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PREFACIO

Los siguientes cuatro ensayos fueron publicados en un período de 18 meses en Cornhill Magazine, y recibieron una violenta reprobación, por lo que pude escuchar, de parte de la mayoría de los lectores.

Creo absolutamente que son los mejores textos que jamás he escrito, es decir, los más elocuentes y los más útiles; y el último de ellos, el cual me tomó gran esfuerzo, es probablemente lo mejor que jamás escribiré.

“Es posible”, puede replicar el lector, “que esto sea así, pero no por esto están bien escritos”. Aunque admito sin falsa modestia esto último, esta obra me satisface como no lo hace nada más que haya escrito antes; y a modo de seguir los temas examinados en estos ensayos en el corto plazo, según pueda encontrar tiempo, me gustaría que estos párrafos introductorios estén al alcance de cualquier persona que quiera volver a ellos. Por lo tanto, he republicado los ensayos de la misma manera en la que aparecieron. Solo una palabra ha cambiado, a fin de corregir un estimado de peso; y ninguna ha sido añadida.

Sin embargo, aunque no encuentro nada que quiera modificar en estos ensayos, me causa pena que la idea más notoria en ellos, aquella relacionada con la necesidad de organizar el empleo sobre la base de un sueldo fijo, haya terminado en el primero de los ensayos, dado que es una de las ideas menos importantes, aunque en ningún caso la menos relevante, de las que aquí se defienden. La esencia de estos ensayos, su significado y objetivo central, es entregar una definición lógica de riqueza en un lenguaje sencillo y llano, como lo hicieron Platón y Jenofonte, y en buen latín Cicerón y Horacio; porque tal definición es absolutamente necesaria para la base de la ciencia de la economía. El ensayo más célebre sobre el tema que ha aparecido en los últimos tiempos, luego de abrir con la declaración de que “los escritores de economía política profesan enseñar, o investigar1, la naturaleza de la riqueza”, plantea su tesis: “Todos tienen una noción, lo suficientemente correcta para propósitos comunes, de lo que significa riqueza… No es parte del diseño de este tratado buscar una definición metafísicamente más sutil”.

De seguro no necesitamos una definición más sutil en términos metafísicos; pero la sutileza física, y la exactitud lógica en relación al tema físico, de seguro que sí es necesaria.

Supongamos que el tema que estamos investigando, en vez de ser la ley de la casa (oikonomia), fuera la ley de las estrellas (astronomia), y que, ignorando la distinción entre las estrellas fijas y aquellas en movimiento, como se hace aquí entre la riqueza radiante y aquella reflexiva, el escritor hubiera comenzado así: “Todos tenemos una noción, lo suficientemente correcta para propósitos comunes, de lo que queremos decir con estrellas. El objeto de este tratado no es llegar a una definición metafísicamente más sutil de una estrella”. Un ensayo que empiece de esta manera, a fin de cuentas, hubiera sido más sincero en sus afirmaciones finales, y mil veces más útil al navegante, de lo que puede serlo a un economista un tratado sobre la riqueza que basa sus conclusiones en la concepción popular de la misma.

Por lo tanto, el principal objetivo de los siguientes ensayos es entregar una definición precisa y estable de este concepto. El segundo objetivo es demostrar que la adquisición de riquezas finalmente es posible solo bajo ciertas condiciones morales de la sociedad, de las cuales la primera es una fe en la existencia y en la posibilidad de actuar con honestidad en propósitos prácticos.

Sin ánimo de hacer un pronunciamiento, debido a que en tales temas el juicio humano no es en ningún sentido certero, sobre cuál es o no es el trabajo más noble de Dios, tal vez podemos concordar en gran medida con la aseveración del poeta Pope, que decía que una persona sincera es una de las mejores obras que se pueden ver en el presente y, como están las cosas ahora, también es una obra más bien rara; y sin embargo, no es una obra increíble o milagrosa; menos aún, una anormal. La honestidad no es una fuerza perturbadora, que desordene las órbitas de la economía, sino una fuerza consistente e imponente, a la cual obedecen (y a ninguna más) estas órbitas para seguir libres del caos.

Es verdad que por momentos hay personas que le reprueban a Pope la bajeza, y no la altura, de su estándar:

“La honestidad es una virtud respetable, pero ¡cuánto más alto pueden los seres humanos llegar!”

“¿No se nos pide nada más aparte de que seamos honestos?”

Por el momento, mis buenos amigos, nada más. Parece que en nuestra aspiración de ser más que solo honestos, hemos perdido de vista hasta cierto punto, la decencia de a lo menos ser eso. Si es que hemos perdido la fe en alguna otra cosa no será tema en este ensayo, pero de seguro que hemos perdido la fe en la honestidad común y en su poder. Y es esta fe, con los hechos sobre los cuales se puede apoyar, aquello que debemos recuperar y mantener, no solo creyendo, sino también, por medio de la experiencia, asegurándonos a nosotros mismos que todavía existen en el mundo personas que pueden elegir no cometer un fraude por otras razones aparte del miedo a perder sus empleos2; y mejor aún, asegurándonos de que un país solo puede prolongar su existencia en proporción exacta a la cantidad de personas de este tipo que ahí residan.

Por lo tanto, los siguientes ensayos tratan principalmente sobre estos dos puntos. El tema de la organización del trabajo solo se toca casualmente, porque, una vez que tenemos la suficiente cantidad de honestidad en nuestros directores, la organización del trabajo es fácil, y se llevará a cabo sin peleas ni dificultades; pero si no podemos sembrar la honestidad en nuestros capitanes, la organización del trabajo será siempre imposible.

En la secuela pretendo examinar las distintas condiciones que dan cabida a esta posibilidad. No obstante, para que el lector no se alarme por las sugerencias hechas durante la siguiente investigación de principios básicos, como si le estuvieran llevando a un terreno peligroso, afirmaré de una vez, para brindarle completa seguridad, el peor de los credos políticos del que lo quiero convencer.

Primero, que deberían existir escuelas de entrenamiento para jóvenes costeadas y supervisadas por el gobierno3; que a cada niño y niña que nazca se le debería permitir, a deseo de los padres (y en algunos casos, bajo castigo), asistir a una; y que, en esas escuelas, al niño o niña se le debería (con otros aprendizajes menores que en estos ensayos serán considerados) enseñar de forma obligatoria, con la mejor calidad pedagógica que el país pueda producir, las siguientes tres cosas:

(a) las leyes de la salud y los ejercicios relacionados con ellas;

(b) hábitos de gentileza y justicia; y

(c) la vocación a la cual debe dedicar su vida.

En segundo lugar, que en conexión con estas escuelas, se deberían establecer, también bajo la regulación del gobierno, fábricas y talleres para la producción y venta de todo lo necesario para la vida y el ejercicio de todo arte útil. Y que, sin interferir ni un ápice con la empresa privada, ni imponiendo restricciones o impuestos al comercio privado, sino dejando que ambos den lo mejor de sí y que estos superen al gobierno si pueden, debería llevarse a cabo en estas fábricas y talleres trabajo reconocido como bueno y ejemplar, y vender productos puros y reales, para que así una persona pueda estar segura de que, si decide pagar el precio del gobierno, que obtendrá por su dinero pan que sea pan, bebida que sea bebida y trabajo que sea trabajo.

En tercer lugar, que cualquier hombre o mujer o niño o niña que no tenga empleo debería ser acogido o acogida en la escuela estatal más cercana, para que realicen la labor que, luego de un juicio, se determine apta para ellos a una tasa fija de salario reajustable cada año; y que, siendo incapaces de realizar tal labor debido a su ignorancia, se les debería enseñar, o si no pueden realizarla por enfermedad, se les debería atender; pero si se oponen a trabajar, se les debería asignar, como una obligación de la naturaleza más estricta, la forma más degradante de trabajo útil, y el salario de tal trabajo se deberá retener para primero sustraer el costo de hacer valer la obligación, aunque este salario se pondrá nuevamente a disposición del trabajador tan pronto como recapacite en relación a las leyes de empleo.

Finalmente, que se provea a ancianos y minusválidos un hogar, para que, cuando le ocurra a una persona una desgracia dentro de tal sistema que sea consecuencia del sistema y no de sus actos deliberados, reciba un trato honorable. Porque “un trabajador sirve a su país con su picota, de la misma manera que otra persona puede servir con su espada, su lápiz o su bisturí” (repito este pasaje de mi texto Economía política del arte, el cual recomiendo al lector para mayor detalle). Si el trabajo es menor, y por lo tanto, el salario en tiempos de salud menor, entonces la recompensa en tiempos de enfermedad puede ser menor, pero no por eso menos honorable; y debería ser un tema natural y directo para el trabajador cobrar una pensión, porque se la merece, como lo es para una persona en mejores condiciones cobrar su pensión porque ha cumplido con su labor.

A esta declaración solo puedo añadir, a modo de conclusión, y en relación con la disciplina y el pago de la vida y la muerte, que, tanto para ricos como para pobres, las últimas palabras de Livio en torno a Publio Valerius Publícola, de publico est elatus4, no deberían ser un cierre de epitafio indigno.

Por lo tanto, estas cosas quiero y estoy pronto, dentro de mis capacidades, a explicar e ilustrar en sus distintas perspectivas, persiguiendo aquello que les concierne de manera indirecta. Aquí las menciono brevemente, con el fin de evitar que el lector se alarme ante mi última idea, aunque le solicito, por el presente, que recuerde que, dentro de una ciencia que se basa en elementos sutiles de la naturaleza humana, solo es posible responder por la verdad final de los principios, y no por el éxito directo de los planes, y aun con los mejores de estos, lo que se puede lograr inmediatamente es siempre cuestionable, y lo que se puede conseguir en últimas cuentas, siempre inconcebible.

John Ruskin

Denmark Hill, 10 de mayo de 1862

Notas

1. ¿Cuál? Porque donde es necesario investigar, enseñar es imposible.

2. “La disciplina competente que se ejerce sobre un trabajador no es la de su empresa, sino la de sus clientes. Es el miedo a perder su empleo lo que restringe sus fraudes y corrige su negligencia” (La riqueza de las naciones, Libro I, Cap. 10). Nota a la segunda edición: Lo único que añadiré a las palabras de este libro será una invitación realmente seria a todo lector a que conciba por sí mismo el tipo deplorable de alma que un ser humano debe tener para leer y aceptar una oración como esta y, lo que es más, escribirla. Como forma de oposición, quiero entregar las primeras palabras comerciales de Venecia, que las descubrí en su primer santuario: “En este templo, la ley del comerciante debe ser justa; sus mediciones, correctas; y sus contratos, honestos”. Si alguno de mis lectores actuales piensa que mi lenguaje en esta nota es desmedido o indecoroso, les ruego que lean con atención el párrafo 18 de Sésamos y lilas, y que verifiquen que yo nunca utilizo, al momento de escribir, ninguna palabra que no sea, a mi completo arbitrio, la mejor según la ocasión. Venecia, domingo, 18 de marzo de 1877.

3. Algunas personas sin capacidad de proyección se preguntarán con qué fondos se podrían financiar tales escuelas. Más tarde analizaré las formas más convenientes de financiamiento directo; indirectamente, producirían mucho más que lo que necesitan para mantenerse. El mero ahorro que traería el conocimiento sobre el crimen (uno de los artículos de lujo más costosos del mercado moderno) que se podría impartir en los colegios, les permitiría producir a estos 10 veces el dinero que necesitan para mantenerse. Su economía de empleo sería pura nuevamente, y sería demasiado grande para que fuera posible calcular.

4. P. Valerius, omnium consensu princeps belli pacisque artibus, anno post moritur; gloria ingenti, copiis, familiaribus adeo exiguis, ut funeri sumtus deesset: de publico est elatus. Luxere matronae ut Brutum (Lib. II, Cap. XVI).

El bienestar de todos

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