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La “fe” en

la historia

Durante las últimas 24 horas he tenido que utilizar la fe en una gran variedad de situaciones. Ayer, cuando me desperté, la radio dio la noticia de que en California se habían producido unos terribles aludes de barro. No he visto las fotos, pero me creo la historia: tengo fe en la noticia.

Cuando a mitad del día mi hija me llamó para decirme que había salido a correr y de repente se había sentido realmente enferma en mitad de la calle, también me lo creí. No tenía ninguna evidencia de que me estaba diciendo la verdad, pero aun así salí corriendo a buscarla. Por la tarde, mis mejores amigos, Ben y Karen, tomaron un vuelo en Sídney para regresar al Reino Unido… o eso me dijeron. No les pedí que me enseñaran los billetes de avión ni su itinerario impreso, pero les di un abrazo y un beso de despedida con toda la buena fe del mundo, y les prometí que contactaría con ellos cuando volviera a Oxford en mayo. Me da la sensación de que ellos también me creyeron.

Luego, por la noche (fue un día movidito), había salido a cenar con unos amigos cuando un colega me llamó por teléfono para decirme que la niña de seis años de una familia de nuestra iglesia había fallecido pocas horas antes. Asumí rápidamente mi papel de líder de la iglesia e hice las llamadas pertinentes, envié mensajes y me encargué de los tristes detalles para el funeral.

Cuando me metí en la cama sobre las once de la noche, escuché un podcast y me enteré de algunos detalles triviales (después de la llamada anterior, todo me parecía trivial) sobre el estilo de negociación de Donald Trump en sus últimos debates con los demócratas respecto a la política de inmigración. Esta mañana cuando me desperté seguía creyendo en todo lo que acepté por fe ayer. Y no me siento mal por ello. De hecho, se me ponen los pelos de punta cuando pienso cómo habría discurrido el día si no hubiera aceptado las cosas por fe, si en lugar de eso hubiera exigido ver evidencias tangibles antes de creer lo que me decían los demás.

LA FE COTIDIANA

Supongo que tú (y la mayoría de mis lectores) habrás aceptado por fe lo que he escrito hasta ahora (te aseguro que es cierto, no una ilustración útil de las que se inventan los escritores para añadir un poquito de gracia a sus libros). Pero, ¿por qué me ibas a creer? No nos conocemos. Si nunca has leído nada de lo que he escrito, no soy más que un tipo australiano a quien le apasiona la historia.

Entonces, ¿qué está pasando aquí, cuando digo que puse mi fe en los diversos eventos de las últimas 24 horas, y tú tienes fe en mi transmisión de esos sucesos? La respuesta es sencilla: debido a una larga experiencia en interactuar con otros en este mundo, hemos llegado a pensar que la mayoría de las veces es prudente poner una buena dosis de confianza en el testimonio de otros, cuando esas personas parecen darnos ese testimonio con buena fe. Tener “fe” te ha funcionado bien a la hora de recopilar información sobre el mundo real, y por ello has llegado a considerar la fe en el testimonio como una vía en la que generalmente puedes confiar para adquirir conocimiento personal.

LA CONFIANZA EN LOS TESTIMONIOS

La confianza o fe en los testimonios es crucial para el conocimiento académico, así como para el personal. Prácticamente todo lo que aprendimos en la escuela o en la universidad lo aceptamos por fe. Confiamos en el testimonio del profesor o profesora porque no disponíamos de un conocimiento directo de ninguna de las materias del currículo. En clase de literatura inglesa, nos fiamos de lo que nos contaron sobre Shakespeare: cuándo vivió, qué obras de teatro son suyas y cuál es la terminología correcta para hablar de los recursos literarios que emplea (soliloquio, doble sentido, etc.).

Lo mismo pasa en la clase de historia. Todos y cada uno de los datos que decimos “saber” sobre la invasión normanda de la Inglaterra sajona en 1066 (incluso la propia fecha) los conocemos solo porque pensamos que era razonable fiarse del maestro y del libro de texto. Incluso en la clase de ciencias, prácticamente todo lo que aceptamos como verdad respecto a la biología celular, la velocidad de la luz, la mecánica cuántica y demás, lo asimilamos (y seguimos haciéndolo) pura y llanamente por fe: la confianza en los conocimientos y en las buenas intenciones de los docentes y de los manuales.

Esto es así incluso entre los científicos profesionales de todas las disciplinas. Los biólogos, por ejemplo, confían en lo que les cuentan sus colegas astrofísicos sobre el cosmos, sin repetir laboriosamente todas sus observaciones ni repasar con detalle sus cálculos matemáticos. De la misma manera, los astrofísicos confían en los biólogos para conocer la mecánica de las células, sin necesidad de acercarse a un microscopio. Esto es tan cierto para mí como lo era para un investigador que viviera en el mundo antiguo. Yo dispongo de conocimiento directo solo de algunas cosas (los idiomas, los textos, los nombres y la arqueología de Judea y Galilea en la época romana), pero por lo que respecta al resto de la historia grecorromana, me fío agradecido de los hallazgos publicados (el testimonio) de otros investigadores.4

LOS LÍMITES DEL TESTIMONIO Y DE LA FE

Sin embargo, hay ocasiones en que el testimonio humano es imperfecto o malicioso. Alguien a quien considerábamos un experto digno de confianza resulta estar tremendamente equivocado o tener una confianza desmedida y excesiva en sus postulados. Un amigo (o ex amigo) que juraba que algo era cierto resulta ser un embustero caradura. Estas experiencias mellan nuestra confianza, nuestra fe, en el testimonio de otros. Hacen que seamos especialmente sensibles a la posibilidad de que los seres humanos no sean dignos de confianza y que descubramos nuestra propia ingenuidad.

Y eso está bien; incluso es positivo.

Con suerte, estas experiencias nos ofrecen pistas para poder distinguir entre los testimonios fiables y los falsos, haciendo así que la próxima vez seamos un poco menos vulnerables a las mentiras. Es posible que los niños de cinco años se fíen de todo lo que les dicen los adultos, pero los individuos de treinta y tantos, por lo general, han aprendido a ser más cautelosos y buscan instintivamente indicios de mentira. Puede que incluso, inconscientemente, utilicen algunos análisis sencillos para evaluar la coherencia interna del testimonio de alguna persona, y la confiabilidad general de quien testifica de algo (esta es una forma rudimentaria del “método histórico”). Pero en ambos casos (el del niño inocente y el del adulto experimentado) tenemos la necesidad ineludible de depender, en términos generales, del testimonio de otros en nuestra vida. La fe es un puente sólido que lleva al conocimiento.

ALGUNAS DEFINICIONES ESCÉPTICAS

La definición escéptica de “fe” como creencia que carece de evidencias ha llegado a nuestros diccionarios solamente por el uso reciente que se ha hecho de ella en círculos escépticos. Así es como funcionan los diccionarios. No son árbitros del mejor uso de los términos; solo registran cómo acaban usando las palabras los humanos. Y el uso de la palabra “fe” en el sentido despectivo de creer cosas sin una buena razón comenzó en un momento relativamente tardío de su historia (en el siglo XIX), y por algunas personas, no por una mayoría. Durante la mayor parte de la historia del idioma inglés, al menos desde el siglo XI hasta nuestros días, fe ha significado habitualmente “fidelidad”, “lealtad”, “credibilidad”, “confianza”, “veracidad” y “seguridad”; estos son sinónimos del significado originario de “fe” tal como aparece en el Oxford English Dictionary (OED). En concreto, hay dos definiciones de la fe que hallamos en esa entrada del OED que nos ofrecen una explicación perfecta de por qué la fe es esencial para el conocimiento en general y para el conocimiento histórico en particular:

7(a) La confianza o creencia firme en algo, o la dependencia de ello (por ejemplo, la veracidad de una afirmación o de una doctrina; la capacidad, bondad, etc., de una persona; la eficacia o el valor de una cosa); confianza; crédito.

7(b) Creencia basada en evidencias, en testimonios o en la autoridad de alguien.

El propósito de todo esto para nuestra investigación de la historia, y de la historia de Jesús de Nazaret en concreto, es destacar que la confianza en el testimonio (propia del sentido común) que respalda buena parte de nuestro conocimiento personal y académico del mundo también es crucial para obtener conocimientos sobre el pasado. Hacer historia conlleva leer testimonios antiguos y reflexionar sobre ellos para luego decidir si fiarnos de ellos o no (o alcanzar un punto intermedio). Abordamos los testimonios antiguos (las “fuentes primarias” que analizamos en los capítulos siguientes) de una manera muy parecida a como abordamos los testimonios de la vida cotidiana. Los historiadores formulan preguntas como estas:

 ¿Estaba el autor bien posicionado para conocer la información que transmite?

 ¿Tiene el autor el carácter general de ser alguien que informa de buena fe?

 Lo que cuenta, ¿encaja con lo que se sabe más en general sobre la época y el lugar del que habla?

 ¿Alguna de las cosas concretas de las que habla el autor están corroboradas, al menos en términos generales, por el testimonio de otros autores?

LA PSICOLOGÍA DE LA FE Y LA DUDA

La creencia y la duda son tanto realidades psicológicas como condiciones intelectuales. El primer pensador que investigó la psicología de la creencia (por lo que sabemos) fue el filósofo griego Aristóteles (384-322 a. C.). Escribió el que posiblemente sea el manual de mayor éxito de toda la historia sobre cualquier tema. Su Retórica se estudió en universidades de todo el mundo, desde la antigua Academia de Atenas hasta las universidades medievales de París y de Oxford, llegando hasta el periodo moderno temprano en instituciones como Harvard y Princeton. El libro es un análisis detallado de por qué algunos argumentos son válidos y otros no, o, más exactamente, por qué algunas personas logran convencernos y otras no.

Aristóteles utiliza tres términos para etiquetar las tres partes de la persuasión:

1 A la dimensión lógica la llama logos.

2 Al aspecto ético (es decir, a si el persuasor parece moralmente creíble) lo llama ethos.

3 Y a la dimensión emocional la llama pathos.

Cada una de estas facetas de la persuasión se puede dividir en numerosas subcategorías, pero la idea básica es que la persuasión funciona o no dependiendo de toda una gama de factores, no solo de los hechos.

Por suerte o por desgracia, no somos cerebros suspendidos en un líquido. En lugar de eso, interpretamos la información basándonos en nuestras preferencias y en nuestras experiencias pasadas. Nos influyen las opiniones de las personas a quienes admiramos. No podemos evitar que nos motiven (o nos descarríen) factores concretos como son la edad, la salud, los patrones de sueño e incluso lo que desayunamos esta mañana. En otras palabras, no somos pura mente. También somos criaturas sociales, psicológicas y físicas. Esto tiene consecuencias importantes para nuestra forma de abordar la ciencia.

CONÓCETE A TI MISMO

La sabiduría resultante de conocer tus propias influencias cognitivas y emocionales es la revelación esencial que encuentro en uno de mis libros favoritos de la última década, La mente de los justos: por qué la política y la religión dividen a la gente sensata (Deusto, 2012), de Jonathan Haidt. El profesor Haidt es un psicólogo social evolutivo de la Universidad de Nueva York.

El libro es un repaso de los últimos veinte años de investigación sobre nuestra manera de forjar (y defender) nuestras creencias sobre política, religión, ética, estética e incluso ciencia. Un estudio tras otro demuestra que tendemos a formar nuestras opiniones intuitivamente, y solo entonces respaldamos nuestra postura con argumentos racionales.

Esta potente conclusión es un arma de muchos filos. Es aplicable tanto a conservadores como a progresistas, a fundamentalistas y a escépticos. Algunas de las evidencias para llegar a esa conclusión son muy graciosas (recomiendo de corazón el libro), pero la lección sencilla y recurrente es que la creencia y la incredulidad suelen ser el resultado de una combinación de factores. La argumentación racional tiene un peso específico, pero un papel importante (y si Haidt tiene razón, el papel principal) lo desempeñan las preferencias y las experiencias de vida que componen nuestra “cognición intuitiva”, como él la llama. Haidt comenta:

Preguntamos “¿Me lo puedo creer?” cuando queremos creer algo, pero “¿Me lo tengo que creer?” cuando no queremos creerlo. La respuesta a la primera pregunta casi siempre es “sí”, y “no” a la segunda.

NO IMPORTA LO INTELIGENTE QUE SEAS

Es posible que las evidencias más interesantes (perturbadoras incluso) sean las que, según la descripción de Haidt, demuestran que los individuos con un CI alto no son mejores que los que tienen un CI medio a la hora de evaluar de argumentos a favor y en contra de un tema. Los test revelan que la única “ventaja” que tienen las personas con un CI elevado es la capacidad de racionalizar internamente sus opiniones y de defender su postura ante otros. Tienen lo que Haidt llama un “secretario de prensa interno”, que puede justificarlo todo automáticamente. “Las personas con un CI más alto pueden dar más razones” para justificar su postura en un debate, dice, “pero no se les da mejor que a otros encontrar razones para la otra postura”. Los listos tienen más fácil, sencillamente, salir airosos en las discusiones… consigo mismos y con otros.

La investigación que esboza Haidt ayuda quizá a explicar la conclusión (bastante extendida) de que, por lo general, los ateos son más inteligentes que quienes creen en Dios.5 Si Haidt tiene razón al decir que la inteligencia meramente permite que las personas se convenzan a sí mismas (y a otros) de un argumento, podemos concluir que las personas inteligentes destacan en argüir evidencias en contra de Dios. Su inteligencia no dice nada sobre la calidad de las propias evidencias. Al decir esto no pretendo ofender a ningún ateo.

En realidad, a esta misma investigación se le puede dar la vuelta para que escueza a algunos cristianos. Cuando analizamos los datos resulta que aunque los ateos, hablando en términos generales, tienden a ser más inteligentes que los teístas, los anglicanos (la Iglesia de Inglaterra o episcopalianos) tienden a tener el CI más elevado de todos. Sí, son más inteligentes que los ateos (véase el estudio de Nyborg que acabo de citar). ¿Qué significa esto? Pues a la luz de la conclusión de Jonathan Haidt sobre el vínculo que existe entre la inteligencia y la racionalización, seguramente no significa gran cosa. Tanto los ateos como los anglicanos deben resistirse a la tentación de citar su CI como confirmación de las cosas en las que creen. ¡Sencillamente, puede que se les dé mejor convencerse a sí mismos de que tienen razón!

Estas conclusiones sobre la creencia y la duda no son conceptos difíciles de entender. Seguramente detectamos las mismas cosas a nuestro alrededor, y en nosotros mismos, un día tras otro. Sin embargo, la importancia de ser conscientes de ello, sobre todo cuando estudiamos un tema como es la historia de Jesús, radica simplemente en destacar que las evidencias no serán el único factor en juego cuando evaluemos el material relevante. El análisis intelectual jugará un papel crucial, como debe ser, pero también lo harán nuestros sentimientos sobre el hombre de Nazaret, nuestra experiencia previa con los cristianos y, francamente, si sintonizamos o no con el escritor al que estemos leyendo. La clave para todo esto es, sencillamente, ser conscientes de nosotros mismos dentro de toda nuestra complejidad humana.

En resumen

La “fe” no es lo contrario al conocimiento. La confianza en el testimonio humano es fundamental tanto para vivir en el mundo como para aprender sobre el pasado. Y esta confianza, como la duda, se puede ver influida por factores psicológicos y sociales, igual que por consideraciones intelectuales.

Lecturas

EL TESTIMONIO SOBRE JESÚS EN EL EVANGELIO DE JUAN

Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él, y le había dicho: Señor, ¿quién es el que te ha de entregar? Cuando Pedro le vio, dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de éste? Jesús le dijo: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú. Este dicho se extendió entonces entre los hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero. Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales si se escribieran una por una, pienso que ni aun en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir.

JUAN CAPÍTULO 21, VERSÍCULOS 20 AL 25.

(JUAN 21:20-25).

Testimonio de Plinio el Joven sobre la erupción del monte Vesubio

Apenas nos habíamos sentado a descansar cuando sobre nosotros se abatieron las tinieblas: no era la oscuridad propia de una noche sin luna o con nubes, sino como si una lámpara se hubiera apagado en una habitación cerrada. Se podían oír los chillidos de las mujeres, los llantos de los niños pequeños y las exclamaciones de los hombres; algunos llamaban a sus padres, otros a sus hijos o a sus esposas, intentando reconocerles por sus voces. La gente lamentaba su destino o el de sus familiares, y había algunos que, poseídos por el terror a morir, rogaban pidiendo la muerte. Muchos buscaban la ayuda de los dioses, pero aún eran más los que pensaban que ya no quedaban dioses y que el universo se había sumido en una oscuridad eterna… Nos aterraba ver todo transformado, enterrado bajo las cenizas como copos de nieve. Regresamos a Miseno (justo al oeste de Nápoles), donde atendimos como mejor pudimos nuestras necesidades físicas, y luego pasamos una noche angustiosa alternando entre la esperanza y el temor.

Plinio, Cartas 6.20.


4. Para un análisis detallado de la indispensabilidad de la confianza en la vida y en el mundo académico, véase el magnífico libro del filósofo Tony Coady, de la Universidad de Melbourne: C. A. J. Coady, Testimony: A Philosophical Study (Clarendon Press, 1995).

5. Ver, por ejemplo, Helmuth Nyborg, “The intelligence-religiosity nexus: A representative study of white adolescent Americans”, Intelligence 37.1.2009, pp. 81-93.

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