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La filosofía y las grandes preguntas en torno a la condición humana, Ronald Beiner21*

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1. Permítanme dos breves observaciones. En primer lugar, no me siento autorizado para juzgar la filosofía per se. Mi vocación es la filosofía política, tal y como yo entiendo esta vocación, y dejaré a la gente de los departamentos de filosofía juzgar el estado de la filosofía en general. Quiero señalar que existe una gran diferencia entre la filosofía política practicada por personas que trabajan en los departamentos de filosofía (por lo menos en el mundo angloamericano) y la filosofía política (o “teoría política”) tal y como es practicada por los teóricos dentro de la disciplina de las ciencias políticas. Mi punto de vista es que la primera (llamémosla “filosofía política analítica”) es demasiado estrecha intelectualmente y demasiado enfocada en abordar cuestiones directas de política pública. (Diré más sobre esto en respuesta a la pregunta 2). Creo que los teóricos o filósofos políticos que podemos encontrar en los departamentos de ciencias políticas como en el que yo trabajo es más probable que sean fieles al modo ambicioso de teorización que caracteriza a la tradición de Platón, Hobbes, Spinoza, Rousseau, Marx y Nietzsche. Éste es el tipo de actividad intelectual que define mi propia identidad filosófica y, a mi modo de ver, es hoy en día una posibilidad tan sólida y relevante, en lo que nos concierne como seres humanos, como siempre lo ha sido.

Segunda observación. Para evaluar el estado actual de la filosofía —hacia dónde se dirige, si está floreciendo o se ha agotado intelectualmente—, quizás tenga más sentido consultar a teóricos más jóvenes. Alguien de sesenta y tres años, como yo, es probable que vea la escena actual desde la mirada nostálgica por lo que asumimos como teoría o filosofía en nuestra juventud. Es fácil sentir que la filosofía hoy parece agotada o está girando sobre sí misma, o simplemente volviendo a lo que los filósofos hicieron en el pasado. Por el contrario, es posible que un joven de cuarenta y tres o de treinta y tres años esté en mejor sintonía con lo nuevo y fresco de la vida intelectual contemporánea.

2. Sin la posibilidad de reflexionar filosóficamente los seres humanos dejan de honrar su humanidad. Cualesquiera que sean nuestras crisis (y, seamos francos, en el 2016 nos enfrentamos a enormes desafíos políticos, culturales y existenciales que no serán fáciles de resolver con nuestros recursos sociales, morales, culturales y políticos actuales), si esas crisis nos hacen desesperar de proyectar luz teórica o filosófica a nuestra oscuridad, la consecuencia no será simplemente un fracaso en la praxis, sino, de manera mucho más grave, una humanidad disminuida. No podemos permitir que el escepticismo, el cinismo o la desilusión política tengan esa consecuencia (¡y escribo estas líneas el día siguiente de la elección de Donald Trump como el próximo presidente de Estados Unidos!). Seguir abiertos a la posibilidad de la reflexión y el diálogo filosóficos, en cualquier momento y en cualquier lugar, es lo que nos permite permanecer fundamentalmente esperanzados como seres humanos.

Permítanme esbozar lo que considero es el modo apropiado de teorización en las actuales circunstancias (y probablemente en todas las circunstancias, cercanas y lejanas). Voy a distinguir —tal vez injustamente— entre dos enfoques generales de la empresa teórica. Llamaré al primer enfoque “la teoría del fin de la historia” y al segundo “la teoría épica”. Plantear el tema en estos términos es ciertamente polémico. Pero lo planteo así no solo con el afán de ser polémico, sino con el propósito de poner de relieve el problema de cómo asumir la teoría de una manera más plástica y vivaz.

De acuerdo con el primer enfoque sabemos bastante bien cuál es la verdad moral y política: la democracia liberal y el igualitarismo liberal, tal y como se entienden en general hoy en día. La historia que nos llevó a este resultado moral es irreversible. La tarea más urgente de la teoría es aclarar los detalles de la agenda política de esta visión moral verdadera, no cuestionar si y en qué sentido la concepción moral misma es la correcta. Así que sobre todo predicamos a los conversos: “nosotros los liberales” nos referimos a nuestros colegas liberales. Por supuesto que existen diferencias entre nosotros: tenemos diferentes credos religiosos, por ejemplo. Pero hacemos abstracción de estas diferencias y buscamos un terreno común tan amplio como podamos. Tratamos de no dejarnos arrastrar por el debate radical sobre la “metafísica” o nuestros valores últimos. La idea de John Rawls de un “liberalismo político” capta bien esta orientación o enfoque básico de la empresa teórica, pero Habermas y Rorty, por ejemplo, tienen sus propias maneras de transmitir el mismo propósito fundamental. Incursionar en horizontes morales e intelectuales pre-liberales o trans-liberales es bastante inútil, ya que esos otros horizontes han sido reemplazados históricamente, depositados ya y de una vez por todas en el basurero de la historia.

La teoría épica con la que yo mismo estoy comprometido se opone firmemente a esta orientación “post-metafísica” y piensa que es un serio error poner fin al gran diálogo de concepciones de vida humana posible articulado a lo largo de nuestro canon teórico. Se trata de una teoría “épica” porque no presupone que hemos llegado, necesariamente, al horizonte moral final y ahora solo tenemos que ocuparnos de los detalles (como Hegel sugirió que el Estado prusiano del siglo XIX tenía que hacer luego de que la Revolución Francesa y Napoleón habían perfilado el horizonte moral de la existencia moderna). Perspectivas más profundas, desde Platón a Maquiavelo, Hobbes, Locke y Montesquieu, hasta Nietzsche y Marx y Heidegger, están aún hoy en enérgica contienda. La lectura de estos pensadores no nos transforma automáticamente de liberales en algo más (¡o esperemos que no!); pero ojalá que lo que sí haga sean llevarnos a un vigoroso cuestionamiento de lo que la vida humana espera de nosotros.

Dicho esto, espero que ahora sea más claro por qué me referí con el término peyorativo de “fin de la historia” a la teoría liberal en boga con la que quiero debatir. Como bien se sabe, en 1989 (justo en la cúspide del final de la Guerra Fría) Francis Fukuyama declaró que la noción hegeliana del “fin de la historia” finalmente se había realizado: la democracia liberal occidental basada en el mercado se había impuesto definitivamente a sus alternativas, e independientemente de si Friedrich Nietzsche tenía razón o no al considerar esta época de liberalismo hegemónico e individualismo como el triunfo del “último hombre” ése era nuestro destino. Tal pronunciamiento parece hoy en día desde luego bastante necio. Por supuesto que puede ser peligroso hacer juicios históricos desde nuestra perspectiva actual. Quizás necesitemos un punto de vista de décadas o más para saber realmente si la democracia liberal occidental está verdaderamente en crisis. Pero este 2016 ciertamente parece como si una crisis (o series interconectadas de crisis) de proporciones bastante grandes hubiera comenzado, o por lo menos se anuncia en el horizonte: Brexit en Inglaterra, Putin en Rusia y Trump en los Estados Unidos, una crisis de identidad y de propósito con respecto al proyecto mismo de la Unión Europea, el surgimiento de una extrema derecha hiper-nacionalista en varias partes de Europa, una enorme crisis migratoria como resultado del caos en Medio Oriente, una amplia revuelta en contra de la globalización, el desafío del islamismo militante, incluido un torrente incesante de episodios terroristas, con efectos escalonados en todas las demás crisis o crisis percibidas, y así. ¡No hay “fin de la historia” en nada de esto! ¿Cómo debemos responder los filósofos políticos? La tarea de la filosofía política, como yo la entiendo, es dialogar con los pensadores más ambiciosos como una forma de tomar distancia de la situación política y cultural inmediata y alcanzar un panorama mucho más amplio. No estoy diciendo que yo haya alcanzado esa perspectiva privilegiada, pero tanto mis clases como mis escritos tienen esa intención. David Brooks, columnista del New York Times, escribió recientemente en un artículo de opinión: “En los últimos años, la ansiedad económica y social se ha tornado en algo espiritual y existencial”. Yo creo que tiene razón (Brooks se refería específicamente a los Estados Unidos, pero creo que su punto puede generalizarse al resto de las sociedades liberales). ¿Puede la filosofía política erigirse ante el reto de reflexionar sobre la ansiedad “espiritual y existencial” que parece extenderse y que parece estar alimentando múltiples crisis en nuestro mundo político? ¿Quiénes son los pensadores y las filosofías que nos pueden dar una idea de la ambición y el propósito propios de la filosofía política como forma de reflexión social y cultural? ¿Quiénes son los pensadores y las filosofías que pueden por lo menos aclararnos el ámbito dentro del cual tendremos que reflexionar para abordar nuestros dilemas sociales y culturales en todas sus dimensiones? Estas son las preguntas que nosotros los teóricos, y los estudiantes que aspiran a convertirse en teóricos, tenemos que seguir planteándonos.

Mi sugerencia de fondo es que “nosotros los liberales” estamos en problemas si damos por sentado que el liberalismo igualitario es la dispensa moral final y, por lo tanto, nos ahorramos el esfuerzo de entrar en diálogo con las grandes alternativas normativas al liberalismo de los siglos XX y XXI. Nos confundirá una visión radicalmente no liberal de la vida porque resulta que tiene un atractivo mucho más humano de lo que nosotros, los liberales, hemos asumido o nos hemos convencido de que podría tener. ¡Eso ya está sucediendo hoy en día! Obviamente, permanecer en viva conversación con el canon heredado de la teoría occidental no es la única manera de mantenerse en diálogo con horizontes de experiencia y aspiración normativa más allá del horizonte liberal. Pero sí que es una vía indispensable.

Por supuesto, habrá teóricos que deseen un tipo de filosofía política mucho más orientado a preguntas sobre instituciones y políticas concretas. Esto es comprensible. Y aquí está mi respuesta a este desafío. Evidentemente, todo lo relacionado con cuestiones de diseño institucional o de legislación política tiene lugar en el contexto de una determinada forma de vida (llamemos a nuestra propia forma de vida una democracia burguesa igualitaria, aunque, por supuesto, otras definiciones son posibles). Y cada forma de vida presupone una cierta concepción sobre cómo debe vivirse la vida, yuxtapuesta a una lista de grandes visiones alternativas sobre cómo vivir y cómo la vida misma puede tener sentido. Y necesitamos una reflexión y un diálogo bastante ambiciosos acerca de cómo nuestra propia visión de la vida y su propósito están en relación con las alternativas. Esto es lo que yo llamo teoría épica. Por supuesto, esta lista de posibles visiones o fines de la vida que consideramos nunca puede constituir un conjunto comprehensivo de tales visiones. Pero tiene que ser lo suficientemente amplio como para considerar las fortalezas y debilidades de nuestra propia concepción de la vida con relación a otras alternativas ambiciosas. Esta es la práctica de la filosofía política que he tratado de esbozar en mis dos últimos libros (ver mi respuesta a la pregunta 4) y, en algún sentido, a lo largo de mi carrera.

No digo que no debería haber teóricos que reflexionen en torno a instituciones y políticas. Dejemos que otros teóricos hagan eso. Creo en la división intelectual del trabajo. Todo lo que estoy diciendo es que si no hay un lugar dentro de la disciplina de la filosofía política para el tipo de gran reflexión sobre los fines de la vida que me preocupa, entonces la teoría filosófica se queda corta con respecto a lo que ha sido durante los últimos dos mil quinientos años.

¿Puede la teoría o la filosofía política resolver los descontentos de la vida contemporánea (incluida la vida política)? Soy muy escéptico de que pueda hacerlo. Pero esto solo nos lleva a desilusionarnos con la filosofía si tenemos nociones no-realistas sobre cómo la teoría puede guiar o iluminar a la práctica. Más bien, debe permanecer firmemente fiel a su propia misión intelectual inmanente: plantear las grandes preguntas, abrir los horizontes de concepción moral, cultural y política, generar intuiciones sobre la condición humana en gran escala y ayudarnos a ser más reflexivos y autocríticos.

3. No creo que las fronteras entre países sean particularmente relevantes para la filosofía como tal. La filosofía tiene una vocación universal. Abre un espacio en el que nos hacemos preguntas y nos comprometemos con la reflexión, el diálogo y una ambiciosa especulación intelectual en torno a los aspectos más profundos de la existencia humana, y del mundo también en tanto los seres humanos se relacionan con el mismo cognitiva y existencialmente. Las cuestiones filosóficas que son fundamentales para los canadienses no son diferentes a las de los mexicanos, o las de los mexicanos frente a las de los canadienses. Cuando reflexionamos y nos comprometemos intelectualmente desde la filosofía, habitamos un espacio universal de reflexión y diálogo. La ciudadanía fundamental del filósofo como filósofo es la de un ciudadano del mundo. Es cierto que coedité un libro titulado Canadian Political Philosophy. Y lo hice porque cuando mi coeditor y yo organizamos el libro, filósofos políticos con raíces firmes en la experiencia canadiense como Charles Taylor y Will Kymlicka estaban recibiendo mucha atención más allá de Canadá, y los dilemas y los debates canadienses sobre la ciudadanía, el nacionalismo y el multiculturalismo parecían muy pertinentes con respecto a dilemas y debates de otros lugares. Pero más allá de esto la sugerencia de que existe tal cosa como una “filosofía canadiense” o, incluso, una “filosofía política canadiense” me parece necio. La filosofía es humanamente importante y la ciudadanía es humanamente importante; pero la filosofía como filosofía no está limitada por la ciudadanía.

4. Creo que mis últimos dos libros reflejan fielmente lo que he asumido como mi vocación intelectual a lo largo de mi carrera como filósofo político. En el 2011 publiqué Civil religion: A dialogue in the history of political philosophy, en 2014 Political philosophy: What it is and why it matters. Ambos textos fueron publicados por Cambridge University Press. El primero busca reconstruir un diálogo —que se extiende por siglos (desde principios del siglo XVI en adelante)— sobre el espinoso problema de la religión y la política y cómo gestionar la relación entre ellas. El diálogo abarca los siguientes veintiún pensadores: Maquiavelo, Hobbes, Spinoza, Locke, John Toland, Pierre Bayle, Montesquieu, Rousseau, Hume, Adam Smith, Kant, Tocqueville, Joseph de Maistre, John Stuart Mill, John Morley, James Fitzjames Stephen, Nietzsche, Heidegger, Carl Schmitt, Leo Strauss y John Rawls. Posteriormente he añadido a este diálogo a James Harrington y al tercer conde de Shaftesbury. El libro del 2014 también busca reconstruir un amplio y ambicioso diálogo filosófico, esta vez restringido a pensadores del siglo XX, a saber, Hannah Arendt, Michael Oakeshott, Strauss, Karl Löwith, Eric Voegelin, Simone Weil, Hans-Georg Gadamer, Jürgen Habermas, Michel Foucault, Alasdair MacIntyre, Rawls y Richard Rorty, precedido de algunas reflexiones sobre Freud y Max Weber. La cuestión de la modernidad liberal —tanto las distintas formas de defenderla, como las de criticarla— está en el centro del libro. De la manera en que acabo de caracterizar estos dos libros debiera resultar obvio que asumo la actividad de la filosofía como intrínsecamente dialógica y orientada hacia pensadores ejemplares que estimulan nuestro pensamiento en grandes cuestiones invitándonos a volver a ellos, a aprender de ellos y a desafiarlos. Así es como veo el asunto de la filosofía y cómo yo he tratado de practicarla.

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