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2. El adorno: aspectos teleológicos

Tan grande es su interés por buscar la belleza.

Sátiras vi, 501

Juvenal

Después de este breve examen de los principales motivos del vestido humano, nos corresponde analizar cada uno de ellos con mayor detalle. En el curso de este estudio, y en la medida en que tengamos éxito, adquiriremos un conocimiento más preciso de los distintos modos en que cada uno de los tres motivos logra alcanzar la satisfacción, tanto en lo que se refiere a los medios y situaciones externos de los que se vale cada uno como en cuanto a los impulsos internos que satisface y de los cuales surge.

En este capítulo y en el próximo nos ocuparemos sólo del motivo del adorno. Éste puede estudiarse mejor si se lo considera bajo dos epígrafes principales. En primer lugar, nos ocuparemos de ciertos propósitos fundamentales del adorno; aquí insistiremos principalmente en factores psicológicos o sociales. En el próximo capítulo consideraremos ciertas formas o modos del adorno; por supuesto, la categoría psicológica de propósito también quedará referida allí, pero, en el tratamiento real, el acento recaerá sobre factores relacionados más definidamente con la indumentaria. En realidad, esa sección consistirá en gran medida en una clasificación de las principales formas de adorno.

el elemento sexual

Ha sido evidente para los estudiosos serios del vestido que de todos los motivos concernientes al uso de la ropa, los relacionados con la vida sexual tienen una posición predominante. Hay un total acuerdo en este punto, cualquiera que sea la concepción que se tenga acerca de la primacía relativa del adorno o del pudor. La minoría que considera al pudor como motivo primario piensa que el vestido es el resultado de un intento de inhibir la sexualidad (la historia de la hoja de parra en el Génesis es, por supuesto, un ejemplo de esta actitud). La gran mayoría que afirma la primacía del motivo del adorno sostiene que el uso del vestido surgió del deseo de realzar la atracción sexual y de llamar la atención sobre los órganos genitales.

Entre los pueblos salvajes, el vestido y el adorno (lo mismo que sus antecedentes: el tatuaje, la pintura, etc.) comienzan anatómicamente en la región genital o cerca de ella y se refieren con frecuencia a un acontecimiento sexual (pubertad, matrimonio, etc.).1

Entre los pueblos civilizados, el papel abiertamente sexual de muchas ropas es demasiado obvio y familiar como para que sea necesario extenderse. Es el caso particular de las modas femeninas de los últimos siglos. El diseñador que las planea, el modista que las vende, el teólogo y el moralista que las denuncian, el historiador del vestido que las valora a medida que ocupan sucesivamente la escena durante los breves años o meses de su vigencia, todos ellos concuerdan en que su propósito último, y a menudo su propósito abierto y consciente,2 es aumentar el atractivo sexual de los que las llevan y estimular el interés sexual de los admiradores del sexo opuesto y la envidia de los rivales del mismo sexo.

Pero aunque la naturaleza general del motivo sexual subyacente ha sido reconocida universalmente, sólo en los últimos años se ha advertido con claridad el hecho de que la ropa no sólo sirve para despertar el interés sexual, sino que también puede simbolizar en sí misma los órganos sexuales. También aquí el psicoanálisis ha contribuido considerablemente a enriquecer nuestro conocimiento, y ha mostrado que, en cuanto al vestido, el simbolismo fálico es casi tan importante como, por ejemplo, en la religión. En realidad, todavía ignoramos el alcance total de este simbolismo en el caso del vestido y la naturaleza exacta del papel que éste desempeña en la historia del individuo y de la especie.3 Sabemos, sin embargo, que un gran número de artículos de vestir como, por ejemplo, los zapatos, la corbata, el sombrero, el cuello y la indumentaria más grande y voluminosa, como el abrigo, los pantalones y la capa, pueden ser símbolos fálicos, mientras que los zapatos, el cinturón y las ligas, así como la mayoría de las joyas, pueden ser los correspondientes símbolos femeninos.4

Como una afirmación de esta naturaleza puede suscitar la incredulidad algo hostil con que se reciben muchas de las afirmaciones psicoanalíticas concernientes al simbolismo, haremos referencia a otros dos conjuntos de hechos, pues pueden contribuir a que el simbolismo en cuestión sea más fácil de aceptar. En primer lugar, si comparamos observaciones provenientes de distintas fuentes y de diferentes tiempos, podemos establecer la existencia de una transición continua que va desde una ostentosa exhibición de los genitales hasta su completa simbolización inconsciente mediante el uso de vestimentas que se les parecen, aunque sea ligeramente.

Así, tenemos en un extremo la perversión bastante familiar de un exhibicionismo fálico localizado, en el cual se obtiene una satisfacción sexual obsesiva mostrando el pene desnudo, usualmente en estado de erección. Psicológicamente no existe sino una ligera modificación de esto (que implica, sin embargo, el importante paso del «desplazamiento del afecto» del cuerpo a la ropa) en el hecho

—ocurrido durante cerca de cincuenta años con nuestros antepasados de la época de los Tudor— de llevar la vestimenta inferior masculina tan estrecha que obligaba a situar los genitales en una parte abultada de las calzas (la coquilla o bragueta de armar) hacia la que a veces se atraía gratuitamente la atención por medio de un color vívido o en contraste, y que además a veces se embellecía rellenándola para simular una erección perpetua. Podemos escoger nuestro próximo ejemplo en un período anterior, cuando el sustituto fálico se encontraba no próximo a la región genital, sino en una parte remota del cuerpo: en los pies. Por algún tiempo, durante la Edad Media, existió una moda de zapatos largos, conocidos con el nombre de poulaine, de forma fálica, cuyo uso gozó de larga popularidad a pesar de la tormenta de indignación que despertó.5 En una etapa posterior hacia el enmascaramiento, la larga punta de los zapatos perdió su forma fálica y fue sustituida por un pico o una garra de pájaro. En la etapa siguiente6 sólo el excesivo y ridículo largo del zapato nos recuerda su simbolismo subyacente, pero el hecho de que este simbolismo aún se registraba lo demuestra la desaprobación moral y la acusación de impudicia que suscitaba. Como etapa final, podemos considerar el zapato moderno, en el que aún se manifiesta la tendencia a una agudeza mayor que la que justifica la forma del pie, y en el que las objeciones a su forma no natural son casi enteramente racionalizaciones presentadas como argumentos de higiene.

El otro conjunto de hechos al que podemos referirnos es el relativo al fetichismo, es decir, una perversión en la que el deseo sexual elige como objeto exclusivo y suficiente alguna parte inapropiada del cuerpo (por ejemplo, los pies, el cabello) o algún artículo de vestir (por ejemplo, los zapatos, las medias, el corsé, el pañuelo). La investigación psicoanalítica reciente7 ha mostrado que también el fetiche es a menudo (tal vez siempre) un símbolo fálico, aunque de una naturaleza especial, en la medida en que representa el pene imaginario de la madre, cuya ausencia observada ha tenido mucho que ver con el desarrollo del «complejo de castración» del cual hablaremos más tarde.

Esto puede bastar por el momento con respecto al elemento sexual en el adorno. En lo que sigue tendremos amplias oportunidades para advertir su importancia y (puede esperarse) para despejar la impresión de simplicidad o dogmatismo que esta exposición algo sumaria y condensada pueda haber suscitado en la mente del lector.

Analizaremos ahora factores de recurrencia menos universal y de alcance más restringido que, sin embargo, individual o colectivamente desempeñan —o han desempeñado— un papel de cierta importancia en el desarrollo del vestido. Pero antes de exponerlos haremos bien en tener en cuenta que, aun aquí, debe distinguirse a menudo un cierto elemento sexual en las satisfacciones que ofrecen, elemento que es a veces tan obvio y claro que no necesita señalarse pero que, en otros casos, requiere una explicación para que se advierta plenamente su fuerza y naturaleza.

trofeos

Algunos autores (especialmente Herbert Spencer)8 han sugerido con sólidos fundamentos que muchos de los rasgos decorativos de nuestra vestimenta estaban relacionados originalmente con la práctica de portar trofeos. Cuando un cazador mataba un animal, a menudo llevaba a su casa alguna parte que le pareciera útil o decorativa, o que sirviera como recuerdo permanente de su proeza. Particularmente los cuernos y las astas se adaptaban a sus propósitos decorativos y, de una forma u otra, los cuernos se han usado muy a menudo como ornamento, sobre todo en el tocado. Las pieles de animales, especialmente las cubiertas de pelaje, eran tanto decorativas como útiles, y servían también como signo del éxito de un cazador. Pero tales símbolos del éxito no sólo eran codiciados por los cazadores. El guerrero que salía a combatir a un enemigo humano deseaba también una señal de la victoria y alguna parte del enemigo muerto era guardada frecuentemente con este propósito. El cuero cabelludo que los indios norteamericanos arrancaban a sus víctimas era una forma de este adorno y tal práctica de ninguna manera se ha limitado a América del Norte.9 En otros lugares se llevaban collares confeccionados con los dientes de los enemigos muertos y, en otros, los huesos de los adversarios eran llevados como ornamento. Así, en algunas partes el hueso del maxilar se llevaba alrededor del brazo como un brazalete. Incluso la mano y el falo de un enemigo caído a menudo eran seccionados y se consideraban como un importante y valioso trofeo.

Este último ejemplo nos recordará que el simbolismo fálico tiene un importante papel (aunque más o menos inconsciente) en la popularidad de los trofeos. Muchas veces se emplean como signo del poder (en última instancia, del poder fálico) del que los lleva o del que los posee; es como si el trofeo proveyera a su propietario de un nuevo y mejor falo. Por otro lado, despojar del trofeo a la víctima es con frecuencia un proceso simbólico de castración, lo que proporciona más datos sobre el modo en que el complejo de castración puede influir en la ropa.10 Sin duda, los efectos del complejo en este sentido son probablemente mucho más amplios y más vastos de lo que podría suponerse a primera vista. Tomar los trofeos de los enemigos muertos es psicológicamente afín al despojo de las armas de los enemigos capturados (cf. la entrega ceremonial de las espadas por parte de los oficiales como símbolo de sumisión). Esto se relaciona con la costumbre, difundida entre muchos pueblos primitivos, de desvestirse o quitarse alguna vestidura en señal de respeto, costumbre que persiste todavía entre nosotros, por ejemplo, quitarse el sombrero, y a la que tendremos ocasión de referirnos nuevamente cuando hablemos de las diferencias entre los sexos.

aterrorizar

Los adornos consistentes en despojos de enemigos derrotados se transforman fácilmente en horrendos o temibles. Y esto nos lleva a otra de las funciones del adorno, aunque se trate de una función que tiene sólo un significado ocasional: el deseo de infundir terror en los corazones de los enemigos o de otras personas a las cuales se desea impresionar o alarmar. Otros ejemplos de este tipo de adorno pueden encontrarse en la práctica de la «pintura de guerra» —acompañamiento natural de las danzas guerreras y de otras formas de ceremonias militares— y en el empleo de máscaras grotescas o feroces. Éstas se utilizan más a menudo en los rituales de las sociedades secretas. Nosotros mismos podemos todavía obtener una débil comprensión del uso agresivo de las máscaras a través de su empleo en fiestas como el carnaval y, en general, los uniformes militares quizás desempeñan aún esta función en alguna medida, o lo hacían así hasta que las condiciones de la guerra moderna relegaron todo este simbolismo al plano del desfile, conservando sólo las más simples y útiles formas de indumentaria militar. Se supone que el uniforme de los húsares provino originalmente de un intento de imitar las costillas, lo que sin duda estaba destinado a provocar terror a través de la simbolización de la muerte, sobre todo cuando se completaba con

la representación de una calavera en el gorro. La influencia de esta indumentaria puede rastrearse todavía en el uniforme aparentemente inofensivo de los botones.11

distintivos de rango, posición, etc.

La mención de los uniformes militares conduce naturalmente a otra función del adorno: la indicación del rango y la posición del que los ostenta. Ciertos ornamentos o colores especiales (por ejemplo, la corona, el cetro, el manto real) siempre han sido prerrogativas de la realeza o de otras altas dignidades militares, civiles o religiosas.

Con el establecimiento de jerarquías eclesiásticas o militares, un elaborado sistema de rangos ha encontrado su contrapartida en un sistema igualmente elaborado de diferenciación por la indumentaria o el adorno, cuyo principio general establece que, cuanto más alta sea la categoría, más elaborada y más costosa será la ornamentación. Cuando, como ocurre en la mayoría de las civilizaciones militaristas, las diferencias de rango o cargo se relacionan estrechamente con diferencias en la posición social, un sistema igual o similar de diferencias en la indumentaria y ornamentación puede llegar a distinguir diferentes castas, clases o profesiones. En el curso de su evolución, algunos rasgos decorativos particulares del vestido pueden llegar a asociarse con casi cualquier cuerpo de individuos ligados por intereses comunes. Al respecto, son de particular importancia las insignias de las sociedades secretas (por ejemplo, entre las sociedades civilizadas, los Rosacruces, los Masones, los miembros del Ku Klux Klan, la sociedad Duk Duk en el archipiélago Bismarck). Son menos importantes, por su carácter más efímero, las peculiaridades de la indumentaria asociadas con partidos o tendencias políticas, por ejemplo, la asociación del rojo con la revolución y del blanco con la reacción.

signos de localidad o nacionalidad

Los trajes tradicionales, asociados con la localidad o la nacionalidad difieren sólo levemente, por lo menos en lo que concierne a su psicología, de los ejemplos señalados más arriba. Los así llamados trajes «nacionales» (que, en realidad, son más a menudo «locales») indican que el que los usa pertenece a un distrito, a un clan, o a una nación en particular.

Todos los trajes o adornos que entran en las dos últimas categorías poseen un importante rasgo en común: su tendencia a la inmutabilidad. Su valor, en cualquier momento en que se lleven, depende en gran medida de que son similares a los vestidos ligados al pasado del mismo distrito, clan, etc. En este sentido, contrastan marcadamente con las vestimentas que están sujetas a los cambios impuestos por la moda, cuyo valor deriva casi enteramente del hecho de que no son las mismas que las usadas en el pasado. Esta es una diferencia fundamental a la que volveremos en el capítulo 8.

ostentación de riqueza

Además de estar vinculados con categorías como clase, rango, posición, localidad, etc., los aspectos decorativos de la vestimenta frecuentemente tienen relación con la riqueza. Los individuos más ricos se permiten usar materiales más elaborados y costosos que sus hermanos y hermanas más pobres y, en las sociedades en las que la riqueza es motivo de orgullo y un medio de obtener poder y respeto, es natural que aquéllos traten de distinguirse de esta forma.

Las diferencias en atuendos y adornos así surgidas tienen, sin embargo, la característica de ser mucho menos estables que las referidas anteriormente. La adquisición de riqueza es, en cierto sentido, un asunto más fácil que la adquisición de poder, rango o posición social, por cuanto depende más de la suerte o de la habilidad individual y menos de la tradición y del consenso sociales y, además, porque las diferencias de grado de riqueza son mucho menos fijas y arbitrarias que las de rango. Por esta razón resulta prácticamente imposible que las clases o individuos más ricos mantengan sus particularidades distintivas en el vestido durante mucho tiempo. Se puede concluir, pues, que las diferencias en el vestido debidas a la diferente riqueza tienen mucho más en común con las fluctuaciones características de la moda que con las distinciones basadas en el rango o en la posición.

La riqueza de un individuo puede ser denotada no sólo por la opulencia de su vestimenta, sino que también puede ser llevada de un modo más fácilmente cambiable en la forma del adorno. En las sociedades civilizadas, la aproximación más común a esto es el uso de piedras preciosas como joyas, aunque las propias monedas (en su mayoría, de hecho, antiguas) pueden cumplir a veces la misma función, mientras que en los pueblos primitivos la riqueza se ostenta a menudo en forma de conchas y dientes que representan su dinero. A medida que se desarrolla la vida económica y las circunstancias que requieren el uso real de dinero se hacen más frecuentes, el motivo de exhibición se mezcla con motivos de tipo más puramente utilitario, y las monedas, o un equivalente de ellas, pueden llevarse no sólo para mostrar que el que las lleva es rico, sino para permitirle realmente comprar lo que necesita.

uso de artículos imprescindibles

Esta última consideración conduce sin solución de continuidad a otro de los motivos del uso del vestido: la necesidad de llevar con nosotros lo que necesitamos en nuestra vida diaria. Este factor ha tenido una clara influencia sobre ciertos atuendos convencionales, especialmente en los uniformes militares en los que, por ejemplo, la espada y las espuelas pueden llegar a ser partes de un todo reconocido y usadas con propósitos decorativos y ceremoniales, aun en circunstancias en las cuales no se requieren. El uniforme de los boy scouts, con un cinturón del que cuelgan los cuchillos e instrumentos de exploración, constituye el ejemplo moderno de un atuendo que obviamente se ha visto influenciado por la misma idea.

La necesidad o costumbre de llevar artículos imprescindibles es un asunto de considerable importancia que ha sido indebidamente descuidado por los estudiosos del vestido. Volveremos más tarde sobre este asunto cuando nos ocupemos de las consideraciones prácticas relativas a la reforma del vestido.

extensión del yo corporal

Queda aún otro motivo, relacionado con el adorno, que es algo más sutil en su funcionamiento y cuya primera formulación clara y explícita se debe a Hermann Lotze (63). Se trata, en esencia, de un motivo psicológico que, reducido a sus términos más simples, consiste en lo siguiente: la ropa, aumentando de un modo u otro el tamaño aparente del cuerpo, nos da una sensación mayor de poder, de una mayor extensión de nuestro yo corporal, ya que, en última instancia, nos permite ocupar más espacio. En palabras de un autor que ha hecho una de las más valiosas contribuciones a la psicología del vestido:12 «siempre que ponemos un cuerpo extraño en relación con la superficie de nuestro cuerpo —porque no es sólo en la mano donde se desarrollan estas particularidades— la conciencia de nuestra existencia personal se extiende a las extremidades y a las superficies de ese cuerpo extraño y las consecuencias son diversas sensaciones, sea de expansión de nuestra propia persona, sea de la adquisición de un tipo y cantidad de movimiento extraño a nuestros órganos naturales, de un grado inusual de vigor, poder o resistencia, o de firmeza en nuestra posición». Se observará que, de acuerdo con esta formulación, el principio no se limita de ninguna manera al vestido. El ejemplo más simple y más claro de su aplicación puede verse en el caso de los utensilios y de las herramientas. Si uno toma un bastón y toca el suelo con él a medida que camina, le parecerá sentir realmente el suelo cuando toma contacto con el extremo del palo; es como si el alcance de su brazo se extendiera de forma considerable. De un modo similar, el vestido nos permite extender nuestro yo corporal. De hecho, hay ciertos casos muy claros de transición entre la ropa y los instrumentos, y no es fácil decidir si los patines, los esquís y los guantes de boxeo deben ser considerados como prendas o como herramientas que han sido agregadas al cuerpo. Otro ejemplo muy claro de este principio, en una esfera que corresponde más bien a la indumentaria que al instrumento, lo proporciona la más simple y obvia de las prendas: la falda. Si el lector echa un vistazo a la figura 1, recordará inmediatamente el hecho, en realidad muy familiar, de que la falda añade a la forma humana ciertas cualidades de las que la naturaleza no la ha dotado. En lugar de estar sostenido por sólo dos piernas con nada entre ellas salvo el aire, un ser humano con falda adquiere proporciones mucho más amplias y voluminosas, y el espacio comprendido entre las piernas se ve colmado, a menudo, con un gran aumento de dignidad. La simple pose de la bailarina en la figura muestra esto claramente. Sosteniendo su falda como lo hace, crea una impresión de poder corporal y de gracia que no habría podido ser alcanzada por el cuerpo desnudo, por muy hermoso que fuera. El mismo principio está ilustrado en la serie de fotografías de la figura 3, en la cual la extensión aparente de la persona corporal producida por un chal puede compararse con una pose aproximadamente similar de la misma modelo vestida sólo con un ajustado traje de baño.

Sin embargo, como se indica en el pasaje citado anteriormente, no sólo cuando el cuerpo está inmóvil puede experimentar esta clase de extensión sino que, en algunos casos, puede alcanzarse aún más fácil e intensamente cuando el cuerpo está en movimiento. Los movimientos del cuerpo se transmiten a la ropa, pero debido a la inercia éstas no siguen estrechamente los movimientos corporales, a menos que sean ajustadas y, entonces, toda clase de efectos notables se producen de esta manera. Consideremos otro simple ejemplo: la patinadora de la figura 2 parece adquirir a través del movimiento de su falda «un tipo y cantidad de movimiento extraño a nuestros órganos naturales». Tales efectos son susceptibles de gran desarrollo y ciertas formas de la danza dependen en gran medida de ellos. En particular, la danza de Loie Fuller es un notable ejemplo de su empleo con fines artísticos (fig. 4).

Estos efectos, que sin duda son de gran importancia en la consecución de diferentes satisfacciones derivadas del vestido, dependen psicológicamente de una ilusión, del tipo conocido por los psicólogos como «confluencia». En esta ilusión, la mente no es capaz de distinguir dos cosas que en otras circunstancias son fácilmente discernibles y atribuye a a lo que en realidad pertenece a b, de tal manera que a parece experimentar un incremento.

Así, en la figura 5, el cuadrado w y el cuadrado interno x son, en realidad, del mismo tamaño. Sin embargo, el último puede parecer más grande porque participa de la extensión adicional provista a la figura central por el cuadrado exterior que la rodea. Esto es algo análogo a lo que pasa con el vestido. La extensión de la figura humana total debida al vestido se atribuye inconscientemente al cuerpo que lo lleva, porque es la porción más vital e interesante del todo.

Sin embargo, aquí, como en los demás casos, deben observarse ciertas leyes que rigen la ilusión. De éstas, la principal es que la diferencia entre las dos partes del todo que se confunden no debe ser tan grande como para impedir la confusión. Si la diferencia es demasiado grande, el proceso de «confluencia» da lugar al proceso opuesto de «contraste», como se ve en y, donde el cuadrado relativamente grande a su alrededor tiende a hacer parecer más chico el cuadrado interno, cuando, en realidad, es igual al cuadrado w y al cuadrado interno de x. De forma similar, hay un límite para lograr un aumento aparente de la extensión corporal por medio del vestido. Es el caso de una prenda que por su gran tamaño puede producir por contraste el efecto de empequeñecer el cuerpo. Un ejemplo de esto se encuentra en las páginas 37 y 38 y se ilustra en la figura 9.13

Sin embargo, debe aclararse que el tamaño excesivo de la prenda no es el único factor que contrarresta el efecto de confluencia. Para que éste se produzca, las diferentes partes de un todo (en este caso, cuerpo y ropa) deben, en alguna medida, fusionarse mentalmente en una unidad. Una prenda que por su aparente resistencia a convertirse en parte de un todo orgánico con el cuerpo (por ejemplo, un gran sombrero que amenaza caerse) puede no ser capaz de realizar el necesario proceso de incorporación. En este caso, el efecto puede no ser diferente del de z en la figura 5, donde el cuadrado derecho (nuevamente del mismo tamaño de w) no aumenta aparentemente por la yuxtaposición del cuadrado inclinado, que es del mismo tamaño del cuadrado exterior en x.

Como se sobrentiende, los efectos de los que hablamos no se limitan de ninguna manera al sentido de la vista. Para el que la lleva, la ropa se aprecia en gran medida a través del sentido del tacto. Si la prenda en cuestión puede comportarse de un modo que no está de acuerdo con los deseos del que la lleva, es probable que parezca un cuerpo extraño molesto más que una extensión agradable de la persona. Un gran sombrero, inseguramente asentado y expuesto a salir volando por cualquier ráfaga de viento o por cualquier movimiento descuidado de la cabeza, es un ejemplo extremo de lo que decimos. Por otro lado, un gran tocado que siga fácilmente los movimientos de la cabeza puede dar un sentido muy estimulante de expansión ascendente. Quizás esto sea particularmente cierto del sombrero de copa (cualesquiera sean sus defectos estéticos en cuanto a forma y color). Sin embargo, lo principal14 es que la función «extensiva» de las prendas debe ser tal que esté en armonía con nuestro empeño más que bajo nuestro control directo. Una pluma, una bufanda, o una falda volando al viento o destacando con su inercia nuestros movimientos, pueden ser muy satisfactorias en tanto no interfieran con la realización de nuestros deseos. De esta manera, y por así decirlo silenciosamente, nos anexionamos los efectos del viento y de la inercia, los tratamos como si los produjéramos nosotros mismos, y sentimos que con ello nuestro propio poder corporal aumenta.15

La determinación de las condiciones que producen la extensión óptima es evidentemente un asunto difícil y delicado, ya que estas condiciones varían, como es obvio, según los gustos y hábitos individuales y según las circunstancias. Quizás sea más frecuentemente cierto que, como sugiere Flaccus, «cuanto menos se distraiga la atención con elementos irritantes en la superficie de contacto real, más perfecta será la ilusión [de extensión]». De este modo, los materiales no flexibles, que provocan ásperos contactos con la piel, pueden dificultar la necesaria incorporación al yo. No obstante, no puede haber dudas de que, en ciertas circunstancias y usadas con las debidas precauciones, las telas rígidas son también capaces de aumentar considerablemente esta extensión ilusoria de nuestra personalidad. Existe aquí un campo en el que el método experimental puede aplicarse con provecho.

1. La exposición más clara y resumida de este asunto se encontrará en Bloch, 7, p. 146 y ss.

2. Eduard Flichs, 44, vol. iii, p. 212.

3. Para un breve resumen de nuestro conocimiento actual sobre el simbolismo sexual del vestido, el lector puede consultar el trabajo del autor sobre Clothes Symbolism and Clothes Ambivalence, 36.

4. En este aspecto, el zapato es ambisexual. El simbolismo femenino de la liga se ilustra muy bien en algunos ejemplares en venta recientemente en Londres, que estaban provistos de una representación plateada de una puerta con inscripciones como: «Vaya con cuidado», «Esta puerta es privada», «Propiedad privada».

5. Havelock Ellis, Studies in the Psychology of Sex, v, p. 25.

6. Las «etapas» se refieren aquí por supuesto a la claridad del simbolismo erótico, no a la cronología.

7. Por ejemplo, Sadger, 82, p. 327 y ss.; Freud, 41, p. 161.

8. 91, vol. ii, p. 128 y ss.

9. Ni tampoco a culturas primitivas. Por lo menos el autor recuerda bien el orgullo con el que un compañero de estudios exhibía (como el principal adorno de su estudio) un cuero cabelludo simbólico, en la forma del casco de un policía, capturado durante una «juerga colegial».

10.Cf. Marie Bonaparte, 9.

11. Webb, 103, p. 105.

12. Flaccus, 34.

13. Tanto la confluencia como el contraste pueden usarse, por supuesto, de muchas maneras sutiles en los detalles del atuendo. Pueden emplearse, por ejemplo, para acentuar la pequeñez de alguna parte del cuerpo, cuando así se desea, como se ejemplifica en el párrafo siguiente: «A menudo es en el volumen del objeto en donde se oculta el secreto de su seducción. Este pañuelo de batista no interesaría a nadie si no fuera tan exiguo. Extraviado, parece al que lo recoge un copo de nieve que se funde en su mano. Este pañuelo atestigua bien la insignificancia del rocío que restaña: será reemplazado mañana, sin transición, por un enorme pañuelo de seda que desborde del bolsillo que, por el medio contrario, por la desproporción entre la causa y el efecto, hace pensar exactamente en la misma cosa: en la extrema pequeñez de la nariz», (Bibesco, 4, p. 150.)

14. Como lo aclara Flaccus, op. cit.

15.Las consideraciones aportadas recientemente por Cullis (18) hacen que parezca posible que dichos efectos del viento (sobredeterminados por las ideas asociadas con los gases intestinales) pueden haber desempeñado un papel mayor en el desarrollo de las prendas voluminosas y curvadas de lo que se sospechaba previamente.

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