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2 EUROPA MODERNA

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La diversidad original de la civilización europea fue bastante inestable, y aunque duró mucho tiempo —toda la Edad Media, unos mil años— los elementos que la componían no eran armónicos entre sí. En el siglo XV, esa diversidad en su formación comenzó a descomponerse. La primera vez que esto ocurrió fue durante el Renacimiento.

El Renacimiento se define como el descubrimiento y redescubrimiento del saber grecorromano. Pero no era tanto que ese saber se hubiera perdido o fuera redescubierto, aunque se hicieran algunos avances en aquel tiempo. Lo que cambió fue que, en lugar de ser la Iglesia la que utilizaba el saber clásico para dar sentido a su teología, fueron los estudiosos que no pertenecían al clero quienes se interesaron en percibir el mundo grecorromano tal como existió cuando ese saber se estaba elaborando. Quisieron hacer arte como lo habían hecho los artistas antiguos y pensar como ellos lo hicieron. Se veían a sí mismos en ese mundo remoto, que era pagano y no cristiano, cuya realidad había ocultado la Iglesia mientras utilizaba ese saber para sus propios fines.

La renacentista fue también una sociedad «mundana». Los antiguos se habían preocupado mucho más por los hombres y sus hechos en la tierra que por la vida después de la muerte. Los antiguos habían celebrado el talento y las capacidades del ser humano, y apenas habían mostrado interés por la inmortalidad. Fue ese pensamiento mundano el que quisieron imitar los maestros del Renacimiento. Entre los antiguos filósofos y moralistas había una gran variedad de puntos de vista sobre cómo mejorar la vida o cuál era el mejor tema para pensar. Sus discusiones y reflexiones cuestionaron la exigencia impuesta por la Iglesia al pensamiento.

Sin embargo, los estudiosos del Renacimiento no atacaron frontalmente al cristianismo. Destacaban por sus aptitudes individuales, pero por lo general tenían una opinión parecida a la de sus mayores sobre la religión cristiana. En efecto, la religión no se vivía como algo problemático, era algo bueno y necesario, pero había otras cosas igualmente interesantes. La religión no iba a controlar la vida y el pensamiento, que era el objetivo de la Iglesia. En cuanto pudo escapar de ese control, el pensamiento europeo fue mucho más atrevido, más abierto, menos dado a la certeza de lo que había sido antes.

Con el Renacimiento comienza el largo proceso de secularización de la sociedad europea. El secular es un mundo en el que la religión puede existir, pero lo hace como un asunto privado, una especie de asociación de personas vinculadas a determinadas creencias, igual que en el mundo actual. La religión no domina la sociedad, no impone sus reglas y rituales a todo el mundo, ni controla el pensamiento.

Lo que sucedió en el Renacimiento fue que un pueblo con una cultura y tradición empezó a reflexionar sobre otra cultura y tradición. Una vez se ha dado ese paso, no hay retorno, no eres el mismo. Nada parece ya infalible e inmutable. No será la última vez que los pensadores europeos traspasen esa línea.

Los hombres del Renacimiento fueron los primeros en considerar la época grecorromana como la Época Clásica. Clásico aquí significa «lo mejor»: un punto de vista clásico, una actuación clásica, algo que no se puede superar. Creían que los logros de los antiguos en literatura, arte, filosofía y ciencia no tenían parangón y eran insuperables. El nuevo hombre moderno podía lograr determinados objetivos si imitaba a los clásicos. El Renacimiento atacó lo establecido con el siguiente mensaje: «los clásicos son sublimes».


Nuestro sistema de datación temporal tiene dos orígenes diferentes, lo cual es un recordatorio de la naturaleza diversa de nuestra civilización. Los años se cuentan a partir del nacimiento de Cristo; por ese motivo nos reconocemos como una civilización cristiana. En inglés, AD es la abreviatura de la expresión latina Anno Domini, «en el año del Señor»; en español y otras lenguas romances se usa d. C., que significa «después de Cristo» (quien en realidad no nació en el año 1 d. C., sino posiblemente entre el año 6 y 4 a. C.). No obstante, el modo de dividir el tiempo en edades (clásica, medieval y moderna) no tiene nada que ver con el cristianismo. Esta es la perspectiva del Renacimiento, que estableció que el mundo clásico alcanzaba el punto más alto de perfección y que luego la humanidad se extravió perdiendo el contacto con su herencia. Ese «tiempo de espera» es el que denominamos Edad Media, siglos en los que la Iglesia alcanzó su preeminencia en la vida social e intelectual. Así que clásico, medieval y moderno son adjetivos en modo alguno de origen cristiano.


Tres esculturas ilustran las tres edades: clásica, media y moderna. La primera es una escultura de la antigua Grecia, a la que le falta uno de sus brazos. No sobrevivieron muchas de las esculturas originales griegas. Lo que tenemos en realidad son copias romanas, no tan buenas. Nos referimos a Hermes con el niño Dioniso, de Praxíteles. El cuerpo humano como elemento de belleza y de perfección es una invención griega. Como dice el historiador del arte Kenneth Clark, hay que distinguir entre un desnudo y un cuerpo desvestido. El desnudo se basta a sí mismo, algo muy adecuado en ese estado; el cuerpo que ha sido despojado de sus ropas se reduce a la ausencia de estas. De hecho, muchos cuerpos masculinos no parecen tales: la intención de los griegos no era representar un cuerpo concreto. Trabajaban para hallar la perfección corporal y utilizaron las matemáticas para establecer las proporciones más agradables y bellas a la vista.

La segunda escultura resume bien la percepción medieval de la forma humana. Son unas figuras que se hallan en las puertas de la catedral de Hildesheim (Alemania). Representan a Adán y Eva tras haber comido la fruta que Dios les ordenó que no comieran. Adán culpa a Eva y esta culpa a la serpiente. Ambos están avergonzados de su desnudez. Estas figuras no son desnudos: personifican la doctrina cristiana según la cual el cuerpo es malo, el origen del pecado.


Hermes con el niño Dioniso, de Praxíteles (izquierda); Dios observa a Adán y Eva, puertas de bronce en Hildesheim (centro), y el David de Miguel Ángel (derecha).

Praxíteles, Hermes.

Dios expulsa a Adán y Eva. Puertas de bronce de la catedral de Hildesheim, Alemania.

Miguel Ángel, David.

La tercera escultura es de Miguel Ángel, artista del Renacimiento. Está modelada al estilo de los griegos y retoma su idea del desnudo. Este David representa la perfección de la forma humana, el hombre como encarnación de lo apasionado, noble y bello. Como dijo Hamlet: «¡Cuán parecido a un ángel en sus actos y a un dios en su entendimiento!».

El paso del desnudo al cuerpo desvestido y de este de nuevo al desnudo es una expresión del movimiento que va de lo clásico a lo medieval y luego a lo moderno, que es tal como lo veían los hombres del Renacimiento.

El Renacimiento fue la primera gran ruptura con el mundo medieval. La segunda fue la Reforma protestante del siglo XVI, que fue una crítica directa a la Iglesia. Su objetivo era regresar a la Iglesia cristiana tal y como era antes de que se transformara en romana. Como hemos visto, la Iglesia adquirió rasgos romanos porque se desarrolló durante el imperio homónimo. Cuando el imperio se derrumbó, la Iglesia continuó con su papa (similar a la figura del emperador), sus obispos y arzobispos (parecidos a los antiguos funcionarios del Imperio romano) y por debajo de ellos y a escala local, los párrocos. Esta corporación religiosa tenía sus propias leyes, castigos y prisiones, así como su propio sistema de recaudación de impuestos.

El papa y los obispos dirigían la Iglesia y marcaban la doctrina. La Iglesia garantizaba la salvación, pero solo con su mediación. Se necesitaban sacerdotes y obispos para salvarse. Había que hacer la comunión, ir a misa y solo un sacerdote podía oficiar el milagro de convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Los sacerdotes también eran imprescindibles para escuchar la confesión, otorgar el perdón e imponer la penitencia por los pecados. Eran los sacerdotes quienes conminaban a los fieles a rezar muchos avemarías, a ir de peregrinación o, en caso de ofensas graves, fustigarse ante el altar. A los ricos moribundos, los sacerdotes les decían que no irían al cielo a no ser que dejaran una buena parte de sus bienes a la Iglesia.

En la Edad Media, la mayoría de los sacerdotes, obispos y arzobispos no tomaban los hábitos porque fueran especialmente devotos y religiosos, lo hacían porque era la organización más imponente y rica de aquel tiempo. Se profesaban las órdenes sagradas como hoy se entra en la administración pública, en una gran empresa, en la universidad o en la política. Se trataba de encontrar un trabajo seguro, relevante y bien pagado, con el que vivía bien y se conseguía poder. La Iglesia ofrecía la oportunidad de enriquecerse y brindar trabajo a los amigos y familiares.

Con todo, esa organización rica, imponente y corrupta era la responsable de preservar la doctrina de Jesús y la crónica de los antiguos cristianos. Jesús y sus discípulos habían sido humildes, pero ahora los papas y los obispos vivían en palacios. Jesús alertó del peligro de la opulencia, así que los primeros cristianos se reunían en sus casas. Todo eso estaba recopilado en la Biblia, por lo que el libro sagrado de la Iglesia podía ser dinamita en manos de sus críticos. ¿Cómo consiguió la Iglesia escapar durante tanto tiempo a esa crítica abrumadora?

Al estar la Biblia escrita en latín, poca gente podía leerla. La Iglesia afirmaba que era la primera y última autoridad en interpretarla. Si alguien se valía de la Biblia para criticar la doctrina o las prácticas eclesiásticas, si se hacían especialmente molestos en ese sentido, se les quemaba por herejes. A ojos de la Iglesia eran falsos creyentes, un peligro para sí mismos y para la cristiandad. Pero en el siglo XVI, con la Reforma, uno de esos herejes se les escapó. Su nombre era Martín Lutero.

Lutero era un monje agustino que se tomaba la religión en serio. Vivía angustiado por su salvación: ¿qué podía hacer para salvarse si era un pecador? Un día, mientras leía la carta de san Pablo a los romanos, algo llamó su atención. Pablo decía que la fe en Cristo era suficiente para salvarse. A partir de ahí, Lutero dedujo que no se podía «hacer» nada para salvarse, y que sobre todo no había que ponerse en manos de los sacerdotes ni seguir sus instrucciones. Lo único que debía hacerse era creer, tener fe: «solo con la fe se puede alcanzar la salvación» era el mensaje central de Lutero. Creed en Dios y os salvaréis. Como creyente se puede aspirar a hacer cosas para complacer a Dios, realizar, como la Iglesia dicta, buenos actos, actuar como Cristo dijo que debíamos actuar. Pero esas obras, en sí mismas, no eran necesarias para salvarse. Aquí reside la diferencia fundamental entre la doctrina protestante y la católica.


Martín Lutero, por Lucas Cranach, 1532.

Los católicos ponían el acento en las buenas obras como parte del proceso de salvación. Peregrinar y dar dinero a los pobres fortalecían tu relación con Dios. Pero Lutero lo negó: ¿qué pueden hacer los pecadores y los corruptos para ser dignos a los ojos de Dios? Para Lutero, lo único que se puede hacer es creer; si creemos, Dios nos asegura que alcanzaremos la salvación.

El protestantismo es una suerte de «hágalo-usted-mismo». Por eso Lutero dijo que era innecesario el gran sistema creado por la Iglesia durante siglos. Esa opinión no fue muy bien vista en Roma. El papa rechazó sus críticas a la Iglesia y censuró la doctrina luterana sobre la salvación. Lutero replicó con agrias acusaciones sobre el papa. ¿Quién «se cree que es ese hombre? Se nos dice que es el representante de Cristo en la tierra, aunque en realidad es el enemigo de Cristo, el Anticristo. Vive inmerso en la pompa, lleva una triple corona y si os acercáis a él le tenéis que besar el anillo que lleva en el dedo. Se hace transportar a hombros por sus criados, cuando sabemos por la Biblia que Cristo iba a pie». La Biblia era la clave de las críticas de Lutero a la Iglesia. Si algo no constaba en la Biblia, la Iglesia no tenía por qué insistir en ello o practicarlo. La Biblia era la única autoridad. Después de su ruptura con Roma, lo primero que hizo Lutero fue traducir la Biblia al alemán para que todo el mundo pudiera leerla. De ese modo, los fieles se convertían en los administradores de su propia salvación.

La Reforma protestante fue un movimiento para reformar la Iglesia según la doctrina y la práctica emanada de la Biblia, pues quería recuperar la vida de la Iglesia primitiva. Su mensaje fue «el cristianismo no es romano».

¿Cómo logró Lutero escapar de la condena a ser quemado como hereje? Muchos factores le favorecieron. Uno fue la invención de la imprenta. Todas las críticas y denuncias de Lutero a la Iglesia eran inmediatamente impresas y circularon por toda Europa. La imprenta fue inventada solo cincuenta años después del inicio de las críticas de Lutero a la Iglesia. Antes de que el papa se organizase para vencerle, todo el mundo conocía a Lutero y había leído sus críticas. No era un hereje con unos pocos seguidores en un país concreto, como tantas veces había ocurrido en el pasado. Era un hombre con un reconocimiento internacional. El otro factor que influyó para que Lutero sobreviviera es que algunos príncipes alemanes celebraron sus críticas a Roma. Alemania no era un país unificado, sino un conglomerado de pequeños Estados. Gracias en parte a esa circunstancia, la Iglesia influía más en los territorios alemanes que en países unificados como Francia o Inglaterra. Además, controlaba allí enormes extensiones de tierra, casi la mitad en algunos lugares, por lo que recaudaba grandes cantidades de dinero del pueblo, y el papa nombraba obispos sin contar con los príncipes. Al seguir a Lutero, los príncipes se hicieron con las tierras de la Iglesia, pudieron nombrar a los obispos y frenaron el flujo del dinero que acababa en Roma. Los príncipes se convirtieron en protectores de Lutero, y en sus territorios arraigó la Iglesia luterana, que se impuso en casi la mitad de Alemania y se expandió hacia el norte por Suecia, Dinamarca y Noruega. Inglaterra adoptó su propia rama del protestantismo, la Iglesia de Inglaterra.

En un período relativamente corto, la Iglesia de Roma se encontró con una competencia variada. Las iglesias protestantes adoptaron en cada país distintas formas. Eran autosuficientes en sus respectivos países, ya que se instauraron como iglesias nacionales, mientras que la Iglesia católica era una organización universal. En cuanto la gente comenzó a leer la Biblia por sí misma, tal como aconsejaban Lutero y otros reformadores protestantes, pronto encontró motivos para criticar también al reformador alemán. El movimiento protestante siguió generando iglesias distintas porque no había una autoridad central que interpretara la Biblia y la doctrina.

Durante cien años, católicos y protestantes combatieron entre sí y se enzarzaron en numerosas guerras. Se consideraba que el rival erraba y que no era una variedad distinta de cristiano, ni siquiera un no cristiano, sino más bien un seguidor del Anticristo, un enemigo de la verdadera Iglesia, y esta solo sobreviviría si el otro bando era aniquilado. Esta doctrina mortífera propició auténticas masacres. Era mejor asesinar a un católico o a un protestante que dejarles predicar una doctrina absolutamente ofensiva ante Dios y perjudicial para su Iglesia en la tierra. A pesar de ello, tras una lucha de cien años en la que no se vislumbraba un vencedor, se llegó a una tregua duradera y poco a poco afloró la tolerancia. Primero se aceptó que pudieran existir países católicos y países protestantes; luego —lo que realmente fue un gran paso adelante— que cristianos diferentes pudieran vivir en paz en un país, algo que hasta ese momento no habían creído ni unos ni otros.

Renacimiento y Reforma fueron dos movimientos que se reclamaban herederos de un determinado pasado, un pasado que intentaron separar de la mezcla fundacional de Europa. Los renacentistas reivindicaban el saber del pasado grecorromano; los reformadores protestantes anhelaban el retorno a la Iglesia cristiana primitiva. La Iglesia católica custodiaba los documentos más valiosos para ambos movimientos: el conocimiento grecorromano, que el Renacimiento iba a utilizar para escapar de su autoridad intelectual, y la Biblia, de la que los protestantes se valdrían para modificar la teología y poner en cuestión la unidad.


Es hora de abordar el proceso por el cual la cultura europea empezó a mirar hacia el futuro, cómo llegó a creer en el progreso y cómo llegó a pensar que con el paso del tiempo todo iría a mejor, algo que resulta muy extraño de creer. La fe en el progreso fue el resultado de la Revolución Científica del siglo XVII, época en la que se originó la ciencia moderna.

A comienzos del siglo XVII, los griegos todavía eran la autoridad en relación con el funcionamiento del universo. La idea central era que la Tierra estaba en el centro del universo y alrededor de ella giraban otros planetas, la Luna y el Sol. Según los griegos, la Tierra no se movía, pues pensaban que no podría haber una fuerza capaz de hacer eso. Por tanto, la Tierra era inmóvil. Era un reino impuro, en el que las cosas cambian y se deterioran, mientras que los cielos eran puros, perfectos, un reino inmutable. ¿Por qué los planetas giraban en círculos? Porque el círculo era una forma perfecta. Una de las enseñanzas de la geometría griega es que había formas perfectas, como un cuadrado o un círculo. Así pues, los planetas giraban en círculos y como pertenecían a un reino perfecto (el de los cielos) no se necesita ninguna fuerza que los moviera. Giraban en una armonía circular perfecta.


En el siglo XVII, este punto de vista fue sustituido por lo que aún consideramos como verdad. El Sol está en el centro del sistema y los planetas giran a su alrededor, no en círculos sino en órbitas elípticas. La Tierra es uno de los planetas que gira alrededor del Sol y la Luna gira en torno a la Tierra. Es un sistema único, ya no hay mundos separados: una tierra impura y unos cielos puros. Es un sistema completo en el que una ley o un conjunto de leyes lo explican todo.


¿Qué es lo que hace que la Tierra y los planetas se muevan? La respuesta, según Isaac Newton, es que cualquier cuerpo del universo continuará moviéndose en línea recta a menos que se ejerza una fuerza sobre él. Algo que siempre está presente es la atracción entre los cuerpos que contiene el universo. Todos los cuerpos se atraen: este libro es atraído por la Tierra, la Luna también es atraída por la Tierra y esta a su vez es atraída por el Sol. El agua de la Tierra sube y baja con las mareas debido a la fuerza de atracción gravitacional de la Tierra y la Luna. Es el único sistema que une a toda la materia del universo. Ahora ya se podía determinar por qué los planetas se mueven. Hay dos fuerzas que actúan sobre ellos: la tendencia del movimiento en línea recta y la tendencia de la atracción hacia el Sol. El resultado de esas dos tendencias es que el planeta se ve forzado a realizar una órbita elíptica alrededor del Sol.


Newton denominó «gravitación» a la atracción entre los cuerpos, y fue capaz de explicar la fuerza gravitatoria entre los cuerpos con la Ley de la Gravitación Universal. Esta se expresa en una fórmula matemática según la cual la fuerza de atracción gravitatoria entre dos cuerpos está relacionada directamente con sus masas, ya que aumenta al mismo tiempo que los cuerpos se hacen más grandes. La fuerza de atracción gravitatoria disminuye al mismo tiempo que aumenta la distancia entre los cuerpos: es inversamente proporcional a la distancia que hay entre ellos. Así pues, la fuerza de atracción aumenta a la vez que las masas de ambos cuerpos se acercan y disminuye cuando se separan. De hecho, disminuye muy rápidamente cuando los cuerpos se alejan; la fuerza de atracción gravitatoria entre dos cuerpos es proporcional al producto de sus masas dividido por la distancia entre ellos al cuadrado. Así, cuando se duplica la distancia, la fuerza se debilita hasta cuatro veces (2×2). He aquí la fórmula, la única ecuación con la que os tocaré las narices. Newton la usó para medir la atracción gravitatoria entre la Tierra y el Sol.


Una fórmula así nos recuerda que las matemáticas están en el centro de la ciencia y que la intuición griega (el mundo es sencillo y las leyes que lo regulan son fórmulas matemáticas) resultó ser verdadera. Los científicos del siglo XVII revocaron el conocimiento griego del universo, pero adoptaron su método matemático.

¡Qué extraordinario descubrimiento fue averiguar desde la Tierra —el tercer planeta desde el Sol— cómo funciona el sistema! ¡Era tan normal para el ser humano colocarse en el centro del universo! ¡Tan normal dejarse llevar por sus sentidos y creer que la Tierra estaba inmóvil! Lo procedente era respetar el saber de los gloriosos griegos. Contra todas esas tendencias triunfó la ciencia del siglo XVII.

El mensaje de la Revolución Científica era que «los griegos estaban equivocados». La gran veneración por los clásicos se había deshecho. Hicimos algo más que igualarlos: les superamos.


Los científicos demostraron ser muy inteligentes, pero ¿de dónde procedía esa inteligencia? Habían descubierto que los humanos eran seres secundarios, que no estaban en el centro del universo. Este es un dilema común en Occidente: somos muy inteligentes pero no dejamos de descubrir que somos insignificantes. Y aún fue peor cuando en el siglo XIX Darwin anticipó la tesis de que compartimos ancestros comunes con los simios. Fue el mayor agravio al hombre y a su vanidad. Ni estamos en el centro del universo, ni somos una creación especial: descendemos del reino animal por un serie de acontecimientos cambiantes.

La Iglesia, tanto la protestante como la católica, se opuso a la nueva teoría de que el Sol estaba en el centro del universo y de que la Tierra giraba a su alrededor. Dios creó la Tierra, según la Biblia, y después creó el Sol, la Luna y las estrellas. Con el tiempo, la Iglesia tuvo que ceder y anunció que los científicos estaban en lo cierto. Lo mismo volvió a ocurrir con Darwin tras un primer rechazo. Ambos triunfos de la ciencia representaron para la Iglesia una gran pérdida de autoridad.

La generación posterior a la Revolución Científica no consideró que los descubrimientos hubieran menoscabado la relevancia del ser humano. Al contrario, pensaron que si con la razón habíamos averiguado cómo funcionaba todo el sistema y lo habíamos descrito con exactitud en lenguaje matemático, entonces es que podíamos usar esa misma razón para ir más allá. Podíamos utilizar esa razón para bregar con la vida humana y mejorarla hasta hacerla irreconocible. Ese deseo de convertir la razón en soberana impulsó la Ilustración, un movimiento intelectual del siglo XVIII cuyo objetivo era usar la razón para reformar la sociedad, el gobierno, la moral y la teología.

La Ilustración se inició en Francia, donde llegó a ser muy influyente. Los ilustrados veían un mundo gobernado por la ignorancia y la superstición. Las dos grandes fuerzas irracionales de la sociedad eran la religión y la realeza, es decir, la Iglesia católica y el monarca absoluto de Francia. Ambos estamentos mantenían su estatus gracias a la incultura del pueblo. La Iglesia aventaba relatos de milagros y castigos perpetuos en el infierno para mantener al pueblo sumiso. Los reyes reivindicaban su origen divino, por lo que era impío todo intento de cuestionar su autoridad. Así las cosas, el pueblo no tenía más opción que obedecer. Uno de los ilustrados resumió su filosofía de esta manera: «El hombre solo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote».

Era ciertamente un punto de vista radical. La Ilustración no fue un movimiento revolucionario, ni siquiera fue un movimiento político. Un grupo de eruditos, escritores, artistas e historiadores creyeron que si la educación y la razón se extendían, la superstición y la ignorancia se disiparían y el pueblo dejaría de creer en ese sinsentido que eran los milagros o que los reyes gobernaran con permiso divino. Una vez educado el pueblo, la Ilustración continuaría. Pero las figuras más destacadas de la Ilustración no eran demócratas. Les hacía felices ver a un ilustrado poner en práctica sus tesis de una sociedad gobernada por la razón. Algunos monarcas de la Europa del siglo XVIII fueron, como se suele decir, déspotas ilustrados. Suprimieron los castigos más terribles y las torturas, codificaron leyes y empezaron a preocuparse por la educación del pueblo.

El mayor logro de la Ilustración francesa fue la elaboración de la Enciclopedia. Fue la primera gran enciclopedia moderna y ganó fama porque no era, como ocurre con las enciclopedias actuales, el fruto de sesudas disquisiciones que los académicos habían llevado al papel. Era una enciclopedia radical porque aplicó la razón a todo y no estableció jerarquías en el saber. No empezaba, como hubiera deseado la Iglesia, con la teología y Dios. ¿Dónde encontrar a Dios en esta Enciclopedia? Por la D (de Dieu) y por la R (de religion). Se trataba de un índice alfabético del conocimiento, algo que desafiaba a la Iglesia, que se creía en la posesión de la verdad absoluta. Todo el conocimiento fue tratado del mismo modo y sometido por igual a las mismas pruebas. Sobre la adoración, la enciclopedia recomendaba: «El modo de adorar al verdadero Dios nunca debió desviarse de la razón, porque Dios es el creador de la razón».

Los editores debían ser prudentes con los ataques directos a la Iglesia o al rey, porque la censura aún estaba presente en la Francia del siglo XVIII, aunque algún censor compasivo había sugerido en alguna ocasión que el lugar más seguro para esconder las planchas para las sucesivas ediciones era su propia casa. Hasta qué punto la Enciclopedia navegó por aguas turbulentas lo demuestra la entrada «Arca de Noé». Comienza preguntándose cómo era de grande. Tenía que ser bastante grande no solo para acoger a las parejas de animales de Europa, sino también a las del resto del mundo. Y no solo los animales, porque al pasar estos mucho tiempo en el arca por fuerza habían de necesitar forraje para subsistir. Dos ovejas no serían suficientes, ya que se precisaban cientos de corderos para alimentar a los leones. Debía de ser una gran embarcación, pero la Biblia decía que solo cuatro personas trabajaron en su construcción. ¡Cuán grandes y fuertes tuvieron que ser los constructores! Así, simulando haber hecho una auténtica investigación, la Enciclopedia mostraba lo absurdo de aquella historia.

Los hombres de la Ilustración no eran necesariamente hostiles a un Dios creador o motor espiritual del origen del universo. Refutaban aquello que consideraban superstición y cómo la Iglesia la había utilizado para conseguir el control de las mentes. Odiaban a la Iglesia por haberle dicho al pueblo que arderían en el infierno si eran desobedientes. El mensaje de la Ilustración era: «la religión es superstición». Así pues, la religión, que había sido el eje de la civilización europea, ahora debía desecharse. La razón ocuparía su lugar. Y si el ser humano respaldaba la razón y la ciencia entonces alcanzaría el progreso. La flecha al final del esquema nos lleva de las tinieblas a la luz.


El progreso era una idea nueva. Los antiguos no creían en él, sino en un ciclo de crecimiento y decadencia, que las instituciones y la sociedad son sanas y fuertes en sus inicios y luego entran en un decidido proceso de descomposición. Según esta idea, la historia se movería por ciclos. La Iglesia no creía en el progreso, o al menos no en el progreso del esfuerzo humano alejado de Dios, ya que creía que los seres humanos eran en esencia malvados. Los humanos que se guiaran solamente por la razón nunca alcanzarían una sociedad perfecta.

Las ideas de la Ilustración pasaron la primera prueba en la Revolución francesa de finales del siglo XVIII. Lamentablemente para las altas esperanzas que se habían depositado en la razón, la Revolución francesa no trajo una nueva era ilustrada cuando la monarquía y la Iglesia fueron barridas de la sociedad francesa. Lo que trajo fue derramamiento de sangre, tiranía y dictadura. Pero antes de que eso ocurriera, un último elemento de la singular diversidad sobre la que se creó Europa soltaría amarres. Nos referimos al movimiento romántico que surgió entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX.

El movimiento romántico creía en los sentimientos, en las emociones, en las pasiones. En eso era totalmente contrario a la Ilustración, que se confiaba a la razón. El romanticismo se extendió por toda Europa, pero arraigó sobre todo en Alemania, donde sus ideas se desarrollaron plenamente. Los románticos no querían que la razón dominara sus emociones y pasiones. Pensaban que un gran escritor o un gran artista no debía contentarse con reelaborar con elegancia los viejos temas clásicos; al contrario, el escritor o el artista debía desnudar su alma, dejar que aflorara su angustia y su desesperación. El arte debía ser emocional, expresivo, profundamente tormentoso.

Estas ideas alemanas se desarrollaron en oposición consciente a las ideas francesas de la Ilustración. Los pensadores alemanes señalaban que no se podía hablar del hombre y la sociedad en abstracto, ya que la humanidad era diferente en función del país de origen. Los románticos decían que estábamos perfilados por la lengua y la historia propias, que formaban parte inextricable de nuestro ser. Y como los alemanes tenían su propia lengua e historia, siempre serían distintos a los franceses. No existía tal cosa para los partidarios de la razón universal, los intelectuales franceses de salón. Somos alemanes, se decían a sí mismos los pensadores teutones, y queremos averiguar más sobre la «germanidad» del ser alemán. Así que los románticos alemanes se preocuparon por saber cómo eran los guerreros germánicos antes de que se mezclaran con la civilización, Roma y el cristianismo. Para ellos, sus ancestros no deberían haber formado parte de la mezcla cultural sobre la que se asentaba la civilización europea. Les gustaban aquellos hombres de los bosques, su fuerza, su vitalidad, su rudeza. No querían seguir el camino de los intelectuales débiles. Honraban a los alemanes que habían vivido apegados al suelo patrio y que sabían lo que significaba ser alemán.

Nuestro moderno interés, nuestro respeto por la cultura comenzó en el momento en que los intelectuales empezaron a recopilar las manifestaciones de la cultura popular. La respuesta alemana a las peroratas sobre la razón de los arrogantes intelectuales franceses fue calzarse las botas para dar largas caminatas por el campo. Se trataba de conectar con el pueblo alemán, con los campesinos, recopilar sus historias y canciones. En eso consistía la verdadera ilustración. El mensaje del romanticismo era que «la civilización es artificial», es decir, que nos enreda y nos limita. Solo se vive plenamente inmerso en la cultura tradicional.

Este punto de vista ha sido trascendental en la sociedad occidental desde entonces. Tuvo mucho que ver con la gran erupción política que hubo en los años sesenta del siglo XX. Tomó la forma de un grito liberador: renunciemos a las reglas, vivamos de un modo simple, directo y sencillo, cultivemos nuestra comida, confeccionemos nuestra ropa, llevemos el pelo largo, vivamos en comunidades y mostremos abiertamente nuestros sentimientos en el trato con los demás. Aprendamos de la gente más auténtica: trabajadores, campesinos, «buenos salvajes».

El romanticismo fue también el alimento ideológico —el pensamiento formal— del nacionalismo, que sigue siendo una fuerza poderosa en el mundo actual. El nacionalismo proclama que personas distintas pero con una cultura y una lengua comunes deben vivir juntas y tener su propio gobierno. No basta con analizar de forma abstracta lo que hace bueno a un gobierno. Si este no es un gobierno de tu gente, no puede ser un buen gobierno. Los serbios deben vivir juntos y tener un gobierno serbio; los croatas deben vivir juntos y tener un gobierno croata. Un país donde los serbios y los croatas viven juntos significará que nosotros, como serbios y croatas que somos, no podemos expresarnos plenamente. La esencia de ser serbio no se podrá alcanzar a no ser que los serbios tengan su propio Estado: esta es la ideología del nacionalismo.

El movimiento romántico creía en la emoción, la cultura, el nacionalismo y la liberación. En el siguiente esquema vemos una flecha que se mueve en dirección opuesta a la razón, la ciencia y el progreso.


Nuestro esquema se ha completado. Se puede observar qué ha ocurrido en los años transcurridos a partir del siglo XV. Hay un agujero en medio: la Iglesia estuvo una vez, durante la Edad Media, en el centro de la civilización. El Renacimiento, la Reforma, la Revolución Científica, la Ilustración y el romanticismo, todos a su manera, redujeron la autoridad eclesial.

La Iglesia católica todavía tiene cierta autoridad en la actualidad, así que una persona ilustrada podría pensar que vale la pena atacar al papa. Lo lógico es que cualquier persona ilustrada crea que el control de la natalidad es bueno, pero el papa dice que es algo contrario a las enseñanzas de Dios y que ninguna consideración de tipo práctico puede justificarla. Sigue siendo malo, aunque la mayoría de los católicos en Occidente desobedezcan al papa en este asunto. Pero en general hemos seguido un gran proceso de secularización.

Las dos fuerzas —ciencia y progreso, por un lado, y emoción y liberación, por otro— aún son muy fuertes. En ocasiones se retroalimentan; otras se enfrentan. Esas dos fuerzas todavía nos separan. En primer lugar, leamos el relato bíblico de la creación de la humanidad:

Entonces el Señor formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus fosas nasales aliento de vida, y el hombre se transformó en un alma viviente. Luego plantó el Señor un jardín, en Edén, al este, donde colocó al hombre que había formado. Dijo luego el Señor: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a darle una compañera adecuada». Entonces el Señor hizo caer un profundo sueño sobre Adán y este se durmió.

De la costilla que el Señor había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante él. Entonces Adán exclamó: «Esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Se llamará mujer, porque ha salido del varón». Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne.

¿Qué pensaríais si sugiriera suprimir las asignaturas de biología y teoría de la evolución en las escuelas para enseñar en su lugar este pasaje de la Biblia? «No, no», diríais, pues sois ilustrados, gente progresista. Hablamos de educación. Si los padres quieren que sus hijos aprendan estos relatos bíblicos, que se los enseñen en casa. ¿Y qué diríais si mantenemos la enseñanza de la biología y la teoría de la evolución y las enseñamos conjuntamente con la visión cristiana? «No, no». La ciencia ha demostrado que hemos evolucionado de los animales; eso es lo único que se debe enseñar. Cierto que pululan por ahí insensatos creacionistas, pero no les podemos abrir las puertas de las escuelas.

Ahora leamos un nuevo relato que nos ha llegado de los aborígenes australianos:

Había una vez un anciano que tenía un sobrino a quien quería muchísimo. El sobrino, un hombre joven, se marchó a un país lejano donde se enamoró de una mujer joven. Huyeron juntos, pero los ancianos de la tribu les siguieron porque la mujer estaba comprometida con uno de ellos. Alancearon y mataron al hombre. Cuando el anciano tío se enteró, se puso muy triste porque quería muchísimo a su sobrino. Aunque era muy viejo viajó a ese país para traerse el cadáver a casa. El cadáver era una gran carga para el tío, ya que era muy viejo y el cadáver de su sobrino pesaba como un adulto. Pero al final consiguió llevar el cadáver a casa y lo enterró debidamente. Todavía hoy se puede seguir el camino que hizo el anciano. En el lugar de suelo arenoso donde se detuvo y reposó el cadáver se halla un manantial. Y en el lugar de terreno rocoso donde posó el cuerpo de su sobrino muerto hay un estanque que se formó con las lágrimas del anciano.

Los aborígenes australianos apegados a sus tradiciones viven en un mundo encantado. Cada trozo de tierra tiene su propia historia y les vincula con sus ancestros. ¿Creéis que estas historias han de preservarse? «Sí», diréis. ¿Se deberían enseñar a los niños aborígenes? «Sí, por supuesto». ¿Deberían enseñarse en la escuela? «Sí». Y de hecho se enseñan.

Si adoptamos la actitud de los ilustrados del siglo XVIII, diríamos que si los niños quieren conocer los orígenes de los manantiales y los estanques lo que tienen que hacer es estudiar geología. «¡Eh, tampoco es eso!», saltaríais. Y si dijera, tal como haría un hombre de la Ilustración, que «los aborígenes viven atemorizados por la oscuridad y la hechicería», entonces haríais oídos sordos y diríais que el hechizado soy yo. Y apuntaríais que los aborígenes parecen tener vidas más completas, más sanas, más naturales que nosotros. Me acusaríais de haber perdido el sentimiento romántico.

Veo aquí dos posturas encontradas. Queréis que vuestros hijos aprendan solo ciencia, pero al mismo tiempo envidiáis a aquella gente carente de ciencia cuyas creencias tradicionales permanecen intactas.

Forma parte de nuestro destino el desgarro, la indecisión, la confusión. Otras civilizaciones tienen una única tradición y no esta extraña diversidad de que hace gala la civilización occidental. Las civilizaciones de una sola tradición no son tan propensas a la confusión, a los cambios y al desasosiego con que los occidentales solemos afrontar nuestra vida intelectual y moral.

Procedemos de una estirpe muy diversa y no hay un solo lugar al que podamos llamar hogar.

Una historia de Europa

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