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OSCUROS ORÍGENES

Nuestro relato comienza muchos millones de años atrás. El planeta acababa de atravesar una de las peores crisis de su historia. Hace 65 millones de años, un bólido de unos 10 km de diámetro impactó en aguas cercanas a lo que hoy es la península de Yucatán, en México, creando un cráter de más de 150 km de diámetro e inyectando en la atmósfera una nube letal de polvo y cenizas. Como consecuencia, cerca del 70 % de las especies vivientes se extinguieron sin remisión. En los océanos, numerosos microorganismos planctónicos (foraminíferos, algas microscópicas...), moluscos (diversos bivalvos y cefalópodos extintos como los ammonites y los belemnites), así como una variada fauna de reptiles marinos (plesiosaurios, ictiosaurios y grandes lagartos marinos de la familia de los mosasaurios) llegaron súbitamente a su fin. En tierra firme, los ecosistemas terrestres se vieron sacudidos por la extinción de los últimos dinosaurios, en su mayoría enormes vegetarianos comedores de hojas como el ceratopsio Triceratops, los hadrosaurios Anatosaurus y Edmontosaurus o los titanosaurios Saltasaurus e Hypselosaurus, pero también sus depredadores asociados, los «pequeños» Dromaeosaurus y Velociraptor o el enorme Tyrannosaurus. Ningún animal terrestre de más de 25 kg sobrevivió a la crisis que asoló la Tierra hace algo más de 65 millones de años. Por el contrario, otros vertebrados que habían iniciado su andadura millones de años antes atravesaron esta terrible prueba sin grandes pérdidas. Éste fue el caso, por ejemplo, de ranas, salamandras, tortugas y cocodrilos. Junto a estos supervivientes se encontraban también diversos grupos de mamíferos placentarios, es decir, mamíferos que, como nosotros, estaban dotados de una placenta que permitía la gestación de las crías inmaduras en el seguro resguardo de la madre, a diferencia de otros vertebrados terrestres, como los reptiles, las aves o los mamíferos monotremas, en los cuales las crías se desarrollan a la intemperie en el interior de un huevo.

LOS PLESIADAPIFORMES


Una imagen muy extendida de la crisis de finales de la Era Mesozoica tiende a presentar a los mamíferos como un grupo que sólo empezó a diversificarse y a tener algún éxito «apreciable» a partir de la extinción de los dinosaurios. Pero esta imagen forzada por la dinomanía no se ajusta exactamente a la realidad. Antes de la extinción de los dinosaurios, diversos grupos de mamíferos habían iniciado ya su diversificación, sobrepasando el humilde estadio de «musaraña» que en general se atribuye a los representantes de este grupo en el Mesozoico. Entre ellos se encontraban los primeros ungulados (es decir, los primeros antepasados de todos los grandes herbívoros actuales) y, curiosamente, las primeras formas próximas a nuestro propio orden, los primates. Todos ellos lograron superar la gran crisis de hace 65 millones de años sin pérdidas apreciables, aunque no procede cantar victoria tan rápido. Así, algunos grupos de mamíferos, y más concretamente nuestros parientes marsupiales, estuvieron a punto de extinguirse sin remisión: un único género sobrevivió a la catástrofe, siendo el padre común de formas como los actuales koalas, canguros, zarigüeyas y semejantes. Pero no fue éste el caso de Purgatorious y su cohorte, los plesiadapiformes, primeros eslabones de la cadena que, muchos millones de años después, lleva hasta nuestros orígenes.

Los plesiadapiformes toman su nombre de Plesiadapis, el más común y mejor conocido miembro de este grupo, del que se conservan varios cráneos y esqueletos parcialmente completos en diversos yacimientos del Paleoceno (el primer período de la Era Cenozoica, más conocida como «edad de los mamíferos»). Sin embargo, cualquiera que hubiese contemplado a este grupo en su entorno, difícilmente habría reconocido en ellos a la semilla de los actuales antropoides. El cráneo de Plesiadapis se parecía más por su diseño al de un roedor que al de un auténtico primate, con un largo morro armado en su extremo anterior de un par de potentes incisivos en forma de cincel y separados del resto de piezas dentarias por un espacio vacío llamado «diastema». Además de su largo morro, los plesiadapiformes mantenían una serie de rasgos arcaicos, como es la posesión de manos y pies con garras en lugar de uñas planas y un primer dedo del pie (o «hálux») no oponible —a diferencia de lo que ocurre con la mayor parte de primates... ¡excepto en nosotros!—. En lugar de primates, a nuestro imaginario observador este grupo de mamíferos arborícolas se le habrían antojado más bien ardillas, corriendo y saltando de rama en rama en las copas de los árboles más altos, ayudados de sus miembros flexibles y de sus largas colas. ¿Qué movió, entonces, a los paleontólogos del siglo XX a identificar a estos arcaicos placentarios como los primeros eslabones de la cadena que lleva al ser humano? Pues la presencia en ellos de una serie de caracteres dentarios que los diferencian de los otros grupos de mamíferos primitivos y que parecen anunciar las tendencias que luego desarrollarán los primates propiamente dichos: grandes incisivos centrales, segundos premolares con aspecto de molar, cúspides de premolares y molares bajas, últimos molares alargados y otros más.


FIG. 1.1. Reconstrucción del esqueleto de Plesiadapis tricuspidens del yacimiento de Cernay (Francia).

Representados a finales de la Era Mesozoica por el género Purgatorius, los plesiadapiformes experimentaron una extraordinaria diversificación en el primer período de la Era Cenozoica, el Paleoceno. Entre 65 y 50 millones de años atrás, numerosas formas como Plesiadapis, Carpolestes, Paromomys, Phenacolemur y hasta 30 géneros más colonizaron los bosques de Europa y Norteamérica, deviniendo uno de los grupos más florecientes de principios de la Era Cenozoica. Ya nos hemos referido a Plesiadapis, una forma relativamente grande que podía llegar a los 5 kg y que, a tenor de su robusto esqueleto y de las proporciones de sus extremidades, debía de pasar buena parte de su tiempo en tierra, colonizando el sotobosque de las selvas primigenias del Paleoceno.

En el extremo opuesto, las formas más primitivas de plesiadapiformes, como Berruvius, apenas alcanzaban los 20 g (las dimensiones de una musaraña actual). Berruvius pertenecía a la familia de los microsiópidos que, como su nombre indica, incluye a los miembros más arcaicos y de talla más reducida del grupo, y que algunos autores relacionan con los actuales lémures voladores del sureste asiático. Como muchos pequeños mamíferos de su tiempo, hoy sabemos que Berruvius mantuvo una dieta básicamente insectívora, a juzgar por sus dientes agudos y de cúspides afiladas. Por el contrario, otras formas de talla mayor, como Chiromyoides, de unos 300 g, debió de mantener una dieta diferente, basada sobre todo en semillas y frutos secos, tal como lo indican su corto y potente morro y sus profundas mandíbulas. Esta variante «cascanueces» de los plesiadapiformes llegó a su cénit con los denominados carpoléstidos, los cuales no sólo desarrollaron unos potentes incisivos en forma de cincel (como los Plesiadapis o Chiromyoides), sino que transformaron su último premolar en una especie de enorme muela cortante, bien adaptada para la sujeción y el procesamiento de semillas y vegetales duros.

LOS PRIMATES DEL EOCENO: ADÁPIDOS Y OMÓMIDOS


Los plesiadapiformes todavía se encontraban presentes en el siguiente período del Cenozoico, el Eoceno, hace unos 50 millones de años. Ahora bien, durante esta época se produjo la eclosión de los primeros primates verdaderos (también conocidos como euprimates), cuyos caracteres aún podemos reconocer en algunos grupos actuales como los lémures de Madagascar o los tarseros de Borneo y Sumatra. Estos primitivos miembros de nuestro orden, agrupados básicamente en las familias de los adápidos y los omómidos, se convirtieron a mediados del Eoceno en los grupos dominantes de primates, desplazando de forma definitiva a los últimos plesiadapiformes. Adápidos y omómidos eran en realidad muy diferentes de los arcaicos plesiadapiformes y, en ellos, podemos identificar ya los caracteres que son comunes a todos los primates actuales. Muchas de estas diferencias se refieren a características asociadas a un modo de vida plenamente arborícola. Así, a diferencia de los plesiadapiformes, estos grupos presentaban morros más cortos, en tanto que su órbita ocular estaba cerrada en la cara posterior por una barra de hueso, lo que indica una mayor relevancia del sentido de la vista frente al olfato. Las garras de los plesiadapiformes fueron sustituidas por verdaderas uñas planas, mientras que el pulgar se hizo oponible, facilitando la capacidad aprehensora y trepadora de estos primates. Su dentición era también muy diferente, ya que, en lugar de un diseño de tipo roedor, con largos incisivos separados del resto de dientes por una diastema sin dientes, adápidos y omómidos presentaban denticiones completas dotadas de unos pequeños incisivos. En estos grupos son los caninos los que aumentaron de tamaño y pasaron a jugar un papel más relevante. Por lo demás, y a diferencia de los plesiadapiformes, podemos hacernos una imagen «viviente» de estos lejanos primates de principios de la Era Cenozoica, ya que adápidos y omómidos se relacionan con dos grupos de primates primitivos actuales, como son los lémures (en el caso de los adápidos) y los tarseros (en el caso de los omómidos).

Los adápidos constituían el grupo dominante de primates durante el Eoceno, habiéndose diversificado en numerosos géneros y especies tanto en Europa como en Norteamérica. El cráneo de los adápidos presentaba un morro relativamente alargado, parecido al de los actuales lémures de Madagascar. Como en el caso de los lémures, algunos adápidos desarrollaron grandes crestas sagitales en la bóveda del cráneo, que servían como punto de anclaje a una potente musculatura masticatoria. Su esqueleto locomotor era también muy parecido al de los lémures, con patas relativamente largas, un largo tronco y una cola así mismo larga. Entre los más antiguos representantes de esta familia se encuentra Cantius, un pequeño adápido cuyo peso no excedía los 5 kg y que, probablemente, llevaba una dieta basada en frutos, a juzgar por sus premolares y molares, dotados de cúspides bajas conectadas por crestas cortantes. Al igual que la mayor parte de adápidos, es muy posible que Cantius fuera un primate de hábitos diurnos que utilizaba sus cuatro patas para trepar y correr por las copas de los árboles (lo que se conoce como un «cuadrúpedo arborícola»). A partir de Cantius, los adápidos se diversificaron de un modo extraordinario en los continentes del norte, con formas de talla reducida como Donrussellia y Protoadapis, de no más de 3 kg, hasta los grandes Leptadapis que podían superar los 8 kg.


FIG. 1.2. Reconstrucción de Adapis parisiensis de Quercy (Francia), uno de los adápidos mejor conocidos del registro fósil.

El segundo grupo de primates, que coexistió con los diurnos adápidos en los bosques del Eoceno, fue el de los omómidos. Mientras que los adápidos parecen haber compartido una serie de características con los actuales lémures, los omómidos, por su parte, recuerdan en muchas de sus características a otro grupo de primates prosimios actuales, los tarseros. Los tarseros son primates nocturnos que en la actualidad pueblan los bosques tropicales del sureste asiático. Lo que más se destaca de este grupo son sus enormes ojos, implantados al frente de una cara redonda y plana. En realidad, aunque comúnmente se han clasificado como «prosimios», esto es, como «primates inferiores», por la estructura de su nariz y por otros detalles del cráneo los tarseros se aproximan mucho más a los actuales antropoides que a los lémures.

Como los tarseros, los omómidos del Eoceno estaban dotados de unas grandes órbitas y una bóveda craneana globulosa. Su morro era corto y, por tanto, muy diferente al de los adápidos. A diferencia de éstos, se supone que los omómidos fueron criaturas nocturnas que llevaban un modo de vida parecido al de los actuales tarseros. Así mismo, su dieta debió de diferir también de la de los adápidos. En efecto, la presencia de molares con cúspides puntiagudas indica que los omómidos fueron formas más insectívoras y menos frugívoras que aquéllos. Los escasos restos conocidos del esqueleto locomotor de los omómidos indican una buena disposición para trepar y saltar, tal como ocurre con los tarseros asiáticos. En general, los omómidos fueron primates de dimensiones más reducidas que los adápidos. Así, Teilhardina, uno de los más antiguos miembros del grupo, no excedía los 150 g. Como sucediera con los adápidos, a lo largo del Eoceno los omómidos se diversificaron en numerosos géneros y especies de tallas variadas, como Pseudoloris o Necrolemur.

El hábitat en el que adápidos y omómidos se desenvolvían hace unos 37 millones de años era muy parecido al de los actuales bosques tropicales de África y del sureste asiático, en un contexto de elevada humedad y altas temperaturas. Una pléyade de grandes y pequeños herbívoros compartían con ellos los recursos de estas selvas del Eoceno, como los paleotéridos en Europa, un grupo emparentado con los antepasados de los caballos y que presentaban extremidades con tres o cuatro dedos en cada una y dientes de corona baja, adaptados a la ingestión de hojas. Junto a estos «ramoneadores» (es decir, comedores de hojas) se encontraba una amplia panoplia de pequeños herbívoros corredores, como los anoploterios, los xifodontos o los cainoterios, todos ellos representantes arcaicos del orden de los artiodáctilos (el grupo que incluye a jabalíes, camellos, ciervos, jirafas, antílopes, búfalos y demás formas dotadas de pezuñas hendidas). Numerosos roedores arborícolas parecidos a ardillas, como los pseudoesciúridos y los teridómidos, compartían las copas de los árboles con adápidos y omómidos.


FIG. 1.3. Reconstrucción del omómido Necrolemur antiquus de Quercy (Francia).

Todos ellos eran, a su vez, presa de pequeños depredadores de bosque poco especializados como los creodontos. Entre los depredadores de gran talla se encontraban grandes aves carnívoras como Dyatrima, así como diversos cocodrilos del grupo de los aligatores.

LA GRAN RUPTURA DEL OLIGOCENO


A mediados del Eoceno, Australia y Suramérica estaban todavía unidas a la Antártida como parte del antiguo supercontinente meridional de Gondwana. Con esta configuración, las aguas ecuatoriales del Atlántico Sur y del Pacífico Sur fluían hasta las costas de la Antártida, transmitiendo calor desde los Trópicos hacia las altas latitudes del sur. Sin embargo, hacia finales del Eoceno Australia comenzó su separación de la Antártida, proceso que se completó hace unos 34 millones de años. En ese momento se establecieron las bases de lo que hoy es la «corriente circumpolar», una corriente fría que circunvala la Antártida y que impide cualquier transmisión de calor desde latitudes más bajas. Como consecuencia de este aislamiento del gran continente del sur, hace 33 millones de años se produjo un enfriamiento súbito, de manera que la nieve caída durante cada invierno comenzó a acumularse año tras año. Se inició así la primera glaciación desde el final del Paleozoico, en este caso restringida al polo Sur. Durante cientos de miles de años, los glaciares se extendieron por la Antártida cubriendo grandes extensiones de su parte oriental. Este episodio marcó el primero de los grandes cambios ambientales que han afectado a los ecosistemas terrestres en los últimos 65 millones de años.

El inicio de la glaciación en la Antártida dio lugar a un importante descenso del nivel general de los océanos, que se calcula en unos 30 m. Como consecuencia, muchos mares superficiales y muchas plataformas costeras se convirtieron en zonas terrestres, incluido el brazo de mar que hasta entonces había separado Europa de Asia. La barrera que había impedido que las faunas asiáticas colonizasen Europa desapareció súbitamente, y una oleada de nuevos inmigrantes penetró en el Viejo Continente. Este evento coincidió con un acentuamiento de la tendencia a la aridez en extensas zonas del globo, que se tradujo en el establecimiento de un clima más templado allá donde antes reinaba la selva tropical. Por tanto, buena parte de los elementos que habían permanecido aislados en Europa declinaron o se extinguieron, siendo reemplazados por nuevos inmigrantes asiáticos. Este importante recambio faunístico, que marcó el inicio del Oligoceno, ya fue reconocido en 1910 por el gran paleontólogo suizo Hans Stehlin, quien acuñó el término «Grand Coupure», o «Gran Ruptura», para referirse a él. Entre las primeras víctimas de la Gran Ruptura se encuentran los paleoterios, que sufrieron una drástica reducción en su diversidad. En su lugar, otros perisodáctilos, los rinocerontes, ocuparon su posición como grandes ramoneadores de hojas. Estos arcaicos rinocerontes del Oligoceno, como Egyssodon o Ronzotherium, carecían de los característicos apéndices córneos que exhiben sus representantes actuales y eran, en general, formas corredoras de patas largas, mejor adaptados a la carrera que los paleoterios del Eoceno. Entre los artiodáctilos, las formas eocénicas de las familias de los xifodontos y los anoploterios fueron reemplazadas por verdaderos rumiantes como Gelocus, Lophiomeryx o Bachitherium. A su vez, numerosos inmigrantes asiáticos de este orden de mamíferos penetraron en Europa, especialmente del grupo de los suiformes (el orden de mamíferos que incluye a hipopótamos, jabalíes, cerdos, pécaris, facoqueros y semejantes). Es el caso de los enormes entelodóntidos del género Entelodon, una especie de gran jabalí carroñero cuyo cráneo podía llegar a medir 1 m, o los primeros representantes verdaderos del grupo de los jabalíes como Palaeochoerus o Doliochoerus. Entre los carnívoros, los arcaicos creodontos del Eoceno quedaron notablemente mermados en su diversidad, mientras que los verdaderos carnívoros entraron en escena, representados por la familia de los anficiónidos (los llamados perros oso, como Amphicynodon) y la de los nimrávidos (Eusmilus, una primera versión de los félidos «dientes de sable» o «macairodontinos»). Entre los roedores, la mayor parte de seudosciúridos y teridómidos de corona baja desaparecieron, pero otros miembros de este último grupo tendieron a desarrollar molares de corona muy alta (un fenómeno que se conoce con el nombre de «hipsodoncia»), compuestos por una sucesión de crestas paralelas adaptadas para el procesado de vegetales duros. Algunos de estos roedores presentaban «bulas timpánicas» muy grandes, como sucede con las especies que actualmente habitan ambientes desérticos o subdesérticos (las bulas timpánicas son las cavidades que alojan el oído interno). Las consecuencias de la Gran Ruptura fueron todavía más duras en el caso de los adápidos y omómidos que entonces poblaban Europa y Norteamérica, ya que éstos se extinguieron sin remisión en ambos continentes. Como consecuencia, los primates se encuentran ausentes del registro fósil europeo durante cerca de 17 millones de años (desde principios del Oligoceno hasta mediados del Mioceno). A partir de ese momento, la evolución de los primates continuó en África y Suramérica.

EXILIO Y DIVERSIFICACIÓN EN ÁFRICA


Tras su definitiva desconexión de los continentes americanos y de Europa occidental en las postrimerías del Eoceno, África se convirtió en un enorme continente-isla, de manera parecida a como sucede actualmente con Australia. Aislado durante millones de años por el Atlántico, el Pacífico y el Tethys al norte, el continente africano, como en el caso de Australia, desarrolló su propia fauna endémica de mamíferos. Numerosos grupos que durante el Eoceno habían poblado varios continentes y que se extinguieron en ellos tras la Gran Ruptura, pudieron sobrevivir en tierras africanas, ajenos a la gran crisis que estaba teniendo lugar en los continentes del norte. Así, África desarrolló su propia fauna de grandes herbívoros ungulados, agrupados bajo la categoría general de «Afrotheria». Entre los afroterios se incluyen ungulados que conocemos muy bien, como los elefantes o los actuales dugongs y manatíes, los llamados sirénidos o vacas de mar y que, a pesar de sus adaptaciones acuáticas que los asemejan a grandes focas, se encuentran estrechamente emparentados con los proboscídeos. Afroterios son también los damanes, pequeños ungulados que pueblan las sabanas y los pedregales de África y que, a pesar de que por su tamaño y aspecto parecen más bien roedores, se encuentran en el origen de la radiación evolutiva de los grandes ungulados en África; algunos autores, de hecho, relacionan a los pequeños damanes con los paleoterios del Eoceno europeo, dadas las similitudes observadas en la dentición.

Pero elefantes, sirénidos y damanes constituyen en realidad los restos de una radiación evolutiva mucho más amplia de grandes herbívoros que alcanzó su esplendor durante el Oligoceno, hace entre 34 y 24 millones de años, cuando África era una especie de continente flotante a la deriva. Las arcillas resecas de El Fayum, en Egipto, han dejado el testimonio de la fauna que en su día, hace más de 30 millones de años, pobló un delta subtropical en las orillas del Mediterráneo (algo así como un «Paleo Nilo», aunque varios kilómetros de tierra adentro). Impresionante entre todos ellos debió de ser Arsinoitherium, lo que podríamos considerar la versión «Afrotheria» de los rinocerontes actuales que, contra lo que se pueda pensar, no son de origen africano. Arsinoitherium era una especie de enorme damán de cuyo morro partían dos grandes cuernos, los cuales con seguridad le otorgaban un aspecto imponente. A diferencia de los rinocerontes, sin embargo, estos dos cuernos se situaban en paralelo sobre las fosas nasales, y no uno a continuación del otro. Pero junto a estos grandes herbívoros, el bosque tropical de El Fayum estaba poblado por una pléyade de pequeños herbívoros del orden de los roedores, los llamados fiomorfos. Estos fiomorfos forman parte de la misma radiación evolutiva que dio lugar a los actuales puerco espines y, como ahora veremos, están en el origen de la actual fauna suramericana de roedores, los caviomorfos, que incluye formas tan diversas como las capibaras, las chinchillas, las cobayas y otras muchas más.

No obstante, los bosques tropicales de El Fayum alojaban algo más que pequeños roedores saltando de rama en rama, ya que en ellos encontramos también una variada gama de lo que fueron los primeros simios antropoides de la historia. Los simios constituyen el grupo de primates avanzados que incluye a monos (tanto del Viejo como del Nuevo Mundo), a antropomorfos (esto es, los llamados «antropoides superiores») y a nosotros mismos. El primer simio antropoide (simio y antropoide vienen a ser sinónimos) apareció probablemente en África a partir de algún omómido desconocido, aunque algunos autores defienden un origen asiático para este grupo. Sin embargo, existen eviden-cias de la presencia de primates antropoides en el norte de África en una fecha tan temprana como hace 45 millones de años (Algeripithecus minutus, del Eoceno inferior y medio de Glib Zegdou, en Argelia). Y, de hecho, en los mismos yacimientos de El Fayum está documentada la presencia de omómidos e incluso de un auténtico tarsero (Afrotarsius).

Las capas de El Fayum demuestran que, ya a finales del Eoceno y a principios del Oligoceno, existía en África una elevada diversidad de simios (en otras palabras, monos), que incluía hasta 10 géneros diferentes. Toda esta diversidad se concentra básicamente en dos grupos de características algo diferentes. Por un lado están los llamados parapitécidos, familia que toma su nombre del género Parapithecus. Parapithecus y otras formas relacionadas como Apidium eran monos arcaicos cuya fórmula dentaria es similar a la de los actuales monos del Nuevo Mundo (llamados monos platirrinos), es decir, dos incisivos, un canino, tres premolares y tres molares por cada media mandíbula (o «hemimandíbula»). Esta fórmula dentaria difiere de la nuestra, que es común a todos los monos del Viejo Mundo o catarrinos, así como a todos los antropomorfos y que se caracteriza por la posesión de sólo dos premolares por hemimandíbula.


FIG. 1.4. Reconstrucción del yacimiento del Oligoceno de El Fayum (Egipto). En primer plano, sobre una rama, el mono primitivo Apidium. Por debajo, los grandes ungulados del género Arsinoitherium.

El segundo conjunto de especies de El Fayum, los propliopitécidos, responden a este último esquema, y formas como Propliopithecus o Aegyptopithecus se encuentran en el origen de los simios que hoy pueblan buena parte de África y Asia.

Los parapitécidos como Apidium, del que se conocen numerosos restos de su esqueleto, eran cuadrúpedos arborícolas de entre menos de 1 kg a cerca de 2 kg. Muchas de sus características dentarias y de su aparato locomotor recuerdan extraordinariamente a los actuales monos platirrinos de Suramérica, es decir, los actuales titís, monos araña, monos aulladores y otros pobladores de la selva amazónica. De hecho, hoy ya no existe ninguna duda de que la colonización de Suramérica por parte de los monos platirrinos se realizó en algún momento de finales del Eoceno o principios del Oligoceno, a partir de parapitécidos africanos como los encontrados en El Fayum. Esta hipótesis está avalada por el hecho de que también las formas endémicas de roedores suramericanos, los caviomorfos, se encuentran estrechamente relacionadas con el puerco espín y tienen con mucha seguridad su origen en los mismos roedores fiomorfos que se hallan en esta localidad egipcia. Todo ello indica que simios y roedores fiomorfos cruzaron en algún momento, a mediados o finales del Eoceno, el Océano Atlántico y colonizaron Suramérica. Esta evidencia plantea un problema zoogeográfico, ya que, aunque a finales del Eoceno el Atlántico no había alcanzado sus dimensiones actuales, ciertamente África y Suramérica estaban desconectadas por completo y separadas por un amplio brazo de mar. ¿Cómo pudieron entonces salvar simios y roedores una barrera espacial de tal magnitud? La posible existencia de arcos de islas entre los dos continentes ha sido aducida como una posible explicación, y no hay que olvidar que parapitécidos y fiomorfos eran en general formas de pequeño tamaño, cuyo transporte a través de balsas fortuitas como troncos de árbol caídos no es descartable.

El otro grupo de simios de El Fayum, los propliopitécidos, se relaciona directamente con el conjunto de monos del Viejo Mundo, los catarrinos. Muchos de los caracteres presentes en estos últimos, como es la posesión de unos caninos potentes, se encuentran ya en formas como Propliopithecus o Aegyptopithecus. Como en el caso de muchos monos actuales, existía un acusado dimorfismo sexual entre machos y hembras, estas últimas de menor talla y con los caninos menos desarrollados que los primeros. En general, se trata de formas de mayores dimensiones que los parapitécidos, de entre unos 4 kg (Propliopithecus) y 8 kg (Aegyptopithecus). Aunque más robustos que aquéllos, se trataría igualmente de cuadrúpedos arborícolas que desarrollarían su vida en los árboles. Su dieta estaría basada en frutos y complementada ocasionalmente con hojas en el caso de Aegyptopithecus. De este último género se han encontrado diversos cráneos que proporcionan mucha información sobre su anatomía y afinidades. El cráneo de Aegyptopithecus es alargado y presenta un morro más desarrollado que el de cualquier mono actual —si exceptuamos a los papiones y mandriles—, un carácter que debe considerarse heredado a partir de sus antepasados prosimios y que, tal vez, tenga también que ver con el desarrollo de sus caninos. En los ejemplares adultos, una cresta sagital recorría la parte superior del cráneo. Esta cresta sagital tenía como función dar soporte a una potente musculatura masticatoria, probablemente relacionada con una dieta folívora y menos frugívora que la de Propliopithecus. Las órbitas, como en la mayor parte de simios de El Fayum, eran pequeñas, lo que indica un modo de vida básicamente diurno (a diferencia, tal vez, de sus predecesores omómidos).

A partir de los yacimientos de El Fayum, el registro de simios africanos de finales del Oligoceno se hace nebuloso, ya que escasean los niveles fosilíferos con primates de esta edad. Sin embargo, sabemos que Aegyptopithecus y sus congéneres sobrevivieron a las vicisitudes climáticas del tránsito entre el Oligoceno y la siguiente edad del Cenozoico, el Mioceno, por cuanto a principios de este último período encontramos las primeras evidencias directas de su éxito evolutivo. Se trata del grupo conocido como proconsúlidos, que demuestra la existencia de verdaderos hominoides (o antropomorfos) en África en una fecha tan temprana como hace unos 24 millones de años. La mayor parte de la información sobre este grupo de antropoides procede de una única especie, Proconsul heseloni, del que se conoce un esqueleto juvenil y numerosos elementos esqueléticos correspondientes a diversos individuos. Por la proporción de sus miembros y la forma de la columna vertebral, la locomoción de Proconsul debía de aproximarse mucho a la de un mono, esto es, cuadrúpeda y arborícola. Los omóplatos estaban a los lados del tórax y no detrás como en los antropomorfos vivientes, y el movimiento predominante de los brazos habría sido lateral y hacia delante, más que rotatorio y por encima de la cabeza. La caña del húmero estaba curvada, a diferencia de las cañas rectas de antropomorfos como el gorila o el chimpancé. Sin embargo, diversas características como la articulación del húmero, la robustez de la fíbula, la forma de los huesos del pie y la ausencia de cola indican que nos encontramos ya ante un auténtico antropomorfo (u hominoide) primitivo y no de un mono, antepasado por tanto del grupo formado por gibones, orangutanes, gorilas, chimpancés y nosotros mismos.

A partir de Proconsul, los proconsúlidos protagonizaron en el inicio del Mioceno una verdadera radiación evolutiva de formas de variada talla y morfología. Los había pequeños y de cara corta, como Micropithecus (de unos 4 kg), otros de talla moderada y cara más larga, como Turkanapithecus o el propio Proconsul (entre 10 y 30 kg), y otros finalmente de talla grande y morro alargado, como Afropithecus y Morotopithecus, de cerca de 50 kg. Algunas de estas formas presentaban incluso adaptaciones muy avanzadas que reaparecerán luego ligadas a la reducción de las masas boscosas y la apertura de espacios abiertos, como es el desarrollo de un esmalte dentario más grueso en el caso de Afropithecus. Todo indica, sin embargo, que el ambiente en que se desarrollaron estos antropoides durante el Mioceno inferior africano estuvo todavía dominado por el bosque tropical.

RETORNO A EUROPA


Así pues, hasta principios del Mioceno las innovaciones más significativas en la evolución de los primates se desarrollaron básicamente en África. Entre los últimos adápidos y omómidos del Eoceno terminal, y los primeros antropomorfos de comienzos del Mioceno como Proconsul, el teatro de operaciones de la evolución de los simios parece situarse principalmente en el continente africano —si excluimos la radiación evolutiva de los monos platirrinos en Suramérica—. Sin embargo, todo esto empezó a cambiar hace unos 20 millones de años, cuando la placa africana, en su deriva hacia el este, colisionó con el gran continente euroasiático en la zona que hoy es Oriente Próximo. Este evento geológico fue decisivo para las faunas de ambos continentes, condicionando su evolución futura. Después del contacto entre África y Europa, grupos de extracción estrictamente africana como los primates y los proboscídeos enriquecieron las faunas de este último continente. Por su parte, grupos como los bóvidos o los ciervos de agua (o tragúlidos) pasaron, a su vez, a formar parte de los ecosistemas africanos de principios del Mioceno.

Los primeros primates que hicieron su aparición en Europa a raíz del contacto entre África y Eurasia pertenecen al género Pliopithecus. Los pliopitecos fueron pequeños primates arborícolas de no más de 10 kg, cuyo aspecto hizo pensar que podían tratarse de formas emparentadas con los actuales gibones. Hoy sabemos, sin embargo, que los pliopitecos proceden de la misma radiación evolutiva que dio origen a Aegyptopithecus, Propliopithecus y otros monos catarrinos primitivos de El Fayum, y que es muy anterior a la que dio lugar a los verdaderos gibones. Pliopithecus cuenta en su honor el hecho de haber sido el primer primate fósil descrito como tal en la historia de la paleontología. Fue descubierto por Edouard Lartet en 1834 en la colina de Sansan, cerca de la población francesa de Gers. Los pliopitecos mostraban una dentición especializada adaptada al consumo de hojas y, a lo largo de su historia, estuvieron representados por más de 10 especies, repartidas en unos cinco géneros. Su rango de distribución abarca desde la península Ibérica hasta China, aunque la mayor parte de los hallazgos proceden de Europa occidental y central. Precisamente, la localidad de Neudorf an der Marche, en Eslovaquia, ha proporcionado numerosos restos esqueléticos de la especie Pliopithecus vindoboniensis, lo cual ha permitido hacerse una idea bastante exacta de la anatomía de estos primates. Así, su cara era corta y ancha, con grandes órbitas semicirculares situadas frontalmente. Esta morfología contrasta con el morro alargado que caracterizaba a Aegyptopithecus y otros catarrinos primitivos de África y recuerda a la de los actuales gibones —aunque, como hemos indicado, no existe ningún parentesco directo con estos últimos—. Las extremidades eran gráciles y alargadas, con brazos y piernas de tamaño parecido, lo que sugiere que Pliopithecus era un primate arborícola que, como los gibones, practicaba la suspensión en los árboles —si bien las proporciones de sus miembros eran muy diferentes a las de los gibones y más parecidas a las de un primate básico—. Existía un acusado dimorfismo sexual que se manifestaba en el tamaño relativo de los caninos y en el desarrollo de una pequeña cresta sagital en la parte posterior del cráneo de los machos. Por lo demás, todo apunta a que los pliopitecos carecían de cola.

Acompañando a Pliopithecus, las faunas de principios del Mioceno presentaban una estructura básica muy característica. Entre los ungulados, abundaban suidos omnívoros parecidos a jabalíes como Aureliachoerus y formas frugívoras como los mastodontes del género Gomphotherium, también de origen africano. Junto a ellos se encuentra una variada gama de herbívoros ramoneadores de hojas como los proboscídeos del género Deinotherium, los suidos del género Bunolistriodon, los pequeños «caballos» del género Anchitherium, los rinocerontes acuáticos de los géneros Brachypotherium y Plesiaceratherium y los calicotéridos. Los calicotéridos constituyen un grupo particular remotamente emparentado con la familia de los caballos pero que, a diferencia del resto de perisodáctilos, presentaban extremidades anteriores más largas que las posteriores. A su vez, éstas estaban dotadas de garras en lugar de pezuñas, lo que les permitía acceder más fácilmente a las hojas situadas en un estrato arbóreo más elevado. Los ciervos de agua, hoy asociados a los cursos de agua de las selvas tupidas del Asia subtropical, presentaban varias especies, mientras que los auténticos ciervos estaban representados por formas de talla pequeña y astas relativamente sencillas. Mucho más raros en esa época son los bóvidos, representados por Eotragus, emparentado con el actual nilgo de India, pero cuyas reducidas dimensiones y cortos apéndices apenas dejan entrever su relación con los miembros actuales de esta familia como los búfalos, los bisontes o los antílopes.

Por su parte, las copas de los árboles y el sotobosque de estos bosques subtropicales estaban poblados por una gran variedad de pequeños mamíferos, sobre todo roedores de las familias de los hámsteres (cricétidos), lirones (glíridos) y ardillas (esciúridos). Algunos de ellos presentaban entre las patas extensas membranas (o «patagios»), que les permitían planear de árbol en árbol tal como en la actualidad hacen las llamadas ardillas voladoras del Extremo Oriente (o petauristas), que pueden llegar a realizar «vuelos» de hasta 100 m. Pero, en el Mioceno, esta misma adaptación se encontraba también en otros grupos de roedores, como, por ejemplo, en los lirones del género Paraglirulus y también en una familia totalmente extinta de pequeños roedores denominados eómidos y que no debían de sobrepasar los 5 cm de cabeza a cola.

Una rica vegetación cubría extensas áreas, formando bosques húmedos de tipo subtropical similares a los que hoy encontramos en algunas zonas del Extremo Oriente y en las islas Canarias y de Madeira, caracterizados por la abundancia de árboles perennifolios de hojas grandes y lanceoladas (de ahí el nombre de laurisilvas con el cual también se las conoce, en referencia a la hoja lanceolada del laurel). Árboles de alcanfor, podocarpos, tsugas, magnolios, ficus, cálamos y otras plantas subtropicales coexistían con elementos más templados, en un contexto de estabilidad climática y temperaturas medias anuales en torno a los 20 ºC. En la costa eran frecuentes los manglares, mientras que los arrecifes de coral proliferaban a lo largo de todo el Mediterráneo. Este momento coincidió con una importante elevación general del nivel de los océanos que afectó a muchas áreas (por ejemplo, en la costa Atlántica de la península Ibérica). La temperatura de las aguas superficiales debió de ser de unos 25 ºC, tan altas como las que hoy bañan el golfo de Guinea.

EL CAMBIO CLIMÁTICO DE HACE 14 MILLONES DE AÑOS


El escenario que acabamos de esbozar para principios del Mioceno cambió a partir de hace unos 14 millones de años. En ese momento, numerosas evidencias en el registro oceánico muestran un desplome general de las temperaturas, relacionado con el enfriamiento de las aguas profundas de la Antártida y con un notable crecimiento del hielo antártico en la parte oriental de este continente. Ya en el período anterior, el Oligoceno, se habían producido episodios de expansión de los hielos en la Antártida, pero nunca llegaron a los niveles que se detectan por primera vez entre 14 y 12 millones de años atrás. Entre la vegetación, la ausencia de plantas de tipo cálido y la abundancia de ericáceas, gramíneas y compuestas indican una cubierta vegetal menos densa que a principios del Mioceno y una caída de las temperaturas medias por debajo de los 12 ºC en la estación más fría. La historia de este abrupto cambio climático de mediados del Mioceno ha podido ser detallada gracias a los análisis químicos desarrollados en las conchas de ciertos microorganismos planctónicos, los foraminíferos, cuya proporción en el isótopo pesado del oxígeno, el 18O, constituye un fiel reflejo de las oscilaciones climáticas. En efecto, en los momentos de acumulación de hielo en los polos, el isótopo normal, «ligero», del oxígeno, 16O, tiende a concentrarse en los casquetes polares, por lo que la proporción relativa del isótopo pesado 18O en el agua oceánica aumenta. Dado que la concha de los foraminíferos está hecha de carbonato cálcico (CO3Ca), cuyo oxígeno toman del agua, la mayor o menor proporción de oxígeno pesado en estos carbonatos indicará en qué medida nos encontramos ante una fase fría, de acumulación de hielo en el polo, o en una fase más cálida. Así, a mediados del Mioceno se detectan hasta tres fases sucesivas de enfriamiento —y, por tanto, de crecimiento de la capa de hielo antártico—, hace entre 16 y 15 millones de años, entre 14 y 13 millones de años y entre 13 y 12 millones de años. Mientras que las primeras fases de estos episodios, entre 16 y 15 millones de años, reflejan una acusada inestabilidad, con frecuentes oscilaciones, a partir de 14 millones de años se observa una progresiva estabilización del sistema climático y de la capa de hielo en la Antártida.

El enfriamiento polar y subsiguiente crecimiento de hielo antártico tuvo importantes efectos sobre los ecosistemas continentales del Viejo Mundo. Se produjo una tendencia progresiva hacia inviernos más fríos y veranos más secos. En estas condiciones, se desarrolló un mosaico de bosques de hojas duras, capaces de soportar sequías prolongadas (lo que se conoce como «vegetación de tipo esclerófilo»), alternando con elementos todavía persistentes de la laurisilva tropical. Este mosaico de bosque esclerófilo se extendía a principios del Mioceno medio, hace unos 16 millones de años, a lo largo de un corredor que, desde el norte de África y el Mediterráneo oriental, se prolongaba hasta el norte de China a través de lo que hoy es Asia Menor, Irán y Afganistán. Es lo que se conoce como «provincia grecoiraní», aunque sus límites, ciertamente, se extendían más allá de Grecia e Irán.

La fauna asociada a este peculiar biotopo era muy diferente de la que poblaba las zonas más húmedas donde la laurisilva era todavía dominante. Así, mientras que en los bosques subtropicales de principios del Mioceno el nicho ecológico de los ramoneadores estaba ocupado por herbívoros de tamaño pequeño a medio, en este nuevo ambiente se produce la primera diversificación evolutiva de los grandes rumiantes típicos de espacios abiertos, como los bóvidos (la familia que incluye a antílopes, cabras y bueyes) y los jiráfidos (la familia que incluye a las jirafas y los okapis). Faunas de este tipo, con bóvidos y jiráfidos dominantes, se encuentran, por ejemplo, en yacimientos de Turquía (Çandir y Paçalar) y en la zona del Cáucaso (como Byelometcheskaya, al norte de Georgia). La comunidad de grandes herbívoros de estos yacimientos aparece dominada por los primeros jiráfidos de tipo moderno y por bóvidos de origen asiático (boselafinos e hipsodontinos), cuya dentición de corona alta (o «hipsodonta») estaba plenamente adaptada a la ingestión de una vegetación coriácea. Estos grupos serían a su vez objeto de depredación por nuevos tipos de carnívoros, entre ellos los grandes félidos y los hiénidos, prefigurando el tipo de asociación que luego será característica de las sabanas y grandes praderas.

Hace unos 17 millones de años, esta franja cubría buena parte de lo que hoy son las zonas desérticas y subdesérticas de las latitudes medias de África, alternando las zonas de bosque esclerófilo adaptado a la sequía estival con núcleos todavía persistentes de bosque subtropical húmedo —de hecho, el actual desierto del Sahara es un fenómeno relativamente reciente y bastaría un simple aumento de la precipitación de 200 mm anuales para el retorno de estas áreas a las condiciones del Mioceno—. Una situación similar se desarrolló en las zonas áridas del sur del continente africano, prefigurando lo que hoy son los desiertos de Namibia y del Kalahari.

LAS PRIMERAS PRADERAS


Posteriormente, hace unos 14 millones de años, esta «protosabana» (para utilizar el término acuñado por Judith Harris en 1993) se extendió hacia el África oriental. Esta extensión hacia la zona ecuatorial tuvo que ver probablemente con el levantamiento de la corteza terrestre que se produjo en las primeras fases de desarrollo y apertura del valle del Rift africano. Como han señalado diversos autores, los altos relieves asociados a la formación del Rift debieron de incrementar la estacionalidad y progresiva aridez del clima al interrumpir el flujo de corrientes húmedas que llegaba a esta zona procedente del Océano Índico y que, anteriormente, nutría a las selvas tropicales del África ecuatorial. La composición de esta protosabana ha podido ser analizada con detalle en el yacimiento de Fort Ternan, tal como aparece ya plenamente desarrollada hace 14 millones de años. Las faunas están compuestas por «ramoneadores» (comedores de hojas) y «pacedores» (comedores de pasto o de hierba) de tamaño medio a grande y muy grande —aunque no existen todavía rumiantes exclusivamente pacedores—, junto a una variada gama de carnívoros corredores. La mayoría de estos elementos forman parte de la fauna originaria de la selva subtropical, pero una cuarta parte de ellos corresponde a lo que luego serán los elementos típicos de la sabana: bóvidos, jiráfidos, hiénidos y rinocerontes de tipo moderno. La existencia de masas boscosas se asume por la presencia de un 25 % de mamíferos trepadores, aunque este bosque no debía de corresponderse con una selva cerrada, dada la baja proporción de elementos exclusivamente arborícolas (menos del 5 %). Así mismo, la alta proporción de mamíferos «frugívoros» (comedores de fruta) indica que podía tratarse de un bosque de hoja perenne, no padeciendo todavía los contrastes estacionales característicos de épocas posteriores. Aunque la ausencia de auténticos pacedores muestra que este biotopo no se correspondía con un biotopo de sabana abierta, el espectro de diversidad ecológica de la fauna de Fort Ternan recuerda extraordinariamente al de una pradera arbolada, siendo la principal diferencia la alta proporción que todavía se encuentra de elementos frugívoros y arborícolas. El esquema que se deriva de este análisis indica la existencia de amplias extensiones de bosque de hoja perenne con espacios abiertos (o «woodland»), tal como actualmente se encuentra en algunas zonas aisladas de África y en las islas Canarias. Las gramíneas empezarían a proliferar en el sotobosque y en las cada vez más frecuentes manchas de pradera herbácea que se abrirían entre la vegetación más densa.

De hecho, la localidad de Fort Ternan presenta la evidencia más antigua en África del desarrollo de praderas herbáceas basadas en gramíneas. Estas gramíneas ya utilizaban la misma ruta fotosintética conocida como «ruta C4» que hoy es general en sus congéneres de los actuales prados y maizales. Durante la fotosíntesis (el proceso por el cual las plantas reconvierten luz solar en energía), la mayor parte de árboles y arbustos utilizan una serie de reacciones químicas conocidas como «ciclo de Calvin», por el cual el carbono del CO2 atmosférico es incorporado a una molécula de azúcar que servirá como combustible durante la respiración. Esta vía metabólica es conocida como «ruta C3», ya que la molécula en la que inicialmente se fija el CO2 tiene tres átomos de carbono.

Ahora bien, las gramíneas (es decir, el maíz, el trigo, la cebada y otros tipos de hierbas) utilizan una ruta diferente de la del ciclo de Calvin, la C4, por la cual el CO2 es fijado en moléculas de cuatro carbonos, como malatos o asparatos. Estas plantas son mucho más eficientes en la utilización del CO2, especialmente en un contexto de altas temperaturas y fuerte radiación solar. Ello les permite colonizar hábitats más extremos, como en los casos de aridez prolongada o suelos especialmente pobres.

La proliferación de estas primeras gramíneas en el África oriental tuvo que ver con las peculiares condiciones que se dieron a mediados del Mioceno en esa zona como consecuencia de la apertura del Rift y de la actividad volcánica asociada. A partir de diversos centros volcánicos, fonolitas, traquitas y otras rocas eruptivas cubrieron amplias extensiones, dando lugar a suelos de muy baja fertilidad. En estas condiciones, la obtención de fosfatos debió de hacerse particularmente difícil para las plantas de hoja perenne que poblaban las cercanas laurisilvas. Por el contrario, gracias a su particular ruta fotosintética, las gramíneas de esa época estaban bien adaptadas a estas particulares condiciones y debieron de proliferar en los altiplanos del Rift, a pesar de la pobreza del suelo y de las lluvias de ceniza volcánica. Ello se confirma por la proporción de gramíneas de tipo C3 que se encuentra en Fort Ternan, que es muy similar a la que existe actualmente en los biotopos abiertos de los altiplanos africanos de entre 2.000 y 3.000 metros de altitud. Desde estos altiplanos, la vegetación herbácea se expandió a través de los cada vez más frecuentes claros que irían abriéndose en el seno del bosque subtropical original. Así pues, de acuerdo con la información existente, los primeros núcleos de pradera herbácea en el África oriental no se desarrollaron como una consecuencia directa del cambio climático, sino como una adaptación a las peculiares condiciones de alta salinidad y alcalinidad de la zona del Rift.

Ahora bien, esta capacidad de las gramíneas para colonizar los suelos volcánicos pobres en fosfatos constituyó de hecho en una eficaz preadaptación (o preaptación, en la terminología de Elizabeth Vrba y Stephen Jay Gould) de cara a las condiciones de creciente aridez imperantes a partir de mediados del Mioceno, lo que sin duda favoreció su expansión posterior hacia las zonas áridas que se desarrollaron tanto en África como en Eurasia.

En este contexto ecológico se produjo en el África oriental la aparición de un nuevo tipo de primate, diferente de los proconsúlidos arborícolas que poblaban las selvas del África oriental en el Mioceno inferior. Se trata de Kenyapithecus, un antropomorfo que, a diferencia de Aegyptopithecus y su descendiente Proconsul, mostraba ya una dentición con esmalte grueso, adaptada a una dieta basada exclusivamente en hojas y vegetación de tipo duro. Esta característica se encuentra así mismo en la mayor parte de antropomorfos de finales del Mioceno y en los primeros homínidos africanos.

Desde el punto de vista de la locomoción, Kenyapithecus era un cuadrúpedo semiterrestre que debía de pasar largos períodos en el suelo —aunque ello no le impidiese trepar a los árboles—, lo que constituye también una adaptación a las nuevas condiciones de progresiva aridez. En algún momento hace entre 16 y 14 millones de años, Kenyapithecus o una forma parecida colonizó el continente europeo, donde, con el nombre de Griphopithecus, se le conoce en diversos yacimientos de Europa central y oriental como Klein-Hadersdorf en Austria, Neudorf-Sandberg en Eslovaquia o Çandir y Paçalar en Turquía.

PERSISTENCIA DEL BOSQUE SUBTROPICAL EN EUROPA


Mientras tanto, en la Europa atlántica el clima parece haber continuado más húmedo hacia finales del Mioceno medio. En esa época, las temperaturas medias podrían haber sido de unos 20 ºC y amplias áreas se vieron cubiertas por una rica vegetación semejante a los bosques que hoy pueblan las islas Canarias o de Madeira. Este aumento de la humedad ambiental se tradujo en una significativa recuperación de aquellos mamíferos adaptados a un medio boscoso y que habían entrado en regresión a raíz de la crisis de mediados del Mioceno. Así, entre los roedores, los lirones recuperaron su diversidad y reaparecieron las ardillas voladoras y los eómidos, junto a nuevos elementos ligados a cursos de agua estables como los castores. Entre los suidos, el grupo que engloba a los actuales jabalíes y pécaris, se produjo un significativo aumento de diversidad, con la entrada de inmigrantes orientales como Propotamochoerus, Listriodon (un comedor de hojas dotado de molares con crestas cortantes) y Parachleuastochoerus (otro pequeño suido de hábitos frugívoros), que reemplazaron a suiformes persistentes de principios del Mioceno como Bunolistriodon y otros artiodáctilos primitivos como Cainotherium y Amphitragulus. Propotamochoerus era un suido de aspecto moderno y uno de los primeros representantes de la línea que lleva a los actuales jabalíes y cerdos. Su presencia, junto a Listriodon y a Parachleuastochoerus, indica una recuperación de la diversidad de este grupo a finales del Mioceno medio, en consonancia con la recuperación del ambiente húmedo y forestado. Junto a ellos se produce una diversificación de los ciervos primitivos, que en Europa llegan a estar representados por hasta cuatro géneros diferentes. Algunos, como Heteroprox y Euprox, presentaban astas simples con un único candil anterior. Otros, como Stehlinocerus, presentaban ya la típica roseta de los ciervos actuales, culminada por una serie de pequeñas expansiones que formaban una especie de corona. Otros, finalmente, como Palaeoplatyceros, mostraban unas cortas astas palmeadas que prefiguran las astas de los ciervos actuales pero que en el Mioceno constituían una rareza. Esta variedad de ciervos confirma la persistencia en Europa occidental de las condiciones de alta humedad y vegetación subtropical que habían imperado a principios del Mioceno.

Entre los carnívoros, el nicho ecológico de «gran depredador» estaba ocupado por dos grupos hoy completamente extintos, los anficiónidos y los nimrávidos. Los anficiónidos, también conocidos como «perros osos», mostraban una dentición parecida a la de los actuales cánidos, la familia que engloba a lobos, perros y afines. Sin embargo, su robusto cuerpo y sus poderosas mandíbulas, que les permitían incluso triturar huesos, les otorgaba un aspecto mucho más parecido al de los actuales osos, aunque no tuviesen nada que ver con ellos. El análisis de su esqueleto ha revelado que los anficiónidos fueron activos depredadores, capaces de dar caza a una presa a la carrera, tal como hacen actualmente los grandes felinos. Uno de los ejemplos más conspicuos del Mioceno euroasiático es la especie Amphicyon major, una gran forma de más de 200 kg cuyos restos han sido encontrados en diferentes yacimientos de España, Francia, Alemania, Chequia y Turquía. Acompañando a los anficiónidos, el nicho ecológico de «hipercarnívoro» estaba ocupado por los nimrávidos, un grupo que desarrolló características similares a las de los grandes felinos, aunque no estaba emparentado con éstos (un fenómeno que en biología evolutiva es conocido con el nombre de «convergencia»). Los nimrávidos se caracterizaron por desarrollar muy tempranamente la adaptación conocida como «dientes de sable». Aunque los verdaderos félidos dientes de sable aparecieron con posterioridad en el registro europeo, los nimrávidos presentaban unos grandes caninos que sobresalían varios centímetros por debajo de la mandíbula. A mediados del Mioceno, los nimrávidos estaban representados por Sansanosmilus jourdani, una especie de talla relativamente grande que podía llegar a pesar 80 kg (el tamaño de un leopardo actual). Un tercer grupo de carnívoros, las hienas, completan el esquema general de los depredadores de esta época. Ahora bien, las hienas de mediados del Mioceno no se parecían a las actuales hienas africanas, ni utilizaban su estrategia carroñera. A diferencia de los miembros vivientes de esta familia, estos primitivos hiénidos parecían más bien pequeños carnívoros poco especializados, semejantes a las actuales mangostas o melocillos, capaces de trepar a los árboles donde se alimentarían de pequeños vertebrados, insectos y frutos. Éste es el caso, por ejemplo, de Protictitherium y Plioviverrops, dos formas de talla reducida. Con el tiempo, otros hiénidos arcaicos desarrollaron habilidades corredoras y se especializaron en una dieta más carnívora. Es el caso de Thalassictis, una forma que tanto por su apariencia como por su modo de vida debía de parecerse mucho más a un lobo o a un chacal que a sus parientes actuales.

Fuera de Europa central y occidental, también la región de los Siwaliks, en Pakistán, presenta evidencias que sugieren un mantenimiento de las condiciones de humedad al sur de la cadena del Himalaya. Así, las faunas procedentes de Kamlial y Chinji mantuvieron una baja diversidad de bóvidos y jiráfidos, a diferencia de otras localidades de edad parecida de la provincia grecoiraní y del África oriental (como Fort Ternan). Característica común de todas estas zonas húmedas de finales del Mioceno medio, tanto en los Siwaliks como en Europa, es la presencia de antropomorfos arborícolas, encuadrados en el género Sivapithecus en el primero de los casos y en el género Dryopithecus en el segundo.


FIG. 1.5. Reconstrucción de Dryopithecus laietanus de Can Llobateres (cuenca del Vallès-Penedès).

A diferencia de Sivapithecus y de su predecesor en Europa central, Griphopithecus, los molares de Dryopithecus no eran de esmalte grueso sino delgado, preparados para una alimentación basada en frutos y vegetales blandos. De acuerdo con los restos encontrados en el yacimiento de Can Llobateres 2, que incluyen un cráneo parcialmente completo y buena parte del esqueleto, Dryopithecus laietanus fue un ágil braquiador, que se trasladaba de árbol en árbol gracias a sus largos brazos y enormes manos tal como hoy hacen los orangutanes. Esta anatomía contrasta con la que se infiere para Griphopithecus y que debía de ser muy próxima a la de su pariente africano Kenyapithecus, esto es, la de un cuadrúpedo semiterrestre que debía de desplazarse por los árboles a cuatro patas. Hasta no hace mucho, bien poco era lo que se conocía sobre el origen de Dryopithecus. El reciente hallazgo de un esqueleto parcialmente completo de un driopitecino arcaico en el yacimiento del Barranc de Can Vila, en la cuenca del Vallès-Penedès, ha arrojado una nueva luz sobre los orígenes de este grupo. A diferencia de Dryopithecus, Pierolapithecus (nombre con que se ha bautizado a esta nueva forma) presenta una anatomía craneana muy arcaica, con un morro proyectado hacia delante que recuerda el de los antropomorfos africanos de principios del Mioceno como Afropithecus. Sus falanges, además, no son tan alargadas como las del ejemplar de Can Llobateres 2, indicando una peor aptitud para la braquiación. Sus vértebras y costillas, sin embargo, muestran una columna vertebral de tipo avanzado, con los omóplatos situados en posición dorsal y no a ambos lados del cuerpo como ocurre con los monos. Pierolapithecus, por tanto, había ya abandonado la locomoción cuadrúpeda exhibida por los antropoides del Mioceno inferior y medio africano como Kenyapithecus. Se trata, por tanto, del primer eslabón reconocible de la cadena que lleva a los actuales antropomorfos africanos, como el gorila, el chimpancé o nosotros. Probablemente Pierolapithecus se originó en las zonas boscosas del África tropical y, desde allí, colonizó Europa a mediados del Mioceno. Mientras tanto, hace entre 13 y 10 millones de años, en la época conocida como «Tugetiense», todas las evidencias apuntan a que el ecosistema de protosabana al que antes nos hemos referido continuó su expansión por África. Por ejemplo, en los yacimientos del lago Baringo, los pacedores y los ramoneadores están representados por hasta 12 géneros diferentes, en tanto que sólo dos géneros corresponden a herbívoros comedores de vegetales blandos. Sin embargo, el bosque tropical persistía todavía a principios del Tugetiense y durante esta época aún se detecta un limitado intercambio de fauna entre África y Europa a través de la zona de Oriente Próximo. Aparte de Pierolapithecus, al que ya nos hemos referido, hace unos 13 millones de años entran en Europa los grandes mastodontes del género Tetralophodon, que reemplazan a los últimos Gomphotherium del Mioceno medio, y Albanohyus, un pequeño suido parecido a los actuales pécaris. Estos intercambios se habrían producido tras el reestablecimiento del puente continental entre Arabia y Eurasia, después de una breve desconexión que tuvo lugar a mediados del Mioceno.

LA EDAD DORADA DE LOS ANTROPOMORFOS


Hace unos 11 millones de años, a principios de la época conocida como «Vallesiense» (que toma su nombre de la comarca del Vallès, cerca de Barcelona), se produjo un descenso generalizado del nivel de los océanos de cerca de 140 m, provocado por una nueva acumulación de hielo en la Antártida. Como consecuencia de este descenso del nivel del mar, se estableció un brazo de tierra emergido en lo que hoy es el estrecho de Bering, permitiendo la entrada de fauna americana en Asia y viceversa —en aquel momento, las aguas debieron de situarse unos 90 m por debajo de su nivel actual—. Sin embargo, curiosamente, este intercambio fue extraordinariamente limitado: de entre la variada gama de ungulados que entonces poblaban Norteamérica (numerosos équidos, camélidos, etcétera), sólo Hipparion, un pequeño caballo de tres dedos, llegó a colonizar con éxito Eurasia. Hipparion formaba parte de una radiación evolutiva de équidos evolucionados que aparecieron en Norteamérica a mediados del Mioceno. Se trataba de un caballo de dimensiones más reducidas que su pariente actual y que todavía retenía dos dedos laterales, junto al dedo central, en sus pezuñas. Estos dos dedos laterales estaban mucho más reducidos que en su predecesor europeo Anchitherium, indicando una mayor adaptación a la locomoción sobre terreno duro. En la misma línea, su dentición era ya muy parecida a la del caballo actual, con molares columnares de corona muy alta («hipsodontos») y con cemento dentario rellenando los huecos entre las crestas, lo que indica una mejor adaptación a la ingestión de hojas y vegetales duros que en el caso de Anchitherium.

Los datos sobre Hipparion procedentes de las cuencas del Vallès-Penedès y de Viena, así como de la región de los Siwaliks, en Pakistán, sugieren que su dispersión fue muy rápida, extendiéndose por toda Eurasia en pocos miles de años, desde Bering hasta la península Ibérica. Resulta obvio que Hipparion debió de colonizar primero las zonas más septentrionales de Asia, dispersándose posteriormente hacia el sur y el oeste. Su llegada al este de Europa ha podido ser establecida en hace unos 11 millones de años y, casi de forma simultánea, se le encuentra en la península Ibérica en la cuenca del Vallès-Penedès. En su peregrinación hacia los ambientes forestados de Europa occidental, Hipparion arrastró consigo a otros elementos característicos de los biotopos más abiertos de Europa oriental. Se trata de los primeros jiráfidos del género Palaeotragus y de los félidos dientes de sable del género Machairodus. Aunque perteneciente a la familia de las jirafas, Palaeotragus se parecía más a los actuales okapis que a las jirafas propiamente dichas, presentando un cuello y unas extremidades de proporciones normales. A diferencia del actual okapi, sin embargo, mostraba dos grandes cuernos rectilíneos que se extendían por encima de las órbitas y sus miembros eran más gráciles, bien adaptados a la carrera. Por su parte, Machairodus era un auténtico felino, no un nimrávido como Sansanosmilus, que presentaba como este último los caninos superiores mucho más desarrollados que los inferiores. Podría pensarse que Machairodus, un felino dotado de adaptaciones similares a las de Sansanosmilus, debería de haber entrado en competencia con este último y provocado su extinción final. Pero sorprendentemente no fue así. Por el contrario, Machairodus y Sansanosmilus coexistieron a lo largo de 1,5 millones de años sin que la presencia de uno u otro diese lugar a un proceso de desplazamiento o sustitución. Y es que ésta es una de las curiosas características del período Vallesiense, a saber, la coexistencia de tipos de mamíferos que parecen haber ocupado nichos ecológicos similares sin que ello haya desembocado en un proceso de desplazamiento por competencia. De esta manera, la primera parte del Vallesiense constituyó para Europa occidental un momento óptimo desde el punto de vista faunístico y ambiental, con grados de biodiversidad sin parangón en cualquier otra época posterior. Yacimientos como los de Can Ponsic y Can Llobateres 1, en la cuenca del Vallès-Penedès, o Rudabanya, en Hungría, han proporcionado listas de más de 60 especies de mamíferos.

En este contexto, hace unos 10 millones de años, los antropomorfos euroasiáticos alcanzaron unos grados extraordinarios de diversidad, con formas gráciles suspensoras (Dryopithecus y Sivapithecus), otras adaptadas a ambientes más secos (Ankarapithecus) y otras muy robustas, en cierto modo convergentes con los actuales gorilas (Graecopithecus), en un momento en que, por el contrario, muy poco conocemos de este grupo en África. A su vez, estos antropomorfos se veían acompañados en diversas áreas por los persistentes pliopitecos, que durante el Vallesiense alcanzaron así mismo una notable diversidad. Estas formas folívoras probablemente continuaron como pobladores básicos de los bosques de hoja más dura o esclerófilos de las zonas más bajas, mientras que los driopitecos probablemente se concentrarían en los reductos de bosque subtropical húmedo asociados a los relieves próximos.

LA CRISIS DEL VALLESIENSE


Sin embargo, hace 9,6 millones de años se produjo un súbito y abrupto descenso de la extraordinaria diversidad alcanzada por las faunas vallesienses, en lo que se conoce como la «crisis del Vallesiense». Descrita por primera vez en la cuenca del Vallès-Penedès, la crisis del Vallesiense implicó la súbita desaparición local o total de buena parte de los elementos de tipo húmedo que hasta entonces habían caracterizado a las faunas del Mioceno. Entre los grandes mamíferos, esta crisis afectó especialmente a tapires, rinocerontes, suidos, ciervos, bóvidos acuáticos y a los grandes carnívoros de las familias de los nimrávidos y los anficiónidos. Entre estos últimos, se extinguieron todos los géneros y especies de perros osos que habían persistido hasta entonces —sólo algunas raras poblaciones de Amphicyon persistieron por algún tiempo en Europa central—. Entre los roedores, la crisis del Vallesiense implicó la desaparición de la mayor parte de elementos característicos de mediados del Mioceno, afectando especialmente a los lirones, a los hámsteres, a las ardillas voladoras y a los castores. En Europa occidental, la extinción de estos elementos coincidió con la primera expansión desde Asia de los múridos, la familia que agrupa a los modernos ratones y ratas y que, a partir de este momento, se hicieron dominantes. La crisis del Vallesiense también tuvo como consecuencia el declive de los ciervos de bosque y su sustitución por los bóvidos del grupo de los boselafinos (Tragoportax), actualmente representados por Boselaphus, el nilgo de India. Al mismo tiempo, se produjo la entrada de una serie de inmigrantes orientales. Entre los suidos, éste fue el caso de Microstonyx (una especie de jabalí gigante) y Schizochoerus (un suido comedor de hojas parecido a los pécaris), así como el de las hienas de los géneros Adcrocuta y Hyaenictis. Mientras que Hyaenictis fue una activa hiena corredora, Adcrocuta puede considerarse uno de los primeros eslabones del grupo que lleva a las actuales hienas manchadas (Crocuta crocuta) y hienas rayadas (Hyaena hyaena). Adcrocuta presentaba ya las características adaptaciones de las hienas modernas, con grandes molares trituradores de huesos y extremidades cortas y robustas.

Aparte de todos estos elementos, la crisis del Vallesiense también afectó muy especialmente a las florecientes comunidades de antropomorfos europeos, como Dryopithecus, Ankarapithecus o Graecopithecus. En Europa occidental y central, Dryopithecus apenas sobrevivió algún tiempo a los primeros embates de la crisis y todavía se le encuentra en el Vallès-Penedès en los niveles altos de la sección de Can Llobateres y en Viladecavalls. Poco después, sin embargo, desaparece por completo del registro fósil. Casi exactamente lo mismo le sucede en Grecia a Graecopithecus, aun cuando tal vez este robusto antropomorfo pudiera haber persistido por algún tiempo en la parte más reciente del Vallesiense. Y otro tanto sucede con el más grácil Ankarapithecus de Turquía. Tanto en Grecia como en Turquía, esto es, en el núcleo de lo que fue la provincia grecoiraní, los antropomorfos fueron reemplazados por monos del género Mesopithecus. Por el contrario, en Europa occidental y central la extinción de los antropomorfos no conllevó su sustitución por otros primates, y sólo los pequeños pliopitecos sobrevivieron por algún tiempo a los antropomorfos al final del Vallesiense. Dryopithecus parece haber persistido por más tiempo al sur del Cáucaso, en donde unos restos dentarios descritos como Udabnopithecus garedziensis corresponden muy probablemente a este género. El material, procedente de la región de Udabno, consiste en un premolar y un primer molar superior. El esmalte de estos dientes es delgado y los dos son de talla reducida. La edad de los niveles que proporcionaron los restos de Udabnopithecus es de unos 8,5 millones de años. Ello significa que Dryopithecus u otro género de antropomorfos gráciles con esmalte delgado persistió en esta región del Cáucaso cuando este tipo de antropomorfos había ya desaparecido en toda Europa un millón de años antes.

Así mismo, en la zona de los Siwaliks (Pakistán), al sur del Himalaya, los antropomorfos del género Sivapithecus persistieron hasta hace unos 8 millones de años. En el momento de la crisis del Vallesiense, es perceptible en esta zona de Asia un incremento significativo de los bóvidos (que alcanzan el 80 %) a costa de los ciervos de agua (que descienden a un escaso 10 %), aunque no la avalancha de extinciones que afectaron a las faunas europeas. Así, las faunas de mamíferos asociadas a los bosques húmedos subtropicales persistieron hasta hace algo más de ocho millones de años. Estas faunas estaban básicamente compuestas por rinocerontes acuáticos como Brachypotherium, proboscídeos del género Deinotherium, lirones, ratones, musarañas y antropomorfos con adaptaciones suspensoras como Sivapithecus. Pero hace unos ocho millones de años, un conjunto de extinciones de signo parecido a las que se produjeron durante la crisis del Vallesiense afectaron también a esta zona de Asia. Numerosas especies de hámsteres, bóvidos y ciervos de agua desaparecieron y, como en el caso de Europa oriental, los antropomorfos del género Sivapithecus se extinguieron y fueron sustituidos por monos. Estos cambios faunísticos al sur del Himalaya coincidieron en esta región de Asia con un importante cambio en la estructura de la vegetación, que pasó de estar básicamente dominada por árboles y arbustos (es decir, por vegetación de tipo C3) a estar dominada por praderas herbáceas de gramíneas (por vegetación de tipo C4). Este cambio coincide también con un significativo enfriamiento climático y con una nueva extensión de los hielos en la Antártida —y tal vez también en el Ártico—. La extensión de las praderas herbáceas por todo el Viejo Continente, hace unos 8 millones de años, tuvo mucho que ver con el levantamiento del Himalaya y de la Meseta Tibetana y determinó el final de las faunas de tipo subtropical que, hasta entonces, habían persistido en la región de los Siwaliks.

Los primeros pobladores de Europa

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