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ENSAYO I

Las raíces del honor

Entre las mentiras que en diferentes épocas han tomado control de las mentes de grandes masas de seres humanos, tal vez la más curiosa, y claramente la menos encomiable, es la supuesta ciencia moderna de la economía política, que se basa en la idea de que es posible determinar un código de conducta social sin tomar en cuenta la influencia del afecto que existe entre las personas.

La economía, al igual que la alquimia, la astrología, la brujería y otras creencias populares, tiene su origen en una idea verosímil. “Los afectos sociales”, nos dice el economista, “constituyen elementos accidentales y desestabilizadores de la naturaleza humana; por el contrario, la avaricia y el deseo de progreso son elementos constantes. Ignoremos los primeros y concibamos al ser humano simplemente como una máquina codiciosa. A partir de esto, analicemos qué leyes de compra, de venta y de empleo dan las mayores riquezas en total. Una vez determinada las leyes, cada individuo tendrá la libertad de introducir el elemento afectivo desestabilizador a su gusto, así como de determinar para sí mismo el resultado de las nuevas condiciones”.

Este método de análisis sería perfectamente lógico y útil si los elementos accidentales fueran de la misma naturaleza que las fuerzas examinadas primero. Si suponemos que un cuerpo en movimiento se ve afectado por fuerzas constantes e inconstantes, por lo general la forma más sencilla de analizar su curso sería observar su recorrido, tomando en consideración primero las condiciones constantes para luego integrar los elementos que causan variación. Sin embargo, los elementos desestabilizadores del problema social son, en esencia, distintos a los elementos constantes: en el instante en que se les considera dentro del análisis, los factores inconstantes alteran la esencia del ente observado; además, no operan de modo matemático, sino químico, lo que introduce en el análisis condiciones que tornan inservible todo nuestro conocimiento previo. Los experimentos con nitrógeno nos han enseñado que este es un gas fácil de manipular, y nos hemos convencido de que esto es así. Pero observemos con atención: en términos prácticos, aquello con lo que estamos lidiando es con su cloruro, y este, en el instante en que lo manipulamos de acuerdo con los principios que hemos establecido, nos envía a nosotros y a nuestro equipo por los aires.

Nótese que no acuso ni pongo en tela de juicio que las conclusiones de esta ciencia no sean correctas si aceptamos los términos propuestos. Sencillamente, sus conclusiones no me interesan, de la misma manera en que no me interesaría una ciencia de la gimnasia basada en el supuesto de que los seres humanos no tienen esqueletos. Tal supuesto nos permitiría afirmar que sería beneficioso comprimir a nuestros alumnos como píldoras, aplastarlos como tortillas o estirarlos como cables; y que una vez obtenidos los resultados buscados, sus esqueletos serían reinsertados, lo que les causaría algunos problemas a sus cuerpos. El razonamiento puede ser encomiable y las conclusiones, ciertas, pero la ciencia sería deficiente en términos de aplicabilidad. La economía moderna se apoya precisamente en premisas similares. Esta ciencia no supone que los seres humanos no tienen esqueletos, sino que solo son esqueletos; es decir, a partir de esta negación del alma funda una teoría osificante del progreso; y luego de demostrar todo lo que se puede hacer con los huesos, y de armar interesantes figuras geométricas con el cráneo y el húmero del difunto, comprueba con éxito el problema de la reaparición del alma en las estructuras corporales. No niego la verdad de esta teoría: simplemente niego su aplicabilidad en el mundo moderno.

Curiosamente, la inutilidad de esta teoría se hace patente durante los bochornos causados por las huelgas de los trabajadores. Aquí podemos observar uno de los casos más sencillos, de manera pertinente y positiva, del primer problema clave al que se enfrenta la economía política: la relación entre el empleador y sus empleados. Esto se debe a que ante una crisis seria, cuando muchas vidas y grandes riquezas se encuentran en riesgo, los economistas políticos prácticamente no tienen nada que decir: no tienen ninguna solución demostrable al problema; al menos ninguna que pueda convencer o calmar a las partes en conflicto. Los empleadores tercamente adoptan un enfoque y, de igual modo, los trabajadores adoptan otro; y ninguna ciencia política puede establecer entre ellos un punto de encuentro.

Sería extraño si fuera así, porque ninguna “ciencia” tiene por objetivo lograr acuerdos entre personas. Cada nuevo economista intenta afirmar o refutar, en vano, la tesis de que los intereses de los empleadores son antagonistas a los de los trabajadores: ninguno de ellos parece recordar jamás que las personas no siempre son enemigas porque sus intereses sean antagónicos. Si solo hay un pedazo de pan en la casa, y tanto la madre como los niños están hambrientos, no podemos afirmar que sus intereses sean los mismos. Si la madre se lo come, los niños seguirán hambrientos; si los niños se lo comen, la madre tendrá que ir a trabajar con el estómago vacío. Sin embargo, no siempre tiene que haber “antagonismo” entre ellos; no siempre pelearán por las migajas; y la madre, aun siendo la más fuerte, no siempre se va a quedar con el pan. Lo mismo pasa en todos los otros casos, sin importar las relaciones que existan entre las personas: no es posible dar por hecho que los individuos con intereses diferentes deban tratarse con hostilidad, o que vayan a utilizar la violencia o la mentira para sacar ventaja.

Aun cuando esto fuera así, y fuese justo y conveniente considerar que la única influencia moral que motiva a estas personas es la misma que mueve a las ratas o a los cerdos, todavía sería imposible determinar las condiciones lógicas de la pregunta. Nunca podremos demostrar de forma general que los intereses de los empleadores y de los trabajadores son idénticos ni contrarios, dado que dependiendo de las circunstancias puede que sean ambos casos simultáneamente. De hecho, ambas partes quieren que el trabajo se haga bien y que se pague un precio justo por él, pero en la división de los beneficios, las ganancias de unos pueden llegar a ser las pérdidas de otros. El empleador no tiene interés en que sus empleados se enfermen o se depriman porque los sueldos que les paga sean extremadamente bajos, ni a los trabajadores les interesa ganar sueldos altos a costa de las ganancias del empleador a tal nivel que a este le sea imposible expandir la empresa o dirigirla de manera segura y humanitaria. Un conductor no debería desear un aumento si la compañía no tiene dinero para mantener los vehículos en buen estado.

La variedad de factores que entran en juego es tan infinita, que todos los intentos por calcular formas de conducta sobre la base de la balanza de la conveniencia son inútiles. Es así como debe ser. Quien nos creó nunca dispuso que los actos humanos fueran guiados por la balanza de la conveniencia, sino por la balanza de la justicia. Es por esta razón que todos los intentos por determinar la conveniencia han sido condenados al fracaso desde y para siempre. Ningún ser humano ha conocido, ni conocerá, las consecuencias últimas que un modo de conducta tendrá sobre sí mismo o sobre otras personas. Sin embargo, todos somos capaces de discriminar entre un acto justo y uno injusto, y la mayoría de nosotros sí sabemos lo que significa lo uno y lo otro. También entendemos que las consecuencias de la justicia serán, a la larga, las mejores posibles, tanto para nosotros como para el resto, aunque no podamos determinar cuál es la mejor situación ni cómo puede llegar a ocurrir.

Me he referido a la balanza de la justicia incluyendo dentro del término justicia el afecto, tal y como el que una persona puede sentir por otra. Todas las relaciones correctas entre un empleador y sus empleados, y los intereses de ambos bandos, dependen finalmente de esta balanza.

Creo que la forma más simple, así como la mejor, de ilustrar estas relaciones es analizando el oficio del empleado o empleada doméstica.

Vamos a suponer que el dueño de la casa quiere obtener de sus empleados la mayor cantidad de trabajo posible por el salario que les paga. Nunca les da tiempo para sí mismos; apenas los alimenta y les asigna las peores habitaciones; y el resto del tiempo los fuerza para que cumplan con sus deseos hasta tal punto, que el siguiente paso los haría renunciar. Cuando una persona actúa de tal manera frente a su empleado, lo que comúnmente se llama “justicia” afirma que la persona no ha violado ninguna ley. El empleador logra un acuerdo con sus empleados por el tiempo y el servicio que prestarán, y bajo ese acuerdo los acepta en su casa. El máximo esfuerzo que puede exigirle a sus empleados es establecido por los otros empleadores del barrio; es decir, por el actual sistema de salarios correspondiente al trabajo doméstico. El trabajador tiene toda la libertad de buscar un nuevo empleo si es que así lo desea; y lo único que el empleador puede hacer es indicarle el precio real de su trabajo en el mercado, que será equivalente a la cantidad de trabajo por la que él o ella estará dispuesto a pagar.

Esta es la visión política y económica del caso, de acuerdo a los expertos de esta ciencia. Afirman que por medio de este procedimiento se puede obtener el mayor promedio de trabajo del empleado y, en consecuencia, el mayor beneficio para la comunidad; y, por medio de la comunidad y por acto reverso, el empleado también obtiene mayor beneficio.

Sin embargo, esto no es así. Lo sería si el trabajador fuera un motor a base de petróleo, o magnetismo, o gravedad, o de cualquier otra fuerza cuyo valor sea calculable. No obstante, el empleado es un motor cuya energía de motivación es un alma. Esta peculiar fuerza, incalculable, entra en las ecuaciones del economista político sin que este se dé cuenta y refuta cada uno de sus resultados. La mayor cantidad de trabajo que este curioso motor puede entregar no será a cambio de dinero, ni bajo mayor presión, ni con la ayuda de ningún otro tipo de combustible. La mayor cantidad de trabajo solo se obtendrá cuando la fuente de energía, es decir, la voluntad o el espíritu del sujeto, llegue a su máxima potencia por medio de su combustible natural y correcto: los sentimientos.

Es posible que pase, y por lo general pasa, que si el empleador es una persona sensata y esforzada, una gran parte del trabajo manual se puede completar por medio de la presión mecánica reforzada por una voluntad fuerte y guiada por un método sabio. También es posible que pase, y por lo general pasa, que si el empleador es indiferente y débil (aunque sea amable), podrá obtener muy poco trabajo de su empleado, y lo que obtenga será obra de un esfuerzo indirecto y de una gratitud desprovista de respeto. No obstante, la ley universal de la materia postula que, habiendo una cantidad indefinida de energía e inteligencia tanto en el empleador como en el empleado, la forma de obtener los mayores resultados materiales no es por medio de la lucha antagónica, sino por medio del afecto mutuo. Si el empleador, en vez de tratar de exprimir la mayor cantidad de trabajo de sus empleados, tratara de obtener solo lo que realmente necesita y lo que fue pactado, y, de igual modo, intentara perseguir sus intereses en forma sana y justa, la cantidad de trabajo o de beneficio conseguido del empleado será claramente la mayor posible.

Nótese que digo la mayor cantidad de “beneficios”, pues el trabajo de un empleado no es necesariamente la mejor cosa que él o ella le puede entregar a su empleador. De hecho, le pueden entregar otros tipos de beneficio: puede realizar trabajo físico o proteger los intereses y la confianza de su empleador, o buscar ocasiones novedosas e inesperadas para ayudarlo.

En términos generales, lo anterior no es un ápice menos verdad aun cuando la amabilidad y el esfuerzo por lo general sean abusados y la bondad devuelta con ingratitud. Pues el empleado que, tratado amablemente, no agradece, cuando sea tratado de forma negativa se volverá vengativo; la persona que es deshonesta con un empleador justo intentará dañar al injusto.

Sea cual sea la situación, tratar a cualquier persona de forma bondadosa siempre entregará los mejores resultados. Como se puede apreciar, ahora estoy considerando el afecto y los sentimientos solamente como una fuerza motriz, y no como cosas en sí mismas ni nobles, ni deseables, ni en ningún sentido buenas de forma abstracta. El afecto y los sentimientos son fuerzas anómalas, que invalidan todos los cálculos del economista; y, aun cuando este quiera integrar estos nuevos elementos dentro de sus estimados, no puede manipularlos, porque solo se vuelven una fuerza motriz real cuando avanzan sin considerar los otros motivos y condiciones de la economía. Trata bien a tu empleado, con la idea de que su gratitud se torne para ti un beneficio económico, y de esta manera obtendrás lo que mereces: ni gratitud ni dinero por tu amabilidad. Trata a tu empleado amablemente, sin ninguna meta económica por detrás, y lograrás todos tus fines económicos con respecto a él. En este caso, como en todos los otros, quienquiera salvar su vida debe primero perderla, pues quien solo quien la pierda la podrá encontrar1.

El segundo ejemplo más claro y simple para entender las relaciones entre un empleador y su empleado es el del comandante de un regimiento y sus subordinados.

Supongamos que el comandante quiere aplicar un reglamento de disciplina, de modo tal que él tenga que esforzarse lo menos posible. Sin embargo, su meta es que su regimiento se vuelva el más eficiente. Bajo esta premisa egoísta, nunca podrá lograr que sus subordinados den lo mejor de sí, sin importar el tipo de reglas o la forma como administre el regimiento. Si es una persona inteligente y seria, podrá, como en el caso anterior, producir un mejor resultado que el oficial débil; pero supongamos que la inteligencia y la seriedad son la misma en ambos casos, y seguramente el oficial que tiene la relación más directa con su gente, el que se preocupe más de sus intereses, y el que más valore sus vidas, será capaz de obtener de ellos sus mejores esfuerzos, los cuales serán motivados por el afecto que despierta su persona y la confianza que inspira su carácter a tal grado que sería imposible conseguir lo mismo con otros medios. Esta ley se puede aplicar de manera aún más precisa con cifras mayores: un ataque usualmente puede salir airoso, aun cuando los soldados no quieran a sus oficiales; sin embargo, el mismo batallón ganará pocas batallas a menos que sus miembros amen a su general.

Si vamos de los ejemplos más sencillos a las relaciones más complejas que existen entre un empleador y sus empleados, nos encontramos, primero, con ciertas interesantes dificultades, al parecer producto de un estado más frío y duro de la relación entre los elementos morales. Es fácil imaginar que existe un afecto entusiasta entre los soldados y su coronel. No es tan fácil imaginar el mismo tipo de cariño entre un grupo de trabajadores textiles y el dueño de la compañía. Un grupo de personas asociadas para robar (como el clan de las Tierras Altas que existía en los tiempos antiguos en Escocia) debe estar unido por un afecto perfecto, y cada uno debe estar dispuesto a entregar su vida para salvar la de su líder. No obstante, la motivación de un grupo de personas asociadas legalmente para producir y acumular riquezas al parecer no guarda relación con tales emociones; y ninguna de estas personas sacrificaría su vida por la de su jefe. En la administración de un sistema, no solo nos encontramos frente a esta anomalía en temas morales, sino que también nos encontramos con otras relacionadas. A diferencia del soldado o del sirviente, quienes trabajan por un salario fijo y por un tiempo definido, muchos trabajadores tienen un salario que varía según la demanda de trabajo, por lo que corren el constante riesgo de que su situación cambie debido a las vicisitudes del mercado laboral. Ahora, bajo estas premisas, no es posible que haya afecto, sino solo un peligroso desafecto, por lo que debemos considerar dos cosas.

La primera: ¿hasta qué punto se pueden regular los salarios para que no varíen según la demanda de trabajo?

La segunda: ¿hasta qué punto es posible contratar y mantener grupos de trabajadores a sueldo fijo (sea cual sea el estado actual de la profesión), sin aumentar o disminuir su número, para que ellos puedan tener un interés permanente en la compañía, al igual que los empleados domésticos de una familia antigua; o una moral, como la que tienen los soldados de un regimiento desbandado?

Yo creo que la primera pregunta debería ser: ¿hasta qué punto es posible fijar los salarios sin tener que considerar la demanda de empleo?

Tal vez uno de los hechos más interesantes de la historia del error humano es la negativa, por parte de los economistas políticos comunes y corrientes, de aceptar la posibilidad de que los salarios sean regulados así; aun cuando en muchos trabajos importantes, y en otros no importantes, los sueldos sí se regulan de esta manera.

No ofrecemos el cargo de presidente en una subasta; ni, al morir un obispo, sin importar las ventajas generales de la simonía, le ofrecemos (a lo menos hasta ahora) la diócesis al primer clérigo que esté dispuesto a tomarla al precio más bajo. Es verdad: los cargos militares se venden, aunque no se vende el cargo de general de forma abierta. Si estamos enfermos, no buscamos al doctor que nos cobre menos; si nos encontramos en un juicio, no pensamos en ahorrarnos unos cuantos pesos; si está lloviendo, no regateamos con el taxista para ver si nos puede llevar por menos.

Es verdad que en todos estos casos, en última instancia existe, y en todos los casos debe existir, una referencia a la supuesta dificultad del trabajo o al número de candidatos que aspiren al puesto. Si fuera posible que suficientes estudiantes de medicina estuvieran dispuestos a convertirse en buenos médicos por un quinto menos del sueldo, la sociedad pronto dejaría de pagar ese quinto innecesario. En este sentido, el precio del trabajo siempre será regulado por su demanda. Sin embargo, a lo menos cuando consideramos la administración práctica e inmediata del tema, el mejor trabajo siempre ha sido y seguirá siendo pagado, como todo trabajo ha de ser, a un estándar fijo.

“¿Qué?”, se preguntará el lector, sorprendido. “¿Pagarle lo mismo a los trabajadores buenos y a los malos?”.

Así es. La diferencia entre el sermón de un sacerdote y el de su sucesor, o entre la opinión de un médico y la de otro, es mucho más grande con respecto a la facultades de la mente involucradas, y mucho más importante para ti en lo personal, que la diferencia entre una buena y una mala disposición de los ladrillos cuando estás remodelando tu casa (aunque en este punto la diferencia es mayor de lo que la mayoría de la gente supone). Sin embargo, no tienes problema con pagarle un sueldo regular a la gente que trabaja con tu alma y con tu cuerpo, sean buenos o malos trabajadores. Con más razón aún puedes pagarles alegremente a los albañiles a cargo de tu casa sueldos similares, sean buenos o malos.

“Pero yo elijo a mi doctor y a mi sacerdote, lo que sí demuestra que tengo un sentido de calidad con respecto a su trabajo”. Con toda razón haz lo mismo cuando elijas a tu albañil, pues la recompensa adecuada para un buen trabajador es ser “elegido”. El sistema natural y correcto con respecto al empleo es que debería ser pagado a una tasa fija, pero que los buenos empleados deberían tener trabajo y los malos no. El sistema falso, artificial y destructivo se caracteriza por dejar que el mal trabajador pueda ofrecer su trabajo a mitad de precio, robándole el lugar al buen trabajador o forzándolo a trabajar por una suma menor a la que se merece.

Entonces, nuestro primer objetivo es encontrar el camino más directo disponible hacia esta igualdad de salarios. Nuestro segundo objetivo es, como se mencionó anteriormente, mantener sin cambios el número de trabajadores empleados, sea cual sea la demanda accidental de lo que produzcan.

Creo que el único problema esencial que debemos resolver para lograr una organización justa del trabajo es el de las grandes e inorportunas desigualdades de demanda que siempre se dan en las operaciones mercantiles de cualquier nación. El tema presenta demasiadas ramificaciones como para ser investigado completamente en un texto de este tipo; no obstante, se pueden observar los siguientes factores generales.

El sueldo de un trabajador debe ser mayor si el trabajo se encuentra expuesto a períodos de inactividad, a diferencia del sueldo de un trabajador con empleo fijo y seguro. Sin importar qué tan difícil se vuelva conseguir un empleo, la ley general siempre nos indicará que los trabajadores deben obtener mayor remuneración diaria si solo tienen, en promedio, la certeza de que tendrán trabajo tres días a la semana y no seis. Si suponemos que una persona no puede vivir con menos de un mínimo establecido, es necesario que semanalmente reciba ese dinero, ya sea por tres días de “trabajo arduo” o por seis días de “trabajo normal”. En la actualidad, la tendencia de todas las operaciones comerciales es considerar las profesiones y los sueldos como si fueran una suerte de lotería. De esta manera, el sueldo del trabajador depende de un esfuerzo intermitente y la ganancia del empleador, de una suerte hábilmente manipulada.

Repito que no es mi intención investigar aquí hasta qué punto parcial esta tendencia pueda ser una consecuencia del comercio moderno. Me contento con el hecho de que, en sus aspectos más nocivos, es claramente innecesaria y que se trata del producto de la pasión que sienten los empleadores por las apuestas, y de la ignorancia y del libertinaje de los trabajadores. Muchos empleadores no pueden sino aprovechar todas las oportunidades de obtener ganancias, por lo que se lanzan desesperadamente hacia cualquier brecha que se les presenta en la muralla de la fortuna, batallando para volverse ricos y enfrentando con impaciente ambición los riesgos presentes, mientras que muchos trabajadores prefieren tres días de labor pesada y tres días de borrachera, a seis días de trabajo moderado y uno de sabio descanso. No hay modo más eficaz en la que un empleador que realmente desea ayudar a sus trabajadores pueda hacerlo que asegurándose de que ni él ni ellos tengan estos desordenados hábitos; manteniendo el control de sus operaciones comerciales dentro de cierta escala, sin caer en la tentación de una ganancia rápida; y, al mismo tiempo, guiando a sus trabajadores en lo que respecta a los hábitos regulares de la vida y del trabajo, ya sea incitándolos a optar por un salario bajo y un trabajo fijo por sobre un salario alto y un puesto inestable sujeto a la posibilidad de que en algún momento no tengan trabajo, o, si esto no fuera posible, entonces evitando el sistema de exceso de esfuerzo por un supuesto mayor salario diario, y aconsejando a sus trabajadores que acepten una paga menor a cambio de trabajo más regular.

Al realizar cambios radicales de este tipo, sin duda habrá grandes inconvenientes y pérdidas que afectarán a todas las personas que hayan empezado el movimiento. Aquello que se puede llevar a cabo de forma fácil y sin pérdidas no siempre es lo que se tiene que hacer, o lo que realmente deberíamos hacer.

Ya me he referido a la diferencia entre los grupos de un regimiento de soldados asociados para propósitos bélicos y los grupos de personas asociadas para propósitos de fabricación, afirmando que los primeros parecen dispuestos a sacrificar sus vidas, mientras que los segundos, no. Este hecho es la principal razón de la baja estima que por lo general se tiene hacia los comerciantes cuando se les compara con los uniformados. Desde una perspectiva filosófica, a primera vista no parece razonable (y muchos escritores han intentado probar que no lo es) que una persona racional y pacífica, que se dedica a comprar y a vender, debiera tener menos honor que una persona violenta y a veces irracional, cuyo trabajo es asesinar. No obstante, la humanidad siempre ha preferido al soldado, a pesar de la opinión de los filósofos.

Y es así como debe ser, porque el negocio del soldado, real y esencialmente, no es asesinar, sino ser asesinado. Es a esto a lo que el mundo rinde honor, aun sin conocer bien su significado. El negocio de un asesino a sueldo es asesinar, pero el mundo nunca les ha mostrado más respeto que a los comerciantes: la razón por la que honramos al soldado es porque él o ella ponen su vida al servicio del país. Puede que un soldado sea imprudente (amante del placer o de las aventuras), o que motivos sin importancia o impulsos groseros lo hayan llevado a elegir su profesión, y que estos mismos motivos e impulsos afecten su conducta diaria en el servicio. Sin embargo, el estima que le tenemos se basa en este hecho del cual estamos completamente seguros: si lo ponemos en un fuerte que está siendo atacado, y el soldado sabe que tiene todos los placeres del mundo a sus espaldas, y solo la muerte y el deber ante él, nuestro soldado ha de mirar hacia el frente. El soldado sabe que la decisión que ha tomado lo puede llevar a tal escenario en cualquier momento, y ha asumido su papel de antemano, pues virtualmente un soldado en realidad muere todos los días de manera continua.

Al abogado y al médico les guardamos el mismo respeto porque creemos en su voluntad de sacrificarse por otros. Sin importar la sapiencia o la sagacidad de un gran abogado, nuestra principal fuente de respeto emana de nuestra creencia de que, en el asiento del juez, la persona será capaz de juzgar con justicia, pase lo que pase. Si creyésemos que ella aceptará sobornos y utilizará su astucia y su conocimiento jurídico para dar credibilidad a decisiones injustas, no la respetaríamos, sin importar qué tan inteligente fuera. Nada despertaría en nosotros ese respeto excepto nuestra convicción tácita de que, en todos los actos importantes de su vida, la justicia, y no sus intereses personales, es su guía.

En el caso de un médico, la base de nuestro respeto hacia él o ella es aún más clara. Sea cual sea su ciencia, nos espantaríamos si nos enteráramos de que nuestro médico considera a sus pacientes como conejillos de Indias. Nuestro espanto sería aún más grande si nos enteráramos que el doctor ha estado utilizando sus mejores habilidades para dar veneno disfrazado de medicina a sus pacientes porque otras personas lo han sobornado para que asesine.

Finalmente, este principio se puede ver con la mayor claridad posible en el caso de los miembros del clero. La bondad detrás de sus actos no excusa al médico de no saber medicina, ni al abogado lo excusa su inteligencia de no saber sobre su profesión; pero el clérigo, aun cuando el poder de su intelecto sea pequeño, es respetado porque presumimos que es caritativo y que está dispuesto a ayudar.

No puede haber duda alguna de que el tacto, la cautela, la decisión y otras facultades cognitivas que se necesitan para el manejo exitoso de un gran negocio, aun si no son comparables a las del gran abogado, general o sacerdote, a lo menos se asemejan a las condiciones mentales de los oficiales subordinados de un barco, o de un regimiento, o de un pastor de una parroquia local. En consecuencia, si todos los miembros eficientes de las profesiones apodadas liberales todavía son, a lo menos hasta cierto punto, más honorables que el gerente de una empresa, la razón debe ir más allá de la seguridad que tenemos en sus diferentes facultades mentales.

La razón esencial detrás de esto es que suponemos que el comerciante siempre actúa de forma egoísta. Su trabajo puede que sea muy necesario para la comunidad. No obstante, se entiende que el motivo por el cual lo realiza es completamente personal. Cada uno de los actos del comerciante está enfocado (la gente así lo cree) en obtener la mayor ganancia personal posible, y dejar lo menos posible a su vecino (o cliente). La gente le impone al comerciante, casi por ley, este principio como su principal motivo de acción; y le recuerda a cada momento que la función de un comprador es la de depreciar y la de un vendedor la de estafar (y el pueblo, recíprocamente, adopta este enfoque para sus vidas, proclamándolo a los cuatro vientos una ley universal). Sin embargo, es la gente misma quien condena involuntariamente al comerciante por acatar este principio y estas funciones, y lo marca como miembro de una casta inferior de persona humana.

El bienestar de todos

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