde con su pastel, y que ese Alguien ha revelado por qué fue creado el universo, no están dejando de lado en absoluto la razón, la racionalidad y la evidencia. Simplemente afirman que existen preguntas que la sola razón no puede responder y que para contestarlas precisamos de otra fuente de información, a saber, la revelación de Dios, únicamente evaluable y comprensible por medio de la propia razón. En esta línea se expresaba Francis Bacon, al apuntar que Dios habla por medio de Dos Libros, el Libro de la Naturaleza y la Biblia: la razón, la racionalidad y la evidencia se aplican a los dos.
¿ES DIOS UNA HIPÓTESIS INNECESARIA?
La ciencia ha tenido un éxito espectacular al indagar la naturaleza del universo físico y aclarar los mecanismos por los que funciona. La investigación científica ha llevado igualmente a la erradicación de horribles enfermedades y alimentado la esperanza de eliminar muchas otras. Aparte, la investigación científica ha tenido otro efecto distinto, el de librar a la gente de miedos supersticiosos. Por ejemplo, ya nadie piensa que un eclipse lunar es causado por un terrible demonio al que hay que aplacar. Todo esto y mil cosas más hay que agradecérselo a la ciencia. Sin embargo, en algunos cenáculos el éxito mismo de la ciencia ha llevado a la conclusión de que, al poder entender los mecanismos del universo sin traer a colación a Dios, simplemente no existe un Dios que diseñara y creara el universo. No obstante, tal razonamiento lleva consigo una común falacia lógica, que se puede ilustrar del modo siguiente.
Pensemos en un coche Ford. Sería concebible que una persona de una parte remota del mundo que lo viera por vez primera y no supiera nada de ingeniería moderna se imaginara que hay un dios (el señor Ford) dentro del motor para que funcione. Se podría imaginar incluso que, si el motor va bien, es porque esa persona le gusta al señor Ford dentro del mismo, y si no va bien es porque no le gusta. Desde luego, si esa persona luego llegara a estudiar ingeniería y diseccionara el motor, comprobaría que no hay ningún señor dentro, como tampoco se requiere gran inteligencia para darse cuenta que no hacía falta recurrir al señor Ford para dar razón de su funcionamiento. El conocimiento sobre los principios impersonales de la combustión interna bastaría para explicarlo. De acuerdo. Pero si decidiera que su comprensión de los principios de funcionamiento descarta la existencia del señor Ford, que fue quien lo diseñó, se equivocaría radicalmente y cometería un error categorial, en términos filosóficos. Si no hubiera habido de entrada un señor Ford que diseñara los correspondientes mecanismos no habría nada que entender.
También es un error de confusión categorial suponer que nuestra comprensión de los principios impersonales por los que funciona el universo convierte la creencia en un Creador personal, diseñador, hacedor y soporte del universo en innecesaria o imposible. Con otras palabras, no hay que confundir los mecanismos por los cuales funciona el universo ni con su causa ni con su mantenedor.
Michael Poole, en su publicado debate con Richard Dawkins[27] lo explica así: «No hay conflicto lógico alguno entre las explicaciones razonadas en relación con los mecanismos y las relacionadas con los planes y fines de un agente, divino o humano. Es un asunto lógico sin relación alguna con creer en Dios o no».
Sin atender lo más mínimo a este principio de lógica, se utiliza siempre, incorrectamente, una famosa declaración del matemático francés Laplace en apoyo del ateísmo. Al preguntarle Napoleón donde encajaba Dios en sus operaciones matemáticas, Laplace respondió con razón: «Señor, no tengo necesidad de tal hipótesis». Por supuesto, Dios no aparecía en las descripciones matemáticas sobre cómo funcionan las cosas, al igual que el señor Ford tampoco lo haría en la descripción científica de las leyes de la combustión interna. Pero ¿qué prueba verdaderamente? ¿Que Henry Ford no existió? Claramente no, al igual que tal argumento tampoco sirve para descartar la existencia de Dios. Austin Farrer comenta sobre el incidente de Laplace lo siguiente: «Como Dios no es una especie de regla añadida a la acción de las fuerzas, ni constituye una fuerza por sí mismo, ninguna afirmación sobre Dios puede representar papel alguno en física o astronomía... Podemos perdonar a Laplace al responder así a un aficionado, proporcionalmente a su ignorancia, por no decir a un loco, de acuerdo con su locura. Tomada seriamente, dicha observación no podría haber sido más engañosa. No es que Laplace y sus colegas hubieran aprendido a prescindir de la teología; simplemente habían aprendido a dedicarse a los asuntos que les correspondían»[28].
Sin duda. Pero imagínese que Napoleón le hubiera hecho más bien la siguiente pregunta a Laplace: ¿Por qué existe un universo en el que hay materia y gravedad y en el que hay proyectiles materiales que se mueven bajo la gravedad en órbitas que pueden ser descritas por ecuaciones matemáticas? Sería difícil argumentar que la existencia de Dios es irrelevante en este caso. Sin embargo, no se le preguntó esto a Laplace, así que no pudo responderlo.
[1] Darwinism Defended, Reading, Addison-Wesley, 1982 p 322.
[2] The Physicist’s Conception of Nature, Londres, Hutchinson, 1958 p. 15.
[3] Sus sugerencias han resultado en las llamadas “Guerras Científicas”.
[4] No obstante, es importante, en particular en esas áreas de la ciencia en que la influencia de la propia cosmovisión es más probable, que los científicos se examinen de hasta qué punto, en palabras de Steve Woolgar, «no se estén ocupando en la descripción objetiva de hechos pre-existentes en el mundo, sino que estén construyendo subjetivamente el carácter de tal mundo» (Science: The very idea, Nueva York, Routledge, 1988).