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INTRODUCCIÓN DEMASIADO DE ALGO BUENO

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En la City, compran y venden. Y nadie les pregunta nunca por qué. Pero, como son felices comprando y vendiendo, Dios les perdone, bien pueden hacerlo.

HUMBERT WOLFE,

The Uncelestial City, 1930

Cualquiera que pasee bajo los rascacielos de Wall Street, o de la City de Londres y su anexo de Canary Wharf, quedará impresionado por la escala y el alcance de las finanzas modernas. Los logotipos exhiben nombres familiares como Citigroup y HSBC. Placas de latón más discretas identifican a organizaciones que no tratan con el público general. El edificio que contiene la sede central más importante de la industria, la oficina principal de Goldman Sachs en el número 200 de West Street, en Manhattan, permanece anónima. Las instalaciones son espléndidas, hay limusinas por doquier. Los directivos que trabajan en estos despachos de lujo ganan más en un mes que la mayoría de la gente en toda su vida. Pero ¿qué hacen? A una escala mucho más allá de lo imaginable, comercian entre ellos.

Los activos de los bancos británicos ascienden a alrededor de siete billones de libras, cuatro veces la suma de la renta personal de todos los habitantes de Reino Unido. Los pasivos de estos bancos alcanzan un volumen similar. Los activos de los bancos británicos suman cinco veces los pasivos del gobierno británico. Pero los activos de estos bancos consisten sobre todo en derechos sobre otros bancos. Sus pasivos son mayoritariamente obligaciones hacia otras instituciones financieras. Los préstamos a empresas y particulares dedicados a la producción de bienes y servicios —aquello que la mayoría de la gente imaginaría que es el negocio principal de un banco— representan alrededor del 3% de este total (véase el capítulo 6).

Los bancos modernos —y la mayoría de las restantes instituciones financieras— comercian con títulos, y el crecimiento de este comercio es la principal explicación del crecimiento del sector financiero. El sector financiero crea derechos sobre activos —los activos operativos y los beneficios futuros de una empresa, o las propiedades físicas y los ingresos previstos de un individuo— y casi cualquiera de estos derechos puede convertirse en un título comercializable. El «trading de alta frecuencia» se lleva a cabo a través de ordenadores que constantemente compran y venden valores. El intervalo durante el cual el propietario posee estos valores puede ser —literalmente— más breve que un parpadeo. Spread Networks, un proveedor de telecomunicaciones, ha construido recientemente un enlace a través de la cordillera de los Apalaches para reducir a poco menos de un milisegundo el tiempo que se tarda en transmitir datos entre Nueva York y Chicago.

El comercio mundial ha crecido rápidamente, pero el volumen de negocio en el mercado de divisas ha crecido mucho más. El valor de las transacciones diarias de divisas es casi cien veces el valor del comercio internacional diario de bienes y servicios. El volumen anual de los pagos procesados en Reino Unido es de 75 billones de libras: alrededor de cuarenta veces la renta nacional británica. El comercio de títulos ha crecido rápidamente, pero la explosión en el volumen de actividad financiera es, en gran medida, atribuible al desarrollo de los mercados de derivados, llamados así debido a que su valor se deriva del de otros títulos. Si los títulos son derechos sobre activos, los derivados son derechos sobre otros títulos, y su valor depende del precio, y en última instancia del valor, de estos títulos subyacentes. Una vez creados los derivados, se pueden crear otras capas de derivados, y así sucesivamente. El valor de los activos subyacentes a estos contratos derivados es tres veces el valor de todos los activos físicos del mundo.

¿Para qué sirve todo esto? ¿Cuál es el objetivo de esta actividad? ¿Y por qué es tan rentable? El sentido común sugiere que, si varias personas intercambian continuamente pedazos de papel entre ellas dentro de un círculo cerrado, el valor total de estos pedazos de papel no cambiará demasiado, si es que lo hace. Si algunos miembros de este círculo cerrado obtienen beneficios extraordinarios, estos beneficios solo pueden haberse conseguido a expensas de otros miembros del mismo círculo. El sentido común sugiere que esta actividad deja prácticamente inalterado el valor de los activos intercambiados y no puede, tomada en conjunto, generar dinero. ¿Qué hay de erróneo, exactamente, en esta perspectiva del sentido común?

No demasiado, concluiré. Pero para justificar esta conclusión será necesario examinar las actividades del sector financiero y las formas en que esta industria hace, o puede hacer, mejores nuestras vidas y más eficientes nuestras empresas. Analizar la contribución económica de este sector es complejo, porque existen muchas dificultades para interpretar la información registrada sobre el producto y la rentabilidad de sus actividades. Aun así, demostraré que esta rentabilidad está sobredimensionada, que el valor del producto está mal contabilizado en las estadísticas económicas y que mucho de lo que hace esta industria contribuye poco, o nada, a la mejora de nuestras vidas y a la eficiencia de las empresas. Además, muchas de las actividades que el sector financiero podría llevar a cabo para promover estos objetivos sociales y económicos no las realiza correctamente, o en algunos casos no las realiza en absoluto.

Las sociedades modernas necesitan de las finanzas. La evidencia acerca de este hecho es amplia y concluyente, y la relación es clara y causal. Las primeras etapas de la industrialización y el incremento del comercio global coincidieron con el desarrollo de las finanzas en países como Reino Unido y Holanda. Si analizamos el mundo actual, la evidencia estadística asocia niveles y crecimiento de la renta per cápita con el desarrollo de las finanzas.1 Incluso las iniciativas modestas que facilitan los pagos y proporcionan pequeños créditos en países pobres pueden tener efectos sustanciales sobre la actividad económica.

Disponemos de un experimento que pone a prueba esta relación causal: los Estados comunistas suprimieron el sector financiero. El desarrollo de las instituciones financieras en Rusia y China se vio frenado por las revoluciones de 1917 y 1949. Checoslovaquia y Alemania Oriental habían desarrollado sistemas financieros sofisticados antes de la Segunda Guerra Mundial, pero los gobiernos comunistas cerraron los mercados de crédito y valores en favor de una planificación centralizada para la asignación de recursos a las empresas. La ineficacia y la ineficiencia de este proceso contribuyeron directamente a los deplorables resultados económicos de estos Estados.

Un país solo puede ser próspero si tiene un sistema financiero que funcione correctamente, pero esto no implica que cuanto más grande sea el sistema financiero, mayor ha de ser la probabilidad de convertirse en un país próspero. Es posible tener demasiado de algo bueno. La innovación financiera es crucial para la creación de una sociedad industrial, pero esto no implica que cualquier innovación financiera moderna contribuya al crecimiento económico. Muchas buenas ideas se convierten en malas cuando se aplican en exceso.

Y esto es lo que ocurre con las finanzas. El sector financiero desempeña hoy en día un papel político crucial: es el grupo de presión industrial más poderoso y uno de los principales contribuyentes a la financiación de las campañas electorales. Los boletines de noticias informan diariamente sobre lo que ocurre en «los mercados», un término con el que se refieren a los mercados de valores. La política empresarial está dominada por las finanzas: la búsqueda de «valor para el accionista» ha sido un mantra durante las últimas dos décadas. La política económica se orienta hacia lo que piensan «los mercados» y las familias se ven obligadas a recurrir cada vez más a «los mercados» para garantizar su seguridad durante la jubilación. Las finanzas son la carrera profesional que elige una elevada proporción de los mejores graduados de las mejores escuelas superiores y universidades.

Describiré como «financiarización» el proceso a través del cual el sector financiero ha consolidado esta posición económica dominante durante los últimos treinta o cuarenta años. Esta grotesca palabra sintetiza de forma útil un proceso histórico que ha tenido profundas implicaciones para nuestra política, nuestra economía y nuestra sociedad.2 También usaré el término «crisis financiera global» para referirme a los hechos acontecidos en 2007-2009 y sus consecuencias.3

No obstante, este no es otro libro sobre la crisis financiera global: es un libro sobre la naturaleza de las finanzas y los orígenes de la financiarización. Los grandes cambios en la organización social y económica son producto generalmente de la combinación de un aumento de la influencia política de unos determinados grupos sociales, de la promoción de un marco de ideas favorable y de una coyuntura global propicia. Así se configuró la economía de mercado moderna, así arraigó la democracia y así, durante el siglo xx, emergió —y desapareció— el socialismo. Este proceso explica el otro gran desarrollo del que he sido testigo a lo largo de mi vida: la expansión del ámbito de la economía de mercado desde una población de menos de mil millones de personas hasta afectar, para bien o para mal, a la mitad de la población del planeta. En la primera parte de este libro describiré los cambios políticos, el marco intelectual y los grandes cambios tecnológicos y económicos que dieron lugar a la financiarización.

Una característica notable de la crisis financiera global es que la mayoría de las personas que trabajan en el sector financiero parece opinar que es obvio que el gobierno y los contribuyentes tienen la obligación de asegurar que el sector —sus instituciones, sus actividades e incluso la remuneración excepcional que perciben quienes trabajan en él— siga operando en gran medida en su forma actual. Lo que resulta todavía más chocante es que este planteamiento consiguió una amplia aceptación entre los políticos y el público en general. La idea de que la industria financiera es especial parece algo fuera de toda duda, y la incapacidad por parte de muchas personas inteligentes ajenas al sector para entender qué ha provocado la financiarización, no ha hecho más que reforzar esta visión.

Pero el sector financiero no es especial, y nuestra disposición a aceptar acríticamente la propuesta de que tiene un estatus único ha hecho mucho daño. Todas las actividades tienen sus propias prácticas y aquellos que participan en ellas tienen su propio lenguaje. Todas las industrias con las que he tratado creen que sus características son únicas, y en parte es cierto, pero no tanto como piensan sus trabajadores. Sin embargo, el sector financiero destaca por la solidez de esta convicción. La industria financiera comercia principalmente con ella misma, habla con ella misma y se juzga a sí misma en el marco de unos criterios de rendimiento que ella misma ha elaborado. Dos ramas de la ciencia económica —la teoría de las finanzas y la economía monetaria— se dedican a este sector. Larry Summers llamó a esto, ridiculizándolo, la «economía kétchup»: el ejercicio de comparar el precio de botes de kétchup de un cuarto de litro y de medio litro entre sí, sin tener en cuenta en absoluto el valor subyacente del kétchup.4 Summers —un académico brillante y prolífico, secretario del Tesoro de Estados Unidos durante la administración de Bill Clinton, rector destituido de Harvard, director del Consejo Económico Nacional de Barack Obama y candidato rechazado a la presidencia de la Reserva Federal— es una figura que aparecerá en diversas ocasiones en este libro.

Las referencias peyorativas de Summers a la «economía kétchup» niegan el carácter singular de las finanzas y refutan la idea de que se requiere un aparato intelectual diferente y especializado para entender la naturaleza de la actividad financiera y el funcionamiento de los mercados financieros. Este libro reincide en la postura de Summers. Las finanzas son un negocio como cualquier otro y deberían ser juzgadas con los mismos criterios —las mismas herramientas de análisis, las mismas normas de valoración— que aplicamos a otras industrias, ya sean los ferrocarriles, la distribución minorista o el suministro eléctrico. Y no dudaré en extraer lecciones de estos otros sectores.

La perspectiva que considera que las finanzas son como cualquier otro sector nos invita a preguntarnos: «¿Para qué sirven las finanzas?». Esta es la pregunta central de la segunda parte de este libro. ¿Qué necesidades satisface el sector, desde el punto de vista de los usuarios y no de los participantes en ese mercado? La financiarización ha generado un incremento sustancial de la cantidad de recursos destinados a las finanzas. Más personas han recibido más dinero. Pero ¿qué ha ocurrido con la calidad de la actividad financiera?

La industria financiera puede contribuir a la sociedad y a la economía a través de cuatro canales principales. En primer lugar, el sistema de pagos es el medio a través del cual recibimos sueldos y salarios, y compramos los bienes y servicios que necesitamos; el mismo sistema de pagos permite a las empresas llevar a cabo estos propósitos. En segundo lugar, las finanzas ponen en contacto a los prestamistas con los prestatarios, ayudándolos a dirigir sus ahorros hacia los usos más efectivos. En tercer lugar, el sector financiero nos permite gestionar nuestras finanzas personales a lo largo de nuestra vida y de generación en generación. En cuarto lugar, el sector financiero ayuda tanto a los individuos como a las empresas a gestionar los riesgos que están inevitablemente asociados a nuestra vida diaria y nuestra actividad económica.

Estas cuatro funciones —sistema de pagos, vínculo entre prestamistas y prestatarios, gestión de las finanzas de las familias y control del riesgo— son los servicios que provee, o al menos puede proveer, el sector financiero. La utilidad de la innovación financiera se mide a través de su grado de contribución a los objetivos de realizar pagos, asignar capitales, gestionar las finanzas personales y administrar el riesgo.

La importancia económica de la industria financiera se justifica a menudo por otras razones: por el número de empleos que crea, las rentas que genera e incluso los ingresos fiscales que reporta. Existe una gran confusión en este punto, tal como se expondrá en el capítulo 9. El verdadero valor del sector financiero para la comunidad es el valor de los servicios que proporciona, no el de los beneficios percibidos por aquellos que trabajan en la industria. Recientemente, estos beneficios han sido muy elevados. En todos los miles de páginas que se han escrito sobre la industria financiera en los últimos años, se ha dedicado muy poco espacio a una pregunta fundamental: «¿Por qué es tan rentable el sector?».

Quizás la pregunta relevante sea: «¿Por qué parece tan rentable?». El sentido común, que sugiere que la actividad de intercambiar pedazos de papel no puede producir beneficios para todo el mundo, puede ser una pista para descubrir que gran parte de este beneficio es ilusorio: en vez de traducirse en la creación de nueva riqueza, gran parte del crecimiento del sector financiero se basa en la apropiación por su parte de riqueza creada en algún otro sector de la economía, mayormente para beneficio de algunos de los que trabajan en la industria financiera.

Aun así, aunque el sector financiero actual exhibe numerosos ejemplos de excesos indignantes, la mayoría de los que trabajan en él no son culpables ni representativos de estos excesos. Se ocupan del buen funcionamiento del sistema de pagos, facilitan la intermediación financiera, asisten a los individuos en el control de sus finanzas personales y les ayudan a gestionar los riesgos. La mayoría de los que trabajan en finanzas no aspiran a ser los reyes del universo. Se dedican a actividades relativamente mundanas relacionadas con la banca y los seguros, por las que son remunerados con salarios relativamente modestos. Les necesitamos y necesitamos lo que hacen.

Por este motivo, la tercera parte de este libro trata sobre reformas. Reformas estructurales, no regulación. Explicaré por qué la regulación que se ha aplicado, cada vez con más intensidad y menos resultados durante la era de la financiarización, es parte del problema —una gran parte del problema— y no parte de la solución. No ha habido una falta de regulación, sino un exceso. Lo que se requiere es una filosofía regulatoria totalmente diferente. Necesitamos centrar la atención en la estructura de la industria y en los incentivos de los individuos que trabajan en ella, y enfrentarnos a las fuerzas políticas que han impedido la aplicación de regulaciones y sanciones legales que han existido durante décadas, incluso siglos. Deberíamos poner fin a la casi infinita proliferación de complejos reglamentos, que actualmente van más allá de toda comprensión incluso para una gran parte del excesivo número de profesionales de la regulación.

El objetivo de la reforma de la industria financiera debería ser volver a dar prioridad y consideración a los servicios financieros que satisfacen las necesidades de la economía real. En la palabra «real» hay algo de peyorativo —hace referencia a la economía no financiera—, pero aun así transmite una idea genuina: hay algo de irreal en la forma en que ha evolucionado la industria financiera, desmaterializándose y desconectándose a sí misma de la vida y de los negocios ordinarios.

Si la actividad de comprar y vender en la City no tan solo absorbe una parte significativa de nuestra riqueza nacional, sino que también ocupa el tiempo de una elevada proporción de las personas más cualificadas de la sociedad, la autocomplacencia de Humbert Wolfe —«como son felices comprando y vendiendo... bien pueden hacerlo»— ya no puede justificarse tan fácilmente. En los capítulos finales de este libro explicaré cómo deberíamos concentrarnos en un sector financiero más limitado, dirigido de forma más efectiva a las necesidades de la economía real: hacer pagos, conectar prestatarios con prestamistas, gestionar nuestro dinero y reducir los costes del riesgo. Necesitamos al sector financiero. Pero actualmente tenemos demasiado de algo bueno.

El dinero de los demás

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