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1 HISTORIA
ОглавлениеEL CAMINO A POTTERSVILLE
Un banco británico se dirige con precisión.
Un hogar británico no exige nada menos. Tradición, disciplina y reglas son la clave.
Sin ellos solo existen desorden, caos, anarquía.
En resumen, un lío horroroso.
Mary Poppins,
película de WALT DISNEY, 1964
Fui estudiante en Edimburgo durante la década de 1960. La capital de Escocia es el segundo centro financiero de Reino Unido y alberga las sedes centrales de dos de sus principales bancos, el Bank of Scotland y el Royal Bank of Scotland. En esa época, la banca era una opción profesional para los muchachos cuyas notas no eran lo suficientemente buenas para conseguir la admisión en una buena universidad.
La aspiración de muchos de mis coetáneos era entrar ya fuera en «el Bank» o en «el Royal Bank». Con la diligencia apropiada, podrían, al cabo de unos veinte años, convertirse en directores de sucursal. El director de sucursal era una figura respetada en la comunidad local, y la interacción social en el club de golf o en los almuerzos del Rotary eran parte de su trabajo. Conocían personalmente a los profesionales locales: el contable, el abogado, el médico, el pastor y los comerciantes más prósperos. El director del banco gestionaba sus ahorros y, ocasionalmente, concedía créditos. La oficina regional podía revisar sus actividades, pero confiaba mucho en el criterio del director. Él —no había mujeres directoras— esperaba ejercer toda su carrera profesional en el banco y jubilarse con una pensión. Nunca pasó por su cabeza, ni por las cabezas de sus clientes, que la institución a la que se había unido a la edad de diecisiete años no fuera a existir para siempre, más o menos en su misma forma.
Un poco más tarde empecé mi carrera docente en una institución que todavía cree que seguirá existiendo para siempre, también en gran medida en su forma actual: la Universidad de Oxford. Entonces, algunos de mis estudiantes se planteaban desarrollar sus carreras en la City de Londres, generalmente aquellos mejor conectados, no académicamente, sino socialmente. Si me hubiesen dicho que, al cabo de veinte años, muchos de los mejores y más brillantes estudiantes de Oxford dedicarían más tiempo a preparar solicitudes y a buscar contratos de prácticas y entrevistas en las empresas de la City que en la biblioteca, no me lo habría creído.
En la época en que mis amigos entraron en el Bank o en el Royal Bank y yo empecé a estudiar economía, era posible creer que los problemas históricos de inestabilidad financiera se habían resuelto en gran medida. No se habían producido grandes crisis financieras desde la Gran Depresión y la quiebra de las principales instituciones financieras parecía algo inconcebible. Mis compañeros de clase fueron la última generación que aspiró a asumir el papel de George Banks, el director de banco de Mary Poppins, que volvía a casa cada tarde, a las 18.01, y esperaba tener encendida su pipa y puestas sus zapatillas a las 18.02.
Seguramente no es coincidencia que el cine homenajeara al director de banco tradicional —que era, al mismo tiempo, un personaje risible y un pilar de la comunidad— precisamente en el momento en que esta figura estaba desapareciendo de escena. Mary Poppins se estrenó en 1964. En Reino Unido, la serie de televisión Dad’s Army, una comedia sobre la Home Guard* durante la guerra, fue muy popular entre 1967 y 1974. Su protagonista era el capitán Mainwaring, un director de banco pomposo, poco imaginativo y muy honesto. La película de Frank Capra ¡Qué bello es vivir!, a pesar de que generó mucha admiración cuando se estrenó en 1946, fue un fracaso de taquilla. Aun así, durante la década de 1970, se convirtió en un éxito navideño entre la audiencia televisiva de Estados Unidos y lo ha seguido siendo desde entonces. El protagonista es Jimmy Stewart, que interpretaba a George Bailey, el director de la institución de ahorro y crédito de Bedford Falls. Banks, Mainwaring y Bailey encarnan al personaje en quien mis compañeros de clase esperaban convertirse.
Este cosmos estaba a punto de cambiar. En una escena que es a la vez cómica y sorprendente, su ángel de la guarda le muestra a Bailey cómo habría sido el mundo sin él. Bedford Falls ha sido rebautizada como Pottersville en honor al señor Potter, el avaricioso miembro del consejo de administración cuyo único objetivo es el dinero. Pottersville está desgarrada por el egoísmo y caracterizada por el mercantilismo más ruin. El proyecto de construcción de viviendas que fue el gran logro de George Bailey no se ha llevado a cabo.
Capra nunca habría podido imaginar que un día Pottersville se haría realidad. Sin embargo, en el momento en que mis coetáneos aceptaban la jubilación anticipada, el mundo al que se habían unido había cambiado hasta hacerse irreconocible. Entre las causas de estas transformaciones se encuentran la globalización, la desregulación, la innovación tecnológica y de producto, y las nuevas ideologías y narrativas, así como el cambio en las normas sociales y culturales. Estos factores no eran independientes: cada uno estaba vinculado a los demás.
Las finanzas siempre han sido globales. La City de Londres se convirtió en un destacado centro financiero como consecuencia de la expansión imperial de Reino Unido. El Fidelity Fiduciary Bank, del cual el señor Banks era director, financió «trenes por toda África, presas sobre el Nilo». Wall Street rivalizaba con Londres en escala e importancia debido al tamaño del mercado doméstico estadounidense y a la necesidad voraz de financiación que su superficie continental requería. No obstante, la expansión del comercio y las finanzas globales se vio obstaculizada por la suspensión del patrón oro, el proteccionismo de entreguerras y el declive del imperio. La fase moderna de globalización de las finanzas empezó con el desarrollo del mercado de eurodólares en Londres en la década de 1960.
En Estados Unidos, la Regulación Q establecía que los bancos del país estuvieran sujetos a ciertas restricciones en lo relativo a los tipos de interés que podían pagar sobre los depósitos y les obligaba a mantener provisiones en el sistema de la Reserva Federal, el banco central de Estados Unidos, para garantizar la seguridad de estos depósitos. Estas restricciones podían evitarse si los fondos se depositaban en instituciones europeas y después se prestaban a bancos estadounidenses; no había controles sobre las transacciones entre bancos. Por tanto, los fondos que se movían a través de Londres permitían a los depositantes de dólares obtener unos tipos de interés superiores. Esta maniobra reducía los costes de financiación de los bancos americanos, a la vez que permitía a los bancos europeos obtener un mayor beneficio con el arrendamiento de sus servicios.
La estructura del sistema de finanzas global también estaba cambiando en otros aspectos. En el período inmediatamente posterior a la guerra se preveía que Estados Unidos continuaría siendo el principal acreedor a nivel mundial. Las instituciones financieras globales de posguerra, tales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, se diseñaron partiendo de esta idea. Sin embargo, a medida que Alemania y Japón se fueron recuperando rápidamente de la destrucción de la guerra y la economía estadounidense se fue debilitando durante la década de los años 1960, la hegemonía económica de Estados Unidos entró en declive y en 1971 se devaluó el dólar.
La crisis del petróleo de 1973-1974 desvió hacia los países productores de crudo, en particular Arabia Saudí y otros Estados del Golfo Pérsico, cantidades de dinero que superaban con creces su capacidad de gasto. Los «petrodólares» se reciclaron a través de préstamos a Europa y Estados Unidos. Mientras tanto, Japón, seguido después por otros países asiáticos, como Corea del Sur, Taiwán y Hong Kong, primero imitó y después mejoró los métodos de producción modernos y comenzó a exportar productos manufacturados a Europa y América del Norte. Después de 1980, la China continental se unió a estos países en el entramado comercial mundial. El éxito de las exportaciones asiáticas produjo superávits comerciales en estos países, con sus correspondientes déficits comerciales en Occidente. Al igual que habían hecho los productores de petróleo una década antes, los países con superávit prestaron los fondos a estas economías con déficit comercial.
Así se pusieron las bases para los extraños acontecimientos de los primeros años del siglo XXI, cuando los ahorros forzosos de los campesinos chinos (que tenían poca influencia sobre las decisiones económicas de su autoritario gobierno) financiaron el exceso de gasto de los consumidores estadounidenses. El mecanismo a través del cual esto se producía era la creciente dependencia de los bancos occidentales de la financiación a gran escala a través de los mercados de capitales globales. Estos persistentes desequilibrios financieros globales descompusieron el modelo tradicional, basado en depositantes locales que se emparejan con prestamistas locales: el pilar de la banca tradicional. El debilitamiento de la Regulación Q fue un presagio de los mecanismos a través de los cuales la globalización pondría bajo presión a las estructuras regulatorias (de base nacional) existentes.
Los nuevos mercados financieros ya no eran un negocio para los buenos chicos que tenían pocas pretensiones académicas, pero que eran agradables compañeros de golf. Cuando el Bank y el Royal Bank quebraron en 2008, la mayoría de sus altos directivos poseían buenos títulos académicos de las mejores instituciones de educación superior. Andy Hornby, director ejecutivo del Bank, obtuvo un MBA de Harvard después de graduarse en Oxford; su homólogo en el Royal Bank, Fred Goodwin, obtuvo títulos en derecho y contabilidad después de graduarse en la Universidad de Glasgow. Las dos figuras dominantes de Wall Street —Lloyd Blankfein, de Goldman Sachs, y Jamie Dimon, de J. P. Morgan— eran graduados de Harvard, de la Facultad de Derecho y la Facultad de Administración de Empresas, respectivamente. Los mejores estudiantes de Oxbridge* y la Ivy League** buscaban empleo en la City y en Wall Street.
Larry Summers (el de la «economía kétchup») describió así esta transformación: «Durante los últimos treinta años, la banca de inversión se ha transformado: ha dejado de ser un negocio dominado por personas a quienes se les daba bien reunirse con clientes en el hoyo diecinueve y se ha convertido en una actividad dirigida por personas expertas en resolver difíciles problemas matemáticos relacionados con la fijación de precios de derivados».1 Summers (cuyos amigos y enemigos saben que es mejor resolviendo problemas matemáticos que congraciándose con clientes) se refería a este cambio con evidente aprobación.
Aun así, estos individuos tan inteligentes gestionaron peor las cosas —mucho peor— que sus predecesores menos brillantes intelectualmente. A pesar de ser listos, raramente lo eran tanto como ellos mismos creían o, al menos, no lo eran lo suficiente como para manejar la complejidad del entorno que habían creado. Quizás la habilidad para reunirse con clientes en el hoyo diecinueve sea más relevante para hacer buenas inversiones que la habilidad para resolver problemas matemáticos muy complicados.
Tal vez hoy en día se necesita menos al socializador, al individuo que conoce el «quién» más que el «qué»; la tecnología ayuda a hacer contactos, a pesar de que las relaciones personales siguen siendo importantes. Pero siguen siendo indispensables los individuos con las capacidades necesarias para valorar la calidad de los activos subyacentes y el talento de quienes los gestionan. Personas con una buena comprensión del mercado inmobiliario residencial y experiencia para juzgar la capacidad de los potenciales compradores de devolver sus préstamos. Personas con conocimiento sobre las tiendas y las oficinas y las finanzas de sus inquilinos. Personas familiarizadas con las operaciones financieras del gobierno y con la gestión de grandes proyectos de infraestructuras. Por encima de todo, personas con conocimientos sobre la naturaleza cambiante de los negocios.
No obstante, las habilidades que se valoraban en el sector financiero que se desarrolló durante la primera década del siglo XXI eran muy diferentes. El ejercicio de estas capacidades por parte de individuos que sobrevaloraban su relevancia y su propia competencia hundió la economía global en la peor crisis financiera desde la Gran Depresión.
¿Cómo se produjeron estos cambios? En lo que queda de este capítulo explicaré los dos principales componentes de la financiarización: la sustitución del comercio y las transacciones por relaciones y la reestructuración del negocio financiero. A continuación analizaré los efectos económicos globales de la financiarización sobre la estabilidad económica, el rendimiento de las empresas y la desigualdad económica.
EL ASCENSO DEL «TRADER»
Tras dejar atrás la falsa chimenea, se podía oír inmediatamente una profana algarabía, como la que produce una multitud en pleno disturbio [...]. Un estruendo producto de las voces de cultos jóvenes blancos dedicados a comprar y vender dinero a ladridos en el mercado de bonos.
TOM WOLFE, La hoguera de las vanidades, 1987
Somos Wall Street. Nuestro trabajo es hacer dinero. Ya sea una mercancía, una acción, un bono o un hipotético pedazo de papel falso, no importa. Comerciaríamos con cromos de béisbol si fueran rentables...
Nos levantamos a las cinco de la mañana y trabajamos hasta las diez de la noche o más. Estamos acostumbrados a no levantarnos ni para ir al baño cuando tenemos una oportunidad de negocio. No paramos una hora o más para comer. No exigimos tener un sindicato. No nos jubilamos a los cincuenta con una pensión. Comemos lo que matamos y cuando la única cosa que queda para comer está en el plato de otro, nos lo comemos de todos modos...
No somos dinosaurios. Somos más listos y más despiadados que ellos y vamos a sobrevivir.
STACY-MARIE ISHMAEL, blog Alphaville,
Financial Times, 30 de abril de 20102
El paso de la agencia al intercambio, de las relaciones a las transacciones, ha sido el aspecto central de la financiarización de las empresas occidentales durante las últimas cuatro décadas. El mundo de George Bailey y el capitán Mainwaring se basaba en las relaciones con los clientes, los prestatarios y los depositantes. Esto era cierto para la mayoría de las áreas de las finanzas. Al igual que el director de banco, el corredor de bolsa hacía amistad con sus clientes. Conocía personalmente las empresas en las que les recomendaba invertir. Los bancos de inversión mantenían relaciones de largo plazo con las grandes empresas. Tenían relaciones similares con otras instituciones, tales como las empresas de seguros, que canalizaban el capital de los pequeños ahorradores.
En la actualidad, el mundo de las finanzas está dominado por el trading, y el trading es una fuente principal de ingresos y remuneración. Hace cincuenta años, solo había un gran mercado financiero especulativo: la bolsa. El volumen de negocio era, para los estándares modernos, modesto: el período medio de tenencia de una acción era de siete años.3 La bolsa también era el mercado en el que se intercambiaban bonos del gobierno, aunque el mercado de bonos estaba sumamente aletargado. Nick Carraway, el narrador imparcial de la novela de Scott Fitzgerald de 1925, El gran Gatsby, era un trader de bonos. La Bolsa de Metales de Londres (London Metal Exchange) era el centro global del comercio de cobre, estaño y otros productos básicos mineros. Las otras materias primas tenían sus propios mercados. El Chicago Board of Trade (y su subproducto, el Chicago Butter and Egg Board) era el centro del comercio estadounidense de productos agrarios. Los contratos de transporte se llevaban a cabo en el Baltic Exchange. Hace veinticinco años, el lugar clave estaba trasladándose al parqué de los bancos de inversión. Hoy en día, la pantalla es la fuente de información y la base del trading: una proporción creciente de las transacciones la ejecutan de forma silenciosa ordenadores que comercian entre ellos.
Los mercados anónimos, por tanto, han sustituido a las relaciones personales. Hace un siglo, los sociólogos alemanes Ferdinand Tönnies y Max Weber crearon un marco teórico para este cambio describiendo la diferencia entre Gemeinschaft y Gesellschaft, palabras que suelen traducirse al español como «comunidad» y «sociedad», respectivamente, y que, en líneas generales, distinguen lo personal e informal de lo formal y regulado.4 La transición de la Gemeinschaft a la Gesellschaft es fundamental para comprender el proceso de financiarización y las diferencias globales en los métodos de las finanzas y la gestión del riesgo.
El ascenso de la cultura del trading no tiene una única explicación, sino que es el resultado de una serie de desarrollos, interrelacionados en su origen y acumulativos en su impacto. La globalización de los mercados financieros es parte de la historia, al igual que el colapso de la arquitectura financiera global diseñada por las potencias aliadas en 1944 en una conferencia en Bretton Woods (un lugar precioso en el remoto New Hampshire que pretendía resultar de difícil acceso desde Nueva York o Washington). La creación de los nuevos mercados financieros de derivados y el desarrollo de las matemáticas financieras necesarias para analizarlos fue otro factor. La regulación y la desregulación desempeñaron un papel importante, aunque parcialmente accidental: pocas de las consecuencias de los cambios en la política regulatoria fueron intencionadas. La reorganización institucional jugó también un papel: las formas tradicionales de organización empresarial, tales como la asociación y la sociedad mutualista, se convirtieron en sociedades anónimas. El apoyo a la libertad de los mercados que siguió a la elección de Margaret Thatcher y Ronald Reagan influyó en las políticas públicas y empresariales de muchas maneras.
La lista de factores que contribuyeron al cambio es larga y tiene una característica muy sorprendente: el cambio en la naturaleza de las finanzas no está apenas relacionado con ningún cambio en las necesidades de la economía real. Estas necesidades siguen siendo mayormente las mismas: necesitamos instituciones financieras para procesar nuestros pagos, para ampliar el crédito y para proporcionar capital a nuestras empresas. Queremos instituciones financieras para gestionar nuestros ahorros y administrar los riesgos a los que nos enfrentamos en nuestras vidas económicas. Algunos aspectos de estos servicios son mejores; muchos no lo son. La tecnología de la información ha cambiado la forma en que se ofrecen los servicios financieros. Pero no se ha producido en los servicios que se proveen a los consumidores ninguna transformación equiparable a la transformación en la naturaleza y el papel político y económico de la industria que los ofrece. El proceso de financiarización tiene su propia dinámica interna.
El abandono del patrón oro en 1971 por parte de Estados Unidos dio paso a una nueva era de tipos de cambio flexibles, que fluctuaron mucho más de lo que la mayoría de los economistas había anticipado. Siempre había existido actividad especulativa en los mercados de divisas. El sistema de tipos de cambio fijos de posguerra establecido en Bretton Woods soportó crecientes presiones y las divisas experimentaron ataques especulativos: el gobierno laborista elegido en 1964 en Reino Unido tuvo que lidiar con una presión constante sobre el tipo de cambio fijo de 1 £ = 2,80 $, hecho que dio pie a la famosa denuncia del primer ministro Harold Wilson de los «gnomos de Zúrich», que supuestamente eran los responsables de esa presión. Los especuladores hicieron esencialmente una apuesta en sentido único. Podían conseguir un gran beneficio si se devaluaba la libra (y así fue, tres años después), mientras que sus pérdidas en el entretanto serían pequeñas.
Los especuladores no eran, en su mayoría, ni gnomos ni residentes en Zúrich. Irónicamente, el principal centro de intercambio de divisas era, y sigue siendo, Londres. A un nivel creciente, los especuladores en los mercados de divisas eran traders empleados por bancos. El negocio tradicional de cambiar divisas para los clientes (y conseguir un margen apropiado en la conversión) se convirtió en el negocio de toma de posiciones con divisas para obtener beneficios con los cambios previstos en su valor.
El Chicago Mercantile Exchange (CME) es el sucesor del Chicago Butter and Egg Board. Los contratos de futuros, que permiten a un granjero acordar hoy un precio para la producción que llevará al mercado al cabo de tres meses, se han comercializado en el CME durante muchos años. Un presidente innovador del CME, Leo Melamed, lanzó en 1972 un contrato de futuros financieros. La idea era aplicar el mismo tipo de contratos a las divisas extranjeras y, subsiguientemente, a otros instrumentos financieros. La mantequilla (butter) y los huevos (eggs) pronto quedarían atrás.
Este fue el principio del desarrollo de los mercados de derivados. No es una coincidencia que la Universidad de Chicago fuera entonces, y siga siendo hoy en día, un centro líder en el estudio de la economía financiera. El año siguiente, dos de sus profesores —Fischer Black y Myron Scholes— publicarían un artículo seminal sobre la valoración de derivados.5
Gran parte del crecimiento del sector financiero durante las tres décadas siguientes fue consecuencia directa e indirecta del crecimiento de los mercados de derivados. Los futuros no eran el único tipo de derivado. Una opción confiere el derecho, pero no la obligación, de comprar o vender: puede utilizarse una opción como seguro contra un incremento, o una caída, en los precios.
Pero no era necesario ser propietario de un cerdo para vender futuros sobre, por ejemplo, el jamón: uno podría simplemente querer apostar sobre el precio del jamón. Y no hacía falta planear irse al extranjero, o comprar bienes foráneos, para comerciar con divisas. A medida que crecieron los mercados de derivados, la gente los utilizó para apostar sobre casi todo, no solo divisas extranjeras o tipos de interés, sino también sobre la posibilidad de que una empresa quiebre, de que una hipoteca no se sea pagada o de que un huracán arrase la Costa Este de Estados Unidos.
Esta revolución de la tecnología de las finanzas vino acompañada por la revolución paralela de la tecnología de la información (y de hecho solo fue posible gracias a ella). Cuando comenzó el negocio de los futuros financieros, la actividad del Chicago Mercantile Exchange todavía estaba concentrada en «la arena», donde agresivos corredores gritaban ofertas mientras cerraban operaciones dándose codazos con sus colegas. Hoy, cada trader tiene una pantalla. El modelo BlackScholes, y muchas de las técnicas cuantitativas de finanzas que surgieron de Chicago y de otros lugares, no podrían haberse aplicado tan ampliamente sin el poder de los ordenadores modernos.
La regulación también contribuyó al ascenso de la cultura del trading. El crecimiento del mercado de eurodólares demostró que los bancos podían utilizar las anomalías regulatorias para atraer negocio. Y lo mismo los gobiernos nacionales. Los gobiernos que defendían los intereses de estos bancos podían aplicar arbitraje regulatorio más fácilmente. El Banco de Inglaterra, que en 1960 consideraba que ser el abogado de los intereses de la City de Londres formaba parte de sus principales funciones, fomentó activamente el crecimiento del mercado de eurodólares. Las medidas regulatorias orientadas a hacer más seguro el sistema financiero podían tener, como en el caso de la Regulación Q, un efecto contrario al deseado: las consecuencias de todas estas normativas fue incrementar la complejidad del sistema y, en general, alejar todas las transacciones de la red regulatoria. La incapacidad, o la falta de voluntad, para aprender las lecciones sobre los problemas de la regulación tendría consecuencias severas y persistentes.
La regulación Q fue una de las muchas reformas introducidas como resultado del crac de Wall Street. Pero la más importante de ellas fue la creación de la Securities and Exchange Commission (SEC, Comisión de Valores y Bolsa), cuyo objetivo consistía en regular y supervisar las actividades de las instituciones financieras y las empresas que cotizaban en bolsa. El nombre de la agencia es revelador. El objeto de la regulación eran los títulos y los mercados financieros. La nueva comisión habría cumplido correctamente su función si hubiese facilitado la emisión de títulos y promovido su intercambio. A medida que la agencia incrementaba el alcance de sus actividades (aunque no necesariamente su efectividad o autoridad) esta filosofía impregnó la regulación de las finanzas. Y no solo en Estados Unidos: la SEC se convertiría en un modelo para la regulación de los mercados financieros de todo el mundo.
En la década de 1980 el negocio de la renta fija se añadió a la lista de los mercados activos. Hasta entonces, el comercio de bonos había sido un refugio para los congéneres de Nick Carraway: en Londres era una actividad en la que el éxito dependía en gran medida de haber nacido en la familia adecuada. Lew Ranieri había nacido en Brooklyn y no en la familia adecuada; había empezado su carrera en Wall Street en la sección de correspondencia de Salomon Bros. Pero su invento de los títulos con respaldo hipotecario transformaría el mercado de valores. El crecimiento de la titulización, no solo de las hipotecas sino también de cualquier tipo de derecho financiero, cambió la naturaleza de la banca para siempre. La titulización llegó a extenderse a los royalties futuros de las estrellas del pop (David Bowie consiguió 55 millones de dólares de este modo), y a los ingresos de estudios de cine (Dreamworks) y grandes equipos de fútbol (Leeds United).
Los títulos con respaldo hipotecario consistían en un paquete comercializable de hipotecas. Esta idea podía aplicarse no solo a hipotecas, sino también a otros créditos al consumo —deudas de tarjetas de crédito, por ejemplo— y a pequeños préstamos empresariales. El riesgo del crédito y del tipo de interés, tradicionalmente gestionado dentro de los bancos, podía reducirse o eliminarse a través de los mercados. Los mercados de swaps permitían a los bancos gestionar el riesgo del tipo de interés: un préstamo con un tipo anual variable podía intercambiarse por un préstamo fijo a diez años.
A medida que avanzaba la década de 1980, estos mercados recibieron otro empujón cuando los Acuerdos de Basilea sobre préstamos bancarios empezaron a tratar mejor a los títulos con respaldo hipotecario que a los activos que los componían. Las agencias de calificación —empresas como Moody’s y Standard & Poor’s (S&P)— se habían diversificado a partir de su negocio original de valoración del crédito comercial hacia la valoración de la calidad crediticia de los bonos. Durante la década de 1970 se produjeron dos cambios que confirieron a las agencias de calificación un lugar central en el proceso de financiarización. Las agencias empezaron a cobrar a los emisores de títulos, además de a los inversores, por sus servicios (cada vez con mayor frecuencia cobraban solo a los emisores), y consiguieron el reconocimiento por parte de los reguladores como Organizaciones de Calificación Estadística Nacionalmente Reconocidas (NRSRO, por sus siglas en inglés).6 Muchas instituciones financieras e instituciones regulatorias restringieron sus inversiones a valores que cumplían con los estándares establecidos por una agencia de calificación. Las calificaciones determinaban la valoración del riesgo de los títulos acorde a la regulación. Los bancos que creaban los títulos respaldados por activos pagaban a las agencias de calificación —que asumían que había un negocio competitivo en la provisión de estas acreditaciones— y llevaban a cabo una «ingeniería inversa» con sus productos para que encajaran con los estándares de las agencias. Muchos inversores y agentes bursátiles no se preocupaban demasiado de lo que había en el paquete, siempre que alcanzase la calificación crediticia requerida. El colapso del mercado de títulos respaldados por activos estaría después en el núcleo de la crisis financiera global.
Los elementos de la nueva cultura del trading —basada en la renta fija, las divisas y las materias primas, y acelerada vigorosamente por los derivados— ahora estaban ya en funcionamiento. Los mercados de acciones ya no eran el centro de la actividad especulativa. La renta fija, las divisas y, más adelante, las materias primas (denominadas FICC, por sus siglas en inglés) eran centrales en la nueva cultura del trading. Sherman McCoy, el jactancioso antihéroe de la novela de Wolfe de 1987 La hoguera de las vanidades, era, igual que Nick Carraway, un corredor de bonos.
Pero el entorno en el que trabajaba McCoy era muy diferente del de Nick Carraway. Las transformaciones en la estructura de las empresas de servicios financieros se describen con mayor detalle más adelante, pero el ethos dominante de estas empresas cambió radicalmente. El relato ficticio de Wolfe satiriza la nueva cultura de la financiarización, pero el relato autobiográfico del escritor Michael Lewis (que en su libro Liar’s Poker describe el período en que trabajó para Salomon Bros, la empresa que Lew Ranieri había convertido en líder de la innovación en el mercado de bonos) demostraba que la caricatura de Wolfe no era tan exagerada.
El mundo que Wolfe y Lewis describieron era agresivamente masculino (habría, en su momento, algunas mujeres traders, pero el vínculo entre la testosterona y el negocio bursátil se convertiría en objeto de una rigurosa investigación académica).7 Este mundo está lleno de obscenidad, avivado por las drogas —sobre todo la cocaína— y es propenso a los excesos sexuales y etílicos. Hombres jóvenes —algunos con títulos de educación superior y otros sin título alguno— se encontraron de repente en posesión de cantidades de dinero que superaban con creces lo que eran capaces de manejar.
Junto a los traders, aunque con personalidades muy diferentes, se encontraban los llamados «genios» o quants, analistas con habilidades cuantitativas y titulaciones avanzadas, a menudo procedentes de la antigua Unión Soviética. «Las hipotecas son matemáticas», había anunciado Ranieri.8 Sus innovaciones, igual que el desarrollo por parte del CME de los mercados de opciones, abrieron las puertas a los doctores universitarios a los cuales Summers había descrito como «muy buenos resolviendo problemas matemáticos difíciles». La «cópula gaussiana» —una fórmula para calcular las pérdidas esperadas en un paquete de préstamos que tienen probabilidades de impago diferentes pero relacionadas entre sí— era una parte de las matemáticas actuariales que encontró aplicación en la evaluación de los paquetes titulizados. Con cierta hipérbole, esta álgebra esotérica alcanzaría gran notoriedad durante la crisis financiera global, siendo calificada como «la fórmula que asesinó a Wall Street».9
La mayoría de los traders y quants trabajaban para bancos de inversión (incluidos aquellos que trabajaban en la banca de inversión dentro de los bancos comerciales). Pero siempre habían existido algunos traders que operaban de forma independiente, recaudando fondos de inversores sofisticados. Alfred Winslow Jones, un periodista que en 1949 revisó las predicciones bursátiles para la revista Fortune y concluyó que él lo habría podido hacer mejor, fue la primera persona calificada como gestor de un fondo de cobertura. George Soros se convertiría en el gestor de fondos de cobertura más famoso cuando «arruinó al Banco de Inglaterra» en 1991 con una apuesta masiva y exitosa en contra del intento de Reino Unido de alinear su divisa con las de Francia y Alemania.10
Durante las décadas de 1980 y 1990, la subida de los precios de las acciones permitió a casi todos los fondos de inversión obtener buenos beneficios. El estallido de la burbuja de la «nueva economía» en el año 2000 marcó el inicio de una década de resultados mediocres en los mercados de valores, lo que condujo a muchos inversores institucionales a desplazarse hacia los fondos de cobertura en búsqueda de mayores beneficios. El resultado fue rentable para los promotores de los fondos de cobertura, aunque en general no lo fue para sus inversores.11 Grupos de traders con un currículum de éxito en los bancos de inversión crearon sus propios negocios. Algunos gestores de fondos de cobertura alcanzaron extraordinarios beneficios. George Soros ha declarado una fortuna de 26.500 millones de dólares. Jim Simons, antiguo profesor de matemáticas, de 15.500 millones de dólares.12 La remuneración de los traders dentro de los bancos aumentó, de forma sustancial si no proporcionalmente, a medida que estas compañías intentaban retener lo que llamaban «el talento».
El ascenso del trader y el desarrollo de una cultura del trading no pueden disociarse del clima político del momento: el poder de una ideología fundamentalista del mercado, la elección de Thatcher y Reagan, el colapso de la Unión Soviética y el descrédito de la planificación central como sistema económico. La ideología dominante de la época legitimó la búsqueda más agresiva del interés propio y fomentó una visión diferente y más limitada de la responsabilidad social de las grandes organizaciones empresariales. Se consideraba que los mercados eran buenos y que cuanto más mercado mejor. No era posible tener demasiado de algo bueno.
Pero la filosofía económica de políticos como Thatcher o Reagan era más el resultado de convicciones morales que un argumento económico técnico. Y sus convicciones morales encontraron poco que aplaudir en la cultura del trading. El énfasis thatcheriano en el trabajo duro y la autosuficiencia estaba unido a la creencia de que la compasión debería ser una virtud privada y no una práctica social. Estas eran actitudes muy diferentes al individualismo avaricioso y al sentimiento de privilegio personal característico de gran parte del sector financiero actual.
NUEVOS MERCADOS, NUEVOS NEGOCIOS
Me gustaría rendir homenaje a la contribución que usted y su empresa han realizado a la prosperidad de Reino Unido. Durante sus ciento cincuenta años de historia, Lehman Brothers ha sido siempre una empresa innovadora, que ha financiado nuevas ideas e innovaciones antes de que otros empezaran a darse cuenta siquiera de su potencial.
GORDON BROWN,
canciller del Exchequer, con DICK FULD, en la inauguración de la nueva sede central de Lehman Brothers en Londres, el 5 de abril de 2004
Los grandes nombres del mundo de la banca tienen una larga historia. Las finanzas modernas empiezan, como tantas cosas, en el Renacimiento, con los mercaderes de las ciudades-estado italianas. El banco más antiguo, superviviente de esa época, es el Monte dei Paschi di Siena, fundado en 1472, aunque recientemente su futuro se ha puesto en cuestión. El Bank of Scotland fue fundado en 1695 y el Royal Bank en 1727. La larga historia de todas estas instituciones se ha visto amenazada por una generación de financieros que, erróneamente, creyeron que sabían mucho más que sus predecesores. El Bank of New York (hoy en día incorporado a BNY Mellon) es el banco más antiguo de Estados Unidos y su historia se remonta a 1764; sobrevivió mejor que los demás gracias a que cambió su naturaleza y finalmente dejó de ser un banco. Pero el negocio de todas estas empresas se ha modificado a medida que las economías se han ido desarrollando.
Aun así, la evolución ha seguido trayectorias muy diferentes. A lo largo de los siglos XIX y XX, los sectores de servicios financieros de Reino Unido, Estados Unidos y la Europa continental se han desarrollado de forma distinta. En Reino Unido, la banca comercial se fue concentrando de forma progresiva durante el siglo XIX como resultado de las adquisiciones. En 1900, los actores dominantes en Inglaterra eran Lloyds, Barclays, Midland (que finalmente se convertiría en la rama británica de HSBC), el National Provincial Bank y el Westminster Bank. En 1970, estos dos últimos se fusionaron para convertirse en el National Westminster Bank. Por tanto, la estructura global de la banca minorista de Reino Unido cambió muy poco a lo largo del siglo XX.
En Estados Unidos, los bancos de Wall Street —encarnados en el nombre y la personalidad de J. P. Morgan— ejercieron un papel central en la financiación de las grandes empresas de acero, ferrocarriles y petróleo de Estados Unidos. Pero la suspicacia populista hacia las finanzas y el amplio apego de Estados Unidos a la vida de las pequeñas comunidades limitaron el desarrollo de la banca interestatal. Como consecuencia, el sector de la banca minorista de Estados Unidos permaneció fragmentado. La concentración del sistema bancario de Reino Unido, dominado por unos pocos bancos nacionales, navegó a través de la Gran Depresión sin grandes percances. Pero en Estados Unidos, muchos bancos pequeños con unas carteras de préstamos muy concentradas quebraron durante la Depresión que siguió al crac de Wall Street. Los depositantes temieron por la seguridad de otros bancos parecidos y estos sufrieron pánicos bancarios a pesar de que sus finanzas subyacentes eran sólidas. En medio del creciente pánico, la primera ley de Franklin D. Roosevelt como presidente, en marzo de 1933, fue exigir a todos los bancos de Estados Unidos que cerraran sus puertas.
Los acontecimientos de 1929-1933, un período en el que una crisis financiera se convirtió en una depresión industrial, amenazaron no solo la prosperidad económica sino también la estabilidad política. Una investigación del Senado sobre estos acontecimientos estuvo liderada por un brillante abogado, Ferdinand Pecora, que destruyó él solo la reputación de muchas instituciones y figuras de Wall Street. La ley Glass-Steagall de 1933 impuso la separación de la banca comercial y la banca de inversión. La House of Morgan (nombre por el que era conocido el banco J. P. Morgan & Co.) se dividió en J. P. Morgan, la rama de banca comercial, y Morgan Stanley, un banco de inversión. La Federal Deposit Insurance Corporation (FDIC) aseguraría en el futuro los depósitos ante pánicos bancarios o quiebras.
Tanto en Reino Unido como en Estados Unidos, diferentes instituciones llevaban a cabo diferentes funciones dentro del sistema financiero. Los bancos comerciales operaban el sistema de pagos y satisfacían las necesidades de crédito a corto plazo de sus clientes. Los bancos de inversión (entonces llamados «bancos mercantiles» en Reino Unido) manejaban transacciones más elevadas que implicaban la emisión de títulos. Si el comprador quería vender estos valores, él o ella debían contactar con un corredor de bolsa, que negociaría la transacción con un especialista (también llamado intermediario o creador de mercado). Aunque los bancos promovían un cierto volumen de préstamos hipotecarios, la mayoría de estos préstamos los realizaban empresas especializadas sin ánimo de lucro: cajas de ahorros en Estados Unidos, sociedades de ahorro y préstamo para la vivienda en Reino Unido.
Los bancos se especializaron en lo que denominaré el canal de los depósitos, desviando ahorro a corto plazo hacia actividades relativamente poco arriesgadas. Siempre ha existido la necesidad de un canal de inversión paralelo para facilitar la utilización del ahorro a más largo plazo. En 1812, con Reino Unido en guerra tanto contra Napoleón como contra Estados Unidos, algunos nobles con sentido cívico de Edimburgo fundaron el Scottish Widows Fund (Fondo de las Viudas Escocesas), con el objetivo de prestar servicio a sus asociados y familiares. Escocia ha tenido un papel desproporcionadamente elevado en la historia de la innovación financiera, si se tiene en cuenta que es un pequeño país de la periferia europea. El Bank y el Royal Bank of Scotland se hallan entre las instituciones supervivientes más antiguas en el canal de los depósitos (a pesar de que se salvaron por los pelos). El Banco de Inglaterra, que fue el que los rescató, también fue fundado por un escocés.
Mis padres y profesores, creyendo que mi destino era ser actuario, me mandaron a trabajar en el Scottish Widows durante las vacaciones escolares. Mi supervisor estaba en un edificio en St. Andrew’s Square, enfrente de la imponente sede central del Royal Bank. Justo en la esquina se hallaban las oficinas de Standard Life, el gran rival de Scottish Widows. En el otro extremo de George Street está Charlotte Square. Ambas plazas son piezas fundamentales del inspirado diseño de James Craig de la New Town de Edimburgo, del siglo XVIII. Después de la Guerra Civil norteamericana, otro grupo de dignatarios de Edimburgo se dedicó a crear empresas de inversión para explotar las oportunidades de ultramar, especialmente en Estados Unidos. Charlotte Square era entonces el centro de las sociedades de inversión de Escocia.
Mientras que el Royal Bank of Scotland facilitó el canal de los depósitos, el canal de la inversión era operado por las empresas de seguros de vida de St. Andrew’s Square y las sociedades de inversión de Charlotte Square. Estos baluartes de las finanzas desarrollaron los dos mecanismos principales —fondos de pensiones y seguros de vida por un lado, y fondos de inversión colectiva por el otro— a través de los cuales todavía se intermedia actualmente la inversión.
La distinción entre los canales de los depósitos y de la inversión ha sido menos acusada en la Europa continental, que tiene una larga tradición de bancos universales. Estas instituciones proporcionaban un abanico completo de servicios financieros, tanto para clientes industriales como personales, y ellas mismas mantenían participaciones accionariales significativas en las principales empresas. Sin embargo, París, Berlín y Frankfurt nunca fueron centros financieros globales equiparables a Londres y Nueva York, y las bolsas de aquellos países nunca alcanzaron la escala de las de estos centros financieros. Los bancos universales europeos eran instituciones conservadoras, enfocadas a cubrir las necesidades de su industria doméstica.
Las empresas aseguradoras (y, en menor medida, los bancos) han seguido siendo los principales intermediadores de la inversión a largo plazo en estos países. La alemana Allianz, la francesa AXA y la italiana Generali siguen dominando sus respectivos mercados. Los fondos de inversión fueron exportados a Reino Unido y Estados Unidos, pero demostraron ser un vehículo para muchos de los excesos de Wall Street en los años previos al crac de 1929. Como consecuencia de la regulación de Estados Unidos y del escepticismo de los inversores, las sociedades de inversión (fondos closed-end) han sido suplantados por fondos de inversión colectiva abiertos (fondos open-ended). Describiré estos diferentes tipos de inversión de forma más completa en el capítulo 7.
El arraigo de George Bailey en la comunidad de Bedford Falls ejemplifica la noción —entonces compartida en Reino Unido, Estados Unidos y la Europa continental— de que un banco atiende objetivos públicos además de privados. Los banqueros nunca se han avergonzado de obtener beneficios, pero el banco local era considerado como una institución de la comunidad, junto con la iglesia y el hospital, y el gestor del banco era un personaje destacado de la comunidad, junto con el médico y el abogado. A nivel regional o nacional, los bancos han gozado de una relación especial con el gobierno, lo cual les ha generado tanto privilegios como responsabilidades. Scottish Widows (al igual que Standard Life) era una sociedad mutualista, propiedad de sus tenedores de pólizas, lo cual es aplicable a la mayoría de las aseguradoras europeas (y algunas de las americanas).
Los bancos que quebraron en 2008 eran organizaciones muy diferentes a las instituciones que habían sido durante muchos años, incluso siglos. Las innovaciones lideradas por Salomon Bros, que creó los mercados de préstamos, socavaron la concepción y la función tradicionales de los bancos, que consistían en canalizar el ahorro desde los depositantes hacia los prestatarios. Algunos comentaristas atentos creyeron que las instituciones financieras del futuro estarían más especializadas.13 Y, de hecho, hoy en día la mayoría de las funciones de los bancos las desarrollan instituciones especializadas, tales como empresas de tarjetas de crédito y bancos hipotecarios. Los supermercados se diversificaron para proveer servicios financieros sencillos, tales como cuentas de depósito. Las compañías de capital para la inversión directa (empresas de capital riesgo)* se especializaron en la provisión de financiación para las empresas. Los fondos de cobertura especializados —empresas de actividad especulativa escrupulosamente gestionadas, como las de George Soros y Jim Simons— atrajeron fondos a partir del año 2000.
No obstante, y aparentemente de forma paradójica, la tendencia a la especialización fue acompañada por una tendencia a la diversificación. La Regulación Q, que restringía los tipos de interés, se fue relajando poco a poco y finalmente fue suprimida en 1986. El sector financiero estadounidense, que había sido públicamente humillado en 1933, se convirtió en un grupo de presión cada vez más poderoso. Este lobby consiguió una progresiva relajación de las restricciones que se habían impuesto a la industria cincuenta años atrás. La separación de la banca de inversión de la banca comercial —el principio que en el imaginario público se había convertido en sinónimo de la ley Glass-Steagall— se debilitó incesantemente, aunque no fue derogada hasta 1999.
En Reino Unido, el detonante del cambio fue el «Big Bang» —la desregulación de las finanzas en 1986— que barrió un gran conjunto de restricciones, incluidos la mayoría de los obstáculos a la creación de conglomerados financieros. Los grandes bancos comerciales de Reino Unido, con una enorme fortaleza de capital derivada de su base de depósitos al por menor, diversificaron su negocio inmediatamente.
Estos cambios en la estructura de la banca estaban relacionados con cambios en la organización de las bolsas. Tradicionalmente, los compradores y los vendedores de títulos comerciaban a través de agentes, y las bolsas de Londres y Nueva York prácticamente disfrutaban de un monopolio en el comercio de acciones. Un comprador o vendedor se dirigía a un corredor de bolsa (bróker), quien entonces contactaba con el agente especialista que trataba con esas acciones o títulos de renta fija. El corredor actuaba en nombre del cliente y era responsable de conseguirle el mejor precio. El creador de mercado intentaba emparejar a compradores y vendedores: los agentes especialistas y los corredores de bolsa tenían muy poco capital de su propiedad. Intentaban localizar a un inversor dispuesto asumir la otra parte del negocio y hacían dinero a través del «diferencial» (spread), es decir, la diferencia entre el precio cobrado al comprador y el pagado al vendedor.
No era una época dorada. Los brókeres cultivaban las relaciones con los clientes corporativos, así como con los inversores privados e institucionales, y promocionaban las acciones de empresas con las que mantenían estas relaciones. Estos agentes favorecerían a clientes seleccionados con información interna. La práctica de la «inversión ventajista» —en la cual el corredor opera en beneficio propio antes de ejecutar la orden de su cliente— ha sido una forma de abuso desde los primeros tiempos del comercio de valores. Pero esta venalidad se mantenía en gran medida limitada por las buenas costumbres sociales ampliamente aceptadas. Las comisiones se fijaban en el intercambio, generalmente como un porcentaje del valor de la transacción.
En la década de 1960, la mayoría de las acciones y valores estaban en manos de individuos privados. Pero los fondos de pensiones crecieron en tamaño y, junto con las empresas de seguros que reunían ahorro de los individuos, comenzaron a diversificarse, pasando de la tenencia de bonos a las acciones. Estos vehículos institucionales proporcionarían a los ahorradores beneficios a través de la liquidez y la diversificación. También les proveerían de gestión profesional. Y los gestores profesionales comprarían y venderían con mucha más frecuencia que los individuos privados (¿de qué otra forma podrían justificar sus honorarios?) Estos gestores no parecían dispuestos a aceptar pagar las comisiones fijas —y elevadas— exigidas por el cártel de corredores de bolsa tradicionales.
Con el objetivo de evitar esta resistencia, los gestores empezaron a recibir regalos de los corredores de bolsa, no solo en forma de información «gratis» sobre empresas, sino también en forma de provisión de servicios —por ejemplo, pantallas de trading— que esas instituciones de inversión razonablemente habían previsto pagar ellas mismas. Esta práctica de la llamada «comisión blanda» siguió existiendo incluso después de que se abolieran las comisiones fijas, tal y como sucedió en Nueva York en 1975 y en Londres en 1986. Los gestores de activos podían cargar comisiones en las cuentas de sus clientes, mientras que los gastos de oficina debían cubrirlos de sus propios bolsillos.
A partir de la década de 1970, la estructura de los mercados bursátiles cambió de forma radical. Este cambio tuvo múltiples facetas y causas. El monopolio de la bolsa de Nueva York (NYSE, por sus siglas en inglés) se vio desafiado en primer lugar por el NASDAQ, un mercado bursátil electrónico creado en 1971 por broker-dealers liderados por Bernard Madoff. Un bróker es un agente; un dealer es un comerciante. El ascenso del broker-dealer desdibujó la distinción entre dos tipos de transacciones. El conflicto de intereses inherente en el propio concepto de broker-dealer, y el nombre de Bernard Madoff, volverán a aparecer en este libro.
Algunas nuevas empresas muy atractivas, como Intel y Microsoft, eligieron cotizar en el NASDAQ en lugar de hacerlo en la NYSE. El cambio tecnológico corrió paralelo a los cambios regulatorios que fomentaron la competencia entre las bolsas. Hoy en día existen múltiples mercados bursátiles donde pueden comercializarse acciones: las bolsas de Londres y Nueva York tienen mercados electrónicos propios que compiten con sus mercados principales. Los principales bancos de inversión han creado dark pools* que eluden muchos de los requisitos de transparencia y divulgación relativos al negocio bursátil. Durante el siglo XX, la distinción entre corredores de bolsa —que actuaban en nombre de sus clientes— e intermediarios-especialistas —que creaban mercado emparejando a los compradores con los vendedores— desapareció en la práctica.
Estas nuevas actividades comerciales requerían más capital. La industria financiera se ha caracterizado históricamente por englobar varios tipos diferentes de organizaciones empresariales. Los bancos comerciales generalmente se estructuraban como sociedades anónimas y sus acciones cotizaban en el mercado de valores nacional. Los bancos de inversión y mercantiles y otras instituciones financieras, tales como los corredores de bolsa y los creadores de mercado, eran principalmente sociedades mercantiles (algunas eran pequeñas empresas con un limitado número de accionistas que asumían un papel activo en la gestión). En una sociedad mercantil tradicional de este tipo, cada uno de los socios es responsable de todas las deudas de la organización.14 En algunos casos, las leyes prohibían la conversión de estas sociedades en sociedades anónimas y la limitación de responsabilidad consiguiente, pero generalmente la sociedad mercantil tradicional era la forma societaria elegida por las propias empresas.
Las sociedades y las empresas gestionadas por los mismos propietarios diferían de forma significativa de las sociedades anónimas con un accionariado disperso. La propiedad y el control de la empresa se concentraban en las manos de empleados sénior. El riesgo de las actividades —hacia arriba y hacia abajo— era asumido por unos pocos individuos, cuyas finanzas personales respondían en última instancia por ese riesgo. Los socios se controlaban cuidadosamente entre sí, limitando de esta forma los riesgos en los que incurría la empresa. Preferían actividades que entendiesen bien y controlaban cuidadosamente el alcance con que la empresa adoptaba posiciones especulativas a su cuenta. El capital de la empresa estaba más o menos limitado a los beneficios acumulados y los recursos de los socios.
Hubo un tiempo en que las sociedades mutualistas tuvieron un papel significativo en los servicios financieros minoristas en todos los países. La mayoría de estas compañías se crearon durante el siglo XIX, momento en que la organización mutualista constituía un pilar para la relación de confianza, clave en los servicios financieros. Scottish Widows continuó siendo una mutua hasta el año 2000, y Standard Life hasta 2006. Los pequeños ahorradores e inversores temían ser explotados por financieros sin escrúpulos, y a menudo había buenas razones para sus sospechas. Muchas organizaciones mutualistas empezaron como sociedades de socorros mutuos, pero a medida que aumentó el número de sus miembros fueron contratando mánager profesionales para que dirigieran en su nombre las empresas. Recientemente, algunas de estas sociedades mutualistas se han convertido en empresas muy grandes. Las estructuras de gestión se han autoperpetuado y las voces de los asociados se han silenciado.
Entre 1980 y 2000, la mayoría de las empresas financieras que todavía no eran sociedades anónimas y no cotizaban en bolsa se convirtieron en sociedades anónimas que cotizan en bolsa o fueron absorbidas por sociedades anónimas que cotizan en bolsa. Una de las razones para esta conversión era la necesidad de capital, puesto que los creadores de mercado se volvieron más y más propensos a hacer negocios por su cuenta. Pero muchas empresas que se convirtieron en sociedades anónimas no necesitaron, o no consiguieron, nuevo capital. El principal motivo para la conversión fue permitir a la generación de socios o miembros de entonces utilizar el fondo de comercio de la empresa en beneficio propio. Esta materialización del fondo de comercio se produjo en empresas tan diferentes como Goldman Sachs —una asociación que se transformó en sociedad limitada en 1999, convirtiendo a algunos socios en multimillonarios— y Halifax Building Society, el mayor prestamista hipotecario de Reino Unido (y del mundo), que pasó de ser una mutua a constituirse en sociedad anónima en 1997, distribuyendo acciones por un valor total de casi veinte mil millones de libras entre unos ocho millones de personas.
Mercados bursátiles como el Chicago Mercantile Exchange y las bolsas de Nueva York y Londres pasaron de ser organizaciones de afiliados a convertirse en empresas que cotizan en bolsa. Se convirtieron en organizaciones empresariales con objetivos de ingresos y beneficios, y dejaron de ser sociedades de provisión de servicios para sus miembros. Buscaron atraer clientes ofreciendo servicios de trading y empezaron a competir con los nuevos mecanismos de trading propiciados por las nuevas tecnologías de la información y por la desregulación, que eliminó los antiguos monopolios bursátiles.
Los escépticos siempre han temido que las empresas de responsabilidad limitada sean vulnerables ante la gestión negligente, la especulación y el riesgo excesivo. Esta preocupación era la esencia de la advertencia de Adam Smith sobre los problemas relacionados con la gestión del dinero ajeno, y fue la razón de que la limitación de responsabilidad estuviera firmemente restringida hasta la segunda mitad del siglo XIX. La crisis bancaria icónica de aquella era —el colapso en 1866 de Overend, Gurney & Co., el «banco de banqueros», que había amenazado con rivalizar con el Banco de Inglaterra en importancia y prestigio— se produjo solo veinte meses después de su constitución en sociedad anónima. Algunas de las sociedades más grandes de la época quebraron: la más importante fue Barings, rescatada en 1890. (Se devolvió el dinero a los acreedores, pero el primer lord Revelstoke, el socio sénior, perdió su fortuna personal.) Barings se hundió finalmente en 1995, diez años después de haberse convertido en sociedad anónima.
La lección de la historia habría recomendado cautela. Pero con la financiarización, la cultura contraria al riesgo, propia de las mutuas y las sociedades mercantiles tradicionales, fue reemplazada por el machismo competitivo de las sociedades anónimas. Aunque los controles formales del riesgo incrementaron enormemente su complejidad y sofisticación, la efectividad práctica del control del riesgo disminuyó; los incentivos de los directivos sénior para garantizar que se implementaban estos controles se habían reducido considerablemente. La escala y el alcance del trading crecieron con rapidez cuando los que tomaban las decisiones empezaron a ganar mucho más con las buenas decisiones de lo que perdían con las malas. Un acceso más rápido al capital condujo a una diversificación mal concebida: la mayor parte de las empresas que quebraron durante la crisis financiera global se hundieron a causa de actividades que no eran su negocio principal. El compromiso a largo plazo con las instituciones fue reemplazado por el oportunismo de corto plazo que perseguía ganancias individuales. Pero durante veinte años las consecuencias no fueron comprendidas, y pasado ese tiempo ni siquiera se entendieron total ni suficientemente.
El primer gran banco de inversión que tomó el camino de convertirse en sociedad anónima fue —por supuesto— Lehman, que hizo el cambio en 1982 y entró en su primera crisis financiera solo dos años después.15 Los socios de Halifax Building Society que habían conservado las acciones que recibieron cuando la empresa salió a bolsa en 1997 perdieron prácticamente todo su dinero cuando aquella, fusionada con HBoS, se hundió en 2008. Las instituciones que quebraron en 2008 eran sociedades de responsabilidad limitada, no sociedades mercantiles tradicionales, de modo que Dick Fuld, el director general de Lehman en el momento de su bancarrota, siguió siendo un hombre muy rico. La mayoría de los líderes de las numerosas instituciones financieras de Estados Unidos que fueron rescatadas por el gobierno ni siquiera perdieron sus empleos.
Dentro de todos los conglomerados financieros diversificados existían evidencias de la tensión fundamental entre la cultura del trading y del negocio —aventurera, emprendedora, avariciosa—, y el enfoque burocrático conservador de la banca minorista. En el corto plazo, los banqueros comerciales y al por menor dirigían el espectáculo: su control de los grandes fondos construidos a partir de pequeños depósitos les otorgaba una posición dominante. Pero casi todas sus adquisiciones fueron fracasos. La mayoría de los directivos sénior de las empresas que compraron, enriquecidos gracias a las transacciones, se jubilaron: los más jóvenes, privados de la oportunidad de beneficiarse de las ricas cosechas de las sociedades mercantiles tradicionales, e incómodos en el nuevo entorno, se marcharon.
No obstante, el desarrollo más importante en la estructura de la industria financiera fue la expansión global de los bancos de inversión de Estados Unidos. Estas instituciones desarrollaban sus actividades tanto en Londres como en Nueva York, pero se convirtieron en los actores dominantes en Londres durante la década de 1990. Los bancos mercantiles británicos —durante un tiempo príncipes de la City— desaparecieron o fueron absorbidos por grandes bancos minoristas, mayoritariamente extranjeros. Los bancos de la Europa continental habían sido bancos universales, proporcionando servicios tanto de banca minorista como de banca de inversión, pero tenían un enfoque conservador. Pero a medida que los sectores financieros de Reino Unido y Estados Unidos se transformaban durante las décadas de 1980 y 1990, los hombres que dirigían estas instituciones en Francia, Alemania y Suiza desarrollaron ambiciones globales. Actualmente, bancos como el Deutsche Bank, el BNP Paribas y UBS se han reinventado a sí mismos en la línea angloamericana. Operan internacionalmente, aunque sus actividades globales tienen base en Londres y Nueva York, y se crearon en gran medida mediante adquisiciones de empresas que ya estaban establecidas allí.
Sin embargo, estas fusiones se gestionaron de forma muy diferente a aquellas que fracasaron en la década de 1980. Ahora, los banqueros de inversión —y, en su momento, los agentes de bolsa— estaban en lo más alto. Más avariciosos y más listos, tomaron el control, dañando primero las actividades de la banca minorista y después a toda la banca. Ni los banqueros de la banca minorista ni los de la banca de inversión tenían la capacidad para gestionar conglomerados financieros que combinaban las dos actividades. Probablemente nadie la tiene.
Una parte de esta expansión fue inmediatamente un desastre. En el relato de Michael Lewis sobre los acontecimientos previos a la crisis de 2008, la cabeza de turco que asume las pérdidas de la operación es un banquero de un pequeño pueblo alemán.16 Los Landesbanken regionales alemanes han tenido, tal como describiré en el capítulo 5, un papel positivo en el sistema financiero doméstico de Alemania, pero han fracasado reiteradamente en sus intentos de diversificación internacional. El Crédit Lyonnais, rescatado en 1993 por el Estado francés (que ya era el propietario de la mayoría de las acciones), fue el primer banco global diversificado que quebró en la era moderna, después de una expansión absurda en la que el banco se convirtió en el propietario de los estudios de cine de Hollywood MGM.
En Estados Unidos, el negociador arquetípico era Sandy Weill, arquitecto de Citigroup. La ley Glass-Steagall fue derogada con el propósito más o menos explícito de permitir que Weill’s Travelers Group se fusionara con Citicorp. Acto seguido, Weill actuó rápidamente para echar a su codirector ejecutivo, el cosmopolita banquero minorista John Reed. Citicorp se convirtió en Citigroup, la institución financiera más grande del mundo, absorbiendo el banco de inversión Salomon, la correduría de bolsa Smith Barney y la aseguradora Travelers, para suministrar así prácticamente todos los productos financieros disponibles.
El primer gran descosido ocurriría en Citigroup. La empresa y el propio Weill fueron objeto de fuertes críticas por los abusos cometidos durante la burbuja de la «nueva economía» en 1999. A medida que aumentaban los problemas de reputación, el logro de Weill de crear la empresa financiera más grande y más compleja iba pareciendo menos notable. Weill anunció su jubilación; su desafortunado sucesor, Chuck Prince, sería recordado para siempre por el comentario que sintetizaba el estado de ánimo previo a la crisis financiera global: «Mientras suene la música, tienes que levantarte y bailar».17 Poco después, Prince fue obligado a dimitir y Citigroup fue rescatado por los contribuyentes de Estados Unidos.
Fred Goodwin, del Royal Bank of Scotland, presidió una de las pocas fusiones exitosas entre bancos minoristas: adquirió y revitalizó el debilitado NatWest Bank (mejorando la oferta del Bank of Scotland; la creciente rivalidad destructiva entre el Bank y el Royal Bank fue una de las causas del declive de ambos). La arrogancia se adueñó de la situación. Vendiendo su empresa a los analistas como «el depredador supremo», Goodwin lideró la absorción del banco holandés ABN AMRO justo en el momento en que estaba empezando la crisis financiera de 2007-2008. El RBS se tambaleó y después se precipitó hacia la quiebra. Después de la recapitalización, el gobierno era el propietario del 84% de las acciones del RBS. Goodwin fue despedido y privado de su título de caballero.
Bob Diamond, un banquero de inversión estadounidense, estaba decidido a crear un banco de inversión global bajo el paraguas del banco minorista Barclays. Tuvo la gran suerte de que el RBS de Goodwin mejorara su oferta por el cáliz envenenado de ABN AMRO, y todavía la mayor suerte de que el gobierno británico impidiese su intento de adquirir Lehman Brothers, a punto del colapso, en septiembre de 2008. Aun así, Barclays compró la mayor parte de los activos y operaciones estadounidenses de Lehman en la liquidación subsiguiente. En 2010, Diamond consiguió el control de todo el grupo Barclays.
No todos los conglomerados formados alrededor de bancos minoristas fracasaron. HSBC, quizás el ejemplo de banco minorista global con más éxito, perdió miles de millones con los préstamos subprime en Estados Unidos, después de haber comprado imprudentemente en 2003 Household International, que prestaba a clientes cuya mala calificación crediticia les hacía no aptos para los préstamos bancarios convencionales. Pero la solidez de su franquicia asiática permitió a HSBC salir prácticamente ileso de la crisis financiera global. El héroe del nuevo mundo financiero fue, sin embargo, Jamie Dimon, el antiguo lugarteniente de Weill. El gran negociador, temiendo que su pupilo se hiciera con su trono, había echado a Dimon de Citigroup. Pero seis años después de su despido, regresó a Wall Street como director ejecutivo de J. P. Morgan y heredó la marca comercial más sólida del sector de los servicios financieros. La casa Morgan, dividida por el Congreso en 1935, volvía a ser una sola empresa que abarcaba las actividades de banca minorista, comercial y de inversión. Dimon dirigió con éxito su empresa, la apartó de los peores excesos de los años previos a 2007 y reemergió con una reputación sin parangón en la industria.
Sin embargo, en 2012 la imagen de Dimon se vería mancillada cuando se obligó a su banco a revelar las grandes pérdidas en las llamadas actividades de cobertura. Bruno Iksil, conocido como «la ballena de Londres», había hecho enormes y ruinosas apuestas en los mercados de derivados. El Barclays de Diamond se vio envuelto en un escándalo cuando presentó información falsa sobre el coste de financiación de su banco —el escándalo LIBOR— y el Banco de Inglaterra le obligó a dimitir. Los políticos y el público general empezaron a sospechar que las crisis recurrentes del sector financiero no eran simplemente el resultado de hechos inesperados e imprevisibles, sino el síntoma de problemas profundos relativos a la cultura de la industria de los servicios financieros. Tenían razón.
DE CRISIS EN CRISIS
Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente.
ISAAC NEWTON18
Los booms especulativos y las crisis han sido recurrentes a lo largo de la historia financiera. En la década de 1630, los comerciantes holandeses presionaron sobre los precios de los tulipanes hasta el punto de que un bulbo premiado llegaba a valer tanto como una casa. Un siglo más tarde, la flor y nata de la sociedad inglesa participó en la burbuja de la Compañía de los Mares del Sur. En la década de 1840, la fiebre de los ferrocarriles se apoderó de la imaginación pública. La década de 1920 fue testigo del boom y el hundimiento de los valores de las acciones y la tierra, y terminó con el crac de Wall Street y la Gran Depresión. Las consecuencias inmediatas del crac y la Depresión fueron políticas y económicas: el ascenso de los extremismos políticos condujo a la Segunda Guerra Mundial.
La reorganización durante la posguerra estableció el capitalismo regulado en la mayor parte del mundo desarrollado, mientras que el imperio soviético de algún modo mantuvo la estabilidad financiera en la Europa del Este. Las estructuras regulatorias implementadas en respuesta al crac de Wall Street y la arquitectura financiera global creada en la conferencia de Bretton Woods sirvieron bien al mundo durante varias décadas. Fue una época de prosperidad y calma, a pesar de que la incipiente inflación se iría haciendo evidente a medida que la era llegaba a su fin. Estados Unidos era la potencia económica dominante, la recuperación de Alemania se ganaría la denominación de «milagro económico» y, en Japón, un crecimiento económico sin precedentes en ningún otro lugar convertiría al país en una de las principales potencias industriales. Francia disfrutó de los Trente Glorieuses; y Reino Unido tuvo su «never had it so good».19
Las crisis financieras no son desastres naturales como los huracanes o los terremotos, que no pueden evitarse, por lo que simplemente debemos aprender a lidiar con ellos. Las crisis financieras tienen sus orígenes en el comportamiento humano. Las políticas económicas pueden incrementar o reducir su frecuencia y alcance. Y lo hacen. La tendencia que se observa en la figura 1 es sorprendente. El siglo XIX muestra una pauta recurrente de booms y quiebras. Durante la primera parte del siglo XX, la intensidad de las crisis aumenta, culminando en el crac de Wall Street y la Gran Depresión. El período siguiente es un período de una estabilidad sin precedentes históricos, al que siguió un incremento constante en la volatilidad a medida que avanzaba la financiarización, y que terminaría con la crisis financiera global de 2008. ¿Qué había ido mal?
A principios de la década de 1970, el sistema de tipos de cambio fijos se estaba desintegrando. La hegemonía económica estadounidense se desvanecía y, a medida que se empezaban a cuestionar estos factores, el conservadurismo de las instituciones financieras se fue abandonando. En 1971, el presidente Nixon anunció el abandono del patrón oro, después de que el Tesoro de Estados Unidos hubiera mantenido fijo el precio del oro a 35 dólares la onza durante cuatro décadas. Esto equivalía a una devaluación del dólar respecto a las otras divisas. El poder económico de Estados Unidos volvió a verse amenazado en 1973 cuando la crisis política que empezó con la guerra del Yom Kippur llevó a los Estados árabes a imponer drásticos aumentos en el precio del petróleo.
Puesto que muchos países productores de petróleo no podían gastar fácilmente sus nuevos ingresos y que muchos de los países consumidores no deseaban reducir sus gastos, los bancos crearon un negocio aparentemente rentable: prestaban de nuevo los petrodólares obtenidos por los países exportadores de petróleo a los gobiernos de los países importadores. Los países no pueden arruinarse, proclamó, como es bien sabido, el jefe ejecutivo de Citicorp Walter Wriston.20 Técnicamente tenía razón, pero la consecuencia —la ausencia de un proceso administrativo o judicial ordenado para gestionar el impago de la deuda por parte de los Estados nación— ha resultado ser un problema estructural y no una fuente de estabilidad para el sistema bancario o las finanzas globales.
Figura 1. La incidencia de las crisis bancarias.
Fuente: Cálculos propios, basados en el número registrado de quiebras de grandes bancos en las economías de la OCDE, en Reinhart y Rogoff (2010).
Muchos de los países que se endeudaron durante este período tenían muy poca capacidad o intención de devolver la deuda. Los Estados africanos frecuentemente tomaron prestados más fondos para pagar los intereses de estos préstamos, a menudo utilizando para este objetivo la ayuda internacional o los fondos para el desarrollo. Por consiguiente, su deuda estaba cada vez más en manos de agencias internacionales, un problema que siguió coleando como el «problema de la deuda del Tercer Mundo» hasta el siglo XXI. Los países no podían arruinarse, pero no necesitaban pagar.
Diversos países latinoamericanos incumplieron con el pago de su deuda a principios de la década de 1980, momento en que los tipos de interés en dólares estadounidenses —divisa en la que se habían endeudado— aumentaron drásticamente. La solución de la crisis estableció un precedente claro para el futuro: el gobierno de Estados Unidos y el FMI intervendrían todo lo que fuera necesario para proteger los balances de los grandes bancos estadounidenses. La escala de las pérdidas en las que habían incurrido los bancos se ocultó a través de una combinación de apoyo de los bancos centrales e ingeniería contable. Los banqueros, los reguladores y los gobiernos tenían la esperanza —a menudo justificada— de que los bancos afectados serían capaces de regresar a posiciones solventes, e incluso bien capitalizadas. Lloyds y Citicorp hicieron justamente esto. Estos bancos zombis, ni vivos ni muertos, regresaron a la vida. Pero los bancos zombis, insolventes aunque todavía operando, serían un tema recurrente en los períodos posteriores a las frecuentes crisis financieras.
Los mercados bursátiles crecieron de forma constante en las décadas de 1980 y 1990. Pero el nuevo mundo de concentración del accionariado y del activo trading exhibió una nueva fragilidad. El 19 de octubre de 1987, el mercado de Estados Unidos experimentó una caída del 20% en un único día, un hecho sin precedentes y que todavía no se ha repetido. No se ha ofrecido ninguna explicación convincente sobre cómo y por qué ocurrió esto, a pesar de que se ha culpado en cierta medida al «seguro de cartera», una estrategia mediante la cual las instituciones intentaban limitar su exposición a la baja en el comercio de derivados. Los mercados bursátiles de otros países experimentaron caídas paralelas, aunque ligeramente menores. Pero unos pocos días después, los mercados recuperaron su tendencia alcista.
El 6 de mayo de 2010 se produjo un incidente todavía más extraño cuando los índices del mercado estadounidense cayeron más del 5% en veinte minutos. Algunas acciones cotizaban a un precio absurdo: Accenture a un céntimo, Apple a 150.000 dólares. En el momento en que este libro entró en prensa, la policía irrumpía en una modesta casa adosada en Hounslow, al sureste de Londres, y arrestaba a un hombre que, según se explicó de forma poco convincente, había causado el incidente operando desde el salón de su casa. La aterradora verdad es que, con las operaciones a corto plazo llevadas a cabo por ordenadores que utilizan algoritmos, nadie entiende del todo qué es lo que está pasando. A pesar de que no hubo consecuencias serias en esa ocasión, la idea de la tecnología fuera de control era un inquietante presagio del futuro.21 El 15 de octubre de 2014, el mercado de bonos del Tesoro de Estados Unidos sufrió un flash crash* igualmente inexplicable.
La primera gran burbuja especulativa de la era moderna se vivió a finales de la década de 1980 en las acciones y los inmuebles japoneses. En la cima del boom, se llegó a afirmar que el terreno del palacio del emperador valía más que el estado de California. Ya fuera verdad o no, desde luego no lo sería por mucho tiempo: la burbuja estalló. Los inversores japoneses y extranjeros incurrieron en grandes pérdidas: los principales índices bursátiles japoneses siguen estando hoy en día a menos de la mitad del nivel que alcanzaron en el punto máximo. Los bancos japoneses, que se habían expandido de forma masiva sobre la seguridad de los valores inflados de los activos, estaban en situación de quiebra efectiva, aunque no formal. Estos bancos zombis acosarían a la economía japonesa durante dos décadas.
El gestor de fondos Antoine van Agtmael afirmaba haber acuñado el término «mercados emergentes».22 La inclusión de nuevos países en el sistema comercial global sería el desarrollo económico más importante de las tres décadas posteriores a 1980. Los primeros países en sumarse a esta tendencia fueron los del Este asiático. Hong Kong y Singapur se convirtieron en importantes centros de actividad bursátil. El crecimiento japonés de posguerra fue imitado por Corea y Taiwán y, después, por Tailandia, Indonesia y Filipinas. A finales de la década de 1980 se hundieron los regímenes comunistas de la Europa del Este y muchos de estos países adoptaron el capitalismo y sus instituciones financieras. Se produjeron cambios económicos transformacionales en China e India. Brasil, Turquía y México se convirtieron en lugares donde hacer negocios: incluso había signos de que algunos Estados africanos estaban librándose de sus deplorables legados económicos poscoloniales.
Así, los mercados emergentes se convirtieron en un foco de inversión. Pero los mercados financieros siempre pueden tener demasiado de algo bueno. El entusiasmo en la tendencia de destinar fondos a mercados emergentes —especialmente en Asia— dejó a los países afectados con unos niveles insoportables de deuda exterior y unos activos domésticos sobrevalorados. En 1997, el tipo de cambio de la divisa tailandesa se hundió cuando los inversores extranjeros huyeron para salvaguardar sus posiciones mientras quedase algo de valor. El contagio se expandió por toda Asia. El año siguiente Rusia incumplió con el pago de su deuda.
Las crisis de los mercados emergentes fueron parcialmente contenidas gracias a las intervenciones del Fondo Monetario Internacional, que ofreció apoyo a través de préstamos a los países y, de forma implícita, a los bancos que, de manera poco responsable, les habían financiado. El FMI impuso impopulares programas de austeridad a las economías asiáticas. La expresión «consenso de Washington» se usó mucho para describir el conjunto habitual de políticas económicas neoliberales que fueron la condición exigida para recibir apoyo. La privatización y la liberalización de los mercados de capitales contribuyeron a la financiarización tanto nacional como internacional.
Internet llegó al público instruido y a la comunidad financiera en la década de 1990. El boom de las punto-com empezó en 1995, con la publicación de una nota de investigación de Mary Meeker, de Morgan Stanley (que después sería conocida como «la diosa de internet»), en la que destacaba la oportunidad comercial que internet representaba y la salida a bolsa de Netscape (que ideó el primer navegador de internet accesible).23 En 1999, periodistas, consultores y empresarios hablaban de una «nueva economía». Empresas que nunca habían obtenido ni un céntimo de beneficios, y que nunca lo obtendrían, salieron a bolsa con valoraciones fantásticas. La demanda de acciones de la «nueva economía» desbordó a todas las empresas que los promotores financieros pudieran asociar, aunque fuese de forma tangencial, con la alta tecnología.
La última fase de la burbuja de la nueva economía se produjo a principios de la década de 2000, estimulada por la liquidez inyectada en la economía de Estados Unidos por parte de la Reserva Federal para evitar la amenaza que supuestamente representaba el «efecto 2000»: posibles errores de los programas informáticos relativos a la fecha 2000. En la primavera de 2000, el boom de la nueva economía llegó a su previsible, cuando no largamente predicho, final. La Fed recortó entonces los tipos de interés e implementó un nuevo estímulo monetario. A pesar de que el colapso del valor de las acciones de internet inicialmente se reflejó en todo el mercado bursátil, el efecto del dinero barato hizo que los precios de las acciones aumentaran de nuevo a partir de otoño de 2001.
Los acontecimientos de la burbuja de la nueva economía atrajeron con fuerza la atención de los medios. Pero los siguientes —y mucho más importantes— boom y colapso acontecieron en gran medida lejos de la atención pública. A pesar de que aquellos que se tomaron la molestia de observar pudieron ver que existían muchos indicios de inestabilidad en el futuro, resulta extremadamente sorprendente la autocomplacencia que caracterizó el período que va desde el estallido de la burbuja de internet hasta la crisis financiera global. El premio Nobel Robert Lucas dijo en la reunión anual de la Asociación Económica de Estados Unidos que el «problema central de la prevención de las crisis ha sido esencialmente resuelto».24 Otro economista académico, Ben Bernanke, que había sido nombrado miembro de la Junta de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal, popularizó la expresión «Gran Moderación»25 para describir una supuesta nueva era de estabilidad económica.
En retrospectiva, el desarrollo crítico durante este período fue el crecimiento del volumen de comercio de títulos respaldados por activos, especialmente títulos con respaldo hipotecario, y posteriormente de obligaciones garantizadas por deuda, entre instituciones financieras. Una falsa convicción en la seguridad proporcionada por este tipo de paquetes estimuló la demanda de estos activos. El desarrollo de un mercado de seguros de impago de deuda —unos activos derivados que pagarían en caso de impago del título subyacente— proporcionó en apariencia una cierta solidez a estas transacciones. En ese momento se pensó poco en la capacidad de pago de las instituciones que suscribían estos contratos en el caso de un impago generalizado. Así, una reducción de la calificación crediticia de la empresa aseguradora AIG en 2008 —que había asegurado más de 500.000 millones de dólares en títulos a través de seguros de impago de deuda— tuvo consecuencias devastadoras para la confianza en la solidez de las carteras de bonos.
La insaciable demanda de títulos con respaldo hipotecario condujo a la búsqueda de activos cada vez de menor calidad. En muchas ciudades de Estados Unidos los agentes hipotecarios impulsaron préstamos a personas que no tenían ninguna perspectiva realista de ser capaces de devolverlos. Pero las agencias de calificación —y la Junta de la Reserva Federal— siguieron basando sus expectativas en bases de datos de una era en que los precios de la vivienda siempre subían gradualmente y los prestatarios eran personas con un buen estatus. Una leve pausa en la progresión alcista de los precios de la vivienda en Estados Unidos sería suficiente para hundir este castillo de naipes. En 2008, las preocupaciones sobre el valor de los títulos en los balances de los bancos habían alcanzado un nivel tal, que el valor de las obligaciones de los propios bancos fue puesto en duda. La única forma de evitar un colapso completo del sistema financiero global fue una intervención pública a una escala sin precedentes. Los fondos gubernamentales se utilizaron para proporcionar liquidez al sistema bancario y capitalizar directamente las instituciones quebradas o en quiebra. Esta fue la crisis financiera más grave desde 1929-1933, quizás la más grave de todos los tiempos.
La crisis financiera global empezó en Estados Unidos, pero inmediatamente cruzó el Atlántico, en gran parte debido a que los bancos europeos eran grandes compradores de activos dudosos originados en Estados Unidos. Pero la crisis siguiente se fraguó en Europa. La eurozona —un ambicioso proyecto para vincular las divisas de Francia y Alemania, y de los países estrechamente ligados a la economía alemana— se había convertido en un proyecto político que abarcaba a España, Italia, Portugal e incluso Grecia.
La adopción de la divisa común por parte de estos países en 1999 (Grecia se unió en 2001) condujo a una convergencia de los tipos de interés en el continente. Los traders ya no discriminaban entre las obligaciones en euros de los diferentes gobiernos de la eurozona, creyendo que había desaparecido no solo el riesgo cambiario, sino también el riesgo del crédito que tiempo atrás había distinguido a las economías europeas bien gestionadas de aquellas con finanzas públicas inestables. Los bancos de Alemania y Francia tomaron los euros del norte del continente para prestarlos a la Europa del sur. En 2007, el rendimiento de los bonos del gobierno griego era ligeramente superior al equivalente de los bonos alemanes. Diversos Estados, incluyendo a Grecia, se aprovecharon de lo que parecía ser una oferta inagotable de crédito a tipos bajos.
En el momento en que los bancos europeos luchaban contra la crisis financiera global, la calidad de sus activos se veía con más escepticismo. Los riesgos de crédito se valoraron con mucha más atención y los diferenciales en los tipos de interés dentro de la eurozona volvieron a ampliarse. Los bonos griegos se tornaron menos atractivos, a medida que los tipos de interés aumentaban y la refinanciación del crédito griego se hizo cada vez más difícil. Finalmente, Grecia incumplió con el pago de su deuda en 2011.
Pero Grecia no era el único problema de la eurozona. Todo el sistema bancario de Irlanda colapsó en 2008. Una burbuja inmobiliaria de magnitud extrema estalló en España. Otros países de la eurozona —Portugal, Italia y Chipre— se enfrentaban a sus propias dificultades económicas y políticas específicas. Todos sufrieron una escalada en el coste del servicio de la deuda. Con cada minicrisis, la escala y el alcance de la intervención del Banco Central Europeo aumentó. En 2012, el nuevo gobernador del Banco Central Europeo, Mario Draghi, prometió hacer «todo lo necesario» para preservar la eurozona.26 Dados los recursos potenciales disponibles para una institución con el poder de imprimir el dinero de Europa, este compromiso estabilizó la crisis de la eurozona. Hasta el momento.
Las causas inmediatas de estas crisis sucesivas son muy diferentes —problemas de deuda en los mercados emergentes, la burbuja de la nueva economía, impagos en los títulos respaldados por activos, las tensiones políticas dentro de la eurozona—, aunque el mecanismo básico de todas ellas es el mismo. Se originan en algún cambio genuino en el entorno económico: el éxito de las economías emergentes, el desarrollo de internet, la innovación en instrumentos financieros, la adopción de una divisa común en Europa. Los primeros en darse cuenta de estas tendencias consiguen beneficios. La mentalidad gregaria de los traders atrae a más y más gente, y más y más dinero, hacia el activo financiero afectado. La tasación incorrecta de los activos se agrava, pero los precios están subiendo y la mayoría de los traders están ganando dinero.
A pesar de que se ofrecen racionalizaciones aparentemente sofisticadas para explicar estas revaluaciones, la realidad subyacente es que se trata de un proceso emocional, descrito por el psicólogo David Tuckett en el curso de muchas entrevistas con agentes de bolsa:
Cuando se alcanza un punto de euforia, el desarrollo emocional que subyace a la creencia tiende a indicar un único camino de una sola dirección [...] Hay excitación impulsando el movimiento hacia delante y sería doloroso tener que revertirlo. Esto último implicaría la pérdida del sueño eufórico y renunciar a las expectativas. Los escépticos se perciben como unos aguafiestas y es necesario mantener a raya la frustración causada por la difamación a la que son sometidos durante esta etapa. Las dudas que generan sobre la nueva historia deben ser disipadas y, por esto, son objeto de burla y escarnio a través de su despido.27
Aun así, la realidad no puede posponerse para siempre. Se corrigen los errores de tasación, dejando a inversores e instituciones con enormes pérdidas. Los bancos centrales y los gobiernos intervienen para proteger al sector financiero y para minimizar el daño provocado a la economía no financiera. El efectivo y la liquidez proporcionan entonces el carburante para la siguiente crisis en unas áreas diferentes de actividad. Las crisis sucesivas han tendido a ser de creciente severidad.
Generalmente, los booms se aceleran debido a hechos externos al sistema financiero. Las quiebras también pueden tener causas aparentemente ajenas: el impago ruso, un revés en los precios de la vivienda de Estados Unidos, el hundimiento de Lehman. Pero estos hechos son detonantes más que explicaciones. Los mecanismos de la crisis son parte intrínseca del sistema financiero moderno. No se trata solo de que el sistema financiero moderno sea propenso a la inestabilidad. Sin los mecanismos que producen crisis recurrentes, el sistema financiero no existiría en su formato actual. Este punto aparecerá más claramente en los capítulos 2 y 4.
LOS BARONES LADRONES
La determinación del gobierno (de la cual, señores, no dudaré) de castigar a ciertos malhechores de gran riqueza, ha sido responsable de parte del problema [...]. Veo esta disputa como un conflicto para determinar quién debe mandar en este país libre: el pueblo a través de sus agentes del gobierno o unos pocos hombres despiadados y tiránicos, cuya riqueza les hace formidables de un modo peculiar porque se esconden detrás de los parapetos de su organización corporativa.
THEODORE ROOSEVELT,
discurso en el Pilgrim Memorial Monument de Provincetown, Massachusetts, 20 de agosto de 1907
La última parte del siglo XIX es conocida como la «edad dorada»* del capitalismo estadounidense. Los personajes dominantes de esa era —hombres como Henry Clay Frick, Jay Gould, John Pierpont Morgan, John D. Rockefeller y Cornelius Vanderbilt— son conocidos como los «barones ladrones».28 Eran a la vez industriales y financieros, en diferentes medidas. Habían construido, o ayudado a construir, los ferrocarriles, los sistemas de suministro de petróleo y las acerías que hicieron de Estados Unidos un puntal de la industria. Pero su inmensa riqueza personal era tanto el producto de la actividad productiva como de la manipulación financiera.
A principios del siglo XX, el poder de los barones ladrones fue abruptamente fiscalizado. Los llamados muckrakers**—periodistas hostiles— destaparon algunos de los excesos del capitalismo financiero dirigidos hacia el monopolio industrial. Ida Tarbell se empeñó en una prolongada campaña contra la Standard Oil de Rockefeller.29 La novela La jungla (1906), de Upton Sinclair, que describía las plantas empaquetadoras de productos cárnicos del Medio Oeste, sigue siendo un clásico de la literatura estadounidense.30
El término muckraker —ampliamente aceptado— fue acuñado por Theodore Roosevelt, un republicano que de forma inesperada se convirtió en presidente después del asesinato en 1901 de William McKinley, muy benevolente con la actividad empresarial. Roosevelt era publicista y un populista desacomplejado. Diez años antes, un suspicaz Congreso había aprobado la Sherman Act, una legislación antimonopolio con el ojo puesto en la diana de la consolidación financiera de los barones ladrones: pero no fue hasta la llegada de la administración Roosevelt que comenzó a aplicarse.
La Standard Oil y la American Tobacco fueron divididas. Las grandes nuevas industrias estadounidenses del siglo XX, como la automovilística, se desarrollaron en un mercado competitivo. El trust más grande de todos, US Steel, resistió al movimiento antimonopolio, pero inició un proceso de inexorable declive. Las relaciones entre las finanzas y las empresas no se rompieron, pero se hicieron menos estrechas. Mientras que los barones ladrones eran tanto financieros como empresarios, los principales industriales de la primera mitad del siglo XX —hombres como Alfred Sloan de General Motors y Harry McGowan de ICI— eran principalmente empresarios. Su principal actividad consistía en desarrollar los sistemas y cuadros de mánager profesionales necesarios para dirigir una corporación moderna.
El ascenso de la gran empresa industrial —diversificada en sectores relacionados, integrada verticalmente a través del control de la oferta y la distribución, y crecientemente autofinanciada— fue un desarrollo económico clave de la primera mitad del siglo XX. Los industriales que dirigían estas empresas tenían poco tiempo para la bolsa, o para las finanzas en general; Henry Ford compró el total de las acciones de su empresa, que no volvió a cotizar en bolsa hasta 1956. Ninguno de estos personajes habría podido imaginar la gran cantidad de tiempo que los altos ejecutivos de las grandes empresas dedican actualmente a las «relaciones con los inversores».
Aun así, a los bancos de inversión raramente les faltaba trabajo. Los financieros exhortaban a las empresas a hacer negocios. La racionalidad que argüían para las grandes transacciones, de las cuales obtendrían los correspondientes elevados honorarios, variaban según las tendencias en la estrategia empresarial. La insistencia en consolidar —un término pulcro para referirse al intento de crear monopolios— siempre es fuerte entre la comunidad empresarial y no desapareció con la introducción de las políticas antimonopolio en Estados Unidos. Una nueva oleada de fusiones durante la década de 1920 creó empresas como General Motors e ICI. En la década de 1960, la consolidación doméstica era ampliamente considerada, sin razón aparente, como una respuesta apropiada a la creciente competencia internacional. La presunción de que los altos mánager y sus equipos tenían capacidades suficientes para gestionar casi todos los sectores condujo a la moda de los conglomerados: empresas como ITT y Litton Industries en Estados Unidos, y Hanson y BTR en Reino Unido, resultaban muy atractivas en el mercado, capaces de utilizar sus acciones sobrevaloradas para hacer adquisiciones baratas.
La financiarización atrajo la atención de los mánager corporativos otra vez hacia los mercados bursátiles. En general, no porque necesitaran obtener capital para sus empresas, sino porque los tiempos imponían nuevas prioridades. Se estimuló a las empresas a perseguir la consecución de «valor para el accionista».31 Muchos de los altos ejecutivos comenzaron a verse a sí mismos como gestores de metafondos, que compraban y vendían una cartera de empresas, del mismo modo que los corredores de bolsa compran y venden carteras de valores. Jack Welch se convirtió en director ejecutivo de la empresa industrial más grande de Estados Unidos, General Electric, en 1981. En un discurso que pronunció ese año en el Hotel Pierre de Nueva York, anunció que la empresa vendería o cerraría cualquier negocio en el que no fuera el número uno o el número dos. Este momento se ha identificado en muchas ocasiones como el inicio de la aplicación del principio del valor para el accionista en los negocios estadounidenses: a medida que iba implementando esa estrategia durante las dos décadas siguientes, Welch se convirtió en el líder industrial más admirado de Estados Unidos.32
En 1965, un economista norteamericano, Henry Manne, acuñó la expresión «mercado del control corporativo».33 El derecho de dirigir una empresa era un activo que podía comprarse y venderse. La desatención del principio de «valor para el accionista» exponía a los mánager a la amenaza de una absorción hostil. En la década de 1980 esta amenaza se intensificó cuando Michael Milken, de Drexel Burnham Lambert, inventó los «bonos basura» y consiguió inversores institucionales que los suscribieran. Estos valores, que ofrecían elevados rendimientos y aceptaban elevados riesgos, permitieron a los tiburones amenazar incluso a las empresas más grandes. La disputada adquisición en 1988 de RJR Nabisco, el conglomerado de tabaco y alimentación, se describe en el libro de Bryan Burrough y John Helyar Nabisco. La caída de un Imperio, quizás el mejor libro de empresa de esa década.34 Burrough y Helyar terminan su libro con la quejumbrosa pregunta: «Pero ¿qué tenía que ver esto con los negocios?». La pregunta era pertinente.
La era de Milken y los bonos basura terminó en una farsa. A principios de la década de 1990, la Campeau Corporation, que había utilizado los bonos basura para adquirir muchos de los principales grandes almacenes de Estados Unidos —Macy’s, Bloomingdale’s, Jordan Marsh—, no pudo pagar su enorme volumen de deuda. Robert Campeau, un especulador inmobiliario canadiense, no tenía ninguna calificación para dirigir estas empresas; solo tenía acceso a los fondos de los clientes de Milken. El apetito por los bonos basura desapareció junto con las esperanzas de Campeau Corporation: Drexel Burnham Lambert, incapaz de refinanciar los bonos, cayó en la bancarrota y Milken fue a la cárcel.
Pero la metáfora del «mercado del control corporativo» encajaba con el proceso de financiarización y el ascenso de la cultura del trader. Los mánager que no prestaron suficiente atención al objetivo de «valor para el accionista» estaban bajo la amenaza de los mercados financieros. En 1991, Hanson (que actualmente ha cesado su actividad) compró una participación en ICI, entonces la mayor empresa industrial de Reino Unido. Esta participación fue generalmente considerada como un preludio de un intento de adquisición hostil.
Tal intento nunca tuvo éxito, pero la mera posibilidad provocó reacciones de los altos ejecutivos de la empresa. En su informe anual de 1987 ICI había declarado lo siguiente:
ICI aspira a ser la empresa química líder del mundo, atender a sus clientes de forma internacional a través de la aplicación innovadora y responsable de la química y las ciencias relacionadas [...].
A través de la consecución de estos objetivos, aumentaremos la riqueza y el bienestar de nuestros accionistas, nuestros empleados, nuestros clientes y las comunidades a las que servimos y en las que operamos.
En cambio, en su informe anual de 1994 el objetivo corporativo era muy diferente:
Nuestro objetivo es maximizar el valor para nuestros accionistas, centrándonos en negocios donde poseemos el liderazgo del mercado, una ventaja tecnológica y una base de costes competitiva a nivel mundial.
Ahora nos beneficiamos de una visión retrospectiva y podemos describir qué es lo que ocurrió antes y después. La antigua ICI era líder mundial en su sector desde su creación en la década de 1920.35 En sus orígenes, la empresa se centraba en los explosivos y los tintes, pero durante el período de entreguerras el núcleo de su actividad pasó a los negocios de la petroquímica y los fertilizantes agrícolas. Después de la Segunda Guerra Mundial, la junta de ICI reconoció, de forma profética, que la «aplicación más importante de la química» en el futuro sería el naciente sector farmacéutico. Pero la división farmacéutica de ICI perdió dinero durante casi dos décadas. En la década de 1960, sin embargo, la empresa desarrolló uno de sus primeros medicamentos de gran éxito comercial, bajo la dirección de James Black, el padre de la sólida industria farmacéutica británica. Los betabloqueantes fueron los primeros medicamentos efectivos contra la hipertensión. En el cuarto de siglo que transcurrió a continuación, los medicamentos fueron el principal eje del crecimiento de ICI y la mayor fuente de sus beneficios.
La experiencia de la nueva ICI no fue, sin embargo, tan feliz. La bolsa reaccionó favorablemente al anuncio de su cambio de objetivos, pero menos favorablemente a la realidad subsiguiente. El precio de la acción de ICI llegó a su cúspide a principios de 1997 y el declive posterior fue ininterrumpido. En 2007, lo que quedaba de la que una vez había sido una gran empresa fue adquirido por una empresa holandesa. La empresa cuyo objetivo era únicamente «maximizar el valor para los accionistas» no tuvo éxito ni siquiera en esto. Bear Stearns, que como es bien sabido proclamó que «nosotros no hacemos otra cosa que ganar dinero», fue una de las primeras víctimas de la crisis financiera global. La paradoja de que las empresas más orientadas hacia los beneficios no son necesariamente las más rentables es el tema de mi libro Obliquity.36
A principios de la última década del siglo XX ICI era la empresa industrial más grande de Reino Unido y GEC era la segunda. En 1997, el irascible Arnold Weinstock, que había controlado la empresa eléctrica como director ejecutivo durante más de treinta años, se jubiló. Los integrantes del nuevo equipo planearon cambios radicales: al igual que sus coetáneos de ICI, intentaron reorganizar la cartera de negocios para dar a la empresa una imagen más atractiva. En el término de cuatro años, GEC, rebautizada como Marconi, se hundió bajo una montaña de deuda.
Después de que la Travelers de Sandy Weill adquiriese Citicorp en 1999, Weill compartió brevemente el cargo de director ejecutivo con el veterano banquero John Reed. Desde una sala de prensa con vistas al East River, los dos hombres ofrecieron a un periodista estadounidense visiones opuestas sobre el futuro de la empresa:
«El modelo que tengo en mente es el de una empresa de consumo global que realmente ayude a la clase media con algo en lo que históricamente no ha sido bien atendida. Esta es mi visión. Este es mi sueño», dijo Reed. «Mi objetivo es incrementar el valor para el accionista», interrumpió Sandy [Weill], que no dejaba de mirar un monitor cercano que mostraba el precio cambiante de las acciones de Citigroup.37
Weill destituyó a Reed, pero en el plazo de ocho años el precio de las acciones de Citigroup perdió casi todo su valor y la empresa fue rescatada por el gobierno de Estados Unidos. En un clarificador comentario sobre la financiarización de la empresa, Jack Welch —entonces retirado desde hacía tiempo de General Electric— proclamó en 2009 que el valor para el accionista era «la idea más estúpida del mundo».38
SOMOS EL UNO POR CIENTO
Es una nación que va mal, y a la que amenazan peligros inminentes, aquella en la que el dinero se acumula mientras los hombres desaparecen.
OLIVER GOLDSMITH,
La aldea abandonada, 1770
John Reed desarrolló toda su carrera empresarial en Citigroup, donde lideró el lanzamiento de los cajeros automáticos antes de convertirse en director ejecutivo en 1984. Reed era un hombre corporativo, del modelo creado por Alfred Sloan, un personaje de una raza que a menudo fue objeto de burla en las décadas siguientes. Igual que otros hombres corporativos, esperaba —y recibía— un salario sustancioso, pero no pretendía hacerse muy rico ascendiendo en la carrera corporativa, y de hecho así fue. (Sloan era rico —la Fundación Sloan es su legado—, pero su riqueza provenía de las cantidades que General Motors había pagado para adquirir su empresa de rodamientos, no de su remuneración como director ejecutivo.) Incluso la indemnización de 5,5 millones de dólares que recibió Reed cuando fue destituido por Weill parece modesta a la vista de los estándares actuales.
Estando ya jubilado, Reed fue nombrado director jefe de la bolsa de Nueva York. Su antecesor, Dick Grasso, había sido despedido después de que la prensa revelase que la junta de la NYSE había accedido a conmutar su pensión de jubilación por un pago inmediato en efectivo de 140 millones de dólares. En la actualidad, Reed, un hombre caballeroso cuya figura evoca épocas pasadas, es defensor de una reforma bancaria radical. Si Reed está entre los últimos miembros de una vieja guardia, Weill es el arquetipo de la nueva. Weill es multimillonario, y su riqueza la ha acumulado a través de acciones, opciones y bonificaciones en el curso de su inveterada actividad bursátil.
El modelo de sociedad mercantil tradicional había dominado las actividades de alto riesgo dentro del sector financiero, tales como la creación de mercado o el asesoramiento corporativo en las fusiones y adquisiciones. Las personas con más experiencia en esas organizaciones se repartían las remuneraciones, altamente volátiles pero a menudo muy cuantiosas, a finales del año. La conversión de estas estructuras en sociedades anónimas durante la década de 1980 tuvo el efecto, en principio, de transferir tanto estos riesgos como las remuneraciones de los socios (que recibían un pago único por cada transacción) a los accionistas. En realidad, esta transformación tuvo poco efecto sobre las expectativas financieras de quienes trabajaban en estas empresas. Así, la práctica de asignar una parte sustancial de los beneficios al personal sénior —ahora empleados— continuó: de hecho, a medida que las actividades que una vez llevaban a cabo las sociedades mercantiles tradicionales eran absorbidas por conglomerados más grandes, el principio de que los empleados debían recibir una participación sustancial de los beneficios de las empresas que les empleaban se aplicó de forma general en el sector financiero. El miserable resultado para los accionistas de los conglomerados financieros se describirá en el capítulo 4.
Al mismo tiempo, el ascenso de la cultura del trading condujo a las empresas a declarar beneficios que eran muy variables, pero a menudo muy elevados, por razones que se explicarán también en el capítulo 4. Los individuos que habían planificado o facilitado los negocios importantes se sintieron, naturalmente, con derecho a reclamar no solo el mérito, sino también una parte de los beneficios. Esta expectativa funcionaba solo en una dirección: no tenían previsto participar en las pérdidas y además, por regla general, no tenían la capacidad para hacerlo. El fallo de un tribunal francés que fijó una indemnización de 4.900 millones de euros al «deshonesto trader» Jérôme Kerviel en compensación por las pérdidas que su ineptitud supuestamente infligió a Société Générale tenía solo un significado simbólico.
La cultura de los bonus se extendió por todos los conglomerados financieros. Incluso los empleados más jóvenes de bancos minoristas se vieron a sí mismos persiguiendo objetivos agresivos para conseguir bonus; un hecho que, en su momento, daría lugar a las bien fundadas quejas de que se habían vendido productos como hipotecas o seguros de protección de pagos a personas no aptas o que no comprendían este tipo de productos. La cultura de los bonus y unas expectativas mucho más elevadas en relación a las pagas inundarían el resto del sector corporativo. Los altos ejecutivos de las grandes empresas —a menudo, al igual que Sandy Weill, implicados ellos mismos en las actividades del nuevo mercado de control corporativo— vieron los niveles de remuneración que se obtenían en el sector financiero y alzaron sus miras. (Lo mismo hicieron las personas empleadas en actividades cercanas al sector financiero, tales como contables y abogados corporativos.)
La vinculación de los bonus de los ejecutivos a los precios de las acciones a través de opciones de compra de acciones estuvo legitimada por la necesidad de buscar el «valor para el accionista». A medida que los precios de las acciones aumentaban incesantemente durante las décadas de 1980 y 1990, estas opciones transformaron las finanzas personales de muchos de estos ejecutivos. Jack Welch, de General Electric, quien al igual que Reed entró en la empresa directamente desde la universidad en 1960, era un icono de este nuevo enfoque de gestión corporativa basado en los incentivos. Su fortuna personal se estima hoy en día en 720 millones de dólares,39 y esta riqueza no es excepcional entre los ejecutivos empresariales de Estados Unidos. Ese resultado era simplemente inimaginable para la generación anterior de hombres corporativos como John Reed,40 o para los ejecutivos de ICI. (Sir John Harvey-Jones, su extravagante presidente, que se convirtió en el empresario más conocido de Reino Unido durante la década de 1980, dejó una herencia valorada en alrededor de medio millón de libras a su fallecimiento en 2009.)41
Pero la vinculación entre las compensaciones a los ejecutivos y los resultados que supuestamente generaban las opciones sobre acciones era débil. Las remuneraciones vinculadas a los precios de las acciones se basaban en las expectativas del mercado en lugar de basarse en la realidad empresarial, y eran el producto de opiniones volubles y, al igual que los bonus a los intermediarios del mercado bursátil, asimétricas. Las opciones permitían a sus beneficiarios participar en la subida, pero no les exigía hacerlo durante la bajada, una estructura que incentivó el arriesgado cambio transformacional que resultó ser tan destructivo para ICI, GEC y Citibank: la relación con los precios de las acciones —reflejados en el ordenador que Weill tenía a su lado mostrando los cambios en los de las de Citigroup— creó una visión intensamente cortoplacista. ¿Qué información empresarial útil podía obtener un director ejecutivo de las fluctuaciones al minuto del valor de la empresa que dirigía?
La cultura de los bonus, tanto en el sector financiero como en el no financiero, lejos de alinear los intereses de los mánager y los traders con los de los accionistas, produjo un resultado en el que los objetivos de los mánager y los traders eran sustancialmente diferentes de los de las organizaciones para las que trabajaban. Este problema de agencia —el de las empresas gestionadas principalmente en beneficio de un grupo de altos ejecutivos— era más acusado en el sector financiero, pero también infectó a otros sectores corporativos. Los elevadísimos honorarios pagados a los banqueros de inversión por su papel a la hora de facilitar negocios e ingeniería financiera eran otro aspecto de este problema de agencia. Los mánager estaban gastando el dinero de los demás con la profusión y negligencia que Adam Smith había anticipado. La extensión del problema de agencia de Adam Smith por todos los negocios y finanzas modernos —el divorcio entre la propiedad y el control— había sido identificado por Adolf Berle y Gardiner Means ochenta años atrás.42 El intento de abordar este problema mediante el diseño de complejos planes de incentivos no consiguió, en realidad, alinear los intereses de los mánager con los de los accionistas, y todavía menos alinearlos con el éxito a largo plazo de la empresa: hoy se ha convertido en la principal fuente de fricción entre las empresas y sus accionistas.
No se necesita demasiada imaginación para detectar los paralelismos entre los «barones ladrones» de Estados Unidos de finales del siglo XIX, tales como John D. Rockefeller y Andrew Carnegie, y los influyentes industriales-financieros de los mercados emergentes de finales del siglo XX, como el mexicano Carlos Slim y el indio Dhirubhai Ambani, o aquellos que construyeron sus fortunas con la privatización de las antiguas propiedades estatales de la Europa del Este. Pero la inclusión de los hombres de empresa como Welch entre los superricos es un fenómeno nuevo. La capacidad de los empleados sénior de las grandes empresas para adueñarse de porciones significativas de los beneficios corporativos para sus objetivos personales refleja, quizás, las espléndidas oportunidades de estilo de vida que antaño estaban reservadas para prelados y cortesanos.
Así, la combinación de la cultura de los bonus en el sector financiero y las actividades relacionadas, con una nueva generación de barones ladrones y la aparición de los directores ejecutivos multimillonarios, ha producido una inversión en la tendencia hacia el igualitarismo observada durante la mayor parte del siglo XX. «Somos el 99%» fue el eslogan de los participantes en las protestas del movimiento Ocupa Wall Street, que quería llamar la atención sobre el hecho de que la era de la financiarización había beneficiado solo a una reducidísima minoría.
Al final de la Primera Guerra Mundial, «el 1%» —el percentil más alto en la distribución de la renta— recibía entre el 15 y el 20% de la renta bruta. Estados Unidos, la tierra de la inmigración y las oportunidades, era más igualitaria que los países de la vieja Europa. El ascenso de la democracia y el crecimiento de la Seguridad Social y del Estado moderno produjeron reducciones drásticas de la desigualdad en la distribución de la renta en el mundo desarrollado durante los cincuenta años siguientes. Como se muestra en la figura 2, en 1970 la porción de renta que recibía el 1% superior había caído a la mitad y la porción del 0,1% más alto había disminuido todavía más. Puesto que estos datos se refieren a la renta bruta y los beneficios y los tipos impositivos máximos aumentaron en todas partes, el efecto igualador fue todavía mayor que el que sugieren estos gráficos.
Muchos pueden sorprenderse de que Alemania en 1970 fuera significativamente menos igualitaria que Reino Unido, Francia o Estados Unidos. La principal explicación es el éxito de las Mittelstand, empresas de tamaño medio en gran medida de propiedad familiar, que explicaré más adelante, en el capítulo 5.
Las tendencias igualitarias no continuaron. En Francia y Alemania simplemente se detuvieron; estas medidas de desigualdad en la distribución de la renta no han cambiado desde 1970. En Reino Unido y Estados Unidos, los ingresos del 1% y el 0,1% superiores han aumentado drásticamente. El cambio de tendencia es muy acusado en Estados Unidos. La parte «del 1%» allí es ahora mayor de lo que era hace un siglo y la distribución de la renta es ahora, con cierta diferencia, la más desigual de los cuatro países. Lo que ha ocurrido con el capital es mucho menos claro. Tal como describiré en los capítulos 5, 6 y 7, el crecimiento del stock de vivienda de propiedad y los derechos de jubilación han ampliado la distribución de la riqueza personal.
Figura 2. Porcentaje correspondiente al 1% y al 0,1% superiores sobre el total de la renta bruta en cuatro países, 1919-2005.
* Prusia 1919, Alemania Occidental 1970, Alemania 2005.
Fuente: A. B. Atkinson y S. Morelli, Chartbook of Economic Inequality, ECINEQ Working Paper, 2014.
Muchos factores han contribuido a estos cambios en la distribución de la renta. Las tendencias políticas que han dominado la mayor parte del siglo XX se interrumpieron o se revirtieron durante las décadas finales. La globalización ha tenido efectos espectaculares sobre la distribución de la renta mundial: el crecimiento económico de China e India ha sacado a más gente de la pobreza durante las últimas dos décadas que en ninguna era previa de la historia del mundo. Pero la globalización ha tendido a incrementar la desigualdad de la renta dentro de los países que ya eran ricos. A pesar de que ha permitido a las personas con capacidades únicas o distintivas —ya se trate de celebridades musicales o deportivas, o de ingenieros consultores— desarrollar estas capacidades en un mercado más amplio, también ha intensificado la competencia por el trabajo no cualificado a medida que la producción no cualificada pudo reubicarse en países de salarios bajos.
Aun así, la divergencia entre las experiencias británica y estadounidense por un lado, y la francesa y alemana por otro, es sorprendente. Reino Unido y Estados Unidos eran los países de Thatcher y Reagan, pero la creciente participación del 1% superior continuó bajo las administraciones laboristas y demócratas. Los efectos directos e indirectos de la financiarización son claves: los extraordinarios niveles de remuneración generados para los individuos mejor pagados en el propio sector financiero y el impacto colateral sobre las remuneraciones de los altos ejecutivos corporativos fuera del sector financiero. En Estados Unidos, en 2005, el 45% del 1% superior y el 60% del 0,1% superior de los perceptores de ingresos eran o bien ejecutivos de empresas o empleados de finanzas. (Los médicos y abogados representaban el 22% del 1% superior, pero solo el 10% del 0,1% superior.)43
El efecto acumulativo de todos estos factores en Estados Unidos fue que el crecimiento económico registrado durante la era de la financiarización tuvo pocos efectos sobre la situación del individuo medio. La renta familiar media se ha incrementado menos del 5% en términos reales (ajustada por la inflación) desde 1973.44 Pero la era de la financiarización fue también en estos países un período de amplia expansión de la disponibilidad de crédito para el consumo. Alimentadas por la titulización, las deudas de las tarjetas de crédito y de otros créditos al consumo crecieron rápidamente. Los propietarios de inmuebles pudieron obtener «préstamos contra su patrimonio neto» (esto es, créditos respaldados por el incremento de valor de sus propiedades), mientras que las hipotecas se extendieron a personas que previamente nunca habían sido aptas para la financiación hipotecaria. Esta expansión del crédito permitió que el consumo siguiera creciendo, aunque los ingresos no lo hicieran.
La expansión del crédito no podía continuar indefinidamente: inevitablemente se revertiría cuando se pusiera de manifiesto la baja calidad de gran parte de los préstamos. Y lo que ocurrió fue la crisis financiera global. Las tensiones sociales, que habían sido eliminadas cuando el consumo estaba creciendo más rápidamente que las rentas, ya no podían seguir conteniéndose. La opinión pública se giró en contra de la banca y las finanzas, un hecho reflejado en el movimiento Ocupa Wall Street y la explosión de la popularidad de corrientes políticas radicales.
Un siglo después de Upton Sinclair e Ida Tarbell, la tradición de la prensa de investigación revivió. Una nueva generación de periodistas trató de sacar a la luz la mala praxis corporativa y —sobre todo— financiera. La descripción del periodista de internet Matt Taibbi, que calificó a Goldman Sachs como «un calamar vampiro gigante, que chupa dinero donde sea que lo encuentre»,45 se volvió viral rápidamente. La empresa, que ni siquiera publicitaba su presencia en el número 200 de West Street, fue ridiculizada en el Congreso y en la prensa. El poder de la metáfora de Taibbi proviene de que insinúa que Goldman no estaba creando riqueza, sino beneficiándose de la riqueza creada por otras personas y empresas. Esta sospecha es el núcleo de las preocupaciones de mucha gente sobre el papel del sector financiero. Los últimos capítulos analizarán hasta qué punto estas preocupaciones están justificadas.
Uno de los muchos factores que distinguían a Sandy Weill y a los defensores de «Somos Wall Street» de George Banks, George Bailey y el capitán Mainwaring era su actitud hacia el riesgo. El riesgo era un anatema para la vieja generación de banqueros; si un préstamo se consideraba arriesgado, no se realizaba. Por supuesto, estos banqueros tradicionales a veces cometían errores y sus prestatarios no conseguían devolver el dinero, pero no había nada parecido al riesgo calculado, ni ninguna provisión contable para las pérdidas esperadas, porque no se esperaba ninguna pérdida. En la era de la financiarización, los banqueros abrazaron el riesgo. El riesgo era una fuente de beneficio y —con la ayuda de los matemáticos de Larry Summers— podía ser calculado y gestionado. Quizás.