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PRÓLOGO LA PARÁBOLA DEL BUEY1

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En 1906, el gran estadístico Francis Galton fue testigo de una competición que consistía en adivinar el peso de un buey en una feria agrícola. Participaban ochocientas personas. Galton, siendo el tipo de hombre que era, llevó a cabo un análisis estadístico de las cifras. Descubrió que la estimación media estaba considerablemente cerca del peso del buey. James Surowiecki explicó esta historia en su entretenido libro Cien mejor que uno: la sabiduría de la multitud o por qué la mayoría siempre es más inteligente que la minoría.2

No hay demasiada gente que conozca los hechos subsiguientes. Unos años más tarde, parecía que las básculas se habían vuelto menos fiables. Repararlas era bastante caro, pero el organizador de la feria tuvo una idea brillante. Puesto que los asistentes eran tan buenos adivinando el peso del buey, no era necesario arreglar las básculas. Simplemente pediría a todos que adivinaran el peso y calcularía la media de sus estimaciones.

Sin embargo, apareció un nuevo problema. Cuando estas competiciones se hubieron generalizado, algunos participantes empezaron a hacer trampas. Incluso había quien trataba de conseguir información privilegiada sobre el ganadero que había criado al buey. Existía el temor de que, si algunos concursantes obtenían alguna ventaja, otros serían reticentes a entrar en la competición. Con pocos participantes, ya no se podría confiar en la sabiduría de las masas. El proceso de acertar el peso se vería perjudicado.

En consecuencia, se introdujeron normas regulatorias. Se solicitó al ganadero que elaborase boletines trimestrales sobre la evolución del buey. Estos boletines se exhibían en la puerta del mercado para que todo el mundo los pudiese leer. Si el ganadero proporcionaba información adicional sobre el animal a sus amigos, esta información también debía publicarse en la puerta del mercado. Cualquiera de los participantes en la competición que tuviese información sobre el buey que no estuviese disponible para los demás sería expulsado del mercado. De esta forma, se mantenía la integridad del proceso.

Analistas profesionales examinaban cuidadosamente los contenidos de las nuevas reglas y aconsejaban a sus clientes sobre sus implicaciones. Agasajaban a los granjeros con banquetes; pero cuando se les exigió que fueran cuidadosos con la información que revelaban, estas comidas se volvieron menos útiles. Algunos analistas más listos se dieron cuenta de que, de todos modos, conocer la alimentación y la salud del buey tampoco era tan útil. Puesto que el buey ya no se pesaba —lo que importaba eran las estimaciones de los espectadores—, la clave del éxito no residía en adivinar correctamente el peso del buey, sino en adivinar las estimaciones de los demás. O lo que los demás estimarían que los demás estimarían. Y así sucesivamente.

Algunos —como el viejo ganadero Buffett— afirmaban que los resultados de este proceso estaban cada vez más alejados de la realidad de la cría de bueyes. Pero les ignoraron. Cierto, los animales del ganadero Buffett parecían saludables y bien alimentados, y sus finanzas cada vez más prósperas; pero era un hombre de campo que, en realidad, no entendía cómo funcionan los mercados.

Se crearon órganos internacionales para definir las reglas del concurso de adivinar el peso del buey. Había dos patrones que competían: los principios generalmente aceptados sobre pesaje de bueyes y los estándares internacionales de pesaje de bueyes. Pero ambos coincidían en un principio fundamental, consecuencia de la necesidad de eliminar el papel de la valoración subjetiva de cada individuo. El peso de un buey se definió oficialmente como el promedio de todas las estimaciones.

Una de las dificultades residía en que a veces existían pocas estimaciones del peso del buey (o incluso ninguna). Pero este problema pronto se resolvió. Matemáticos de la Universidad de Chicago desarrollaron modelos a partir de los cuales se podía predecir aproximadamente cuál habría sido el promedio de las estimaciones del peso del buey, en el caso de que estas hubiesen existido. No se requería ningún conocimiento sobre cría de animales, solo un ordenador potente.

Para entonces, ya existía una gran industria de adivinos de peso profesionales, organizadores de competiciones de acertar pesos y asesores que ayudaban a la gente a afinar sus estimaciones. Algunos sugirieron que podría ser más barato arreglar las básculas, pero fueron ridiculizados: ¿para qué volver a atrás y confiar en el juicio de un único subastador, cuando uno se puede beneficiar de la toda la sabiduría sumada de tanta gente inteligente?

Y entonces el buey murió. En medio de toda esta frenética actividad, resulta que nadie se acordó de alimentarlo.

El dinero de los demás

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