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La muerte es un lugar oscuro y solitario ·

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Descubrí la muerte cuando tenía unos cinco años. Fue con la de mi amiga Isabel, dos años mayor que yo. Antes, no pensaba en eso. No sospechaba siquiera la existencia de un término para todo esto, un punto final a la circunstancia de estar aquí. No me pasaba por la mente que este cuerpo mío, el cual no dejaba de sorprenderme y al cual comenzaba a acostumbrarme y todo, debiera abandonarse, como los caracoles cuando vacían su concha y esta no sirve ya más que para oír el mar. Y en mi caso, ni para esto siquiera. Era como si pensara, aunque de manera inconsciente, que si estábamos aquí, en la Tierra, caminando por la vida con ropa y zapatos; los viejos fumando, los muchachos silbando canciones, los niños jugando, las comadres hablando… si íbamos por el mundo como si fuera el asunto más natural, este planeta girante era el lugar de la humanidad, de quienes conformábamos la humanidad. Y así permanecerían las cosas per saecula saecolorum. Daba por sentado que así funcionaba esto y así funcionaría por siempre. Y este por siempre se sentía tan cómodo como un maldito sillón de plumas, mullido y amplio, del que no nos queremos levantar. Pero no, ¡ahora resultaba que nada de eso era cierto!

Isabel fue a la Ayurá con su familia un seis de Reyes, como es la usanza. Según contaron durante el velorio, se bañó en la quebrada, chapoteó el agua como los demás niños, y, como los demás niños, jugó a mojar las piedras secas, ignoradas por la corriente, para salvarlas de una muerte por sed. También yo me compadecía de ellas cuando iba. Era grato percibir ese olor a tierra, agua corriente y piedras mojadas bajo el sol. A la hora del almuerzo desempacaron los fiambres. Una roca junto al agua, inmensa como un animal prehistórico varado en la orilla, sirvió de comedor. Los demás de la casa se hicieron sobre la gran mole; en cambio, Isabel, siempre distinta, se sentó en su base y la usó de espaldar. De pronto, antes de que nadie pudiera advertirlo, la piedra rodó tal vez agobiada por el peso, derribó a los comensales y aplastó a la niña como si el animal hubiera cobrado vida de repente, hubiera decidido marcharse y a su paso quebrara con su pata una rama seca del camino sin siquiera darse cuenta de ello.

En el velorio, Isabel permaneció metida en un cajón blanco, brillante, con enchapes dorados y cubierto de flores. Yo veía el cajón, cómo no, pero estaba clavado por todas partes y no se podía ver su interior. Los grandes comentaban: “ya no estará más entre nosotros”. Mi mamá me advertía: “nunca más volverás a verla”. Sin embargo, yo no entendía a qué demonios se referían. ¡Son bobadas de viejos! Cómo puede ser posible. Chava estará mal un tiempo, me decía interiormente, y después volveremos a estar juntas. Ya ha ocurrido antes. Una vez, ella contrajo paperas, la encerraron en su casa, en su cuarto, y no pude verla por varios días ni nada; en otra, a mí me dio sarampión. Tampoco fue a visitarme. Así sería esta vez: dejaría de verla por un tiempo y, una vez transcurrido, ella me buscaría para contarme entre risas cómo fue eso de sentirse bajo la roca.

Además del tono perentorio en las palabras de mi madre, el cual sembró cierta inquietud en mi alma, lo que me ayudó a comprender un poco más este asunto un tanto anómalo del final definitivo fue el funeral, esa misa larga y cantada del día siguiente. No la celebraron cuando tuvo paperas. Los himnos, entonados por el sacerdote y contestados por un organista dueño una voz afónica y profunda, comparable con ruidos procedentes de una caverna rocosa, me apretaban el corazón como con unas tenazas en cuyos brazos trabados hubiera, de un lado, angustia y, del otro, placer, es decir, una combinación de doloroso goce:

—Mil años ante tus ojos como el día de ayer que ya pasó, como una vigilia de la noche.

Al Rey adoremos para quien todo vive

Isabel permanecía metida en el cajón blanco. Adentro debía estar oscuro.

En el cementerio, su mamá gritó desconsolada. Mi padre, ocupado en sepultarla en el pabellón de los niños, se vio obligado a sacar siete veces el cofre para darle gusto a ella en el deseo de tocar la madera laqueada. Era como si palpara, no el madero, sino a la niña, con suavidad y ternura.

Y creo haber entendido todo completamente cuando él puso cemento a la bóveda, como si quisiera evitar una eventual fuga de la niña. No podrá respirar, me dije, pero de inmediato sospeché, esta circunstancia hacía parte de lo mencionado por los grandes y me reservé el comentario.

Yo, Juana, aprendí a caminar entre bóvedas, lo sé. Gateaba en las criptas y todo. Uno de mis más antiguos recuerdos es el de la gozosa sensación al pasar mis manos chicas por los altorrelieves y bajorrelieves de las lápidas más bajas. En mi mente sigo percibiendo una con nitidez, la de un viejecito. Estaba hecha de hierro y forrada con estaño. Tenía su cara, alta nariz y arrugas en la frente, grabada y superpuesta. Faustino Arango. 1852-1937. Hice leer el letrero y lo retuve para no olvidarlo. Tocaba ese rostro como lo hacen los ciegos, con los dedos deteniéndose en cada ondulación para aprenderse de memoria las formas. De su florerito incrustado en la losa pendían sin falta dos siemprevivas muertas. Una noche venía caminando con mi madrina. Vi a la vieja Gabriela en su puesto de flores en la puerta del cementerio. En ese momento recordé el comentario de aquella emitido esa misma tarde, de que la vendedora no había vuelto a trabajar en cuatro o cinco días. Me le solté de la mano sin decirle nada y fui corriendo a preguntarle a esa mujer:

—¿Qué hacés a esta hora de la noche? ¿Quién va a comprar flores con el cementerio cerrado?

Nada me dijo. Al llegar a la casa, le conté a mi madrina lo ocurrido y me aseguró no haber visto nada ni a nadie. Al mañana siguiente me enteré que Gabriela había muerto en la clínica la noche anterior, más o menos a la hora en que la vi, y que allí, recluida, pasó los últimos días. Me había espantado.

Veía a mi papá sepultando los cajones… pero no había caído en la cuenta de que esos cajones estaban habitados por gente. O, bueno, tal vez sí lo sabía, pero no le había dado trascendencia al tema. Total, se trataba de otra gente, desconocida y ajena; nada mía.

En síntesis, para continuar con la idea de mi descubrimiento de la muerte, nací entre muertos y crecí con la muerte misma en escena permanente… Sin embargo, hasta entonces no había hecho conscientes tales asuntos ni que tales asuntos significaran el final.

Desde aquel lejano instante de mi hallazgo he pasado por distintos sentimientos. Al principio, me sentí defraudada; después, confundida; más tarde, resignada y, al final, conforme.

Defraudada, porque yo, Juana Molina, me sentí traicionada por Dios. Él no me había prometido nada; ni más faltaba. Pero era como si lo hubiera hecho.

Tan apegada a algunos seres, especialmente a mi papá y a mi madrina, y ¡saber que habría de arrebatármelos de un manotazo artero! Pasaba los mejores momentos en el cementerio viendo a ese hombre sabio limpiando lápidas y abonando el jardín y, al lado de ella, en la casa, horneando galletas de mantequilla o, en alguno de los patios del sitio santo, observando cómo adelantaba un tejido tal vez indeterminado y con seguridad interminable, y yo, entre tanto, le acariciaba una rara inflamación de la rodilla izquierda o desenredaba un ovillo de lana. Estando con él o con ella, oía distraída los cantos de los alcaravanes o los rezos monótonos de los visitantes.

Requiem aeternam dona ei Domine.

Et lux perpetua luceat ei.

Requiescant in pace.

Esas cosas, ay, habrían de terminarse de un momento a otro, sin que yo pudiera hacer nada al respecto; sin que se tuviera en cuenta mi opinión. Era injusto. Y me enojé con Dios en una rabieta que alcancé a comentarles a ellos dos, entre sollozos, en distintas ocasiones, tres o cuatro años más tarde.

—Te falta aprender tanto, Juanita… —Suspiró ella sin apartar los ojos del tejido.

—Ya tengo ocho —le dije—. Voy a la escuela.

—Cuando hayas vivido tanto como yo, te darás cuenta de que todo está bien. La muerte es como irse a vivir con Dios. Entonces, ¡no puede ser tan malo!

—La muerte no es una cosa horrible, como algunos creen, muchacha —bramó él, en su momento, sin apartar los ojos de la bóveda que encalaba.

—¿Ah, no? Entonces, por qué todos tiemblan al nombrarla y lloran cuando llega.

—Solamente tiene mala fama, incluso para quienes la consideran un invento de Dios. No es más. Es como irse a dormir, aunque más profundamente. Andá, más bien, a traerme un florero de la bodega. Ah, y un tarro de pintura negra que dejé detrás de la escalera chiquita —antes de alejarme, añadió—: la muerte es solo un lugar oscuro y solitario.

Andando los tiempos fui conformándome. Aceptando las cosas de mejor manera.

Tuve una recaída, y fuerte, cuando ella murió. Yo era entonces una muchacha de… no sé, tal vez diecisiete años; había rumiado como nadie este ejercicio nada sencillo de entender la muerte, había visto y asistido a mi papá miles de veces en el cementerio. Total, él ha sepultado a medio pueblo y yo he estado ahí, las más de las veces, para asistirlo. Y hasta comenzaba a hacerme a la idea de que la labor del sepulturero es divina, o sea, uno de los negocios de Dios: despacha las almas al más allá para su viaje por el Purgatorio. Él o un ángel suyo o quién sabe quién, estaba del otro lado, recogiendo lo que mi papá le enviaba. Lo había visto sacar restos e incluso le había sostenido la bolsa docenas de veces para que vertiera esqueletos, no pocos de ellos enteros tras cuatro años de espera, y mi papá no podía partirlos ni con el hacha, como si fueran árboles petrificados durante centurias. Había mirado frente a frente las momias más tenebrosas y, así, se me fue formando un cayo en el espíritu… Pero cuando mi madrina murió… ¡Ay, Dios! Fue como si la costra que cubría la herida y conseguía, poco a poco, cicatrizarla, se hubiera desprendido de golpe, dejaba la carne viva y volvía a sangrar y arder. Y yo grité de dolor.

Ella no murió de nada, quiero decir, no estaba enferma. Solo se fue apagando un día, desde el amanecer. Cuando me levanté, la luz del Sol apenas comenzaba a dibujar los utensilios de la cocina. Preparaba chocolate, como de costumbre. Terminó de batirlo. Me dio una taza. Desde que me lo entregó, noté en ella un raro temblor. Era leve, sí, pero también inusual. Se lo advertí.

—No es nada. Mis manos quedaron agitadas por batir el chocolate; eso debe ser.

Volvió a la cocina y tomó un par de analgésicos “por si las moscas”, como solía decir. Yo salí al patio de atrás para tomar la bebida despacio, recostada al paredón del cementerio. Esa mañana, ella no hizo los destinos en la casa ni nada. Se sentó no más a observar las cosas, las plantas, la escoba parada en el cabo, las personas cuando estaban ahí, los perros rascándose o sacudiendo su pereza, la ropa colgada secándose al viento, el espacio en general, con la mirada de quien acaba de llegar a un lugar nuevo y lo viera todo por primera vez. No hizo nada más.

Después de almuerzo, en vez de irse a tejer, se fue a la cama a hacer una siesta, luego de tomarse otro par de analgésicos. El almuerzo le había caído pesado, me dijo. En la tarde, no se levantaba. Fui a despertarla, pero nada. Su semblante era tranquilo y todo. Grité desesperada y mi papá llegó a quitármela de las manos para que no la sacudiera más. Estaba muerta. Le puso un espejo ante los labios y la nariz, y no se empañó en absoluto.

—¿Voy a buscar al doctor Restrepo? —Le pregunté casi echando a correr.

—No. Más bien andá a buscar al padre —contestó, con una tranquilidad comparable con la reflejada en el rostro de mi madrina en aquel instante—. Pero primero traéme un pañuelo del nochero mío. Le amarraré la mandíbula para que no quede con la boca abierta.

Fue un golpe bajo. Los seres bondadosos deberían merecer la inmortalidad. Era una viejecita dulce y tierna. Dueña de una agradable habladuría, siempre con historias para contar. Vivencias que parecían fábulas o simplemente contadas de manera tal que uno creía encontrar al final una enseñanza, como esos paquetes de recortes de obleas que alegraban las horas de mi niñez, en cuyo fondo solía haber una bolita dulce. Fue una mujer maravillosa. He aspirado ser como ella… tan siquiera un poco.

Casi me volví loca, esa vez de verdad. En silencio, rumié mi dolor y volvió a renacer mi furia… Pasé días pensando qué diría ella en tales momentos. Al cabo de, decí vos, dos meses, seis, un año, hallé la respuesta: —Qué tal que no existiera la resignación...

Aposté que esto hubiera dicho y hubiera seguido tejiendo como si tal cosa. Y sí, todo pasa, el dolor por su pérdida también. Se me fue convirtiendo en un agridulce peso en mi corazón que nunca merma. Soporté la sacada de sus restos, sola con mi padre. Lo vi retirar la losa, halar los leños de lo que fue su ataúd, hacer a un lado los jirones de los forros del mismo y de la mortaja. Ninguno de los dos dijo nada sobre el olor a vainilla, como cuando horneaba galletas, como si no nos extrañara. Tampoco al ver aquel esqueleto completo. Estaba momificada por los fármacos engullidos como si fueran golosinas. Sostuve con firmeza la bolsa y él la metió completa. En las cuencas de los ojos notamos sendos asteriscos dorados, resplandecientes, como estrellas instaladas en el fondo de la calavera.

—Recemos un Padrenuestro, muchacha —ordenó mi papá mientras le hacía un nudo al fardo.

Juana  la enterradora

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