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ОглавлениеEl año, 1244. El lugar, las estribaciones del Pirineo aranés en su vertiente de la Corona de Aragón.
La mujer detuvo su ascensión por la ladera. Había escuchado los aullidos toda la noche. Los tenía cada vez más cerca. El alimento no sólo escaseaba para los campesinos, sino también para los depredadores. Si no actuaba con presteza, sería un magnífico festín para la manada de lobos que la acechaba.
Aspiró el aire con fruición y contuvo el aliento mientras miraba por encima del hombro, como si el silencio pudiera conjurar la amenaza.
El alba derramaba su luz lechosa sobre la vaguada. Los vio. Eran media docena. Incansables, trotaban en grupo con el hocico pegado al suelo, seguros de su fino olfato para rastrear presas. No lo podía saber, pero para ellos no era nada nuevo el sabor de la carne humana.
Charité Soleil reinició su carrera con renovados bríos, espoleada por el miedo, y provocó por accidente el desprendimiento de una roca, que rodó cuesta abajo con ruido por el entrechocar de piedras.
Como si obedecieran a un sentido común, con un respingo, los animales se detuvieron y alzaron la cabeza en dirección a Charité. Aún no podían verla, pero el sonido y el apetitoso olor que hacía tiempo seguían les indicaban que pronto saciarían su hambre. Tras varios gruñidos inarticulados, cesaron en sus aullidos y se desplegaron en abanico, para luego aumentar la velocidad de su persecución.
«Si no ocurre un milagro, no podré cumplir mi cometido», pensaba mientras comenzaba a correr, cada vez más sudorosa.
De repente, su desbocada huida fue interrumpida por un torrente de montaña, que bajaba crecido por el deshielo primaveral.
«Ahora o nunca», se dijo Charité entre jadeos.
Empezó a desnudarse con rapidez e hizo un hato con sus ropas y el objeto que portaba. Se quitó una última camisola de lana, que le cubría desde el cuello hasta las rodillas. Una camisola que en su día fue blanca, pero que tras el viaje presentaba una tonalidad entre parda y grisácea, con zonas más húmedas debido al sudor.
Tomó una pesada piedra para envolverla con la ropa sucia que hasta el momento llevaba contra la piel. La dejó rodar por la pendiente de una cañada, que discurría paralela a la ruta por la que subían los lobos. Se introdujo en la gélida corriente y remontó el riachuelo. Sentía correr el agua helada entre sus piernas con furioso borboteo. Tras otro ascenso más, encontró un remanso. Se introdujo en el agua hasta el cuello y mantuvo por encima de su cabeza los ropajes y el objeto.
Los lobos llegaron hasta el punto donde la mujer se había desnudado y adentrado en la corriente. Permanecieron inmóviles por la momentánea pérdida del rastro. Venteaban el aire con las entreabiertas fauces cubiertas de espuma. De repente, uno de ellos, de pelaje gris hirsuto, rugió con fiereza en el momento en que recuperaba el olor de la presa. Descendió de nuevo por la cañada junto a sus famélicos congéneres, para seguir en esta ocasión el falso rastro de la camisa y la piedra.
Se había salvado y se acercaba al final de su viaje, iniciado al alba del frío día primero de marzo de aquel año, en las ensangrentadas almenas del castillo de Montsegur, el día de su rendición a los ejércitos de la Iglesia y de Francia.
Charité ascendió con dificultad a través de la barranca hasta un punto donde a sus pies se abría un valle, cubierto aún por la niebla matinal. Un día más, otro valle, nuevas montañas azules en su agotador periplo.
Nacida en Béziers, en febrero de 1209, Charité era la menor de tres hijas cuyos padres crecieron imbuidos por la doctrina cátara. Su vida había corrido paralela a la Cruzada contra los albigenses, decretada en 1208 por el papa Inocencio III. En julio de ese mismo año, la villa fue sitiada por un poderoso ejército cruzado, integrado por veinte mil caballeros y doscientos mil infantes al mando del legado pontificio Arnau Amalric.
Los asediados demostraron una loable valentía, a la vez que somera estrategia militar. Con arrestos decidieron salir para combatir en campo abierto. La ocasión fue aprovechada por los atacantes, que se introdujeron hasta el centro de la población e hizo imposible su salvaguardia. La capitulación fue inmediata, sin que costara sangre en exceso a los sitiadores, de modo que no había motivo ni razón táctica, para tener que dar el bestial escarmiento que dieron, para futuros y prevesibles sitios.
La soldadesca se comportó con la brutalidad acostumbrada, pero se vio superada con amplitud por la crueldad de la decisión papal. Cerca de veinte mil almas, casi toda la población, herejes y ortodoxos católicos mezclados, se encomendaron a sagrado en la iglesia de la Magdalena. De nada sirvió. Fueron pasados a cuchillo sin distinción de edad, sexo o condición por orden del enviado de Roma, al grito de «¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!». Los designios del Señor son inescrutables.
Charité, entonces un bebé de pocos meses, fue salvada en compañía de otros niños por una pareja de iniciados. Peor suerte corrieron sus dos hermanas, Charlotte y Georgette, ambas del mismo linaje, que perecieron degolladas a las puertas de la iglesia, cuando ya los verdugos chapoteaban en la sangre de sus víctimas. A partir de ese momento, la existencia de Charité transcurrió de ciudadela en ciudadela, de asedio en asedio, siempre inmersa en el ideal cátaro, en la doctrina de Les Bons Homes, hasta la derrota definitiva en Montsegur.
Oteó el horizonte en busca de la ruta más corta hacia el sur, en su afán de ganar metros hacia su aún lejano destino. El sol iluminó con sus primeros rayos su rubio cabello.
Su pecho, firme para su edad y para cualquiera, se acompasaba al ritmo de su respiración, e hinchaba el tosco sayal con que se cubría. Cada paso, cada latido de su corazón, la acercaba al santuario y, con ello, al término de su misión. Una vez alcanzado ese punto, ya nada importaría; casi deseaba, como perfecta que era, reunirse en otra vida con sus correligionarios, quemados vivos en el Camp dels Cremats, a los pies del Monte Seguro.
Hacía poco menos de un mes que el obispo cátaro Bertrán Martí la había ordenado como perfecta, y tres semanas desde que le encomendó la misión que la había salvado del fuego, junto a sus compañeros Amiel Aicart y Hug Poiteví. Tan cerca en el tiempo y, a la vez, tan lejos; para ella una eternidad. Jamás podría olvidarlo.
Ese día se habían rendido. El obispo se separó del grupo de refugiados y soldados que se aprestaban a abandonar la fortaleza. Cruzó el reducido patio de armas, para dirigirse al grupo de perfectos que se arracimaban con sus hábitos negros separados del resto; entre ellos se encontraba Charité. Habían recibido el sacramento del Consolament de manos del propio Bertrán y estaban preparados para sufrir el suplicio del fuego antes que abjurar de sus creencias. El obispo la apartó de los que iban a morir para comunicarle la decisión adoptada. Aún dispuesta a morir, sintió una extraña mezcla de alivio y vergüenza. Alivio por seguir viva; vergüenza por desearlo.
Por decisión del círculo íntimo de la comunidad, tres perfectos permanecieron ocultos en un pasaje subterráneo que permitía su salida al exterior: eran Amiel, Hug y, para su sorpresa, la propia Charité. Abandonaron el preciado y austero hábito negro que los distinguía como perfectos para vestir burdas ropas de campesino, y se les encomendó el Legado, el auténtico tesoro de los cátaros, a fin de que lo pusieran a salvo en el Santuario.
Charité Soleil recordaba los gritos de desesperación entre el crepitar de las llamas y los cánticos de los clérigos que oficiaban el auto de fe, insensibles al dolor ajeno. No podía alejar de su recuerdo el intenso olor a carne quemada, mezclada con el incienso de los altares levantados al efecto por los padres dominicos, encargados del Tribunal del Santo Oficio.
Fueron doscientos veinte los perfectos que rechazaron retractarse de su fe cátara y ascendieron con pie firme y cabeza alta a las piras de madera para morir abrasados por las llamas.
Charité y sus compañeros aguardaron dos días en el subterráneo para decidir de común acuerdo separarse. Cada uno seguiría una ruta diferente. Amiel y Hug dejarían pistas claras de su huida a fin de enmascarar el camino que tomara Charité porque ella sería la portadora y custodia del Legado.
Hacía de eso cerca de tres semanas, y la mujer no había vuelto a tener noticias de sus dos compañeros.
Estaba convencida de que en pocos días podría establecer relación con quien había de hacerlo y el secreto por el que tanta gente había dado la vida volvería a estar seguro.
En sus oídos aún sonaban nítidas las últimas palabras que les dirigió el obispo Bertrán Martí antes de su partida: «El nuevo Santuario es el Valle del Bovino; el Señor, Erill; nuestro aliado, el Temple. Esas, hermanos, son vuestras consignas». Aquella instrucción del obispo llenó de estupor a Charité y a sus acompañantes.
Había templarios entre las tropas que sitiaban Montsegur, pero sin noticias de que hubieran entrado en combate, ya que permanecían como simples observadores militares. En su condición de miembros de una Orden de monjes soldado, estaban bajo el mando directo del Papa y, a la vez, sólo respondían ante él. Eran responsables directos ante el eventual ocupante del Trono de Pedro, el hombre que calzara en ese momento las Sandalias del Pescador, por encima de cualquier poder terrenal laico.
Un leve rumor, extraño en aquel paraje, resonó entre los muros de piedra de la cañada mientras ascendía por una nueva garganta entre dos paredes de piedra que daban al sol del mediodía.
Cascos de caballos en el valle. Un galope lejano que la dejó helada. Tenues sonidos que sólo su instinto de animal perseguido le permitió detectar con claridad. Charité contuvo su respiración entrecortada a fin de aguzar el oído. Los tenía encima, como una jauría de perros de presa.
«Aún no han descubierto mi presencia, pero no tardarán en hacerlo. Y son peor que los lobos», pensó mientras redoblaba sus esfuerzos por abandonar el desfiladero. A su edad, conservaba un cuerpo ágil y esbelto, fruto del ejercicio y de su vida al aire libre. Tenía fuertes manos, acostumbradas tanto al trabajo manual como al cuidado de los enfermos, su forma de sustento, con independencia de sus obligaciones como perfecta. Con ellas se aferró a una cornisa de piedra y subió a pulso sobre la misma. Lo que vio desde la cresta le aceleró el pulso.
Por el llano, entre montañas que había cruzado el día anterior, vio, a través de nubes de polvo, una columna de jinetes precedidos de una oscura figura encapuchada.
El sol arrancaba destellos de plata de las piezas metálicas de sus coseletes y espaldares, que las capas con que iban embozados no alcanzaban a cubrir. La primera de las figuras, la que se cubría con capucha, galopaba sobre un corcel negro, semejante a un jinete del Apocalipsis, y vestía el hábito blanco y negro de la regla de Santo Domingo. Los dominicos, Domini canes, los perros del Señor.
«Tengo tres horas, a lo sumo cuatro, lo esencial es esconder el Legado; después todo habrá acabado para mí», musitó.
Permaneció agazapada sobre la roca. La pausa le permitió recobrar el resuello. Agradecía, después de la ascensión, el frescor que destilaba su lisa superficie. El sudor empapaba los mechones rubios que le caían desde la frente y que con gesto mecánico trataba, sin éxito, de disponer detrás de las orejas.
Una hilera de hormigas empezó a subir por sus brazos. Las sacudió con suavidad para zafarse de su molesta presencia. Tuvo sumo cuidado para no matar a ninguna. Como perfecta, se abstenía de comer carne, de mantener relaciones sexuales y respetaba cualquier forma de vida, por despreciable que pudiera parecer a otros. Mientras trataba de librarse de ellas, las observaba afanarse en su caminar sincopado: corrían libres por la palma de su mano; la giró sobre su eje para seguir las diversas trayectorias, hipnotizada por su movimiento. Situó su mano en tierra para que aquellos pequeños seres continuaran su camino, mientras los envidió en secreto.
El risco donde se encontraba se prolongaba un centenar de metros, para desembocar en una pequeña meseta que se inclinaba con suavidad hasta alcanzar un nuevo llano, oculto a los perseguidores por el altozano que Charité acababa de superar.
A pesar de las ondulaciones naturales de esa llanura entre montañas, la diferencia de tonalidad de la tierra revelaba una cañada de paso de ganado que la cruzaba de parte a parte, que la hizo pensar, sombríamente, en una herida en carne viva.
Con la poderosa fortaleza de sus piernas, que contrastaba con la elegancia de su cuerpo, corrió hasta la cañada creyendo que las huellas de los rebaños, que pasaban desde tiempo inmemorial en busca de pastos, la ayudarían a ocultar su presencia.
Ascendió por el camino que serpenteaba por una nueva pendiente, hasta que, de repente, en un recodo se topó con un ternero muerto que estaba siendo devorado por una bandada de buitres. Ante la presencia humana, con batir de alas y graznidos, éstas levantaron el vuelo.
Sin pensarlo dos veces, tras vencer la natural repugnancia, introdujo en las entrañas putrefactas del cadáver de la res el objeto que había custodiado desde Montsegur. El tacto viscoso y caliente por el avanzado estado de descomposición de las vísceras del animal le produjo una incontenible arcada que la obligó a doblarse en dos.
Sacó fuerzas de flaqueza y tiró de los cuartos traseros del ternero para apartarlo del camino y lo ocultó bajo unos matorrales de espino. Luego, al intuir que probablemente el vuelo en círculo de los buitres había alertado a la partida, se alejó cuanto pudo de donde había guardado el objeto.
Tras una apresurada carrera entre peñas, a unos quinientos metros del cuerpo del ternero, machacó contra la pulida superficie de una roca un manojo de hierbas que arrancó del suelo. Lo mezcló con parte del agua que le quedaba para eliminar el nauseabundo olor y no dar pistas a sus futuros captores acerca del nuevo escondrijo del valioso objeto. Bebió con avidez el resto del agua que le quedaba. Tal vez fuera la última vez que mitigaba su sed.
El jefe mercenario cabalgaba al frente de su mesnada, junto al inquisidor, por la yerma llanura, polvoriento y aburrido. A fin de abarcar más terreno en la búsqueda, habían dejado atrás carros e impedimenta al cuidado del resto de dominicos y de siervos.
El aleteo de las aves carroñeras alertó a la tropa.
—¡Capitán! —reclamó el inquisidor mientras tiraba de las riendas y obligaba así a su montura a reducir su marcha al paso—. Partid con vuestros hombres al galope en aquella dirección —ordenó el clérigo, mientras señalaba, con un dedo índice retorcido como un sarmiento, el lugar donde los buitres habían iniciado su vuelo en círculos concéntricos—. Puede ser el fin de nuestra búsqueda. Yo os alcanzaré luego con el resto de la expedición.
—A la orden —murmuró el mercenario, mientras con un gesto señalaba el camino a la tropa.
El inquisidor observó cómo se cumplía su indicación, mientras hacía visera con la mano sobre su frente para evitar el reflejo del sol.
Se trataba de Mariano de Magás, azote de herejes en todo el Languedoc. Era su gran oportunidad de medrar dentro de la Orden. Tenía algo más de cuarenta años. Empezaba a ser tarde para los gloriosos destinos que siempre había soñado. Alto y enjuto, de cuerpo fibroso, estaba poseído por una ambición sin límites, una fiebre que se revelaba en sus ojos oscuros y en el fruncimiento perpetuo del ceño. Desde su ingreso en la regla de Santo Domingo había estado al servicio de Guillermo Arnau, Inquisidor Principal en las tierras del Condado de Tolosa.
Había crecido a su sombra, y era indudable que había aprendido bien el oficio, hasta que los sucesos de Aviñonet lo habían dejado huérfano de su brutal maestro.
Guillermo Arnau, inquisidor de oficio y dominico, era tristemente conocido en tierras occitanas por su fanatismo y su crueldad en la represión de la herejía cátara.
Mientras cabalgaba, Mariano de Magás recordaba a su admirado mentor, lamentando su pérdida dos años atrás: Arnau y el también inquisidor Esteban de Sant-Thibery, este último franciscano y de una catadura moral y aficiones similares al primero, decidieron darse una noche de reposo tras varias jornadas de intenso y sangriento trabajo. Se quedaron con todo su séquito en Aviñonet para descansar en el castillo que los Condes de Tolosa tenían en el pueblo. Un grupo de caballeros cátaros, al mando de Roger de Mirepoix, se presentó en plena noche desde la vecina fortaleza de Montsegur y descuartizó con hachas a cuatro sirvientes, cinco monjes y, cómo no, a los dos inquisidores.
En esta ocasión, las instrucciones que tenía Magás procedían de la más alta instancia. No habría abogado, que en suma no era más que un mero instigador para conseguir la confesión del reo, ya que si trataba de desarrollar una defensa coherente podía incurrir en complicidad con el procesado.
Aún resonaban en su cabeza las recomendaciones de sus superiores: «Hermano en Cristo, tenga a bien olvidar los procedimientos legales; no se precisa la confesión documentada; queremos el objeto y, luego, que desaparezcan en el fuego sus portadores, para la paz de la Iglesia». Así lo haría.
«No voy a perder tal oportunidad. Seré implacable y no ahorraré tiempo ni esfuerzo en conseguirlo. Además, será un placer», pensó el inquisidor acariciándose los labios con la punta de la lengua, mientras veía cómo la tropa a caballo desaparecía tras la primera loma.
Charité había alcanzado una hoya natural entre paredes por donde discurría la vereda. Detuvo su desesperada carrera. Un jinete armado le cortaba el camino. Con el sol a su espalda, hombre y caballo parecían uno solo, como si de un centauro se tratara. La montura, tras el galope para rodear el paso, piafaba inquieta, brillante de sudor, y el polvo se enroscaba en volutas entre las nervudas patas del animal.
Trató de adoptar un aire de naturalidad sin conseguirlo. Pensó en volver tras sus pasos, en el momento en que oyó un tintineo metálico de arreos. Se volvió. En el otro extremo del camino, por donde había venido, se encontraba un grupo de soldados a caballo. El que iba en cabeza y que, por el trato que recibía de los demás, parecía el jefe, había desmontado y se encaminaba a su encuentro con aire taciturno. La mujer se adelantó al soldado:
—¿Qué queréis de mí? Busco ganado extraviado para la cabaña de mi señor —dijo en francés con fuerte acento del Languedoc.
Con gesto hastiado, el capitán se dirigió a ella en el mismo idioma:
—No engañáis a nadie a pesar de esa ropa, mi señora. Venís de Montsegur y éste es el término de vuestro azaroso viaje.
—No alcanzo a entender lo que me decís, caballero. Cuido ganado, y jamás he salido de estas montañas.
—Mi señora, huisteis de la fortaleza después de su capitulación y lo hicisteis con un objeto que la Iglesia, por las razones que sea y que no me importan ni mucho ni poco, quiere tener a toda costa.
—No sé qué queréis de mí. Nunca he estado en ese lugar del que habláis —contestó mientras la voz se le quebraba de angustia.
—Entregadme lo que os pido, mi señora, os lo ruego —le suplicó el oficial, a la vez que extendía la mano cubierta por un guantelete de cuero—. Vos conocéis lo que os aguarda, y no merecéis ser engañada. Os prometo que si accedéis aquí y ahora a mis pretensiones, os ahorraré indecibles sufrimientos con un tajo de mi espada. He vivido como soldado a sueldo desde mi niñez, y el dolor y la muerte no me son desconocidos, pero no podéis imaginar los horrores que, para obtener sus confesiones, son capaces de inventar esos demonios con hábito blanco y negro que nos acompañan.
—¡Cómo osáis, capitán!
El aullido furioso hizo que el soldado y la mujer se volvieran en dirección a la entrada del desfiladero. Hasta allí había llegado Magás seguido por su corte de acólitos, con los hábitos al viento.
—¿Por ventura estábais en franca confabulación con la hereje? ¿Ya os ha embrujado tal vez, mercenario? —dijo el clérigo con un susurro que recordaba el siseo de una serpiente—. ¡Sabed que está en juego vuestra alma ante el Tribunal de Dios, y vuestra vida ante el del Santo Oficio!
La referencia al Supremo Hacedor como futuro juez de sus muchos pecados en este mundo lo dejó indiferente. Hacía tiempo que su empleo como soldado de fortuna para la Iglesia de Roma había empañado sus endebles creencias religiosas. Sin embargo, la segunda de las menciones, respecto a su posible citación por herejía ante la Inquisición, le hizo palidecer bajo la cota de malla.
—Vigiladla, capitán. Respondéis con vuestra vida de la suya —vociferó el dominico a fin de ser oído por todos los presentes—. Acamparemos en el valle y esperaremos la llegada de los carros.
Éstos aparecieron a la caída del sol. Entre restallidos de látigos y maldiciones de arrieros, los dispusieron alrededor de las hogueras que los soldados habían encendido para preparar su colación y a fin de calentarse durante la noche, que se esperaba larga.
Todos menos uno; uno siniestro, pintado de negro y tirado por cuatro percherones, que avanzaba entre crujidos, funesto presagio de lo que contenía.
Mariano de Magás había ordenado que, al abrigo de un bosque de abetos, a unos centenares de metros del campamento, levantaran un enorme pabellón, lugar que el inquisidor había destinado al suplicio al que sometería a Charité en su última noche.
A la puerta de la tienda se encontraba el inquisidor, que observaba con ojo experto cómo descargaban los instrumentos de su oficio: braseros, fogariles, tenazas, cuchillos, ganchos de varias formas y medidas con los que desgarrar la carne viva; el espantoso lecho de madera provisto de tornos y poleas con el que, sin esfuerzo aparente, sus ayudantes podían descoyuntar a un hombre robusto.
—Daos prisa —exhortó a los sayones, mientras con placer mal disimulado se frotaba las manos—. Deseo iniciar al instante el interrogatorio de la hereje.
Débil e introvertido desde niño, Mariano de Magás disfrutaba al torturar a escondidas pequeños animales. Mantuvo esas secretas aficiones hasta la adolescencia, si bien, y muy a su pesar, debió apartarlas al ingresar como novicio. Sin embargo, para su sorpresa, al tomar las órdenes, comprendió que deber y placer podían ser una sola cosa. Tras estudiar Leyes ingresó como calificador en el Tribunal del Santo Oficio. Y no tardó en destacar por su entusiasmo en el servicio a ojos de los miembros de la que en el futuro sería conocida como Congregación para la Doctrina de la Fe. Con fulgurante rapidez, gracias a sus dotes innatas, su aplicación y su falta de escrúpulos, incluso para un inquisidor, logró el cargo de fiscal del Tribunal. Si la actual empresa tenía éxito, era muy posible que ocupara el puesto de su valedor y maestro Guillermo Arnau.
Desde el interior de la tienda Charité observaba con ojos desorbitados los preparativos de un atroz e interminable sufrimiento.
Los verdugos prepararon los braseros, que cargaron con carbones encendidos, donde hundieron tenazas y ganchos. Dispusieron largas mesas en las que, sobre piezas de cuero, colocaron panoplias de instrumentos cortantes de varias formas y tamaños. Todos estos preparativos se efectuaban delante de la mujer por orden expresa del clérigo, que seguía escrupulosamente los manuales al efecto.
Aterrorizar al procesado, ésa era la idea con la que daban comienzo las diligencias judiciales. Se mostraban al acusado los instrumentos de tormento y se explicaban con minuciosidad su funcionamiento y sus previsibles consecuencias. Por su larga experiencia, sabía el efecto que estos macabros preliminares producían en el ánimo de quien iba a ser interrogado.
—Ruego a Dios —rezó con voz queda la mujer— que me dé fuerza suficiente para soportar la tortura y morir lo antes posible sin revelar el secreto.
El viento llevó hasta el campamento los primeros gritos. Los soldados, alrededor de las hogueras, envueltos en sus capas para soportar el frío de la noche, no pudieron evitar estremecerse. Pese a las agotadoras jornadas a caballo, habían perdido el apetito. Bebían vino en silencio con la mirada fija en las llamas, y lagrimeaban cuando el viento les lanzaba el humo a los ojos.
Trataban de adormecer sus sentidos ante aquellos alaridos que no parecían humanos. Eran soldados de fortuna, mataban sin pestañear porque ése era su oficio, pero a duras penas podían soportar impasibles la sádica brutalidad que los monjes desplegaban en sus interrogatorios.
Aquella era zona segura. Tierras garantizadas por condados cristianos que se extendían por cada uno de los extremos del territorio, donde el único riesgo podía ser la aparición de salteadores, cuya presencia en modo alguno suponía una amenaza para una tropa numerosa y armada como la que mandaba el capitán mercenario.
Ningún hombre o demonio se atrevería a importunarlos a pesar de las hogueras, visibles en la noche en muchas leguas a la redonda. Agitados por el viento, los pendones negros con las cruces blancas de la Inquisición restallaban furiosos. Nadie sería tan temerario ni tan estúpido como para inmiscuirse en las tareas de la Orden. Por ese motivo, la seguridad del campamento se había relajado, hasta el punto de que los propios centinelas de guardia se acercaron hasta las fogatas para calentarse.
—Será una noche larga, como la del día que dimos caza al hombre, hace ya una semana —dijo el capitán a sus soldados al sentarse junto a ellos, a la vez que se desabrochaba el peto de cuero y acero que le protegía en combate y se arrebujaba con una manta para caballos.
Tras beber un largo trago de vino del pellejo que encontró más cerca, consciente del malestar que sentían sus hombres, les dijo:
—Descansaremos aquí dos días y luego emprenderemos el viaje de regreso a Aviñón. Allí cobraremos la soldada y finalizará nuestro contrato.
Miró fijamente a sus soldados y, al percibir el alivio en sus rostros, continuó:
—Después, buscaremos trabajo a las órdenes de algún señor cuyas tierras linden con los sarracenos.
—Sí, capitán —asintió su lugarteniente, un gascón achaparrado, recio y tuerto—, pero lo más lejos posible de esos malditos curas.
Al cabo de una hora, Charité se encontraba desnuda atada a un largo banco de madera. Le habían arrancado con unas tenazas las uñas de la mano izquierda y en aquellos momentos se retorcía entre gritos estremecedores, mientras carbones encendidos siseaban sobre su abdomen contraído.
«¿Dónde está lo que llevabas?», era la pregunta repetida hasta la saciedad.
—A dos jornadas de Montsegur capturamos a tu compañero —le susurró Magás al oído, a la vez que le echaba su fétido aliento, mientras sostenía por el cabello la cabeza seccionada de Hug Poiteví—. ¡Mírala, hereje! La he conservado en salmuera para ti. De nada le sirvió soportar doce horas de interrogatorio. Al final gritaba a grandes voces tu nombre. Te delató como un cobarde, entre súplicas para que los verdugos lo agarrotaran cuanto antes —barbotó con deleite el monje.
A pesar del intenso dolor que recorría su cuerpo, Charité Soleil aún mantenía intacta una parcela de conciencia para darse cuenta de que el dominico no había mencionado a su otro compañero, Amiel Aicart. Su esperanza y su fuerza eran que Amiel hubiera alcanzado el valle y que alguien pudiese llegar en su ayuda.
—¿Dónde está lo que llevabas? —volvió a repetir el monje por enésima vez.
Ante el obstinado silencio de la mujer, con gesto impaciente, ordenó a sus acólitos que situaran un brasero bajo sus pies descalzos. El reflejo de las ardientes ascuas teñía de rojo su blanco hábito, que había mantenido inmaculado a pesar de las penalidades del viaje, salvo por las salpicaduras de algunas gotas de sangre de la mujer, que no pudo ni quiso evitar.
Esta situación excitaba sexualmente a Magás y le provocaba un jadeo continuo, como el de una bestia en celo.
El ralo cabello rojizo que rodeaba un cráneo tonsurado, perlado de sudor, le confería el aspecto de un engendro salido del propio infierno.
El intenso calor de los carbones encendidos pasó a ser, en escasos segundos, una viva quemazón para convertirse en un lacerante dolor que recorrió los centros nerviosos de Charité hasta estallar en lo más recóndito de su cerebro con un fulgor blanco, que la sumió en una piadosa inconsciencia.
—¡Vamos, reanimadla! —vociferó Magás a sus esbirros con ademán imperioso—. Echadle agua a la cara... Los trabajos de la Orden deben continuar —masculló el clérigo mientras contemplaba con incontenible lascivia el cuerpo inerte de la mujer.
No los oyeron llegar.
Jinetes a caballo irrumpieron al galope en los círculos de luz que las hogueras delimitaban.
Desplegados en correcto orden de batalla, cubiertos con cascos y con cotas de malla que centelleaban con brillo rojizo bajo largas capas negras de caballería, llevaban las espadas desenvainadas, con las que, al describir molinetes, buscaban certeras el cuerpo de los enemigos.
En la primera pasada, los centinelas que se habían acercado a calentarse, los únicos que permanecían en pie y con armas en la mano, cayeron decapitados.
—¡A las armas! —ordenó con voz estentórea el capitán, en un intento de sofocar el desconcierto que el repentino ataque había provocado en sus relajadas filas.
Una tormenta de acero se abatió sobre las tropas acampadas. Sólo su veteranía impidió una desbandada. Atentos a las voces de los sargentos, los soldados empezaron a replegarse y formaron en pequeños grupos para, espalda contra espalda, repeler el ataque de la caballería.
A las órdenes de un caballero de larga barba y que cubría su armadura con un manto negro, los atacantes, que en aquellos momentos habían rebasado ya los límites del campamento, refrenaron sus corceles, volvieron grupas y formaron dos filas compactas, hombre con hombre, rodilla con rodilla.
Dirigieron de nuevo sus monturas contra los defensores, que aún se encontraban bajo el estupor de la sorpresa, de pie entre los cuerpos ensangrentados de sus compañeros caídos en el primer embate.
—¡Al paso! —indicó tajante el caballero, mientras las filas se ordenaban al mismo compás.
—¡Al trote! —mandó instantes después.
Los caballos caracolearon e incrementaron la cadencia de su paso. Los jinetes adecuaron sus movimientos al aumento de velocidad de las monturas, que respondieron con disciplina militar a la leve presión de espuelas y rodillas sobre sus flancos e hijares.
—¡Al galope! —gritó el caballero por último.
Su voz dominó el martilleo de los cascos de los caballos sobre el suelo, mientras que la misma orden era repetida por una corneta con dos toques cortos, seguido de uno largo.
A pesar de la situación desesperada, el capitán mercenario, buen conocedor de su oficio, no podía dejar de admirar la precisión con la que el compacto grupo enemigo actuaba. Mientras el amenazador muro de músculos y acero desnudo crecía por momentos, observaba la firmeza y la sangre fría que el barbado caballero mostraba en el mando de su escuadrón.
Al inicio de su carrera como soldado de fortuna, había alquilado su brazo a los príncipes de Tierra Santa. Acudió al llamamiento a las armas del papa Inocencio III, el mismo que llamó a la cruzada contra la herejía albigense. No lo había hecho por convicción religiosa, sino porque, a pesar de su juventud, malvivía como sicario en el Reino de Sicilia.
No conoció a su padre y apenas a su madre, prostituta en los muelles de Brindisi, de donde era oriundo. Sin embargo, su destreza en el manejo de la daga le había granjeado merecida fama como asesino, galardón que había llegado a oídos de la justicia y que lo había llevado a embarcarse como simple infante. Con sólo diecisiete años había servido en las huestes de Andrés II de Hungría, a quien acompañó hasta su fracaso en el intento de tomar El Cairo en el año 1221.
Algo en su proceder, en la férrea disciplina con la que mandaba la unidad, correspondida a su vez con la puntualidad con que cada una de sus órdenes era obedecida, le traía recuerdos de sus campañas en ultramar.
Los jinetes que habían surgido de las sombras no combatían individualmente, sino que formaban un frente común que a su paso segaba como una guadaña las vidas de los defensores.
—¡Pierre! —bramó el capitán al tuerto, que hacía de segundo en el mando y que en aquellos momentos pugnaba por colocarse el parche del ojo, que tapaba una oquedad de aspecto sanguinolento—, que formen en orden cerrado y levanten las picas. Al menos, venderemos caro el pellejo. Es lo mínimo que podemos hacer con tan diestros huéspedes como los que se han presentado sin avisar esta noche.
El gascón rió por lo bajo palpándose el ojo sano, mientras con brutalidad trataba de que los hombres, que a aquellas alturas del combate ya chapoteaban en la sangre de sus camaradas caídos en la refriega inicial, formaran algo parecido a un cuadro.
Pese a seguir muy juntas las filas en la carga, en férreo orden cerrado, los caballos galopaban por inercia, desbocados, sin necesidad de que sus jinetes les clavaran las espuelas ni los guiaran con las riendas. Eran altos caballos españoles, bregados en el combate, tanto como los hombres a los que conducían a la batalla.
A una velocidad de vértigo, se lanzaron contra la confusa formación de piqueros. Éstos flaquearon en el último momento. Dieron la espalda al enemigo y dejaron caer lanzas y alabardas, para vergüenza del siciliano que los acaudillaba, inconscientes de que el pánico que los había ganado les privaba de su última posibilidad de defensa.
Los jinetes de la primera fila se introdujeron en la formación como un vendaval. No retrocedieron para desbaratar el cuadro a golpes de mandoble. Los persiguieron a través del campamento para atravesarlos cómodamente con sus largas espadas de caballería que empuñaban.
La segunda fila de la carga encontró una defensa dispersa. Sin el apoyo de los que la habían abandonado, no era ya el bastión inexpugnable que el capitán pretendía. Un cuadro cerrado compacto ofrecía refugio a la infantería, pero cualquier fisura en la formación, si era aprovechada por la caballería, convertía ese mismo abrigo en un confuso baño de sangre. Los jinetes arrollaron a los defensores, a la vez que los aplastaban con el peso y la inercia de los poderosos caballos. Desde la ventaja que suponía la altura de sus sillas de montar, hendían cráneos, seccionaban brazos y rebanaban gargantas.
Los defensores no se rindieron y prefirieron proseguir el combate, sabedores de que todo estaba perdido y que no habría prisioneros.
El siciliano desjarretó un caballo de un tajo, y al caer su jinete, con un golpe certero cortó la cota de malla que lo protegía y le abrió el estómago. Continuaba en liza, ya que esa había sido su vida y pensaba que no era mala manera de acabarla: matando y con la espada en mano.
No le importaba morir; después de todo, en algún momento tenía que ocurrir y era privilegio de guerrero escogerlo. Pero lo que le dolía profundamente era el desastre que estaba causando entre su mesnada la aguerrida compañía de jinetes de negro. Le corroía la curiosidad. Antes de perecer deseaba conocer quién le había infligido aquella estrepitosa derrota.
Las miradas de ambos comandantes se cruzaron. El alto jinete barbado refrenó su caballo a escasos metros del mercenario. Se llevó la mano cubierta de cuero y acero al bruñido yelmo, mientras levantaba la visera que le protegía el rostro. Luego, imperturbable, mantuvo la mirada en mudo desafío.
«Es un hombre mayor, un anciano de barba cana», pensó sorprendido al verlo a cara descubierta. Sus ojos de color azul pálido, casi desvaído, resaltaban en su piel morena surcada de arrugas y pequeñas cicatrices. Su edad contrastaba con la agilidad con que se desenvolvía. Aquella mirada glauca le traía recuerdos de otros tiempos y más honestos empleos.
«Incluso si el oficio es proporcionar una muerte violenta, todo se reduce a una cuestión de formas y matices», se dijo el mercenario, mientras se encogía de hombros.
El caballero, con gesto cansado, descabalgó de su montura y, sin mediar palabra, propuso un combate singular, a vida o muerte, en igualdad de condiciones. Por ese motivo, por propia voluntad renunció a la ventaja que el alazán y el escudo le conferían. Ambos hombres blandieron las espadas al frente y se saludaron con un gesto casi imperceptible, pero sin perderse de vista en ningún momento.
Como avezados combatientes que eran, empezaron a girar en círculo. Se estudiaron. El siciliano amagó una estocada que el caballero se aprestó a bloquear. Chocaron los aceros. Después, rápido como una centella, avanzó un largo paso con el pie derecho y describió un tajo en arco que el caballero dejó pasar sin aparente esfuerzo; a continuación, éste tiró a fondo con la recta espada de caballería; uno, dos, tres golpes, que el mercenario paró recurriendo a toda su pericia mientras trastabillaba al recular.
«No puede ser; aquí no. No en estas latitudes», pensó el siciliano, a la vez que empezaba a jadear por el prolongado esfuerzo. Aquella técnica depurada, la limpieza de movimientos, la manera de combatir serena, sin dejarse arrastrar por la pasión, sólo la había visto en Tierra Santa. O lo derrotaba de inmediato con el apoyo de su mayor vigor y juventud o el anciano guerrero no tardaría en abatirlo.
No era miedo. El siciliano no había sido nunca un cobarde y tampoco tenía excesivo apego a su existencia, pero como soldado de raza, se negaba a dejarse matar como un borrego. Disfrutaba en esa lidia con la muerte, en una curiosa mezcla de vanidad, obstinación y puro placer en el ejercicio de las armas.
El caballero se batía con serenidad. Intercambiaba golpes, pero recibía muchos más de los que lanzaba, y los paraba sin excesiva dificultad y con aplomo. Hasta que un ataque del siciliano se cruzó con otro del caballero, lo cual dio lugar a que las hojas de ambas armas resbalaran una sobre otra, hasta entrechocar con los guardamanos. Podían notar sus alientos y el olor acre del sudor por la proximidad de los cuerpos en tensión.
Al verlo tan de cerca lo reconoció. Los mejores guerreros de la cristiandad. Y él siempre fue excepcional entre ellos. Una leyenda.
Ambos se separaron a la vez que empujaban con sus respectivas hojas y, como un relámpago, el caballero lanzó una estocada imprevisible, y enterró su acero bajo el extremo inferior de la gorguera que protegía el cuello del mercenario, lo que le destrozó las costillas y le partió en dos el corazón.
—Tú, Jean de Badoise... —dijo en un estertor mientras a su boca afluía una bocanada de sangre.
A aquella distancia lo comprendió, justo en ese instante de lucidez que precede a la muerte. Murió con la espada aferrada, como siempre había pensado que sería, mientras recordaba tiempos más felices.
Parte de la tropa de jinetes negros, con su comandante al frente, dejó atrás el campamento, donde ya no quedaban más que los cadáveres de los defensores. Cruzaron a galope tendido la distancia que los separaba del siniestro pabellón. Éste se recortaba en la noche con aspecto irreal, por los fogariles que en su interior se mantenían encendidos y los hachones ardientes que iluminaban ante su puerta.
La batahola del reciente y próximo combate no había pasado inadvertida a Magás, quien se había refugiado en el interior con varios dominicos, no sin antes ordenar a los sayones que protegieran la entrada con sus vidas.
Los hombres a caballo tiraron de las riendas de sus monturas a escasos metros del pabellón y refrenaron su marcha resbalando sobre la hierba húmeda. Descabalgaron y, en rápida carrera, llegaron hasta el grupo de sayones, que, armados con hachas y cuchillos, trataban, con más miedo que convicción, de cumplir las órdenes de sus amos.
En extremo hábiles en torturar hombres y mujeres privados de libertad, en modo alguno eran rivales en combate, y menos aún para una tropa de élite como la que el anciano caballero mandaba.
Los tres primeros caballeros, entre los que se encontraba en el centro el anciano de luenga barba, seguidos por un hombre vigoroso vestido con ropas de campesino, desenvainaron las espadas y sin apenas aminorar el paso, degollaron en un instante a los sicarios del dominico. Su sangre tiñó con arcos de color carmesí las lonas blancas de la entrada del pabellón.
Al entrar en la tienda, se ofreció a los ojos de los caballeros un espectáculo aterrador: las largas bancadas con las macabras herramientas del oficio de verdugo puestas por orden, salvo las que ya habían sido utilizadas en el cuerpo de la mujer; los braseros con los ganchos y las tenazas al rojo vivo; el olor a sangre y carne quemada.
Con una ira mal reprimida que amenazaba con desatarse, el caballero apretó la mandíbula con un crujido audible. Miró a los tres dominicos que trataban de esconderse detrás del propio Mariano de Magás y a la mujer, tendida en el banco, atada de pies y manos, inconsciente.
—¡Cómo os atrevéis a irrumpir en esta tienda, a hollar este suelo! —rugió el infame clérigo mientras se interponía entre los caballeros y la mujer—. Soy Mariano de Magás, inquisidor al servicio del Papa. Mientras sigan las tareas de este Santo Tribunal, el terreno que pisáis es sagrado, e interrumpir nuestra labor conlleva excomunión y muerte en la hoguera.
De un manotazo, Jean de Badoise apartó al inquisidor, que con la violencia del golpe fue a estrellarse contra un brasero.
Le dio la espalda al monje que, en aquellos momentos, trataba de liberarse de las ascuas que amenazaban con prender su hábito. Se dirigió hasta la mujer y con un puñal que sacó de su cinto cortó las ligaduras que le aprisionaban los pies y las manos. Alzó su mano hasta el cuello y soltó el broche de complicado diseño árabe que sujetaba la negra capa de lana que hasta ese momento llevaba. Con ella, siempre de espaldas, cubrió la desnudez de la mujer y con infinita ternura le susurró al oído:
—Todo acabó ya, valiente señora, todo acabó; vos no debéis morir, no podéis. Es esencial vuestra existencia.
Como una oración aprendida, el caballero continuó con voz baja, apenas audible para los demás presentes en la tienda:
—El nuevo Santuario es el Valle del Bovino; el Señor, Erill; nuestro aliado, el Temple.
En respuesta a la dulzura de la voz del anciano, Charité abrió sus ojos verde agua. Rodaban por sus mejillas mansas lágrimas de satisfacción, y en la dulce langue d’Oc, con un hilo de voz, musitó:
—El ternero en la cañada, el ternero muerto, mirad en su interior... el Legado vuelve a estar a salvo.
El caballero la acunó entre sus brazos como la niña que entonces era, la levantó en vilo y la entregó al hombre que les acompañaba, el único que vestía calzas y jubón de campesino. No era otro que Amiel Aicart, perfecto y conocedor a través de la tradición druídica de los secretos de las plantas y la medicina.
Al volverse, ya sin la capa, en su hábito blanco que hasta ese momento había permanecido oculto, brillaba con luz propia la cruz paté, insignia de los ordenados como Caballeros del Temple, los pobres caballeros de Cristo.
—Pero, pero... vos sois un templario —dijo Magás sin acabar de creer lo que sus ojos presenciaban—. Debéis obediencia absoluta al Papa y a Roma.
No era de extrañar la existencia de relaciones entre cátaros y templarios. Estos últimos, sobre cuyos hombros recaía el peso militar de la defensa de los Santos Lugares, habían entrado en vías de entendimiento con el hasta la fecha enconado enemigo y abogaban por la confraternización con los musulmanes.
Coexistencia pacífica de ambas religiones. Roma extirpó de raíz esos vínculos: exigía la guerra a ultranza. Esa cerrazón de la curia acercó a los templarios al mensaje cátaro.
«La paradoja es que demasiada sangre vertida nos ha acercado. Pero a ti, perro, no te voy a dar explicaciones», pensó el anciano caballero, mientras miraba con desprecio al religioso.
Mariano de Magás constataba la veracidad de los rumores en relación a los venidos de ultramar, templarios contaminados por la herejía, convictos de inteligencia con los sarracenos.
—Arrepiéntete, templario, arrepiéntete en nombre de Roma —le reconvino el dominico, crucifijo en mano, mientras a su espalda escondía un cuchillo de destazar que había recogido de una mesa—. Eres un traidor a nuestra Iglesia, debes obediencia al Santo Padre.
—¿Traidor a nuestra Iglesia? —gruñó De Badoise, a quien no le había pasado inadvertida la torpe maniobra del clérigo—. ¡Vosotros seréis durante los siglos venideros la vergüenza de la nuestra! —rugió, para luego, con las dos manos, descargar la pesada espada en un mandoble que hendió en dos el rasurado cráneo del dominico.
Había pasado una semana.
Bajo los cuidados prodigados por Amiel, Charité se recuperaba con lentitud de sus heridas y, con más dificultad si cabe, de la sorpresa causada por las revelaciones del verdadero Legado.
Se hallaba sentada en un catre de campaña a la puerta de una de las tiendas del campamento. Ya lograba incorporarse y descansaba los pies, que habían entrado en vías de curación, en un escabel taraceado. Respiraba el aire fresco de la mañana mientras un tímido sol naciente dibujaba volutas doradas en el interior de sus ojos verdes.
A su lado se encontraba Jean de Badoise, que no se había separado de ella ni un solo momento.
—Debía ser así como ha sido, mi señora. El Círculo Íntimo lo sabía desde siempre.
Charité contemplaba con la mirada perdida la explanada que se abría frente al campamento. Veinte caballeros templarios y treinta sargentos de la Orden, que aspiraban algún día a hacer los votos y vestir hábito blanco, se ejercitaban en el manejo de las armas a caballo. Hasta ellos llegaban con nitidez las voces de mando y el entrechocar de aceros.
—Entonces lo que oculté en el ternero muerto... —murmuró mientras dirigía su mirada al caballero.
—Un apéndice de un todo.
Con resignación, Charité bajó la mirada al suelo y asintió.
—Mi señora, es vuestro deber romper los votos. El Legado es para siempre, es eterno y así deberá seguir. Ahora en el Valle del Bovino; mañana, en el mundo entero.