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1.

Distinciones preliminares

El punto de partida de toda filosofía del arte es el hecho de la experiencia estética. Sin esto no habría arte puro, ni especulación acerca de la belleza, ni discusión de los problemas que nos afectarán en las siguientes páginas. Y el primer punto, que es necesario tratar acerca de la experiencia estética, es que existe tal experiencia: es decir, que hay una clase de experiencia que, aunque no completamente aislada del resto de nuestra experiencia, es suficientemente distinta de ella para merecer un calificativo especial: «estética». ¿Qué es lo que precisamente caracteriza esta clase de experiencia? ¿En qué aspecto, si lo hay, es diferente de otras? Intentaré abordar esta cuestión solo cuando sea necesario para desarrollar el argumento principal de este libro. Será imprescindible hacer una breve caracterización general de la experiencia estética antes de iniciar ciertas distinciones dentro de ella, lo que nos servirá de base de discusión en gran parte de los siguientes capítulos.

Podemos presumir que la palabra estética ha aparecido, como la mayor parte de las palabras, para satisfacer la palpable necesidad de una distinción –en este caso, una distinción entre una clase de experiencia poseedora de cierta propiedad común (o grupo de propiedades) y toda experiencia no así caracterizada–. Pero, como muchas palabras, no adquiere precisión por el uso común: cuando el «lenguaje» de la vida diaria se desarrolla sin exactitud, la palabra no posee precisión y, en consecuencia, si deseamos usar palabras con una precisión más que ordinaria, hay que purificar y clarificar su, más o menos indefinido, significado usual; y este «refinamiento» es, en parte, un asunto convencional.

Hay experiencias que unos llamarían estéticas y otros no, y el que sean o no estéticas depende de una imposición más o menos arbitraria del uso que uno hace de las palabras que el «habla» ordinaria nos proporciona. ¿Pero hay alguna clase de experiencia que caiga tan claramente dentro de los límites de lo que se ha llamado comúnmente «estética» que rehuir aplicarle tal calificativo sería privar al término de algún significado distintivo?

La actitud estética ha sido definida de varias formas en términos de empatía, de sensación de irrealidad o de simple placer. Estos conceptos no son necesariamente incompatibles entre sí; cada uno de ellos toma algún aspecto o elemento de una clase de experiencia que tenemos –por ejemplo, en la sensibilidad artística– y define la experiencia estética en términos que le son propios. Y la clase de experiencia que habitualmente tenemos al contemplar obras de arte es, de hecho, lo suficientemente compleja y abigarrada como para hacer tal situación natural y casi ineludible. No es mi propósito aquí discutir y comparar estos conceptos o decidir entre ellos. Es suficiente con decir que hay una clase de «actitud» que es fundamental para todas las experiencias descritas y sin la cual debe desaparecer completamente el uso del término estética al aplicarlo a cualquier cosa distinta en nuestra experiencia. Esta actitud fundamentalmente consiste en la separación de la experiencia estética de las necesidades y los deseos de la vida ordinaria y de las respuestas que damos por costumbre a nuestro ambiente, como personas prácticas. Ordinariamente percibimos una silla simplemente como algo para sentarse, un cielo oscuro como un pronóstico de lluvia, el sonido de un timbre como la señal para «comer» o «para recibir visitas» o «para la hora de levantarse». Pero la actitud estética solo puede darse cuando esta respuesta práctica a nuestro ambiente es mantenida «en suspenso». Nosotros podemos sentir placer al mirar el cielo como un conjunto de formas y de sombras de color que varían y no meramente como un indicador de cambios de tiempo; podemos contemplar con un peculiar agrado, totalmente separado de consideraciones prácticas, el espectáculo nocturno de un edificio en llamas, el fuego elevándose y penetrando en el cielo oscuro e iluminando los rostros de los espantados espectadores. En estas ocasiones estamos percibiendo algo «no por el placer de una acción, sino por el placer de una percepción». «Como norma, las experiencias nos suministran constantemente aquello que desarrolla una mayor fuerza de atracción. Nosotros de ordinario no somos conscientes de aquellos aspectos de las cosas que no nos afectan inmediata y prácticamente».1 Esta actitud, por supuesto, no puede ser nuestra postura usual y normal. No obstante, a veces percibimos cosas en este sentido, incluso en situaciones de peligro personal, cuando la actitud práctica parecería ser casi inevitable. Una niebla en el mar, por ejemplo, es normalmente una experiencia muy desagradable e incluso peligrosa.

Aparte de la molestia física y las formas secundarias de incomodidad, tales como «los retrasos», pueden producirse sentimientos de peculiar ansiedad, temores de peligros invisibles, tensiones al percibir y oír señales a distancia y no localizadas...

No obstante, una niebla en el mar puede ser una fuente de intenso gozo y disfrute, dejando a un lado de momento, en tal experiencia, su peligro real, de la misma forma que cualquiera en el gozo de una escalada de montaña pasa por alto el esfuerzo físico y el riesgo (aunque no se niega, esto mismo puede incidentalmente entrar dentro del goce y realzarlo); si dirigimos la atención a las características que «objetivamente» constituyen el fenómeno –el velo que nos envuelve con una opacidad de láctea transparencia, empañando el contorno de las cosas y distorsionando sus formas en fantásticas extravagancias–; si observamos la fuerza de arrastre del aire, produciendo la impresión como si se pudiera alcanzar alguna remota sirena solo con extender la mano perdiéndonos detrás de esta blanca pared, advertimos la curiosa suavidad cremosa del agua, engañándonos hipócritamente como si fuera una sugerencia de peligro, y, ante todo, la extraña soledad y lejanía del mundo como solo puede encontrarse en las cumbres de las más altas montañas; y la experiencia puede adquirir, en su misteriosa mezcla de tranquilidad y terror, un sabor tal de concentrada amargura y encanto como para contrastar agudamente con la ciega y destemplada ansiedad de sus otros aspectos. Este contraste, que frecuentemente emerge con asombrosa brusquedad, es como el cambio momentáneo a una nueva corriente o el paso vertiginoso de una luz más brillante, iluminando los aspectos sobre los objetos físicos quizás más ordinarios y familiares –una impresión que experimentamos a veces en instantes extremos cuando nuestro interés práctico se tensa como un alambre debido a una sobretensión límite y vigilamos la consumación de alguna inevitable catástrofe con la admirable impasividad de un mero espectador.2

El pintor que, al contemplar una extensión de tierra de pastos, observa la suave curva de las colinas, las gradaciones de luz y sombra en la hierba, el contorno de los árboles formando siluetas complicadas contra el cielo, se puede decir que está viendo la escena estéticamente; pero no el topógrafo que está interesado meramente en medir su extensión o el hombre de negocios cuyas preocupaciones están limitadas a estimar su valor. El hombre que busca un cuadro, porque es raro o caro, y la mujer que aprecia un jarrón, porque es antiguo o porque perteneció a su bisabuela, no están viendo estos objetos más estéticamente que la persona que se obsesiona con la desnudez de una estatua, de tal forma que deja de mirarla como una obra de arte.3

Aunque cualquier otra cosa pueda caracterizar, además, la actitud estética, si el término estética ha de retener algún significado distintivo, debe por lo menos hacer referencia a algo de lo que acabamos de describir. Si esto se niega, queda eliminado el terreno más obvio y fundamental para distinguir lo estético de lo no-estético. Muchos escritores sobre estética, sin embargo, al afirmar que tal caracterización de la actitud estética no sirve de mucho, han tratado de limitarla o hacerla más precisa en varios aspectos. Algunos han declarado que la sensación olfativa o gustativa, así como las demás sensaciones orgánicas, están de algún modo por debajo del nivel de la estética, limitando así la aplicación del término a las experiencias visuales y auditivas. Otros han sostenido que la contemplación estética debe ser de una percepción sensorial concreta y no puede serlo de una abstracta, tal como un carácter moral o una prueba matemática. Incluso otros han subrayado la presencia o ausencia de empatía, o alguna clase de efectos fisiológicos, por ejemplo, el «equilibrio», como criterio para distinguir lo estético de lo no-estético. Y ciertos extremistas como Clive Bell han limitado la «emoción estética» a una relativamente pequeña clase de experiencias que ocurren en la contemplación de relaciones formales abstractas en las obras de arte. Yo no apruebo la mayor parte de estas restricciones y refinamientos propuestos; pero no es necesario para mi propósito discutirlos aquí. Se puede definir la actitud estética como se desee, pero el uso común del término estética indicará que significa por lo menos lo que yo he descrito, y que cualquier otra cosa que se añada es más o menos arbitraria, en desacuerdo con el sentido en que la gente usa generalmente este término. La actitud estética es, sin duda, «una cuestión de grado»; una actitud dada puede ser más estética o menos estética que otra, y lo estético y lo no-estético se difuminan gradualmente entre sí; hay una penumbra o semioscuridad en la cual no sería seguro trazar límites definitivos. Por ello he tomado, como ejemplos, actitudes que podemos llamar típicamente estéticas, las cuales podrían ser admitidas como estéticas en cualquier uso común, y las he contrastado con otros ejemplos que no serían llamados estéticos bajo ningún criterio concebible, omitiendo la mención de estados dudosos intermedios. Y creo que estos ejemplos indican, en modo tan preciso como lo permite el uso común, lo que constituye la actitud estética.

No he definido la actitud estética. No pienso que sea posible definirla con palabras. Como en todas las expresiones que se refieren a experiencias o estados de ánimo, se ha debido tener antes la experiencia para saber de qué clase es. Es imposible definir el gusto de un níspero; se puede dar una idea general comparándolo con el sabor de un caqui o una lima (presumiendo que la persona en cuestión los haya degustado), pero no hay palabras que puedan transmitir exactamente cómo sabe. Del mismo modo, no se puede definir la actitud estética de manera que transmita su naturaleza a cualquiera que no lo haya experimentado. Lo mejor que podemos hacer es llamar su atención hacia ciertas experiencias que confiamos que haya tenido –tales como la experiencia de la niebla o del campo verde–y contrastar la actitud que recuerda en esas ocasiones con su actitud hacia otras cosas o hacia la misma cosa en otras situaciones, esperando que la diferencia entre las dos clases de ejemplos le aclarará la distinción que tenemos in mente.

Mucha confusión resulta de constatar que «la estética» se refiere a una clase de actitud más que a los objetos hacia los que esta se toma. Por ejemplo, puede ser con frecuencia más difícil delimitar la actitud estética ante los objetos que percibimos a través del gusto y del olfato, que hacia aquellos que contemplamos por la vista o el oído (debido sobre todo a su más estrecha conexión con necesidades corporales prácticas y la consecuente dificultad de «conservar la distancia» ante ellas), aunque se pueda discutir el que a veces adoptemos o no esta actitud respecto a ellos; no veo ningún límite teórico respecto al número de objetos frente a los cuales sea posible adoptar la actitud estética. La confusión se introduce cuando preguntamos si los olores y sabores (o las sustancias concretas olidas y degustadas) son en sí mismos estéticos; de hecho, lo que es estético es nuestra actitud hacia ellos y esta puede ser estética en algunas ocasiones y en otras, no.

Es importante recordar también que la actitud estética puede estar copresente con otras actitudes y solo ocasionalmente está presente de un modo exclusivo. Rara vez la experiencia alcanza tal cumbre de intensidad como para excluir toda otra del campo de la conciencia. Y, en el otro extremo, es muy probable que la actitud estética raras veces desaparezca íntegramente, excepto en momentos de terror o crisis; si la composición de colores de una habitación en la que nos hallamos no nos complace, tenemos una vaga sensación de inquietud, aun a pesar de que esta sensación puede que nunca llegue al primer plano de la conciencia. Hay probablemente un elemento de estética en todas las actitudes que adoptamos en la experiencia consciente. El comprador de tierras que extiende la mirada sobre el campo puede estar estéticamente afectado, en alguna medida, aun cuando esté evaluándolo como un objeto crematístico, pero desde luego no tan intensamente, sin duda, como el artista.

Dentro del área que hemos descrito, sin embargo, hay aún distinciones que establecer. Cuando el pintor ve desde la distancia la silueta de Nueva York como una combinación de líneas y espacios, colores y volúmenes, podría decir en general que lo está contemplando estéticamente; pero ¿qué pensar de esta actitud cuando lo contempla como un centro de hervidero humano, con toda clase de propósitos conflictivos y también ideales, o como una pequeña porción de materia animada en movimiento, apiñada al mismo tiempo en una área infinitesimalmente pequeña cuando se compara con las vastas extensiones del universo? ¿Qué pensar del artista que observa el campo verde, no en términos de arreglo de masas en equilibrio o formas de coloraciones cambiantes, sino como una expresión de la vida de la gente sencilla, o de lo que podemos llamar aproximadamente «cualidad pastoral»? Todos, menos los más sofisticados «puristas», pienso, estarían de acuerdo en que ambas actitudes son estéticas; pero hay ciertamente una diferencia entre estos ejemplos últimamente mencionados y los otros. Y esta es la distinción que yo quiero explorar en el resto del presente capítulo.

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La primera dimensión de la experiencia estética que quiero subrayar es la a veces llamada superficie estética.4 Cuando se tiene una experiencia de superficie estética en la naturaleza o en el arte, estamos disfrutando simplemente del aspecto, del sonido o del sabor de la sensación, sin hacer distinciones y sin considerar los significados o interpretaciones, es decir, simplemente gozamos de la «percepción» de una representación sensible «en la verdadera superficie de la experiencia directamente tenida». El perfume de una rosa, el sabor de un vino, el lustre y la trama de un trozo de tela, el vivo azul del cielo, la riqueza sensible de un poema sinfónico de Strauss o una estrofa de Swinburne, el sonido puro de Mallarmé, la exquisita coloración de Tanguy: todos estos son ejemplos de «superficie sensible». Los colores y los sonidos tomados por separado son ejemplos mejores que cuando se toman en combinación, porque cuando se ofrecen juntos estamos en disposición de centrar parte de nuestra atención sobre sus relaciones mutuas, en cuyo caso hemos ya pasado a la segunda dimensión, que es la de «forma», aunque es perfectamente posible contemplar un trabajo de gran complejidad formal o de rico y variado significado, desde el punto de vista de la superficie estética, limitando la atención a ese aspecto de esta.

El sentido de superficie estética resulta más claro por contraste con la segunda dimensión, a la que podemos llamar «forma estética». Esto también puede quedar más claro a través de ejemplos. Todos nosotros exigimos, supongo, cierto grado de equilibrio y simetría en la disposición de los objetos en el espacio; habitualmente, los cuadros en una habitación no deben colocarse todos al lado derecho, ni estar ordenados «mecánicamente», ni ser tan numerosos como para abigarrar la pared, ni tan escasos como para que esta parezca desnuda; debe haber simetría, aunque una simetría geométrica perfecta sería monótona.

En la mayor parte de las escenas que se dan en la naturaleza, y ciertamente en las obras de arte, hay ciertas exigencias de forma que deben ser satisfechas, aunque es verdaderamente difícil señalar justamente cuáles son estas. Cierta respuesta a la «forma» se ha convenido universalmente que es algo esencial a nuestra experiencia de una obra de arte. Por ejemplo, necesitamos no solamente un equilibrio del tipo antes descrito, sino también una unidad, y no la unidad que no revela distinciones en sí misma –una pared lisa tiene unidad–, sino una unidad que consiste en la síntesis de una variedad de elementos, pero no una variedad tan grande que sea desconcertante o tal que no se subordine a cierto ordenamiento dominante o idea básica. La «unidad orgánica» es generalmente establecida como sine qua non de toda obra de arte. Cada elemento es necesario para el resto y juntos forman un todo tan unificado que ninguna parte puede ser separada sin perjudicar a las restantes. Una obra cuyo efecto quede «desdoblado en dos», sin que las partes estén conectadas, es un sencillo ejemplo de falta de unidad orgánica. Estrechamente relacionado con esto está el principio de «el tema y la variación»: hay una forma central preeminente, un color o pauta melódica por ejemplo que, no obstante, no puede ser simplemente repetida, so pena de hacerse monótono, ni tampoco puede introducirse de continuo en la obra algo enteramente diferente a la forma central, ya que entonces no habría unidad, sino solamente una desconcertante sucesión de diferencias; si se da incluso una repetición deberá estar basada en diferencias. Una simple repetición es monótona; una continua diferencia es caótica. También existen los principios de ritmos y evoluciones, de tensión y relajación, de conflicto y resolución, que, no obstante, no alternan simplemente, sino que crecen y se desarrollan y (en las artes temporales en todo caso) alcanzan un clímax. Debe haber un desarrollo hacia cierta meta y no mera secuencia o yuxtaposición. El ritmo debe ser dinámico y no estático (no como el golpe de un tambor, que simplemente se repite, sino cambiando, aunque en concordancia con algún principio de desarrollo u orden), lo que dará lugar a cierta repetición con diferencias.5

Estos principios son quizás la parte más importante de lo que puede llamarse el aspecto formal de nuestra experiencia estética. Cuando nuestra experiencia de una obra de arte carece de alguno de estos elementos, queda dañada; y, tanto si somos conscientes de ello como si no, desempeñan un gran papel en nuestro goce de las obras de arte –y en menor extensión, de la naturaleza–, prescindiendo de lo que puede ser el contenido de la obra particular. La lista recién presentada, me temo, ha sido algo arbitraria. Diversos escritores clasifican los principios de la forma con procedimientos algo diferentes. Y algunos escritores que insisten en la suprema importancia de la forma, especialmente Clive Bell, afirman que todos los intentos de descripción de la forma estética deben fracasar y que no se puede indicar ningún criterio eficaz en favor de su presencia. En cualquier circunstancia, no importa realmente para nuestro propósito qué principios de forma, si existe realmente alguno, puedan establecerse; yo he sugerido estos simplemente para dar a la noción de forma algún significado bastante concreto, pues sin ello cualquier uso futuro de la palabra, en estas páginas, sería más bien insustancial; y como la forma es un aspecto importante de nuestra experiencia estética, pienso, no puede fácilmente negarse.6

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Es evidente, sin embargo, que hasta aquí solamente un pequeño aspecto del argumento ha sido comentado. Solo una reducida parte de nuestro goce de las artes (e incluso de la naturaleza) consiste en un placer por la superficie estética o por la forma estética simplemente en sí mismas. De hecho, nuestra apreciación de las obras de arte no se limita por lo general únicamente a estos niveles. Solemos emplear, sin embargo, con frecuencia las palabras hermoso y grande para obras que, vistas desde el punto de vista de la forma y la superficie, serían menos «impresionantes» que muchas menos valoradas: como puede suceder, por ejemplo, con un retrato que presente una fuerte caracterización, o incluso con otro que en cierta medida puede ser repulsivo, como La vieja cortándose las uñas de Rembrandt. La superficie «sensorial» en King Lear y en los Desastres de la guerra de Goya, así como en los últimos cuartetos de Beethoven, ciertamente no es predominante; y si la forma se da es empleada más que nada como un vehículo de algo fuera de sí misma, algo manifestado a través de la forma y en la superficie estética. Este algo proviene de la vida, del mundo de la experiencia fuera del arte, y por falta de un término mejor llamaremos a lo así manifestado valores vitales.

Las artes, especialmente las bellas artes, tienen a veces una superficie estéticamente rica y satisfactoria, aun cuando a veces sea menos viva y cautivadora, que ciertos elementos sensibles meramente aislados [...] pero esta superficie no es lo central ni lo más significativo de las artes como tampoco lo es en la vida o en la naturaleza. Y no existe ninguna teoría estética plausible que deje de anunciar que las artes en sí mismas son actividades humanas «dirigidas», operaciones y procesos de creación, no mera superficie estética [...]. Las bellas artes son sobre todo [...] artes, y solo secundariamente, bellas.7

En este aspecto, las «bellas artes» difieren de las artes meramente de dibujo, como el arabesco, en las cuales los valores vitales son de pequeña o ninguna importancia.

Es esta «penetración» del material de la vida lo que hace que el arte sea algo más que superficie y forma estéticas, y esto es lo que constituye nuestra tercera dimensión. En virtud de este tercer aspecto, empleamos el lenguaje de la vida al hablar de arte; podemos reconocer caracteres humanos y situaciones distintas en un drama, así como melancolía o viveza en una pieza musical. Cuando calificamos una columna de mármol de «graciosa», estamos también empleando un valor vital. Los valores vitales desempeñan un papel importante en la apreciación artística de la mayoría de personas (correcta o incorrectamente) y se tienen en cuenta más ampliamente que los valores formales o de superficie.8

El mismo principio rige en las experiencias estéticas más allá del dominio de las bellas artes. Cuando contemplamos una noche estrellada o un lago de la montaña, los vemos no meramente como un ordenamiento de colores agradables, formas y volúmenes, sino como expresión de muchas cosas vitales, empapadas con la íntima asociación de diversas escenas y emociones imaginables o reales.9 Lo mismo sucede con las artes útiles, cuando, por ejemplo, gozamos del negro brillante y plateado de un coche aerodinámico, o del agradable ladrillo rojo de la chimenea, o de las afiladas puntas de flecha de los indios, pero tomando estas superficies y formas como expresión de ciertos valores vitales adaptados a ciertas finalidades cotidianas. El diseño del coche aerodinámico parece expresar rapidez, eficacia, facilidad, poder (todos ellos valores vitales, dependientes de nuestro conocimiento de la experiencia diaria de lo que un coche es y hace). La curva afilada de la punta de flecha no se percibe meramente como una línea, sino que admiramos el que esté diseñada para su propósito, puesto que la misma forma y la misma superficie serían inapropiadas y no serían agradables en otra clase de objeto. El mismo rojo que nos agrada en una puesta de sol nos repugna cuando se observa en un furúnculo sobre la cara de alguien. Pocas veces, en verdad, nuestro goce de los objetos lo es pura y únicamente de su superficie o forma estéticas, sino que más bien se vincula a cosas que son apropiadas y expresivas para su función cotidiana.

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Al llegar a este punto quiero sugerir una distinción entre dos sentidos de la palabra estética, que se puede hacer ahora, sobre la fase del análisis anterior y que, pienso, puede librarnos de muchas confusiones. Ciertos «puristas» –que se mencionarán especialmente y discutirán en este apartado 4– han declarado que la apreciación estrictamente estética solamente se da cuando estamos ocupados con valores de superficie y de forma, y que cuando consideramos los valores vitales hemos abandonado el dominio de la estética. La mayor parte de las obras de arte, según este punto de vista, no contienen exclusiva o primariamente valores estéticos. Ahora bien, a este sentido de «estética», que excluye gran parte de lo que habitualmente se incluye en este término, me agradaría denominarlo sentido sutil o estricto de la palabra. (Ningún menosprecio está implicado en este uso). Pero no es este el único sentido posible de «estética». Cuando contemplamos una pintura como algo más que un juego de afinidades de líneas y colores, cuando gozamos de su genialidad o de los valores de la luz que en ella se dan, o de la «tristeza» de una composición musical, o del estudio de caracteres en una novela, o de la emoción amorosa en un poema, sugiero que a esta clase de experiencias, que dependen de una experiencia previa de la vida, para las que los «puristas» negarían totalmente el título de «estéticas», sean bautizadas con el sentido pleno o amplio de «estética».10

Algunas obras de arte son notables precisamente porque son estéticas en este sentido, y otras porque son estéticas en el otro. Botticelli y Matisse, por ejemplo, son ciertamente autores de obras estéticas primariamente en el sentido sutil, mientras que las de Rembrandt y Van Gogh lo son desde luego en el sentido pleno. Para explorar la afinidad entre estos dos tipos, y su importancia mutua, nos ocuparemos ampliamente de analizar la naturaleza del significado artístico, cuando las artes de la música, pintura y literatura sean tratadas por separado.

Durante el curso de esta exposición una interesante cuestión quizá puede habérsele presentado ya al lector. Hemos comenzado por examinar la experiencia estética, pero parece que hemos llegado al estudio de obras de arte, como si diéramos por supuesto que ellas fueran en sí mismas estéticas, por ejemplo, al decir que la mayor parte de las obras de arte pueden ser estéticas en el sentido pleno. Sin embargo, hablamos habitualmente de este modo, y en lugar de decir que tenemos ciertas experiencias que podemos denominar «experiencias de forma», decimos que una obra de arte contiene en sí misma ciertos valores formales, o en lugar de afirmar que tal pieza musical nos da una impresión de melancolía, decimos que es en sí misma melancolía, etc. Así, nos topamos con la siguiente pregunta: ¿qué podemos significar al decir que una obra de música contiene en sí misma o engloba estas cualidades?, ¿queremos decir que produce en nosotros, o en una mayoría de los oyentes, o en un cierto grupo selecto de oyentes, algo más que la impresión o «experiencia» de melancolía? Cuando decimos que una obra de arte tiene forma estética, ¿cómo puede ser analizada esta expresión sino en términos de ciertas experiencias (reales o potenciales) de los observadores de las obras? Hablamos normalmente de estas cosas como objetivamente constitutivas de la obra, al igual que su tamaño o color, y nuestros hábitos lingüísticos, al referirnos a cualidades objetivas admitidas, abarcan también estos casos de manera completamente natural; además, no podemos encontrar un adecuado equipamiento lingüístico para tales casos, y así inevitablemente hablamos un lenguaje referido a objetos (object-language) en vez de un lenguaje referido a experiencias (experience-language).

¿Pero puede una obra de arte definirse de alguna otra forma que como un juego de experiencias actuales o posibles? Esta es una vasta cuestión, y si nosotros entráramos ahora en ella nos embrollaríamos durante el resto de este volumen. A lo largo de los desarrollos siguientes intentaremos emplear un conveniente «lenguaje referido a objetos» y hablaremos con frecuencia, por ejemplo, de la melancolía como si ella fuera una propiedad de la música, sin analizar exactamente qué significa decir «Esta música es melancólica». En los desarrollos que siguen, tratando de la incómoda distinción entre forma y materia, emplearemos este uso, es decir, como entidades objetivas, sin preguntarnos cuál sería el análisis correcto de estos términos experienciales (lo que implicaría la cuestión del «estatus ontológico de la obra de arte»).

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Con frecuencia, al tratar las artes distinguimos entre la «forma» y la «materia» de una obra, generalmente sobre la base de que materia se refiere a ‘lo que se dice’ mientras que «forma» denota ‘cómo se dice’. Ambos planos son de algún modo obviamente distinguibles, pero la diferencia es algo extremadamente desorientador.

La confusión central radica en el término materia, que es ambiguo y puede referirse tanto a algo que está en la obra de arte como a algo que está fuera de ella. Esta confusión es apuntada ya por A. C. Bradley en el capítulo inicial de Oxford Lectures on Poetry y puede ser descrita como sigue: muchas personas se dan cuenta de que pueden escribirse pésimos poemas sobre cosas que valen la pena y buenos poemas a partir de cosas triviales, y así afirman que lo que realmente cuenta no es el objeto que elige el poeta, sino cómo lo trata, lo que les lleva a decir que no es la materia lo que cuenta sino la forma. En esta línea de razonamiento, ciertos «conocedores» de poesía se entusiasman y dicen; ¡solo es relevante la forma! ¡Todo lo que importa en un poema es el modo en que el poeta expresa lo que dice, no lo que expone! Esto es absurdo ya que, de hecho, el modo como el poeta se expresa depende de qué es lo que él quiere expresar; el modo es solamente un medio para un fin, que es la expresión. No es la ventana, sino el paisaje que vemos a través de la ventana lo que es importante. ¡El arte no se reduce al arte por el arte; el arte se vincula a la vida; y a menos que una obra de arte tenga algún contenido significante perderá su propósito, sin importar cuál pueda ser su forma!

Ahora bien, el profano está en lo cierto, pienso, al sostener que el intento de reducir una obra como Hamlet a un ejercicio de estilo, versificación y valores de sonido, antes que a una «preocupación con respecto al hombre y su destino» (palabras de Bradley), es realmente confundir los medios con el fin, y que el crítico que afirma: «No importa lo que el poeta dice, solamente que lo diga bien; el qué diga es poéticamente indiferente...» pone realmente el arte dentro de una torre de marfil. Pero yo no pienso que el crítico de estética desee, realmente, adoptar esta postura; más bien creo que está forzado a ello por el hecho de que la materia-sujeto11 no garantiza un buen poema, y viceversa. El crítico está situado ante un desconcertante dilema entre afirmar, por un lado, que únicamente la forma es importante y, por otro, que el arte está en conexión con la vida y la revela. Y tomaría quizás partido por la forma antes que admitir por un momento que el mérito del poema no tiene nada que ver con su materia-sujeto.

Pero este dilema es solamente una suposición basada sobre una ambigüedad en la palabra materia. La distinción entre forma y materia puede mantenerse en otras ramas de la filosofía, pero en estética es algo terriblemente desorientador. «Materia» en arte puede referirse, por un lado a los materiales o la «materia-sujeto» sacada de la vida, extrínseca al poema, o a «lo que es expresado» intrínseco al poema, lo que llamaremos contenido o sustancia. Es verdad que la materia-sujeto, que es extrínseca al poema, es bastante indiferente al valor del poema: un poeta puede hacer algo valioso (o no) con cualquier materia-sujeto dada, pero, por otro lado, el contenido es importante, ya que está en el poema y hace referencia a lo que el poeta ha expresado realmente. Muchos poemas han sido escritos sobre el tema del amor, y todos ellos han tenido la misma «materia-sujeto», pero en cada caso el contenido era diferente. Como dice Bradley: «el formalismo extremado pone toda su carga en la forma porque piensa que su opuesto es mera “materia-sujeto”. El lector medio se enoja, pero comete el mismo error y da a la “mate-ria-sujeto” elogios que pertenecen a la sustancia».12

Se ha dicho con frecuencia que «en arte el tratamiento lo es todo», es decir, lo que el artista hace con su materia-sujeto, y que por ello la propia materia-sujeto no es lo que cuenta. En consecuencia, «el contenido expresado en una pintura es determinado no por la materia-sujeto como tal sino por el modo en que es tratada».13 Y esto, podemos verlo ahora, puede ser exacto sin implicar que solo la forma sea lo importante, ya que también el contenido está en la obra de arte y es un producto del genio del artista, representa lo que él hace con la materia-sujeto, como opuesto a lo que la mate-ria-sujeto es en sí misma. El crítico de un cuadro que representa la crucifixión, si es un crítico de pintura y no de historia o teología, ciertamente no se interesará sin más por el juicio crítico de la crucifixión como un suceso histórico, pero no por ello deberá limitarse a observaciones acerca de la forma (ritmo, equilibrio de color y masas, etc.); sino que puede también criticar lo que el artista ha expresado, el punto de sensibilidad de la obra, el grado de espiritualidad que ha logrado en ella, y asimismo comentar si el artista nos ha dado (o no), por ejemplo, solo un bello aspecto sensible pero sin añadir «nada significativo». Y para hacer esto el crítico debe tener no solo sensibilidad estética y dominio de las tendencias diversas de las formas artísticas, sino también conocimiento de los aspectos de la vida que la obra pone de relieve y, en igual medida, sensibilidad para la mate-ria-sujeto que está tratando, de tal manera que pueda evaluar mejor lo que el artista ha realizado con esa materia-sujeto. Un crítico que sea insensible al sentimiento religioso no sería la persona adecuada para evaluar a Giotto. Del hecho que un crítico no sea un puro formalista no se sigue el que se preocupe solo por cosas que son estéticamente relevantes. «La confusión de valores se origina solamente cuando el espectador es movido no por lo que el artista le muestra, sino por lo que él no le muestra: el acontecimiento histórico. El interés por esto es totalmente espontáneo, y si forma parte de la determinación crítica de la obra no puede producir sino confusión».14 Y si el cuadro no tuviese ningún valor propio (de superficie, forma o valor vital) sino que solamente lo recibiera de nuestro interés por la materia-sujeto histórica (el acontecimiento representado en ella) se trataría entonces de una pintura ilustrativa simplemente y no de una obra de arte. La respuesta de la mayoría de personas a la pintura es probablemente de este tipo ilustrativo; responden solo a la materiasujeto, particularmente si le es familiar o se trata de reminiscencias de recuerdos infantiles, y no se centran en lo que el artista ha realizado con tal materiasujeto.

La noción de forma ha sido desarrollada en una sección previa,15 y la de contenido es equivalente a lo que ya he llamado «valores vitales». Un concepto más complejo y ambiguo es el de materia-sujeto. Y quiero antes que nada distinguir la materiasujeto de las obras de arte de sus materiales.

A mí me gustaría definir los «materiales» de una obra de arte como el conjunto total de las experiencias que el artista tuvo y que fueron pertinentes para la producción de la obra de arte, así como todo lo que a través de estas experiencias (cualquier objeto y acontecimiento del mundo) estimuló e inspiró al artista para crear su obra. Ciertamente no se puede negar que todas las artes tienen materiales en este sentido, toda vez que en todas las artes existen experiencias (del artista) que son pertinentes y capitales para la creación artística, y sin las cuales él no habría creado la obra como lo hizo. Cuáles puedan ser los materiales, en cualquier caso concreto, es una cuestión biográfica y no artística, y de aquí que dilucidarlo sea más importante para el historiador que para el crítico.

Dewey pone de relieve que los materiales del artista son el propio mundo, el mundo de la experiencia común humana, de las cosas objetivas y los acontecimientos, y que la obra de arte es un producto de mutua interacción entre el artista y sus materiales, es decir, entre el artista y su medio ambiente. Todo esto es cierto, pero se refiere a «materiales» desde un punto de vista distinto al sentido en que lo he definido arriba; ya que, en todo caso, los «materiales» para el arte no son simplemente el mundo como tal y los objetos que están en él, sino la experiencia del artista que ha sido moldeada por estos materiales y sobre la base de los cuales crea su obra; las cosas y los acontecimientos del mundo, que moldearon y formaron su experiencia (que es el material inmediato del que es extraída su obra), son materiales pero en un sentido más remoto.

Debemos señalar, de pasada, que ninguna distinción entre artes representativas y no-representativas puede establecerse sobre la base de sus materiales, pues todas las artes tienen igualmente materiales en este sentido. Si aceptamos que las reflexiones políticas de Shelley forman parte del material de Prometheus Unbound, está por lo menos igualmente bien fundamentado el que parte del material de Brahms para su segundo concierto de piano pudiese ser el azul brillante del cielo de Italia. Ambas explicaciones pueden ser las causas pertinentes que ayudaron a la producción de sus obras de arte.

Quiero ahora distinguir «los materiales» de las obras de arte de su «materia-sujeto». Materia-sujeto es, artísticamente, un concepto más importante y más ambiguo. En un sentido en que creo que se usa el término, «materia-sujeto» hace referencia al modelo u objeto de imitación, es decir, cualquier cosa que sea imitada en la obra de arte. Si, por ejemplo, un pintor ve una ladera concreta en Burgundy y trata de trasladarla «fotográficamente» al lienzo, o si el novelista intenta describir con perfecta «precisión» alguna situación histórica, entonces se puede decir que están imitando (en el sentido literal) esta escena o esta situación, y la ladera o el hecho histórico serían su respectiva materia-sujeto en el más estricto sentido posible. Ahora bien, se da por sabido que esto ningún artista realmente lo hace, ya que la naturaleza es siempre transformada, interpretada, «falseada» en arte (este tópico será desarrollado en la Parte II); y respecto al grado en que se dé esta «falsificación», la naturaleza no será exactamente imitada: es decir, respecto a este grado, el artista toma el suceso histórico o la escena de la naturaleza no como su materia-sujeto, sino meramente como material, estímulo o fuente de inspiración de la que puede arrancar, o como la base a partir de la cual puede concebir imaginativamente su obra.

Me parece que en el proceso de creación de las obras de arte literarias o pictóricas, que como base tuvieron alguna escena o persona o hecho histórico, debió de oscilarse constantemente entre usarlos como materia-sujeto (en este sentido) o como material, y es a veces difícil saber en qué medida primó uno u otro aspecto. Cuando el pintor produce una obra teniendo en mente un paisaje que ha visto, ¿hasta qué punto en esta «transformación fotográfica de la realidad» es posible decir que la pintura deja de ser una reproducción de esta ladera concreta de Burgundy (con falseamientos para acentuar algunos efectos) y es en cambio solamente una pintura de un paisaje en la mente del artista, que tuvo esta ladera particular de Burgundy como estímulo, punto de arranque, como material? Los dos polos se funden uno en otro y el punto en el que cesa de ser una pintura de la ladera de Burgundy y pasa a ser «una ladera de la imaginación del artista con la ladera real de Burgundy como material» es algo que, por muchas razones, no es necesario discutir aquí. Igualmente ocurre cuando un retrato deja de ser retrato de este hombre (esta persona histórica particular) y se transforma en «un retrato de la imaginación del artista», aunque se parta de este hombre como material (estímulo). También sería esta una cuestión algo difícil de decidir y pienso que tampoco necesita ser determinada ninguna línea clara de limitación. Lo mismo se sostendría verdaderamente de una obra literaria que describiera una serie de acontecimientos históricos; a medida que la «ficción» o «libre juego de la imaginación» sobre los incidentes históricos se hiciera cada vez mayor, estaríamos menos autorizados para decir que la serie histórica de acontecimientos fuera la materia-sujeto de la obra, y más para afirmar que se trata meramente del material.

Es obvio sostener que las artes no-representativas (como la música) difieren de las artes representativas (como la pintura) en este sentido de materia-sujeto, puesto que la pintura puede, al menos teóricamente, imitar alguna escena real de la naturaleza. Pero ¿qué puede imitar la música? Podemos contestar que si la pintura puede imitar escenas naturales, la música puede imitar sonidos de la naturaleza. Es, desde luego, bastante cierto (como veremos en el próximo capítulo) que la magnitud de sonidos de la vida que la música puede imitar es proporcionalmente menor que las escenas de la vida que la pintura puede reproducir; pero esto es una diferencia en el grado, no en la clase. Tampoco es sobre esta base de donde podemos extraer una distinción entre artes representativas y no-representativas.

Es importante observar aquí que algunas obras de arte tienen una materia-sujeto (en el sentido que hemos expuesto) extrínseca a sí mismas y otras no. Hasta aquí hemos estado desarrollando solamente las que la tienen. Pero muchas no la poseen: por ejemplo, no hay, que yo sepa, ningún doble histórico de la persona de Ulises; Ulises y sus experiencias existen solamente en la Odisea. En esta, Ulises se opone a Agamenón, quien sí tiene (o tuvo) una existencia extrínseca al drama de Esquilo, lo mismo se podría decir, por ejemplo, de Enrique IV (en la obra escénica de Shakespeare) y de Rembrandt (en cualquiera de sus autorretratos). En estos últimos casos la materia-sujeto existió fuera de la obra de arte y «fueron» antes de que existiera la obra de arte. Ahora bien, yo pienso que se podría aceptar generalmente que tanto si una obra de arte tiene como si no una materia-sujeto fuera de sí, en la vida o en la historia, esto constituye un hecho que no es artísticamente importante; la grandeza de la Odisea no se vería afectada de una manera o de otra si la persona de Ulises resultara ser histórica. Es suficiente hacer patente que hay a veces una materia-sujeto extrínseca a la obra (que el artista puede imitar más o menos exactamente, y cuanto más exacta sea la imitación el objeto o el acontecimiento histórico podrá interpretarse más como materia-sujeto que como material), mientras que a veces no la hay (en cuyo caso no surge ninguna cuestión de materia-sujeto en el sentido anterior).

Así pues, tanto si hay como si no una materia-sujeto extrínseca a la obra es, como hemos visto, artísticamente irrelevante, y pienso que es mejor pasar al segundo sentido de materia-sujeto, que no depende de esta distinción: es decir, el sentido en el que decimos que la materia-sujeto de la Odisea se identifica con las aventuras de Ulises, o que la materia-sujeto de la Olympia de Manet es una mujer tendida en su lecho con una gata negra. La materia-sujeto en este sentido está ciertamente en la propia obra de arte; ya que, como hemos visto, no hay un Ulises histórico –Ulises es una persona solamente en el poema–. La materia-sujeto, en este sentido, se refiere a cualquier persona, objeto, escena o acontecimiento pintado o representado en la obra de arte, sin hacer relación alguna a si tiene o no algún doble histórico. Pienso que este es el sentido de «materiasujeto» que ordinariamente empleamos cuando preguntamos por la materia-sujeto de una obra de arte. «¿Cuál es la materia-sujeto de la Odisea?». «Las aventuras de una persona llamada Ulises...». Es decir, preguntamos por lo que es representado o expuesto a nuestra consideración y contemplación en la obra de arte.

¿Cuál es la relación entre este sentido de materia-sujeto y el argumento, en el caso de una novela o drama o poema narrativo? Me parece que la única diferencia está en que el argumento es la materia-sujeto con más detalle; cuando nos preguntan por la mate-ria-sujeto de una novela respondemos indicando quiénes son los principales personajes y lo que les sucede, y si se nos pide únicamente el argumento solo describimos estos personajes y acontecimientos con más detalle. Si lo hacemos con algún detalle decimos entonces que hemos dado una narración del argumento.

Ambos, argumento y materia-sujeto (en este sentido), están en la obra, aunque, como hemos visto, los acontecimientos descritos pueden tener también materia-sujeto en el primer sentido, es decir, un doble histórico con respecto a los hechos «narrados» en la obra de arte.

Podemos afirmar que lo que realmente sean los acontecimientos concretos narrados, por ejemplo, en una novela, no es aquí importante, pero lo que el artista «hace» con ellos sí que lo es. Sin embargo, alguna importancia deben poseer, ya que se critica con frecuencia una novela o drama diciendo que tiene un débil argumento; y esto es crítica no de una cosa extrínseca al drama o a la novela sino de algo presentado en/por ella, a lo que nada extrínseco puede quizá corresponder.

Hemos visto que algunas obras de arte (tales como dramas históricos) tienen materia-sujeto extrínseca a la obra, y que algunas (como por ejemplo la Odisea) no la poseen. Queda ahora algo más por preguntar: «¿tiene toda obra de arte materia-sujeto en este segundo sentido, es decir, materia-sujeto en la obra?, ¿tienen todas contenido representativo?». A este respecto pienso que podemos contestar negativamente. Y aquí, al fin, nos topamos con la distinción entre «artes representativas y no-representativas». Las artes representativas y no-representativas han de distinguirse no sobre la base de algo exterior a ellas, sino sobre la base de algo interno a las propias obras, es decir, si hay o si no hay personajes, escenas o acontecimientos descritos en las obras. Y estará claro, desde luego, que en el caso de novelas, dramas, poemas narrativos y pinturas representativas, hay personajes y escenas y acontecimientos representados en las obras; mientras que en la pintura y música abstractas no se da, de ninguna manera, nada de esto en la obra. Y aquí encontramos la diferencia entre artes representativas y no-representativas (una diferencia de la que se tratará en el capítulo 2 al estudiar la representación).

El que haya o no personajes y acontecimientos o escenas en la obra –materia-sujeto en el segundo sentido– es a veces una cuestión de grado. En las pinturas semiabstractas, tal como algunos Violines de Picasso, donde tenemos líneas y fragmentos, aquí y allá, sugeridores de violines, el uso común no es tan preciso como para que nos obligue a afirmar definitivamente que los violines sí que están representados o que no lo están, al igual que el uso común no nos exige decidir si tales experiencias límites son estéticas o no lo son.

Al desarrollar hasta aquí el estudio de la materia-sujeto, he usado dos sentidos distinguibles del término: materia-sujeto puede referirse a: 1) escenas, personajes o acontecimientos de la vida que actúan como modelos para las imitaciones artísticas; esta materiasujeto es una cuestión de grado, y cuando de algún modo existe, es más o menos patente, según el grado de fidelidad de la imitación. La materia-sujeto en este sentido es definitivamente exterior a la obra de arte. Puede también referirse a: 2) escenas, personajes y acontecimientos descritos en la obra, por ejemplo, la materia-sujeto de la Odisea se identifica con los viajes de Ulises. Registrada con mayor detalle, la materia-sujeto en este sentido viene a ser el argumento. Y, en este sentido, se puede decir que la materia-sujeto está en la obra de arte, pudiéndose llamar «contenido representativo».

Pero creo que hay todavía un sentido más amplio en el que se usa la palabra materia-sujeto. Cuando preguntamos cuál es la ma-teria-sujeto de Paradise Lost quizá no estemos preguntando por los personajes y acontecimientos narrados en el poema o por algo exterior al poema, sino por la idea central, la idea fundamental del poema: su tema. Cuando nos preguntan cuál es el tema del poema, daremos probablemente una contestación tal como la siguiente: «La verdad moral de que el hombre libre que ejerce su albedrío es preferible al hombre en su estado original sin culpa», o «La eterna lección de la humana falibilidad», o algo por el estilo. Pero nuestra respuesta no se formulará, de ninguna manera, en términos de contenido representativo.16

Acepto que hay un uso de la palabra tema en el cual esta se refiere a la materia-sujeto en el segundo sentido; si preguntamos cuál es el tema de la Odisea, podemos estar satisfechos con la respuesta «Ulises y sus aventuras constituyen el tema de la Odisea», y pienso que estaríamos satisfechos con una contestación como esta. Pero si decimos, por ejemplo, que «el tema de Pilgrim’s Progress son las aventuras de una persona imaginaria, llamada Cristian, enfrentándose a muchos obstáculos», y que «el tema de Paradise Lost son interacciones de Satán y el hombre antes y después de la caída», esto ya no nos satisfaría tanto, puesto que hemos preguntado por el «tema» en el sentido mencionado en el párrafo anterior; es decir, la idea fundamental de la obra. Y la única razón de por qué nos hemos inclinado a aceptar «Ulises y sus aventuras» como el tema de la Odisea es que en este caso concreto es muy difícil decir cuál es (si hay alguno) realmente el tema. ¿Diremos que es «la esencia de la aventura o la humanidad errante» o «el hombre siempre acosado por desgracias»? Estas respuestas parecen insatisfactorias, y quizás no hay ningún tema para la Odisea en el mismo sentido en el que puede decirse que existe una verdad moral acerca del hombre en el tema de Paradise Lost, o que las tentaciones del hombre en el camino para la salvación es el tema de Pilgrim’s Progress. Quizás la Odisea es solamente una historia. En algunas ocasiones es verdaderamente difícil en muchas obras de arte decir exactamente cuál es el tema de cada una; y en muchos casos no hay quizá ninguno, y atribuir entonces uno a la obra parece verdaderamente arbitrario. Pero cuando hay de hecho un tema, en el sentido de «idea fundamental» (materia-sujeto en el tercer sentido), entonces no estaremos satisfechos con respuestas acerca del contenido representativo (materia-sujeto en el segundo sentido) cuando preguntamos por el tema de la obra de arte.

Ciertamente es difícil indicar en qué grado el tema está en y es una parte de la obra de arte. El «contenido representativo» está ahí; puede uno referirse a él y señalarlo, y no se duda de que es parte de la obra en un sentido diferente a como lo pueda ser nuestra reacción emocional hacia ella; pero qué sea el tema puede muy bien ser un punto de controversia. El tema puede, con frecuencia, estar contenido, o «deducido» de la obra; y así en una época histórica puede tomarse como tema una cosa, mientras que la generación siguiente puede darle una interpretación enteramente diferente. (¡Cuántas personas piensan que el tema de Crimen y castigo es que el pecador tiene que arrepentirse a causa de los remordimientos de su conciencia!). En algunos casos, el tema es verdaderamente obvio (como en Pilgrim’s Progress), mientras que en otros casos es extremadamente oscuro y dudoso (como en los escritos proféticos de Blake o Major Barbara de Shaw, donde todo lo que se dice parece tomar dos caminos).

6

Queda por hacer una ulterior distinción que puede ser sacada a la luz mejor por medio de un ejemplo concreto. ¿Cuál es el material de la música? ¿Las notas o las experiencias y sensaciones humanas? Ambas respuestas parecen ser verdad, y con todo habrá que preguntarse si ambas cosas y en qué medida pueden constituir el material. Esto apunta a una distinción de «material» a la que el profesor Greene asigna los nombres de «primario» y «secundario».17

Un compositor puede escribir una sinfonía, en parte, como resultado de experiencias (particularmente experiencias afectivas) que él mismo ha tenido, las cuales fueron a su vez ocasionadas por objetos y acontecimientos del mundo; estos son sus materiales, en el sentido de estímulos, o fuente de inspiración, causas pertinentes de su composición.18 Nosotros hemos desarrollado ya este sentido de «material», y es lo que llamaremos material secundario.19 Pero sus materiales primarios son sonido –o, para ser más preciso, las notas en una escala de semitonos; es con estas con las que se crea la composición–. Ambos constituyen el material en dos diferentes órdenes o dimensiones. En la misma línea, el mundo de la experiencia –o más específicamente la experiencia del autor– es el material secundario de la literatura, y las palabras y oraciones son el material primario. Las formas representadas sobre los lienzos con pinturas y pinceles son el material primario del pintor. Esta distinción, una vez indicada, es, pienso, obvia.

La noción de «primario» no parece ser aplicable sin más a la materia-sujeto. La materia-sujeto de Paradise Lost ha sido descrita en sus tres sentidos en la sección anterior (como representación de un supuesto acontecimiento histórico, como su argumento y como su tema, todos estos serían en sí «secundarios»). La materia-sujeto de una obra, en alguno de los anteriores sentidos, es aquella a lo que se refiere la obra, y ninguna obra se refiere a su material primario, ni a algo estrictamente «considerado como medio», tal como la palabra primario indica. Lo que la «materia-sujeto primaria» pueda ser no creo que sea fácilmente imaginable. Más importante, sin embargo, es la noción de materia-sujeto que no se aplica en el sentido «secundario» a la música, excepto en aquellas raras ocasiones en que la música imita algunos sonidos de la vida y puede decirse que la música se refiere a estos sonidos. (El grado en que la música puede hacer esto será expuesto en el próximo capítulo). La música no tiene ningún «contenido representativo» (ninguna persona u objeto o acontecimiento aparece en ella como sucede en la pintura o la literatura), ni tiene un tema en el sentido en el que un poema o drama puede tenerlo. Hablamos de un «tema musical», pero aquí la palabra tema tiene un sentido ambiguo: los temas en la música no son la caída del hombre o las hazañas de Ulises; son temas musicales que aparecen entera y exclusivamente dentro del medio musical. La diferencia es importante. Cuando preguntamos por el tema de un poema estamos interesados no por un juego de palabras sino por las ideas que estas palabras representan; pero cuando preguntamos por el tema de una pieza musical preguntamos por una sucesión de notas, que constituyen la melodía principal. Esto es, de hecho, lo que se tiene en mente cuando hablamos habitualmente de «tema» musical.20 De nuevo nos estamos refiriendo a algo «considerado como medio». Se ha dicho alguna vez que la música tiene como su materiasujeto las emociones. Pero ¿«se refiere» la música a emociones en el mismo sentido en que Paradise Lost se refiere a la caída del hombre? ¿Qué significaría decir que una composición música se refiere a emociones, o cómo podríamos establecer unas afirmaciones así? No basta decir que el compositor escribió su composición como resultado de ciertas experiencias (incluyendo emociones) y que la composición al ser oída evoca también esas experiencias.

En el caso del pintor hay una relación más estrecha entre los materiales primarios y secundarios que la que existe en el caso de la música. Ya que los materiales principales (secundarios) de la pintura son intuiciones de objetos visuales (o intuiciones de cualquier otra cosa dada en otras modalidades sensibles, que pueden también ser evocadas por la visión de estos objetos), y los objetos visuales poseen color y extensión; por su parte, los materiales primarios del pintor son formas coloreadas y extensas, como aparecen en los lienzos. Así, en el caso de la pintura, las dos clases de «material» se dan en la misma modalidad sensible. El principal estímulo para pintar proviene de lo que el pintor, en la imaginación, ve; pero el estímulo básico para la música no proviene de ningún sonido que el compositor oye, pues el estímulo musical nace de situaciones internas, no simplemente auditivas. A este respecto la literatura es como la música y no como la pintura; las experiencias no son respecto a las palabras más de lo que las emociones son respecto a las notas.

Con estas consideraciones podemos ahora emprender nuestra tarea principal, que es la investigación del concepto de significado artístico.

1. E. Bullogh: «Psychical Distance», en British Journal of Psychology, vol. 89.

2. Ibíd., pp. 88-89.

3. La actitud estética está particularmente bien caracterizada por Langfeld: The Esthetic Attitude, especialmente en los tres primeros capítulos; Charles Mauron: Esthetics and Psychology, pp. 31 y ss.; C. J. Ducasse: The Philosoph of Art, cap. 9; T. E. Hulme: Speculations, el capítulo «Bergson’s Theory of Art»; y el artículo de Bullough ya citado anteriormente.

4. Tomo este término de D. W. Prall, cuyo análisis se encuentra en Esthetic Judgment, especialmente en los capítulos 3, 4, 5 y 10.

5. Las mejores explicaciones que conozco de estos «criterios formales» respecto a las obras de arte se encuentran en The Analysis of Art, de De Witt Parker, cap. 2; John Dewey: Art as Experience, caps. 7-10; Kenneth Burke: «The Psychology of Form», y en Counterstatement; Stephen Pepper: Esthetic Quality.

6. Se puede hacer aquí alguna. Otras distinciones son: 1) Forma estética (esthetic form) y superficie estética (esthetic surface) no son lo mismo que forma (form) y superficie (surface). Cualquier representación sensorial, por mucho que se discuta, tiene alguna forma y también una superficie. «Forma estética» y «superficie estética» son conceptos normativos, no meramente descriptivos; no todas las formas y superficies son estéticas. Cuáles sean y hasta qué punto pueda el término aplicarse mejor a las formas como tales que a nuestra experiencia de ellas es desde luego otra cuestión. La que ahora nos ocupa es que no todas las formas pueden ser descritas como estéticas. 2) Algunos escritores, como el profesor T. M. Greene en The Arts and the Art of Criticism (pp. 123-125), distinguen entre forma estética y forma artística. La forma estética se encuentra, en algún grado, tanto en la naturaleza como en el arte; pero la forma artística, según este análisis, es peculiar del arte, porque esta es una forma condicionada por las intenciones del artista. Podemos convenir en esta distinción si queremos; ello no cambiará el hecho de que permanezcan los criterios formales (indica solamente que también han de ser considerados otros factores).

7. D. W. Prall: Esthetic Judgment, pp. 181-184. Prall usa «superficie estética» (esthetic surface) como un término general opuesto a «belleza expresiva» (expressive beauty), o lo que yo he llamado «valores vitales» (life-values).

8. La división tripartita en superficie, forma y valores vitales está descrita de una forma general en L. A. Reid: A Study in Esthetics, caps. 1-4, y encuentra un paralelo en la de Santayana: belleza material, belleza formal y belleza expresiva, en su libro The sense of Beauty.

9. Cfr. el excelente ejemplo del jardín de Prall, op. cit., pp. 180-181.

10. Este uso lleva consigo una fuerte analogía respecto a los dos sentidos que Prall establece acerca de «belleza» –belleza de superficie (surface beauty) y belleza expresiva (expressive beauty)– que introduce en Esthetic Judgment (pp. 219 y ss.), pero que nunca desarrolla. Aunque la palabra belleza introduce complicaciones que yo preferiría eludir en este momento.

11. Hemos optado por mantener la expresión «materia-sujeto» (subjectmatter) debido a las posteriores diferencias que Hospers apunta respecto a esta noción frente a «tema», «asunto», «contenido» o «sustancia», términos estos por los que habitualmente suele traducirse en castellano tal expresión (N. del T.).

12. A. C. Bradley: Oxford Lectures on Poetry, p. 13.

13. T. M. Greene: The Arts and the art of Criticism, p. 13.

14. A. C. Barnes: The Art in Painting, p. 25. Pudo objetarse aquí que la materiasujeto (subject-matter) es relevante; por ejemplo, los bodegones de Cézanne muestran una vajilla, frutas y pequeños artículos domésticos, objetos íntimos de la vida común, fácilmente manipulados y movibles y que poseen poca «vida interna» propia; por esta razón, Cézanne usa estos objetos con preferencia a otros. Ahora bien, puede ser cierto que determinados efectos puedan quedar mejor logrados por medio de concretas materias-sujeto; sin embargo, no es la materia-sujeto como tal lo que importa, sino su tratamiento por parte del artista. No todos los bodegones con platos de fruta son obras de arte. La diferencia entre los que lo son y los que no lo son no estriba en la materia-sujeto.

15. Todo objeto, sea una obra de arte o no, tiene alguna forma, incluso un trozo de cielo azul o el sonido concreto de un diapasón tiene alguna forma, la forma de la unidad. Se debe, pues, distinguir forma de forma estética: algunos de los requisitos de la forma estética han sido ya descritos en este capítulo. (Yo la denomino «forma estética» mejor que «forma artística», porque las formas descritas se dan tanto en la naturaleza, en cierta medida por lo menos, como en las obras de arte). Este uso del término difiere un poco del de Dewey en Art as Experience, donde refiere la «materia o sustancia» al «poema mismo», mientras que la forma «marca el modo de considerar, de sentir y de manifestar la materia experimentada de suerte que llegue a ser con mayor prontitud y efectividad el material para la construcción de la experiencia adecuada por parte de aquellos menos dotados que el creador original [...]. La misma obra es la materia transformada en sustancia estética» (p. 110). Este uso da lugar a confusión; aparentemente la forma es algo extrínseco al poema, algo que el poeta introdujo en la materia original para transformarla en poema. De ordinario nosotros hablamos de la forma como algo presente en la obra. Y cuando hablamos del «contenido del poema» no nos referimos al poema mismo, pues hablamos del «contenido del poema» y nunca lo tomaríamos para significar «el poema del poema».

Debe distinguirse la forma de la técnica. Técnica es una palabra extremadamente ambigua y evasiva. En un sentido puede referirse a los recursos o artificios mediante los cuales el artista consigue una serie de efectos, algo que puede ser evidente al contemplar la obra, pero que no es «una parte de» la propia obra. Cuando estudiamos cómo el artista mezcló sus pinturas para conseguir tales colores, o qué artificios utilizó para crear la ilusión del espacio tridimensional, o cómo contrastó los colores para acentuar los valores vitales, estamos estudiando la técnica. De otra forma,aunque relacionada, decir que un artista tiene «técnica», esto es, que se mueve como en su propio elemento dentro del medio artístico que emplea, es decir que se aplica fácilmente a la forma artística, como Renoir a la pintura o Mozart a la música. O también, «técnica» puede ser un término de reproche, significando que el artista puede manejar su medio, sabe cómo poner los colores en el lienzo, pero no puede expresar nada significativo a través de tal medio, en ninguna dimensión amplia o sutil. Un pintor puede ser hábil en el uso de su medio artístico pero sin obtener de él un buen provecho; entonces lo llamamos un «mero técnico». Técnica no es en sí talento artístico, las virtudes en el uso del medio no son virtudes artísticas; sin duda son una condición necesaria para ellas. Un artista debe ante todo estar familiarizado con su medio elegido, pero solo esto no lo convierte en un artista.

16. Si respondemos que «la caída del hombre», esta respuesta es ambigua; pues si con esto queremos decir la caída del hombre como un acontecimiento histórico, nos estamos refiriendo a la materia-sujeto en el primer sentido; si hacemos alusión a los caracteres y acontecimientos que constituyen la caída del hombre en el poema, nos referimos a esta en el segundo sentido; y si queremos presentar la caída del hombre como una idea o concepto, nos estamos refiriendo a la materia-sujeto en el tercer sentido, por ejemplo, el tema.

17. Greene: The Arts and the Art of Criticism, p. 39.

18. El profesor Greene usa la distinción entre materia prima y medio (y diferencia también «primario» y «secundario» en cada uno), siendo el medio solo un nuevo grado en el desarrollo del material en la experiencia del artista, concretamente el material tras ser estéticamente «condicionado» por el artista. En el presente contexto encuentro inútil esta distinción.

19. En este punto yo me opondría al análisis del profesor Greene. Él afirma que el material secundario de la música son «los estados de emoción y conato». ¿Por qué no dice que el material de una composición musical es el campo total de la experiencia relevante por parte del compositor, como lo dice en el caso de la pintura y de la literatura? Porque él se adhiere a una teoría particular acerca de la relación del material primario respecto al secundario, a saber, que el segundo se transforma o se traduce en el primero: «estados de emoción y conato», según el profesor Greenne (op. cit., p. 60), «son traducidos en tipos musicales expresivos». Ahora bien, no estoy exactamente seguro de en qué consiste esta transformación o traducción. Ciertamente la composición está causalmente relacionada con ciertas experiencias que tiene el compositor (su material secundario), y el campo de estas podría no haber abarcado casi cualquier cosa («los cielos azules de Italia» de Brahms para su segundo concierto de piano) y no solamente «estados de emoción y conato». Pero el profesor Greene parece indicar que estos estados pueden, mientras que los objetos y su percepción por nuestra parte no pueden, ser transformados y traducidos en un modelo de notas y pausas, y por ello limita los materiales de la música a «estados de emoción y conato». Pero yo discrepo de esto. ¿Qué sería esta traducción? ¿No envuelve esta traducción el traslado de algo de un medio a otro, y la transformación, el cambio de una entidad de un estado a otro? ¿Pero los «estados de emoción y conato» se traducen y transforman en sólidos? Esto ciertamente es, si no algo peor, un retorcimiento del significado normal de una palabra.

20. Hay casos aislados en los que decimos que el tema (o, a veces, la materiasujeto) de la Quinta Sinfonía de Beethoven es el hado, en el mismo sentido en que el tema de Paradise Lost es la caída del hombre. ¿Pero en qué sentido se podría decir que esto es el tema, y cómo se podría establecer tal afirmación? En la música representativa, este fenómeno es muy frecuente. Se dice, por ejemplo, que el Don Quijote de Strauss tiene al héroe de Cervantes como su tema o como su materia sujeto. Pero respecto a si puede decirse que la música representativa tiene materia-sujeto en este sentido de la palabra (es decir, de representar objetos o acontecimientos del mundo) ya trataremos de verlo en el capítulo 2.

Significado y verdad en el Arte

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