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ОглавлениеPRÓLOGO
Taky Kimura
Dejadme expresar mi agradecimiento por la oportunidad que John Little me ha dado para compartir unas breves palabras sobre mi relación con uno de los más grandes iconos del mundo, Bruce Lee.
John y yo nos conocemos desde hace más de un año, y he llegado a respetar su sinceridad y a gozar de su amistad cada vez más, conforme va transcurriendo el tiempo. John, como muchos de nosotros, ha tratado de llegar al mayor nivel posible tras haber estado expuesto al gran Bruce Lee con la mayor dedicación y el mayor entusiasmo; seguro de sí mismo pero humilde, genuinamente enérgico pero sensible para con los demás. En mi humilde opinión (y tremenda responsabilidad), John ha dedicado su vida a investigar, presentar y, cuando ha sido necesario, extrapolar –del modo más sincero– lo que Bruce nos ha dejado en sus muchos volúmenes de escritos y notas privadas para que podamos comprender y compartir el arte y la filosofía de Bruce.
Bruce Lee fue una persona de múltiples talentos ya a la edad de 18 años, cuando alegró los horizontes de Seattle. Su complexión de un metro y setenta centímetros explotaba sobre cualquier escenario como el imponente espectáculo de un cometa, y quedabas inmediatamente cautivado por su encantadora personalidad. Una vez Bruce compartió conmigo el sentimiento de que se sentía relajado y cómodo con personas de todos los estratos de la sociedad. Él lo atribuía a la esencia última física y espiritual del más alto nivel del arte marcial. En mi opinión, estaba imbuido de esto, y Bruce vivió y murió la vida de un verdadero guerrero.
He dicho a menudo que mi primer encuentro con Bruce fue una experiencia asombrosa. Sin embargo, tuve también la fortuna de poder experimentar los otros muchos aspectos de su personalidad, tales como el cómico adolescente y el filósofo maduro. Me sentí particularmente encantado por esta última característica, y de algún modo supe que debía seguirle.
Para quienes no están familiarizados con el historial de Bruce Lee –el hombre que con el tiempo escribiría el libro que ahora tienes en las manos– les puede ser de ayuda que yo explique cómo él llego a introducir el gung fu, un arte exclusivamente chino, en Norteamérica. Bruce llegó a Seattle en 1959 a la edad de 18 años tras una breve estancia en San Francisco. Con la ayuda de varias apariciones en la televisión local y demostraciones públicas, Bruce comenzó a enseñar a todos los americanos sin tener en cuenta la raza, el credo o el origen nacional.
Incluso mientras crecía en Hong Kong, Bruce padeció su buena dosis de prejuicios y discriminación. Esto le llevó a involucrarse en las artes marciales para protegerse tanto mental como físicamente. Me habló con frecuencia del modo en el que los oficiales británicos despreciaban y maltrataban a los chinos. Con estos antecedentes, Bruce juró usar las artes marciales como una herramienta para expresar su mayor deseo: crear igualdad entre la gente del mundo.
Incluso en Seattle, durante la primera etapa del viaje de su vida, Bruce denunció la “confusión clásica” y promocionó el arte de la simplicidad y la armonía. Con el tiempo, Bruce llegaría a modificar sus vastos conocimientos de las muchas artes para llegar a la última fase de la simplicidad realista: el jeet kune do. Sin embargo, tanto si enseñaba a sus estudiantes en el método jun fan del gung fu o en jeet kune do, Bruce entendía que, en cualquier caso, la simplicidad, la honestidad y el deseo sólo llegan desde lo profundo del corazón, e incorporó esta preciosa característica a todas sus enseñanzas.
Bruce estaba especialmente dotado con determinados dones con los que ya había nacido: velocidad, coordinación, elegancia, mentalidad superior y encanto. Todos estos factores intensificaban su aguda capacidad para discernir entre la realidad y la fantasía. En lugar de condenar algún sistema concreto de arte marcial, Bruce absorbía lo que era útil y descartaba lo inútil, y nos enseñaba lo que consideraba la “realidad” del arte marcial: simplicidad, armonía e integridad.
En muchos sentidos esto es comparable a la extrema belleza que reside en el modo en el que los niños pequeños se expresan con la mayor sencillez, espontaneidad y fluidez. La sinceridad de sus emociones sale con naturalidad. Bruce nos predicó sobre los hechos fríos de la vida: por ejemplo, si quieres ser un nadador, no puedes serlo en tierra firme; has de meterte en el agua. Compartió conmigo y con todos los que estudiaron con él los absolutos: la honestidad, el respeto por los demás, la humildad, la confianza y el cultivar un deseo insaciable por llegar al objetivo.
Cuando Bruce vivía, siempre me empujaba en una dirección que creo que deseaba que siguiéramos todos nosotros: desarrollar al máximo nuestras capacidades físicas, que nos permiten identificar con humildad y orgullo quiénes somos en realidad. Una vez logrado esto, la puerta se abrirá y entrarás en el reino de la espiritualidad filosófica.
El currículo de Seattle que Bruce me confió para que lo enseñara y que John ha incluido en el apéndice de este libro empezó con este único y sencillo concepto de verdad y realidad.
Incluso ahora, mi sangre se agita cuando reflexiono sobre aquellos días pasados en los que Bruce y yo estábamos juntos. Él me ayudó ingeniosamente a recuperar los días que había perdido internado durante 5 años en un campo de concentración americano por el mero hecho de ser de ascendencia japonesa. Acababa de graduarme del instituto y Bruce me facilitó una especie de terapia para ser simplemente capaz de seguir adelante y hacer algunas de las cosas alegres y alocadas que había echado de menos y de las que me había visto privado durante mi internamiento. La amargura, el negativismo y el sentimiento de total inferioridad que me acosaban antes de que Bruce apareciera en mi vida son –como resultado directo de sus enseñanzas y de mi propia buena disposición a aplicarlas– agua que ya ha pasado por debajo del puente. Ahora comprendo que hubo un enriquecimiento disimulado y oculto que extraje de mis experiencias, tanto de las positivas como de las negativas, que me sirvió para hacerme hoy una persona mejor.
Bruce solía decir: “El que sabe pero no sabe que sabe que está dormido, despiértale.” Aunque no llegué a valorar esta aseveración hasta muchos años después, estoy agradecido de que “llenara mi vaso” sin que ni siquiera me percatara, sabiendo de alguna manera que yo “no sabía que sabía”.
Tengo muchos recuerdos buenos de Bruce. Nos entrenábamos juntos, comíamos juntos, íbamos juntos al cine y hablábamos de todo lo que ocurría bajo el sol. Recuerdo claramente aparecer con Bruce cuando hacía exhibiciones de artes marciales en Seattle y California, donde experimenté la terrible impresión que producía hallarse frente a sus puñetazos y patadas, que explotaban hacia mí con la potencia y la velocidad de un huracán y se detenían a una pequeña fracción de centímetro de mi cara. La fuerza del viento producido por sus golpes me hacía literalmente “la raya” en mi cabello.
Bruce fue mi mentor, mi sifu, mi consejero y, sobre todo, mi amigo. Encarnaba los más elevados principios del verdadero artista marcial.