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LA GUERRA DE LAS COSMOVISIONES
«La ciencia y la religión son irreconciliables».
PETER ATKINS
«Todos mis estudios… han confirmado mi fe».
SIR GHILLEAN PRANCE, F(ellow)R(oyal)S(ociety)
«La próxima vez que alguien te diga que algo es cierto, pregúntale: “¿Qué tipo de pruebas lo justifican?”. Y si no recibes una buena respuesta, espero que te lo pienses muy bien antes de creerle».
RICHARD DAWKINS FRS
¿EL ÚLTIMO CLAVO EN EL ATAÚD DE DIOS?
Existe la impresión popular generalizada de que cada nuevo avance científico es otro clavo en el ataúd de Dios, impresión alentada por algunos científicos influyentes.
El profesor de Química de Oxford Peter Atkins escribe: «La humanidad debería aceptar que la ciencia ha eliminado la justificación para creer en un fin cósmico, y que cualquier intento de mantener tal fin está inspirado únicamente por el sentimiento»[1]. Lo que no queda claro es cómo la ciencia que, como siempre se ha pensado, no está para tratar temas de cosmovisión, podría hacerlo, como se verá más adelante. Lo que sí está claro es que Atkins reduce de un plumazo la fe en Dios no simplemente a un sentimiento sino a un sentimiento enemigo de la ciencia. Atkins no es el único. Para no ser menos, Richard Dawkins da un paso más allá. Piensa que la fe en Dios es un mal que hay que eliminar:
Está de moda ponerse apocalíptico ante la amenaza para la humanidad del virus del SIDA, la enfermedad de las “vacas locas” y muchas otras, pero creo que se puede argumentar que la fe es uno de los grandes males del mundo, comparable al virus de la viruela, pero más difícil de erradicar. La fe, al ser una creencia no basada en evidencia empírica, es el vicio principal de cualquier religión[2].
Más recientemente ha expresado Dawkins que la fe no es simplemente un vicio sino, además, un engaño. En su libro The God Delusion[3] copia la siguiente cita de Robert Pirsig, autor de Zen and the Art of Motorcycle: «Cuando una persona tiene alucinaciones, se habla de locura. Cuando son muchas las personas, se llama Religión». Para Dawkins, Dios no es solo una ilusión, sino un engaño pernicioso.
Estas opiniones son el extremo de un amplio espectro de posturas, y sería un error pensar que constituyen el término medio. Muchos ateos se mantienen lejos de tal militancia, además de sentir repulsa por las connotaciones represivas y totalitarias de tales puntos de vista. Sin embargo, como siempre, son los puntos de vista extremos los que reciben más atención pública y más exposición por parte de los medios, y llegan a muchas personas en quienes acaban influyendo. Por eso no se los puede ignorar. Hay que tomarlos en serio.
Por lo que él mismo manifiesta, parece claro que una de las razones de la hostilidad de Dawkins a la fe en Dios procede de su errónea percepción de que, mientras que «la creencia científica se basa en pruebas verificables públicamente, la fe religiosa no solo carece de evidencia: su independencia de las pruebas empíricas es su orgullo, proclamada desde los tejados»[4]. Es decir, considera fe ciega a toda creencia religiosa. Si eso fuera así, tal fe merecería ser clasificada con la viruela. Sin embargo, siguiendo al mismo Dawkins, habría que preguntarse: ¿Qué prueba hay de que la fe religiosa no se base en pruebas? Por otro lado, a decir verdad, desgraciadamente, hay gente que profesa fe en Dios y que adoptan una actitud abiertamente anticientífica y oscurantista. Su deplorable disposición hace que la fe en Dios caiga en descrédito. Quizás Richard Dawkins haya tenido la desgracia de encontrarse con mucha gente así.
Pero eso no altera el hecho de que la mayoría cristiana insista en que fe y evidencia razonada son inseparables. De hecho, la fe responde a la evidencia, no es una especie de experiencia injustificada. El apóstol cristiano Juan escribe en su biografía de Jesús: «Estas cosas están escritas para que creáis...»[5]. Es decir, entiende que lo que escribe ha de ser tomado como parte de la evidencia en la que se basa la fe. El apóstol Pablo declara lo mismo que muchos pioneros de la ciencia moderna creían, es decir, que la naturaleza en sí constituye evidencia de la existencia de Dios: «Pues lo invisible de Dios puede llegar a conocerse si se reflexiona en sus hechos. En efecto, desde que el mundo fue creado, se ha podido ver claramente que él es Dios y que su poder nunca tendrá fin. Por eso los malvados no tienen disculpa»[6]. No es coherente con la visión bíblica que se deba creer algo sin pruebas. Al igual que en la ciencia, la fe, la razón y la evidencia van juntas. La restricción de Dawkins de la fe a “fe ciega” es todo lo contrario a la fe bíblica. Llama la atención que no se dé cuenta de la discrepancia. ¿No será que la ve con su propia óptica?
La definición idiosincrásica de Dawkins sobre la fe es paradigmática del tipo de pensamiento que él dice aborrecer, pues no la basa en la evidencia. Y es que, paradójica e incoherentemente, Dawkins carece de evidencia para justificar que el gozo de la fe es la falta de evidencia. Y la razón de no proporcionar prueba alguna es que no la hay, claro. No hace falta esforzarse mucho para darse cuenta de que ningún erudito o pensador bíblico serio apoyaría tal definición. Francis Collins escribe sobre la definición de Dawkins, diciendo que «ciertamente no describe la fe de los creyentes más profundos de la historia, ni la de la mayoría de los que conozco personalmente»[7]. Alister McGrath[8] apunta en su accesible crítica de la postura de Dawkins, que este ha fracasado en su intento de enganchar a cualquier pensador cristiano serio. ¿Qué habría pues de pensar sobre su excelente máxima: «La próxima vez que alguien te diga que algo es cierto, pregúntale: “¿Qué tipo de pruebas lo justifican?”. Y si no recibes una buena respuesta, espero que te lo pienses muy bien antes de creerle»[9]. Se nos podría perdonar ceder a la tentación de aplicarle su propia máxima y no creer una palabra de lo que dice.
Pero Dawkins no es el único en mantener esa noción errónea de que la fe en Dios no se basa en ningún tipo de evidencia. La experiencia muestra que es una postura relativamente común entre los miembros de la comunidad científica, aunque se formule de modo ligeramente distinto. Se nos dice frecuentemente que la fe en Dios “pertenece al ámbito privado, mientras que el compromiso científico pertenece al dominio público”, y que “la fe en Dios es un tipo diferente de fe de la que actúa en la ciencia”; en resumen, es “fe ciega”. Tendremos ocasión de analizar este tema más en detalle en el Capítulo 4, en la sección sobre la inteligibilidad racional del universo.
Pero antes hagámonos una idea del estado de creencia o incredulidad en Dios en la comunidad científica. Una de las encuestas más interesantes en este sentido es la realizada en 1996 por Edward Larsen y Larry Witham y publicada en Nature[10]. Fue una repetición de otra encuesta realizada en 1916 por el profesor Leuba, en la que se preguntó a mil científicos (elegidos al azar de la edición de 1910 del American Men of Science) si creían tanto en un Dios que respondía a la oración como en la inmortalidad personal, lo que es, téngase en cuenta, mucho más específico que creer en algún tipo de ser divino. La proporción resultante de las respuestas fue la siguiente: del 70 % que respondieron, el 41,8 % dijo que sí, el 41,5 % que no, y el 16,7 % se declaró agnóstico. En 1996, la respuesta fue del 60 %, de los cuales el 39,6 % dijo que sí, el 45,5 % no, y el 14,9 %[11] se declaró agnóstico. Estas estadísticas recibieron diferentes interpretaciones en la prensa de acuerdo con el principio medio lleno/medio vacío: algunos las usaron como prueba de la supervivencia de la fe, otros de la constancia de la incredulidad. Quizás lo más sorprendente es que ha habido un cambio relativamente pequeño en la proporción de creyentes e incrédulos durante esos ochenta años de enorme crecimiento del conocimiento científico, lo que contrasta fuertemente con la percepción pública predominante.
Una encuesta similar demostró que el porcentaje de ateos es más alto en los niveles superiores de la ciencia. Larsen y Witham mostraron en 1998[12] que, de los científicos más sobresalientes de la Academia Nacional de las Ciencias de los Estados Unidos que respondieron, el 72,2 % eran ateos, el 7 % creían en Dios y el 20,8 % eran agnósticos. Desafortunadamente, no tenemos estadísticas similares de 1916 para comprobar si esas proporciones han cambiado desde entonces o no, aunque sí se sabe que más del 90 % de los fundadores de la Real Academia de Inglaterra eran teístas.
Ahora bien, cómo se interpreten esas estadísticas es un asunto complejo. Larsen, por ejemplo, también descubrió que para niveles de ingresos superiores a 150 000$ al año, la creencia en Dios desciende significativamente, tendencia no claramente limitada a los miembros de la comunidad científica.
Cualesquiera que sean las implicaciones de tales estadísticas, seguramente esas encuestas proporcionan pruebas suficientes de que Dawkins bien pueda tener razón sobre la dificultad de llevar a cabo su ominosa y totalitaria tarea de intentar erradicar la fe en Dios entre los científicos. Porque, además del casi 40 % de científicos creyentes de la encuesta general, ha habido y hay científicos muy eminentes que sí creen en Dios: en particular, Francis Collins, primer director del Proyecto del Genoma Humano, el profesor Bill Phillips, ganador del Premio Nobel de Física en 1997, Sir Brian Heap FRS (Fellow Royal Society o miembro de la Real Academia de las Ciencias), ex vicepresidente de la Real Academia de las Ciencias y Sir John Houghton FRS, antiguo director de la Oficina Meteorológica Británica, Co-Presidente del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático y director de la Iniciativa John Ray sobre el Medio Ambiente, por nombrar sólo algunos.
Por supuesto, la cuestión no se resuelve con estadísticas, por muy interesantes que sean. Ciertamente, la fe en Dios confesada incluso por eminentes científicos no parece tener efecto atemperador alguno en los estridentes tonos de Atkins, Dawkins y otros, mientras orquestan su guerra contra Dios en nombre de la ciencia. Tal vez sería más preciso decir que están convencidos, no tanto de que la ciencia esté en guerra con Dios, sino de que la guerra ya ha terminado, obteniéndose para la ciencia la victoria final. El mundo simplemente necesita ser informado de que, haciendo eco a Nietzsche, Dios está muerto y la ciencia lo ha enterrado. En esta línea, Peter Atkins escribe:
La ciencia y la religión no son reconciliables, y es hora de que la humanidad empiece a valorar el poder del hijo de sus entrañas y rechace todo intento de entendimiento mutuo. La religión ha fracasado, y sus deficiencias deben quedar expuestas. La ciencia, con su exitosa búsqueda del conocimiento universal por medio de la identificación de los componentes más pequeños de la realidad, deleite supremo del intelecto, debe ser reconocida como reina soberana[13].
Es este sin duda un lenguaje triunfalista. Pero ¿está realmente asegurado el triunfo? ¿Qué religión ha fallado y a qué nivel? Aunque la ciencia es sin duda una gozada, ¿es realmente el deleite supremo del intelecto? ¿Qué hay de la música, el arte, la literatura, el amor y la verdad? ¿no tienen nada que ver con el intelecto? Se puede escuchar el creciente coro de protestas de las humanidades.
Es más, el hecho de que haya científicos que parecen estar en guerra con Dios no es exactamente igual a que la ciencia esté en guerra con Dios. Por ejemplo, algunos músicos son ateos militantes. Pero ¿significa eso de que la música en sí misma esté en guerra con Dios? No parece. La idea es que las declaraciones de los científicos no son necesariamente declaraciones de la ciencia ni tampoco —se podría añadir— son necesariamente verdaderas, a pesar de que la ciencia tenga un prestigio tan grande que a menudo se las tome como tal. Por ejemplo, las afirmaciones de Atkins y Dawkins, con las que comenzamos, pertenecen a esa categoría. No son afirmaciones científicas sino expresiones de fe, de una creencia personal, y no esencialmente distintas (aunque claramente menos tolerantes) de muchas expresiones del tipo de fe que Dawkins pretende erradicar. Por supuesto, el hecho de que los pronunciamientos de Dawkins y Atkins recién citados sean declaraciones de fe no quiere necesariamente decir que esas declaraciones sean falsas; simplemente no deben tratarse como si constituyeran ciencia autorizada. Lo que hay que ver, primero, es a qué categoría pertenecen, y, después, si son verdaderas.
Antes de seguir adelante, sin embargo, tendríamos que equilibrar algo la contienda citando también a algunos destacados científicos creyentes en Dios. Sir John Houghton, académico de la Real Academia, escribe: «Nuestra ciencia es la ciencia de Dios, quien es responsable de toda la historia científica (...). El notable orden, y la asombrosa coherencia, fiabilidad y complejidad de la descripción científica del universo reflejan el orden, coherencia, fiabilidad y complejidad de la actividad de Dios»[14]. El ex director de Kew Gardens, Sir Ghillean Prance FRS, expresa de modo igualmente claro su fe: «Durante muchos años he creído que Dios es el gran diseñador que hay detrás de toda la naturaleza (...). Todos mis estudios científicos en este tiempo no han hecho más que confirmar mi fe. Considero a la Biblia mi fuente principal de autoridad»[15].
Evidentemente, de nuevo, las afirmaciones recién apuntadas no pertenecen a la ciencia sino al ámbito de la creencia personal. Debe señalarse, sin embargo, que contienen pistas sobre las pruebas que podrían aducirse para respaldar las creencias. Sir Ghillean Prance dice explícitamente, por ejemplo, que la ciencia misma confirma su fe. Así que, se da la curiosa situación de que, por un lado, los pensadores naturalistas nos dicen que la ciencia ha eliminado a Dios, y, por otro, los teístas apuntan que la ciencia confirma su fe en Dios. Ambas posturas corresponden a científicos altamente competentes. ¿Qué significa todo esto? Pues que es demasiado simplista suponer que la ciencia y la fe en Dios sean hostiles, y que quizá valga la pena explorar exactamente cómo es la relación entre ciencia y ateísmo, y entre ciencia y teísmo. Y en particular, si la ciencia apoya alguna de estas dos cosmovisiones diametralmente opuestas del teísmo y ateísmo.
Examinemos ahora brevemente la historia de la ciencia para arrojar luz sobre el tema.
LAS RAÍCES OLVIDADAS DE LA CIENCIA
En el corazón de toda ciencia se encuentra la convicción de que existe un orden en el universo. Sin esta profunda convicción, la ciencia no sería posible. Así que es bueno preguntarse, ¿de dónde procede tal convicción implícita? Melvin Calvin, Premio Nobel de bioquímica, no parece tener mucha duda sobre su origen: «Cuando intento buscar el origen de esa convicción, la encuentro en una noción básica descubierta hace 2000 o 3000 años, y primeramente enunciada en el mundo occidental por los antiguos hebreos, a saber, que el universo está gobernado por un solo Dios, y no es el producto de los caprichos de unos dioses que gobiernen su propia circunscripción según sus propias leyes. Esta visión monoteísta parece ser la base histórica de la ciencia moderna»[16].
Y esto es verdaderamente llamativo a la vista de lo común que es en la literatura sobre las raíces de la ciencia contemporánea acudir primero a los griegos del siglo vi a. C. para señalar después que, para que la ciencia avanzara, la cosmovisión griega hubo de vaciarse antes de su contenido politeísta original. Volveremos al tema luego. Ahora solamente señalaremos que, aunque los griegos ciertamente fueron en muchos sentidos los primeros en hacer ciencia tal como la entendemos hoy, lo que apunta Melvin Calvin es que la visión real del universo de más ayuda a la ciencia, es decir, la visión hebrea de un universo creado y mantenido por Dios, era mucho más antigua que la cosmovisión griega del mundo.
Esto es algo que, tomando prestado el lenguaje de Dawkins (quien, a su vez, lo tomó prestado ni más ni menos que del Nuevo Testamento), tendría que ser “gritado desde los tejados” como antídoto al rechazo sumario de Dios ya que significa que la base que sostiene la ciencia, desde la cual se ha proyectado hasta los límites del universo, tiene una profunda dimensión teísta.
Alguien que llamó la atención sobre este punto mucho antes que Melvin Calvin fue el eminente historiador de la ciencia y matemático Sir Alfred North Whitehead. Al observar que la Europa medieval de 1500 sabía menos que Arquímedes en el siglo tercero antes de Cristo pero que, poco después, en 1700, Newton escribe su obra maestra, Principia Mathematica, Whitehead se pregunta lo obvio: ¿Cómo pudo tal explosión de conocimiento suceder en un tiempo tan relativamente corto? Y responde: «La ciencia moderna debe provenir de la insistencia medieval sobre la racionalidad de Dios (...). Mi explicación es que la fe en la posibilidad de la ciencia, anterior al desarrollo de la teoría científica moderna, es un derivado inconsciente de la teología medieval»[17]. Vale la pena traer aquí la sucinta formulación de la visión de Whitehead por parte de C. S. Lewis: «Los hombres se hicieron científicos porque esperaban ley en la naturaleza, y la esperaban porque creían en un legislador». Fue esta la convicción que llevó a Francis Bacon (1561-1626), considerado por muchos el padre de la ciencia moderna, a enseñar que Dios nos ha proporcionado dos libros, el libro de la naturaleza y la Biblia, y que, para tener una buena educación, habría que dedicar el intelecto a estudiar ambos.
Muchas de las figuras más destacadas de la ciencia no podían estar más de acuerdo. Científicos como Galileo (1564-1642), Kepler (1571-1630), Pascal (1623-62), Boyle (1627-91), Newton (1642-1727), Faraday (1791-1867), Babbage (1791-1871), Mendel (1822-84), Pasteur (1822-95), Kelvin (1824-1907) y Clerk Maxwell (1831-79) eran teístas; en concreto, la mayoría eran cristianos. Su creencia en Dios, lejos de ser un obstáculo para hacer ciencia, era a menudo su principal inspiración, y no dudaban en decirlo. El principal impulso detrás de la inquisitiva mente de Galileo, por ejemplo, era su profunda convicción interior de que el Creador que nos había «dotado de sentidos, razón e intelecto tenía la intención de no renunciar a su uso para infundirnos por otros medios el conocimiento que podemos obtener por ellos». Johannes Kepler describía así su motivación: «El objetivo principal de toda investigación del mundo exterior debería ser descubrir el orden racional que Dios ha instaurado y que se nos revela por medio del lenguaje de las matemáticas»[18]. Tal descubrimiento, en sus propias palabras, era tanto como «repensar los pensamientos de Dios después de Él».
Qué distinta fue la reacción de los chinos del siglo XVIII, tal como recoge el bioquímico británico Joseph Needham, cuando las noticias sobre los grandes avances de la ciencia en Occidente les llegó por medio de los misioneros jesuitas. Para ellos, la idea de que el universo se gobernaba por sencillas leyes que los seres humanos podían descubrir, y de hecho descubrieron, era una locura total. Su cultura simplemente no podía concebir tal noción[19].
La falta de entendimiento de lo que se trata de explicar aquí podría llevar a confusión. No se está afirmando que todos los aspectos de la religión en general y el cristianismo en particular han contribuido al surgimiento de la ciencia. Lo que se intenta decir más bien es que la doctrina de un único Dios Creador, responsable de la existencia y orden del universo, ha tenido un papel importante. No se sugiere que haya habido nunca oposición religiosa a la ciencia. De hecho, T. F. Torrance[20], comentando el análisis de Whitehead, señala que el desarrollo de la ciencia fue a menudo «seriamente obstaculizado por la iglesia cristiana, incluso cuando en su seno comenzaban a surgir las primeras ideas modernas». Como ejemplo menciona que la teología agustiniana, que dominó Europa durante 1000 años, tuvo tal poder y belleza que llevó a grandes contribuciones a las artes en la Edad Media, pero su «escatología, que perpetúa la idea de la decadencia y el colapso del mundo y de la salvación como liberación de él, dirigía la atención afuera, hacia lo supraterrenal, a la vez que su concepción sacramental del universo permitía solamente una comprensión mística de la naturaleza y su uso religioso y simbólico, adoptando y santificando una perspectiva cosmológica que había de ser reemplazada para que pudiera existir progreso científico». Torrance también añade que «lo que a menudo frenaba seriamente la búsqueda científica era una concepción inflexible de la autoridad y su relación con la comprensión y el entendimiento, que se remonta a Agustín (...) que dio lugar a amargas quejas contra la Iglesia»[21]. Galileo es un ejemplo de ello, como veremos enseguida.
Sin embargo, Torrance apoya claramente la tesis de Whitehead: «A pesar de la desafortunada y frecuente tensión entre el progreso de las teorías científicas y los hábitos de pensamiento tradicionales de la iglesia, la teología aún puede afirmar haber dado a luz a lo largo de los siglos a las creencias e impulsos básicos responsables de la ciencia empírica moderna, aunque solo sea por medio de su incansable creencia en la fiabilidad de Dios Creador y en la máxima inteligibilidad de su creación».
John Brooke, catedrático de ciencia y religión de Oxford, es menos audaz que Torrance: «En el pasado, las creencias religiosas han sido presupuesto de la empresa científica en la medida en que han suscrito a esa uniformidad (...). Una doctrina de la creación podría dar coherencia a la empresa científica en la medida en que asumiera un orden estable más allá del orden cambiante de la naturaleza (...) lo que no implica necesariamente la atrevida apuesta de que sin una teología previa la ciencia nunca habría despegado; pero sí viene a decir que las ideas particulares de sus pioneros a menudo estaban informadas por creencias teológicas y metafísicas»[22].
Más recientemente, el sucesor de John Brooke en Oxford, Peter Harrison, ha argumentado poderosamente que un factor fundamental en el ascenso de la ciencia moderna fue la actitud protestante respecto a la interpretación de los textos bíblicos, que puso fin al enfoque simbólico de la Edad Media[23].
Por supuesto que es enormemente difícil saber “lo que habría ocurrido si...”, pero seguramente no es demasiado aventurado afirmar que el desarrollo de la ciencia se habría retrasado seriamente si no hubiera existido una doctrina de la teología en particular, la de la creación, doctrina común para judaísmo, cristianismo e islam. Brooke, por otro lado, alerta acertadamente ante quien exagere esta idea, pues el hecho de que una religión haya apoyado la ciencia no demuestra que sea verdadera. Lo mismo se podría decir del ateísmo.
La doctrina de la creación no solo fue importante en el surgimiento de la ciencia por su conexión con un orden en el universo: lo fue también por otra razón que ya insinuamos en la introducción. Para que la ciencia pudiera desarrollarse, el pensamiento habría de liberarse del omnipresente método aristotélico de deducir de una serie de principios fijos cómo debe ser el universo, y adoptar una metodología que permitiera al universo hablar directamente. Ese cambio fundamental de perspectiva fue facilitado por la noción de la creación contingente, es decir, la idea de que Dios Creador podría haber creado el universo de cualquier modo que eligiera. Por lo tanto, para averiguar cómo es realmente el universo o cómo funciona, no hay otra alternativa que asomarse y examinarlo, pues no se puede deducir cómo funciona el universo por medio de razonamientos a partir de principios filosóficos a priori. Eso es precisamente lo que hicieron Galileo y, más tarde, Kepler y otros: se asomaron al universo, lo examinaron…, y revolucionaron la ciencia. Pero, como es bien sabido, Galileo tuvo problemas con la Iglesia, así que asomémonos a su historia para ver qué aprendemos de ella.
MITOS SOBRE ALGUNOS CONFLICTOS: GALILEO Y LA IGLESIA CATÓLICA, HUXLEY Y WILBERFORCE
Una de las razones principales para distinguir claramente entre la influencia de la doctrina de la creación y la de otros aspectos de la vida religiosa (o de la política religiosa) en el ascenso de la ciencia es intentar comprender mejor dos sucesos históricos paradigmáticos que han sido a menudo utilizados para mantener la impresión pública de que la ciencia ha combatido siempre a la religión, noción que a menudo se conoce como la “tesis del conflicto”. Nos referimos a dos de las más famosas confrontaciones de la historia: la primera, recién mencionada, entre Galileo y la Iglesia Católica; y la segunda, el debate entre Huxley y Wilberforce sobre el tema del famoso libro de Charles Darwin El origen de las especies. No obstante, después de una investigación detallada de dichos incidentes, como se verá, las historias reales correspondientes no sirven para apoyar la tesis del conflicto, conclusión que puede sorprender a muchos, pero que, no obstante, tiene a la historia de su parte.
Antes que nada, anotemos lo obvio: Galileo figura en nuestra lista de científicos creyentes en Dios. No era agnóstico o ateo, ni se oponía al teísmo imperante de su tiempo. Dava Sobel, en su brillante biografía La Hija de Galileo[24], efectivamente echa por tierra la mítica imagen de Galileo de “renegado que se burló de la Biblia”. Resulta que, en realidad, Galileo era un firme creyente en Dios y en la Biblia, y así permaneció toda su vida. Mantenía que «las leyes de la naturaleza están escritas por la mano de Dios en el lenguaje de las matemáticas», y que «la mente humana es obra de Dios, y una de las más excelentes».
Además, Galileo disfrutó de gran apoyo por parte de muchos de los intelectuales religiosos, al menos al principio. Los astrónomos de la poderosa institución educativa jesuita, el Colegio Romano, apoyó inicialmente su trabajo astronómico, por el que fue felicitado. Sin embargo, se le opusieron vigorosamente los filósofos seculares, enfurecidos por su crítica de Aristóteles.
Se veía venir que esto iba a ser una fuente de conflictos. Pero, quede claro, en un principio no con la Iglesia. Así parece haberlo interpretado Galileo pues en su famosa Carta a la Gran Duquesa Christina (1615) afirma que los profesores académicos, sus antagonistas, fueron los que trataron de influir en las autoridades eclesiásticas en su contra. Lo que estaba en juego era claro: los argumentos científicos de Galileo amenazaban al omnipresente aristotelismo de la academia.
Impulsado por su afán por desarrollar la ciencia moderna, Galileo quería decidir entre las teorías del universo por medio de pruebas, no de argumentos basados en postulados apriorísticos en general y en la autoridad de Aristóteles en particular. Entonces contempló el universo a través de su telescopio y lo que observó haría añicos algunas de las principales especulaciones astronómicas de Aristóteles. Galileo observó las manchas solares sobre la superficie del sol “perfecto” de Aristóteles. En 1604 contempló una supernova, que puso en tela de juicio la idea de los «cielos inmutables» de Aristóteles.
El aristotelismo era la cosmovisión reinante. No era simplemente el paradigma para hacer ciencia, sino que constituía una cosmovisión en la que ya empezaban a aparecer grietas. Por otro lado, la Reforma Protestante desafiaba la autoridad de Roma, que sentía seriamente amenazada la unidad religiosa. Por lo tanto, era un momento muy delicado. La asediada Iglesia Católica Romana, que había abrazado el aristotelismo, como todo el mundo entonces, no podía permitir un desafío serio a Aristóteles aunque ya comenzaban los rumores (particularmente entre los jesuitas) de que la Biblia misma no siempre apoyaba a Aristóteles. Sin embargo, esos rumores no fueron lo suficientemente fuertes como para evitar la poderosa oposición a Galileo procedente tanto de la Academia de las Ciencias como de la Iglesia Católica. Pero, aun así, los motivos de esa oposición no eran meramente intelectuales y políticos. Las envidias y, también hay que decirlo, la propia falta de sentido diplomático de Galileo fueron factores importantes. Irritó a la élite de su día al publicar en italiano y no en latín, para divulgar el asunto entre la gente normal. Se sentía comprometido con lo que luego se conocería por comprensión pública de la ciencia.
Galileo tenía además la mala costumbre, tan corta de miras, de denunciar mordazmente a quien disentía de él. Ni tampoco se hizo un favor a sí mismo con su modo de responder a una directiva oficial de incluir en su Diálogo sobre los dos Sistemas Principales del Mundo el argumento de su antiguo amigo y partidario el papa Urbano VIII (Maffeo Berberini), en el sentido de que, ya que Dios era omnipotente, podría producir un fenómeno natural de muchas maneras diferentes; y, por tanto, sería presunción por parte de los filósofos de la naturaleza reclamar una solución única. Galileo la siguió obedientemente, pero presentando dicho argumento en labios de un torpe personaje del libro llamado (claramente adrede) Simplicio. Típico caso de echarse piedras al propio tejado.
Por supuesto, no hay excusa que valga para el uso del poder para silenciar a Galileo, y luego intentar rehabilitarlo. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, en contra de la creencia popular, Galileo nunca fue torturado; y su consiguiente “arresto domiciliario” tuvo lugar, mayormente, en las lujosas residencias privadas de sus amigos[25].
Hay importantes lecciones que se pueden aprender del caso Galileo. La primera, para quienes están dispuestos a tomar en serio el relato bíblico. Es difícil imaginar que exista alguien en la actualidad que crea que la tierra es el centro del universo, y que los planetas y el sol giran a su alrededor. Es decir, hoy se acepta la visión copernicana heliocéntrica por la que batalló Galileo, y no se la considera en conflicto con la Biblia, aunque casi todo el mundo en la época de Copérnico pensaba con Aristóteles que la tierra constituía el centro físico del universo, y era común utilizar una lectura literal de partes de la Biblia para apoyar esta idea. ¿Qué ha marcado la diferencia? Simplemente que ahora se acepta una visión más sofisticada y matizada de la Biblia[26], evidente, por ejemplo, cuando al hablar de que el sol “se levanta”, está hablando fenomenológicamente, es decir, describiéndolo según el modo en que aparece a los ojos de un observador, sin relación a ninguna teoría solar o planetaria concreta. Hoy día los científicos hacen lo mismo: también conversan normalmente sobre la salida del sol, y tal modo de hablar no implica que sean oscurantistas aristotélicos.
La lección principal es que hay que ser lo suficientemente humildes como para distinguir entre lo que dice la Biblia y nuestras propias interpretaciones. Quizá es que el texto bíblico es más sofisticado de lo que pensamos y caemos en la tentación de utilizarlo a favor de ideas que nunca han estado ahí. Así parece haber pensado Galileo en su día, y la historia le ha dado la razón.
Finalmente, hay otra lección que no se suele apuntar. Y es que fue Galileo, que creía en la Biblia, quien hizo avanzar la comprensión científica del universo, no solamente, como se ha visto, contra el oscurantismo de algunos eclesiásticos[27], sino (sobre todo) contra la resistencia (y oscurantismo) de los filósofos de la naturaleza de su tiempo: quienes, al igual que los eclesiásticos, eran también fervientes discípulos de Aristóteles. Los filósofos y los científicos de hoy día también precisan de humildad a la luz de los hechos, también cuando se los muestra un creyente en Dios. La ausencia de fe en Dios no supone una garantía de ortodoxia científica superior a la creencia en Él. Lo que queda claro, tanto en época de Galileo como en la nuestra, es que la crítica del paradigma científico reinante está plagada de riesgos, no importa quién la haga. Concluimos así que el “caso Galileo” realmente no hace nada más que rebatir cualquier visión simplista de una supuesta relación de conflicto entre la ciencia y la religión.
EL DEBATE HUXLEY-WILBERFORCE DE 1860 EN OXFORD
Lo mismo ocurre con ese otro incidente que se cita con frecuencia: el debate del 30 de junio de 1860 de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, celebrado en el Museo de Historia Natural de Oxford, entre T. H. Huxley (El bulldog de Darwin) y el obispo Samuel Wilberforce (“Sam el adulador persuasivo”). Fue provocado por una conferencia de John Draper sobre la teoría de la evolución de Darwin (El origen de las especies había sido publicado siete meses antes). A menudo se describe este encuentro como un simple choque entre ciencia y religión, donde el científico competente triunfó de modo convincente sobre el eclesiástico ignorante. Sin embargo, los historiadores de la ciencia han demostrado que tal relato también está muy lejos de la verdad[28].
Para empezar, Wilberforce no era un ignorante. Un mes después del histórico debate, publicó una revisión de 50 páginas del trabajo de Darwin (en Quarterly Review), que el propio Darwin consideró como «asombrosamente inteligente; selecciona hábilmente todos los elementos conjeturales, y resalta adecuadamente todas las dificultades. Me cuestiona brillantemente». En segundo lugar, Wilberforce no era oscurantista. Estaba decidido a que el debate no fuera entre ciencia y religión, sino entre científicos con razones científicas, intención que figura significativamente en su análisis posterior: «Hemos argumentado en contra de nuestras opiniones respectivas únicamente con razones científicas. Lo hemos hecho así por nuestra firme convicción de que no hay otro modo de probar la verdad o falsedad de los argumentos aportados. No simpatizamos con quienes se oponen a cualquier hecho o posible hecho natural, o a cualquier inferencia deducida lógicamente de ellos, porque creen que contradicen lo que les parece enseñado por la revelación. Creemos que tales objeciones muestran cierta timidez, realmente incoherente con una fe firme y confiada»[29]. La solidez de tal afirmación puede sorprender a muchas personas que simplemente se han tragado el legendario relato del debate. Sería incluso excusable detectar en Wilberforce un espíritu afín al de Galileo.
Por otro lado, las objeciones a la teoría de Darwin no procedieron solamente del lado de la Iglesia: Sir Richard Owen, el anatomista más importante del momento (quien, por cierto, había sido consultado por Wilberforce), se opuso también a la teoría de Darwin, al igual que el eminente científico Lord Kelvin.
En cuanto a las versiones contemporáneas del debate, John Brooke[30] señala que inicialmente el evento no causó apenas revuelo: «Es ciertamente significativo que el famoso debate entre Huxley y el obispo no fue reportado por ningún periódico de Londres en ese momento. De hecho, no existe registro oficial del encuentro; y casi toda la información procede de los amigos de Huxley. Él mismo escribió que el público «no paraba de reír» debido a su (propio) ingenio, y «creo que fui el hombre más famoso en Oxford durante las veinticuatro horas posteriores». Sin embargo, la evidencia apunta a que el debate estuvo lejos de ser monocolor. Un periódico después escribió que un anterior converso a la teoría de Darwin se arrepintió al presenciar el debate. El botánico Joseph Hooker se quejó de que Huxley no fuera capaz de «presentar el asunto de tal modo que mantuviera la atención del público» por lo que tuvo que hacerlo él mismo. Wilberforce escribió tres días después al arqueólogo Charles Taylor: «Creo que le vencí totalmente». El artículo del The Athenaeum da la impresión de que la cosa terminó en tablas, al afirmar que Huxley y Wilberforce «han encontrado enemigos dignos de sus aceros respectivos».
Frank James, historiador de la Royal Institution de Londres, sugiere que la impresión generalizada de que Huxley salió victorioso puede que procediera de que Wilberforce no era muy querido, hecho que no se menciona en la mayoría de los relatos: «Si Wilberforce no hubiera sido tan impopular en Oxford, habría vencido la contienda, y no Huxley»[31]. ¡Cómo recuerda todo a Galileo!
Analizando el asunto cuidadosamente, se desmoronan dos de los pilares principales de apoyo a la tesis del conflicto. De hecho, la investigación ha socavado la tesis, hasta tal punto de que el historiador de la ciencia Colin Russell concluye: «La creencia común de que (...) las relaciones entre la religión y la ciencia en los últimos siglos han estado marcadas por una hostilidad profunda y duradera (...) no es solo históricamente inexacta, sino que en realidad constituye una caricatura tan grotesca que lo que habría que explicar es cómo ha podido conseguir tal grado de respetabilidad»[32].
Parece claro, por lo tanto, que ha debido de haber un juego de fuerzas poderosas que justifiquen tal arraigo del supuesto conflicto en la mente popular. Y de hecho así es. Al igual que con Galileo, lo que estaba en juego no era simplemente una cuestión sobre los méritos de una teoría científica determinada. De nuevo, el poder institucional tuvo un papel clave. Huxley participaba de una cruzada para asegurar la supremacía de la emergente y nueva clase profesional de científicos en contra de la posición privilegiada de los clérigos, por muy intelectualmente dotados que estuvieran. Quería asegurarse de que fueran los científicos quienes manejaran los mandos del poder. La leyenda de un obispo vencido por un científico profesional se ajustaba a esa cruzada, y fue explotada al máximo.
Sin embargo, es evidente que había algo más en juego. Michael Poole destaca un elemento central de la cruzada de Huxley[33]. Así escribe, «en esta contienda, el concepto de “Naturaleza” se deletreó con una N mayúscula y se reconvirtió. Huxley confería a “Dame Nature” (la dama naturaleza), como él la llamaba, los atributos hasta entonces predicados de Dios, táctica copiada con entusiasmo por muchos desde entonces. Lo extraño de dotar a la naturaleza (entendida como todo lo físico existente) con las facultades de planificación y creación de todos los objetos físicos existentes, pasó inadvertido. “Dame Nature”, al igual que una antigua diosa de la fertilidad, había tomado residencia, abrazando como una madre al naturalismo científico victoriano». Así que un conflicto mítico fue (y sigue siendo) fomentado y descaradamente utilizado como arma de combate —del auténtico combate— entre naturalismo y teísmo.
EL AUTÉNTICO CONFLICTO: NATURALISMO CONTRA TEÍSMO
Llegamos así a uno de los principales temas de este libro: el hecho de que realmente existe un conflicto. Pero no es en absoluto entre la ciencia y la religión. Si así fuera, una lógica elemental dictaría que los científicos serían todos ateos y únicamente los no científicos creerían en Dios, lo que, como se ha visto, simplemente no se da. Más bien, el conflicto real es entre dos cosmovisiones diametralmente opuestas: el naturalismo y el teísmo, que no pueden menos de colisionar.
En aras de una mayor claridad, nótese que el naturalismo se relaciona con el materialismo, pero no se identifica con él, aunque a veces sea muy difícil distinguirlos. The Oxford Companion to Philosophy (guía de Oxford para el estudio de la filosofía) afirma que la complejidad del concepto de materia lleva consigo que «las diversas filosofías materialistas tiendan a sustituir “materia” por nociones como “aquello que pueda estudiarse con los métodos de las ciencias naturales”, identificando así materialismo con naturalismo; aunque sería exagerado decir que las dos perspectivas han coincidido casualmente»[34]. Los materialistas son naturalistas. Pero hay naturalistas que sostienen que la mente y la conciencia se distinguen de la materia, y las consideran fenómenos “emergentes”; es decir, dependientes de la materia, pero situándose a un nivel superior irreducible a las propiedades del nivel material inferior. Incluso hay naturalistas que sostienen que el universo está hecho de pura “realidad mental”. El naturalismo, sin embargo, tiene en común con el materialismo que se opone al sobrenaturalismo, insistiendo en que «el mundo de la naturaleza debería constituir una esfera cerrada sin incursiones exteriores de almas o espíritus, divinos o humanos»[35]. Cualesquiera que sean las diferencias, el materialismo y el naturalismo son, por lo tanto, intrínsecamente ateos.
También hay que hacer notar que el materialismo o naturalismo tiene distintas versiones. Por ejemplo, E. O. Wilson distingue dos. La primera es lo que él llama conductismo político: «Todavía apreciado por los pocos estados marxista-leninistas que quedan, afirma que el cerebro es en gran parte una tabula rasa sin moldura innata más allá de los reflejos e impulsos corporales primitivos. Consiguientemente, la mente sería casi por completo resultado del aprendizaje, y producto de una cultura que evoluciona debido a contingencias históricas. Ya que no existe una “naturaleza humana” basada en la biología, las personas pueden ser moldeadas por el mejor sistema político y económico posible, a saber, el comunismo, tal como se ha intentado inculcar al mundo a lo largo de la mayor parte del siglo xx. En la práctica política, esta versión se ha probado repetidamente y, después de colapsos económicos y decenas de millones de muertes en una docena de estados disfuncionales, esta creencia ha acabado considerándose un fracaso». La segunda, correspondiente a la propia opinión de Wilson, se conoce como humanismo científico, cosmovisión que afirma «secar las charcas calenturientas de la religión y el dogma de la tabula rasa». Él la define de la siguiente manera: «Mantenida por una pequeña minoría de la población mundial, considera que la humanidad es una especie biológica que evolucionó durante millones de años en un mundo puramente biológico, adquiriendo una inteligencia sin precedentes guiada por emociones complejas heredadas y por modos de aprendizaje predeterminados. La naturaleza humana existe, se ha hecho a sí misma, y consiste en la comunidad de las respuestas hereditarias y tendencias que definen nuestra especie». Wilson afirma que esta visión darwiniana «impone la pesada carga de capacidad de elección individual que acompaña a la libertad intelectual»[36].
Se sale del alcance de este libro considerar los diversos matices de estos y otros puntos de vista. Nos concentraremos en lo que es esencialmente común a todos ellos, tal como el astrónomo Carl Sagan expresó elegantemente en las primeras palabras de su aclamada serie de televisión Cosmos: «El cosmos es todo lo que hay, hubo, y habrá». Esta es la esencia del naturalismo. La definición de naturalismo de Sterling Lamprecht es más larga, pero vale la pena recogerla. La define así: «Postura filosófica, método empírico que considera condicionado todo lo que existe u ocurre por factores causales de un sistema natural que lo abarca todo»[37]. Por lo tanto, solamente existe naturaleza, sistema cerrado de causa y efecto. No existe un reino de lo trascendente o lo sobrenatural. No existe nada “afuera”.
Diametralmente opuesta al naturalismo y al materialismo es la visión teísta del universo, que encuentra una expresión clara en las primeras palabras del Génesis: «En el principio Dios creó los cielos y la tierra»[38]. Aquí se afirma que el universo no es un sistema cerrado sino una creación, producto de la mente de Dios, mantenido y sostenido por Él. Es una respuesta a la pregunta: ¿por qué existe el universo? Existe porque Dios causa su ser.
La afirmación del Génesis es un postulado de fe, no de ciencia, exactamente del mismo modo que la de Sagan no es una verdad científica, sino una creencia personal. Por lo tanto, la cuestión clave es, repitamos, no tanto la relación de la disciplina de la ciencia con la de la teología, como la relación de la ciencia con las diversas visiones del mundo que tienen los científicos, en particular el naturalismo y el teísmo. Por lo tanto, al preguntar si la ciencia ha enterrado a Dios, se habla de la interpretación de la ciencia. Lo que realmente se pregunta es sobre la cosmovisión que apoya la ciencia: ¿apoya al naturalismo o al teísmo?
E. O. Wilson no duda en responder que el humanismo científico es «la única cosmovisión compatible con el conocimiento alcanzado por la ciencia sobre el mundo real y las leyes de la naturaleza». El químico cuántico Henry F. Schaeffer III también lo tiene muy claro: «Ha de existir un Creador. La onda expansiva del Big Bang (1992) y los hallazgos posteriores apuntan claramente a una creación ex nihilo coherente con los primeros versículos del Génesis»[39].
Para desentrañar la relación entre las visiones del mundo y la ciencia hay que hacerse ahora una pregunta verdaderamente difícil: ¿qué es verdaderamente la ciencia?
[1] ‘Will science ever fail?’ Nueva Scientist, 8 Aug 1992, pp. 32–35.
[2] ‘Is science a religion?’ The Humanist, Jan/Feb 1997, pp. 26–39.
[3] Londres, Bantam Press, 2006.
[4] Daily Telegraph Science Extra, Sept 11, 1989.
[5] Jn 20, 31.
[6] Rom 1, 20.
[7] The Language of God, Nueva York, Free Press, 2006 p. 164.
[8] Dawkins’ God, Oxford, Blackwell, 2004.
[9] A Devil’s Chaplain, Londres, Weidenfeld and Nicholson, 2003, p. 248.
[10] 3 de abril de 1997, 386: 435–6.
[11] Larry Witham, Where Darwin Meets the Bible, Oxford, Oxford University Press, 2002, p. 272.
[12] Scientific American, septiembre 1999, pp. 88–93.
[13] Nature’s Imagination – The Frontiers of Scientific Vision, Ed. John Cornwell, Oxford Oxford University Press, 1995 p. 132.
[14] The Search for God – Can Science Help? Oxford, Lion, 1995 p. 59.
[15] God and the Scientists, citado por Mike Poole, CPO 1997.
[16] Chemical Evolution, Oxford, Clarendon Press, 1969, p. 258.
[17] Science and the Modern World, Londres, Macmillan, 1925, p. 19.
[18] Citado en Morris Kline: Mathematics: The Loss of Certainty. Oxford University Press, Nueva York, 1980, p. 31.
[19] “Science and Society in East and West”. The Great Titration, Londres, Allen and Unwin, 1969.
[20] Theological Science, Edinburgh, T & T Clark, 1996 p. 57.
[21] Op. cit. p. 58.
[22] John Brooke, Science & Religion: Some Historical Perspectives, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, p. 19.
[23] The Bible, Protestantism and the Rise of Science, Cambridge, Cambridge University Press, 1998.
[24] Londres, Fourth Estate, 1999.
[25] El lector interesado en más detalle puede consultar el excelente capítulo sobre Galileo en Reconstructing Nature, John Brooke and Geoffrey Cantor, Edinburgh, T&T Clark, 1998.
[26] Galileo se refirió a esto en su famosa carta a la Gran Duquesa Cristina de Toscana (1615) cuando reprende a quienes no comprenden que «bajo el significado superficial de este pasaje bíblico puede contenerse un sentido distinto».
[27] Llama la atención que en 1559 el papa Pablo IV había establecido el primer Índice oficial de Libros Prohibidos, que prohibía, entre otros, la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas, lo que haría preguntarse de qué lado estaba la Iglesia.
[28] Véase, por ejemplo, The Wilberforce–Huxley Debate: Why Did It Happen? de J.H. Brooke, Science and Christian Belief, 2001, 13, 127–41.
[29] Véase “Wilberforce and Huxley, A Legendary Encounter”, Lucas J. R., The Historical Journal, 22 (2), 1979, 313–30.
[30] Science and Religion – Some Historical Perspectives, Cambridge, Cambridge University Press, 1991 p. 71.
[31] Véase David M Knight and Matthew D. Eddy, Science and Beliefs: from Natural Philosophy to Natural Science 1700–1900, Londres, Ashgate, 2005.
[32] Ibídem.
[33] Beliefs and Values in Science Education, Buckingham, Open University Press, 1995, p. 125.
[34] Ed. Honderich, Oxford, Oxford University Press, 1995, p. 530.
[35] Oxford Companion to Philosophy, p. 604.
[36] “Intelligent Evolution”, Harvard Magazine, November 2005.
[37] Power Lamprecht Sterling, The Metaphysics of Naturalism, Nueva York, Appleton-Century-Crofts, 1960, p. 160.
[38] Gen 1, 1.
[39] “The Big Bang, Stephen Hawking, and God”, in Science: Christian Perspectives for the Nueva Millenium, Addison Texas and Norcross, Georgia, CLM and RZIM Publishers, 2003.