Читать книгу Juana la enterradora - John Saldarriaga - Страница 10
La pólvora es dulce como el azúcar ·
ОглавлениеSoy una mujer sola; triste y sola. Pero nadie diga: Juana Molina no ha querido. He tenido varios hombres en mi vida. Sin embargo, no sé, tal vez por un sino fatal, los fui enterrando uno a uno, o para ser precisa, mi padre los fue enterrando. En mi destino está escrita con un hierro candente la imposibilidad de quedarme con alguien. En la cantina sonaban canciones de lo preferible que es tener experiencia en amores, aunque ya ninguno de ellos permanezca a nuestro lado. No sé. Tal vez no sea verdad. En todo caso, dedicaré páginas del Diario a los hombres que me amaron. Fue una época corta pero importante de mi vida. Ya pasó, lo sé. Y no quiero olvidarla.
El primero, William, se suicidó envenenándose con totes, esa pólvora blanca que queman en Navidad. La rastrillan como una cerilla y brinca como un demonio enresortado, con movimientos imprevisibles; el segundo, Luis Carmona, el carnicero, se accidentó en una carretera; el tercero, Pedro Claver… murió de púrpura; el cuarto se llamaba Ricardo Cadavid, falleció del corazón, según los médicos, pero yo creo que se fue muriendo de un frío interior; y al último, Bernardo Espinosa, le dio por suicidarse en la puerta del cementerio como al primero, hace apenas dos años: se tragó unas cápsulas de cianuro: este venía dedicándome las borracheras con el cuentecito obsesivo de que si yo había enterrado a los otros cuatro, a él también lo enterraría. ¡No, por Dios! Es una cadena trágica…
Del primero, recuerdo la noche de diciembre cuando vinieron a decirme que estaba emborrachándose, gritando el nombre mío envuelto en tonterías como un poseso y quemando pólvora en la entrada del cementerio. No me pareció anormal. Eran muchos los hombres, al fin tontos los más de ellos, a quienes les daba por beber en la puerta de la última morada, en la más negra oscuridad, porque allí no había alumbrado público y mi papá tampoco dejaba ninguna luz encendida. Era una boca de lobo. Y esa oscuridad se sumaba a la soledad del paraje. La vieja avenida que lleva a Sabaneta, El Carretero, era una vía para un solo auto, polvorienta y pedregosa. Una trocha poco recomendable en noches sin luna. Así, era muy posible que machos embrutecidos quisieran demostrar cuán valientes eran, bebiendo en un lugar oscuro y solitario, en la puerta de la ciudad de los muertos, sabiendo que, contrario a andar entre los vivos, no hay nada de valentía en estar con los difuntos, en mirar el interior del sitio donde están las tumbas sumergidas en un aire negro como el alquitrán. Salvo las noches cuando mi papá iba a dormir a una bóveda, encendía un pequeño bombillo durante unos minutos para alumbrar sus movimientos, cómo no, mientras se acostaba. En esos momentos, si algún transeúnte curioso pasaba por la vía u otro ingenuo, como William, se tomaba unos tragos ahí afuera, veía la incipiente luz al fondo, seguramente se figuraba que era un espanto.
Esa fatídica noche, cerré la cantina, me encerré en mi cuarto y me cambié la ropa por la piyama, una piyama de lienzo, larga y blanca como un sudario. Rezaba el Rosario. Cuando comenzaba el tercero de los misterios Gloriosos, “La venida del Espíritu Santo”, me trajeron la noticia de que mi novio se había comido la pólvora. Salí corriendo, vestida como estaba y descalza, como alma que lleva el Diablo, seguida por mi padre, quien a esa hora se tomaba sus aguardientes en el quicio de la puerta de la casa. Vimos al muy borrico naufragando en su propio vómito de sangre negra, y retorciéndose de un dolor intenso en el esternón, que no dejaba de apretarse con ambas manos. Emitía unos quejidos estertóreos y manoteaba sin fuerzas. Me hacía señas de que arrimara mi oído a su boca. Llorosa, así lo hice. Nada dijo. Llegó la ambulancia y lo cargaron en un santiamén. Mientras me subía al auto y justo antes de que cerraran las puertas, mi padre alcanzó a decirme desde la calle:
—Andate vos con él, Juana. Nosotros iremos después.
La sirena sonaba sin cesar, como si el automotor también estuviera angustiado por la situación y fuera su deber llenar el ambiente con los alaridos de un desespero inmenso. Ese ruido provocaba que mi corazón se apretara más y más.
William era celoso. Durante el noviazgo, hubo un hombre, Roberto García, novio de Maruja, una amiga mía, que intentaba seducirme. Pero, por Dios bendito, nunca le di alas. Ambos coincidían con frecuencia en La Última Lágrima a tomarse los aguardientes y a escuchar guascas adoloridas. Una vez, Roberto me regaló un disco. Ese de “La cinta verde”. ¿Cómo es? Ah, sí:
La cinta verde, la rosa roja.
Esas dos cosas te harán quererme.
La cinta al pelo, la rosa al pecho
Tú has de ponerte, mi amor.
—¡Señor, que no se muera! —Clamaba en voz baja, sin dejar de mirar el rostro convulso de ese hombre. Sin embargo, en mi mente, la voz de la monja que a estas alturas debiera ser, en vez de estar atando mi alma a cualquier sujeto, repetía: —Que se haga tu voluntad, Señor.
William enfermó aún más de celos. Ya, cuando llegaba a visitarme, lo que hacía era ponerme problema por ese disco. Una vez, con varias cervecitas en la cabeza, cogió la pasta de vinilo y la quebró. ¿Por qué? No sé… Por celos. En ese disco veía al tal Roberto. Tan bobo, si yo lo quería era a él. Llevábamos como un año conversando y hasta nos pensábamos casar. Me decía que íbamos a tener cinco hijos y todo. Él era de Pereira y se había venido para Envigado, y había alquilado una pieza en Los Naranjos. Trabajaba en una fábrica de zapatos. Nos habíamos conocido en esa fábrica. Coincidimos allí una mañana, cuando ambos fuimos a pedir trabajo. En mi caso, no para mí, sino para un hermano mío. A él le dieron y al hermano mío, no.
En el vaivén del auto, cuyo conductor, en su premura, al parecer no esquivaba los baches de la calle y, por supuesto, no podía ser delicado para tomar las curvas, noté que William me miraba silencioso, aunque lleno de una visible preocupación. Yo estaba convencida de que no vería la madrugada. Sin embargo, el moribundo, sin cesar de moverse ni un minuto, parecía querer hablarme. Esperé, con el oído pegado a su boca por varios segundos. Sentía el escozor de su respiración en mi cuello, sus jadeos. Supuse que este hombre, a quien me unía un sentimiento de amor, compasión y odio a la vez, por su acto suicida, nada iba a decirme. Me dispuse a incorporarme para soportar con menor incomodidad los estregones del recorrido en esa ambulancia que parecía avanzar a saltos. No sin dificultad, me tomó del brazo para impedir mi alejamiento. Entonces, por un instante pensé: tal vez no muera; los designios de Dios nadie los sabe. Imaginé cuánto me diría y escuché en mi mente las palabras de este ser arrepentido:
—“Esta no es la vida que te espera conmigo, Juana. No soy así. Después que me laven, verás a un hombre nuevo; limpio, virtuoso. No el calavera que te tiene el rostro compungido”.
Sin, embargo, él no había abierto la boca todavía. Segundos después, con su voz hecha jirones, por fin me dijo:
—¿Sabías que… que la pólvora —volvía por momentos blancos los ojos, en un visible sufrimiento—… que la pólvora… sabe a azúcar?
Al mirarlo, creí ver dibujada una tenue sonrisa en sus labios, como si el cabeciduro aquel celebrara su inoportuno comentario. No pude evitar verlo más tonto que antes. Pero lo compadecía, cómo no.
Nada contesté. Me aparté de él un poco de modo que pudiera notar una leve sonrisa dibujada en mi cara, le apreté su mano izquierda, la más cercana a mí, y me sequé las lágrimas para que no me viera llorar más.
Otras dos veces hizo esfuerzos para hablar, ambas en vano.
No sé cuándo llegamos al hospital.
Corrieron con él hasta el quirófano y a mí me desviaron a una salita de espera donde había unas personas, pocas, que me miraban intrigadas. Me reconocieron, la hija del sepulturero. Me saludaron. Después no me quitaban la vista de encima; les habrá resultado difícil dejar de mirarme vestida con esa especie de sudario.
No sé cuánto tiempo transcurrió. Finalmente me hicieron pasar a otra sala grande, en la que un médico y tres enfermeras se ocupaban de dos heridos y un quemado con pólvora. William estaba tendido en una cama encerrada por cortinas de hule, al fondo del salón. Me quedé a su lado. Allí no había prisa.
En la madrugada, alguno de los de la casa, ¿el mequetrefe de Alfonso?, atendió la orden de mi padre y me llevó un abrigo, no tanto para que me cubriera del frío, me dijo, sino para que no asustara a la gente con mi larga figura, cabello profundamente negro y tez pálida como la cera, vestida con esa batola semejante a una mortaja, pues me podrían confundir con un espectro.
—El Espanto de la Navidad —me dijo.
Daría fuerza a la leyenda de la viuda oscura, muerta en el hospital un diciembre y, entonces, cada fin de año vagaba por los pasillos sin consuelo en busca de su esposo amado, fallecido hacía más tiempo. Atormentaba a las enfermeras en sus rondas y halaba de la bata a los médicos cuando abandonaban el edificio. Ya ninguno quería hacer el turno nocturno en esas calendas. Habló con boca de ganso el simplón ese, no sé si por burlarse… Pero a quién se le ocurre reírse en una situación así.
De pronto, un médico, pañoleta azul atada en la cabeza, corrió la cortina y dejó pasar su figura. Se acercó a mí para anunciarme:
—No vivirá.
La enfermera hizo su ronda a las dos. Revisó las mangueras del suero y las medicinas. Le tomó el pulso, la temperatura.
William sudaba y su rostro se ponía cada vez más rojo, un rojo intenso como el de un herrero junto a la fragua. Despertó. Desde entonces no me quitaba de encima esos sus ojos vidriosos o más bien pétreos, como los ojos de las estatuas que nada ven. Y esa mirada me llegaba al alma.
¿Y William, de dónde apareció? Pensé de pronto y lo pienso ahora, tantos años después, mientras escribo estas memorias. No lo sé. Fue como un fantasma. Este William, cuyo apellido no recuerdo —para consignarlo aquí tendría que ir a leerlo en su lápida—, parecía haber surgido como un ángel malo, cuando menos lo esperaba, si es que algo así puede esperarse. No digo malo en el sentido de malvado o despreciable, aunque tampoco era un santo; lo digo en el sentido con el cual apareció la serpiente del Paraíso: pura tentación. Con sus detalles, palabras melosas y acciones un tanto infantiles, llegó para dañarme el corazón y torcerme del camino religioso marcado para mí.
En ese momento, le perdoné sus repetidas amenazas:
—Si te llego a ver con otro, ¡te mato a peinilla!
Acerqué mi rostro al suyo. Su semblante era tranquilo. Noté que hablaría. Agucé el oído. Media docena de palabras constituyeron su despedida:
—Te seguiré amando en la eternidad.
Se estremeció como un poseso por varios minutos. Saltaba ahí tendido como si el espíritu de esa pólvora saltarina estuviera dando su adiós desde dentro de su organismo, en un espectáculo obsceno y pavoroso. Murió a las cuatro, bañado por mis lágrimas, lo llevaron a la funeraria a las cinco y anunciaron su entierro para las tres de la tarde.
Cuando mi padre llegó me encontró en la salita de espera donde inicié la noche. No lloraba. Pensaba, ahora sí, hacerme monja, como lo tenía dispuesto desde niña. No me hizo pregunta alguna, como si ya lo supiera; tampoco le dije nada. Me entregó un fardo de papel y me dijo:
—Andá a cambiarte de ropa y a calzarte. No te podés quedar así.
Los padres y hermanos del difunto vinieron desde Pereira para el entierro. Lo velamos en mi casa; qué más podía hacer, si en la de él apenas cabía la cama, un escaparate, el fogón y una nevera como de mentiras. Les conté todo. ¡Oí! A mí me vinieron a investigar y todo, en la casa, como unos policías. Y vieron que no tuve la culpa.