Читать книгу El Evangelio de Simon - John Smelcer - Страница 8

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HABÍA SIDO UN DÍA TERRIBLE, lleno de fastidio y de tensión. Desde las discusiones en la oficina y el loco de la esquina gritando que todos nos iríamos al infierno, a las noticias de otra masacre y una bomba suicida que la radio anunciaba en medio de un sofocante tráfico, hasta el idiota del coche de atrás que no dejó de tocar el claxon durante todo el trayecto, hacían parecer como si toda la bondad y la tolerancia que había en el mundo se hubieran suspendido ese día.

Simón sólo quería que el día terminara. Quería ir a casa, quitarse el traje, y tomarse algo frío antes de su cita por la noche. Pero cuando estaba apunto de llegar, recibió una llamada de su abuelo, rogándole que fuera a verlo después del trabajo.

“Por favor”, decía. “Necesito hablar contigo sobre un asunto”.

La frustración de Simón apareció cuando entró por la puerta con su corbata aflojada alrededor del cuello y comenzó a aproximarse lentamente a la pequeña sala mientras el viejo buscaba algo en su habitación.

Finalmente, su abuelo salió con una caja de madera, apenas un poco más grande que una caja de zapatos, la cual colocó cuidadosamente sobre la pequeña mesa en la cocina. Jaló una silla y le hizo un gesto a su nieto para que se sentara.

“No puedo quedarme mucho tiempo abuelo. Viene a verte sólo por algunos minutos. Necesito ir a casa y cambiarme. Tengo una cita con Rebekah en el Café Hillel en una hora, y por la noche iremos a un concierto gratuito al Teatro de Jerusalén”.

“Tu generación está siempre ocupada, siempre de prisa. No es bueno para tu salud. Tienes que aprender a relajarte. Deberías orar por paciencia”.

“Sabes que no voy más a la iglesia, abuelo. Siempre me ha parecido deshonesta y . . .sinsentido”, dijo Simón, pensando en la palabra correcta. “Y ya no oro más. Veo todo el sufrimiento, la injusticia y la violencia que hay en el mundo, tiroteos masivos que se han vuelto tan comunes y a los que nos hemos vuelto indiferentes, guerras que nunca terminan y que siempre tienen como origen un odio religioso. ¿Por qué Dios no las detiene?”

“No es tan simple”, comenzó el viejo. “Dios nos dio. . . .”

Pero el nieto lo interrumpió antes de que pudiera terminar.

“Estoy harto y cansado de la hipocresía de la gente que usa la religión para violar los derechos de otros causándoles sufrimiento, así como de la gente que grita que todos estamos condenados al infierno si creemos en algo diferente. Todo en la religión es odio. No creo más en nada que tenga que ver con ella”.

“Pero no todos son así”.

“Sí, ¡todos lo son! Cada vez que enciendo la televisión hay noticias de masacres brutales en nombre de la religión o de algún escándalo o corrupción. En la radio siempre hay algún político intolerante o fanático-religioso que vomita miedo y odio. La violencia y la avaricia se han convertido en nuestra religión. Hoy en día, la gente sólo se preocupa por sí misma. Toma lo que puede y al diablo con los demás”, dijo, pensando en el hipócrita de su colega que trataba de quedarse con su puesto.

“Lo que dices es verdad”, respondió el viejo. “Gran parte de lo que mencionas existe. Pero la gente se ha perdido. Más que nunca necesitamos. . . .”

“¡Mira!” el nieto lo interrumpió otra vez. “No hay Dios. No hay Jesús. No hay cruz. No hay amor . . .sólo odio. Me tengo que ir”.

La expresión del viejo se llenó de tristeza por las palabras de su nieto. Suspiró antes de hablar.

“Siéntate. Por favor. He esperado mucho tiempo para mostrarte algo”.

El joven observó detenidamente la cara de su abuelo, y vio sinceridad. Respiró profundamente y se mordió su labio inferior.

“Está bien”, dijo de mala gana, buscando en el bolsillo su celular. “Cancelaré mi cita con Rebekah. Más vale que sea importante”.

“Lo es”, respondió el viejo con una sonrisa esperanzadora.

Mientras su nieto enviaba un mensaje de texto a su novia, el viejo apagó la televisión y abrió la ventana de la cocina que estaba a lado de la mesa, las cortinas azules se mecían con la brisa del verano. A través de la ventana, se podía ver el pequeño establo de piedra al final de la cerca de su patio. Solía tener más tierra, pero hacía quince años que tuvo que vender la mayoría de ella a una constructora, conservando sólo un pequeño lote que incluía el establo de piedra que había estado en ese terreno desde hacía ya muchas generaciones que nadie sabía con certeza qué tan antiguo era.

Lo que en el pasado era la granja de su familia estaba ahora rodeada por casas, una igual a la otra y todas pintadas de blanco, limpias y brillantes a la luz del sol. Más allá del establo de piedra, se podía ver el soso color beige de la arena y la roca, además las escasas colinas onduladas cubiertas de maleza, árboles verdes con casas abarrotadas de gente y los horribles cables de electricidad que corrían hacia Jerusalén en la distancia.

“Muy bien, abuelo. Rebekah dice que canjeará las entradas del teatro por las de una película que de cualquier manera quería ver. Entonces, ¿qué es lo que quieres mostrarme?”

El viejo movió una de las dos sillas de madera junto a la pequeña mesa.

“Ven y siéntate”, le dijo.

Cuando los dos estaban sentados, el joven enfrente de su abuelo, el viejo acercó la caja.

“Esto es más antiguo de lo que te puedes imaginar”, dijo el viejo mientras movía la cubierta y cuidadosamente la ponía a un lado de la caja.

Un olor a humedad salía de la caja abierta.

“¿Qué es?”

“Tu pasado. Tu futuro”.

Simón estaba desconcertado.

El viejo levantó un paquete de papel que estaba atado de forma entrecruzada con un cordel azul.

Simón se levantó y se inclinó para ver mejor. Desde donde se encontraba pudo ver lo que parecía como un libro encuadernado en piel dentro de la caja.

Su abuelo puso su mano arrugada sobre las páginas.

“Este manuscrito contiene la historia de nuestra familia, nuestro lugar en la historia”.

Al nieto le constaba trabajo entender lo que su abuelo decía. De lo que él tenía entendido, no había nada especial acerca de su familia, ninguna fama que reclamar, ningún rol extraordinario en la historia.

“Estoy envejeciendo. Debo decirte un secreto ahora que mi mente todavía está lúcida”.

Simón se preguntaba si ese libro encuadernado en piel era el diario de su abuelo.

“¿Es algo de cuando eras niño, algo que hiciste? ¿De la guerra tal vez?” Preguntó, mientras se volvía a sentar.

“No”.

“¿Es algo sobre mi padre? ¿Era adoptado?”

El viejo hizo una mueca, las arrugas alrededor de sus ojos como profundos cañones quedaron marcados como por una inundación.

“No”.

“¿Es algo acerca de mi abuela? ¿De cómo la conociste?

El viejo sonrió suavemente. Extrañaba a su esposa.

“No. No es sobre tu abuela. No hagas más preguntas. El secreto que debo revelarte sucedió mucho antes de que yo naciera. Es la historia de lo que pasó con el primer Simón, de quien nosotros recibimos su nombre.

El viejo empujó el manuscrito a su nieto a través de la mesa.

“Léelo. Tienes tiempo suficiente”.

Simón hojeó aleatoriamente algunas páginas. El manuscrito parecía como si fuera escrito en hojas de piel de cebolla en aquellas viejas máquinas de escribir.

“Estaré en el establo cuando termines”.

Simón desató el cordel y puso a un lado la primera página en blanco. Cuando comenzó a leer, su abuelo arrastró los pies a través del piso chirriante hacia la puerta, tomó su bastón y un desgastado sombrero de fieltro negro del perchero de la pared que estaba junto a un pequeño crucifijo de madera. Dirigió su mirada justo cuando Simón levantó la suya del manuscrito sorprendido, boquiabierto, con ojos perplejos.

El viejo miró a su nieto y con una sonrisa levantó su sombrero antes de dirigirse hacia la luz del sol.

El Evangelio de Simon

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