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4. EL TERROR DE 1824 (PURIFICADAS Y REPRESALIADAS)

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El tiempo de libertad y de efervescencia política que se abrió en 1820 proporcionó a las mujeres la posibilidad de integrarse en la vida pública de nuevo. Sin ignorar las trabas a las que muchas tuvieron que hacer frente para integrarse como miembros de pleno derecho en las sociedades patrióticas, las mujeres no dejaron de estar presentes en esos importantes vehículos de politización. Asimismo, en tanto que madres y esposas, las mujeres se comprometieron de diversas formas en la defensa del constitucionalismo. Algunas escribieron en los periódicos sobre materias políticas, mientras que la mayoría no dudó en participar en los actos cívicos en defensa de la Constitución o en honor de los héroes de la revolución. No obstante, donde la visibilidad de las mujeres se hizo más perceptible fue en el orden simbólico, mediante prendas y abanicos con adornos y símbolos alusivos al liberalismo, como las populares cintas verdes.

De igual forma que los hombres, la politización de las mujeres se incrementó en los momentos en que estuvo en peligro la continuidad del sistema constitucional, a partir de julio de 1822, y por supuesto en 1823, cuando se tuvo noticia de que la Santa Alianza pretendía enviar un ejército para restituir en sus plenos poderes a Fernando VII y acabar con el régimen liberal. Entonces, como en 1808, las mujeres se mostraron dispuestas a defender el orden establecido con todos los recursos disponibles, incluso con las armas.

Por ello es lógico pensar que la actuación de las mujeres a favor del liberalismo no se diluyó del todo durante la Ominosa Década (1823-1833). Si repasamos la actividad de personas concretas, podemos constatar el papel imprescindible de las mujeres en las tramas revolucionarias del interior y sus consecuencias. No hay que olvidar que, como hemos visto en las páginas anteriores, de nuevo la condición de esposas, viudas o madres de liberales colocó a muchas mujeres bajo sospecha y las hizo ser objeto de vigilancia, represión o exilio.

La violencia originada tras el nuevo restablecimiento del absolutismo en 1823 se tradujo en una persecución constante de los liberales hasta la amnistía de 1832. A la represión institucional hay que sumar la violencia social, promovida por los Voluntarios Realistas o por los mismos vecinos y paisanos de los señalados como liberales. Tal era la situación que un pañuelo, un abanico o vestir una cinta verde o morada eran motivo suficiente para merecer la ira popular.74 Ejemplo de lo dicho es el acoso que sufrió María Antonia Gimbernat, viuda de Miguel de Manuel, quien vio cómo la muchedumbre apedreaba su casa una vez que las tropas francesas entraron en Madrid.75 También es paradigmático el caso de Florentina Gómez de la Flor: las esposas de los Voluntarios Realistas la insultaron y maltrataron por serlo ella de un miliciano nacional.76

En lo tocante a la coacción ejercida por la Corona, de nuevo hay que aludir al hecho de que muchas mujeres, ya fuera por su vinculación personal con liberales o por sus propias convicciones políticas, fueron sometidas a procesos de purificación. Incluso sin motivo justificado, todo el personal vinculado a la Administración en todos sus niveles tuvo que someterse a un nuevo escrutinio para justificar su actuación política, pública y cívica durante los tres años del Gobierno constitucional. Si tras dicho proceso se las consideraba favorables al liberalismo, eran suspendidas y expulsadas de sus lugares de trabajo o, en el peor de los casos, obligadas a pagar multas o condenadas a penas de prisión.

De nuevo como en 1814, muchas de las personas que tuvieron que pasar por estas causas fueron mujeres que, como Tomasa Román, eran pensionistas del Estado y vieron que sus pagas quedaban suspendidas tras ser acusadas de apoyar a los liberales y a la Constitución de Cádiz. En el caso de Tomasa se consideró agravante el hecho de no impedir que sus hijos se alistasen en la Milicia Nacional.77 Precisamente, uno de ellos, Juan Contreras y Román, que comenzó su carrera militar en 1823, también fue perseguido por los realistas como exaltado.

Otras hermanas que tuvieron que pasar por un largo proceso de purificación para recuperar el pago de sus pensiones fueron Juana y Ramona de Yturbide, hijas de Joaquín de Yturbide. Ambas fueron acusadas de ser exaltadas y de apoyar abiertamente al régimen constitucional. Así lo aseguraba uno de los denunciantes, que afirmaba haberlas visto salir al balcón a insultar a los realistas que pasaban por la calle. Otros aseguraban que cuando su sobrino, miembro de la Milicia Nacional, fue herido de muerte, su cadáver fue paseado por las calles entre aplausos y vítores por un grupo de exaltados que lo condujeron en hombros hasta el cementerio de la Puerta de Fuencarral. Por fin, otro de los informantes certificó que las hermanas decidieron marcharse a Sevilla al aproximarse las tropas francesas. Como cabe suponer, tales acusaciones sirvieron para impurificar a las hermanas en primera instancia. Sin darse por vencidas, iniciaron un segundo proceso que se prolongaría desde 1827 hasta 1829. Nuevos testimonios relativizaron entonces su apoyo a la causa liberal y señalaron que habían tenido un comportamiento pausado, sin manifestaciones o acciones a favor de los liberales durante esos tres años, más allá de mencionar el caso evidente de su sobrino.78

Son muy comunes los testimonios en los que se destaca la participación de mujeres en actos cívicos en los que se rendían honores a los héroes liberales como Riego, se homenajeaba a la Constitución o se cantaban canciones e himnos patrióticos. Tales fueron los casos de Teresa Garrido79 o de las hermanas María Lorenza y María Mercedes Alesón. En septiembre de 1827 fueron acusadas de cantar «El trágala» en varias ocasiones, tanto en su casa como en reuniones públicas.80

Menos suerte tuvieron las que, tras pasar por procesos judiciales similares, acabaron siendo condenadas o sufrieron prisión.81 En estos casos, los castigos tuvieron una clara intención represiva. El nivel de dureza de las condenas estaba en función del grado de participación en determinadas acciones que identificaban a la mujer con el liberalismo. El catálogo de dichas acciones era muy variopinto, pero iba desde acudir a manifestaciones cívicas y simpatizar con los liberales —como Soledad Mancera, que fue condenada a diez años de galeras por encontrar en su casa de Madrid un retrato de Riego y una reproducción del texto constitucional—82 hasta dar auxilio a liberales fugados, como Joaquina Maruri, vecina de Madrid, que fue castigada con el destierro al demostrarse que había alojado al exaltado Remigio López; obligada a abandonar su ciudad también tuvo que dejar su trabajo de cigarrera en la Real Fábrica.83

Otra de las acusaciones más habituales fue la vinculación personal de estas señoras con hombres de responsabilidad política o militar. La propia hermana de Espoz y Mina, Simona, fue encarcelada en 1823 en la Casa de Misericordia de Pamplona acusada de cantar canciones liberales y de haberse declarado contra la monarquía absoluta. No obstante, como su misma cuñada declararía, el motivo principal de su encierro fue su parentesco con el militar.84 Algo parecido tuvo que sufrir María Barbeito, viuda del diputado José Santiago Muro, pues el acoso y la vigilancia constante por parte del Gobierno la obligaron a marcharse con sus hijas en 1828.85

Como vemos, en pleno retorno del absolutismo, las manifestaciones públicas abogando por la causa liberal tuvieron serias consecuencias. Por esta razón no es de extrañar que durante este período todos aquellos que habían tenido algo que ver con la defensa de las tesis liberales se esforzaran por ocultar o desvincularse de su pasado liberal en un plano estrictamente público. Como el ideario liberal estaba condenado a la clandestinidad, se vio relegado al espacio privado. Si, por un lado, las relaciones con un liberal eran ya causa suficiente para que la mujer sufriera el ultraje público de los realistas, por el otro, se entendía el liberalismo como una ideología, una forma de vida que se compartía en familia. Aunque en teoría el papel del sexo femenino se percibía como circunscrito al espacio doméstico, la concepción de la conspiración como una red político-familiar clandestina, en la que el padre o el marido desempeñaban la función de cabeza de familia y de guía ideológico, hacía que esa doble responsabilidad, la política y la familiar, recayeran sobre la mujer en ausencia del varón.

El Decreto de 1 de octubre de 1830, por el que se prohibía mantener correspondencia con cualquier individuo que hubiera emigrado fuera del país por motivos políticos relacionados con el fin del régimen constitucional, no hacía más que afianzar el ostracismo al que se sometieron los simpatizantes del liberalismo. Además, dicho decreto establecía claramente que se consideraría traidores, y, por tanto, condenados a muerte, a quienes proporcionaran auxilio y apoyo a los rebeldes liberales. El número de mujeres encausadas y castigadas «por liberal» en virtud de este decreto aumentó notablemente.86

Pese a la dura represión a la que los defensores de la causa liberal estaban sometidos, sus partidarios no se desanimaron. No es necesario decir que tampoco lo hicieron las mujeres afines al liberalismo. Es de sobra conocido que en el entramado de la conspiración fracasada de José María Torrijos había varios agentes femeninos. En Málaga estaba María Teresa Elliot, la cual mantenía correspondencia asidua con Torrijos, con el seudónimo de Pepa. Por ello fue detenida en octubre de 1831 y condenada a muerte, aunque por suerte se acabaría conmutando la sentencia. Igualmente, en Cartagena, en noviembre de 1831, Torrijos contaba con un núcleo leal de mujeres: Ana María Manresa, Joaquina Baldaura, Concepción Inglada, Florentina Tudela y Encarnación Onteniente; además de Vicenta Boix en Peñíscola87 y Francisca de Suárez Rodríguez-Mezquita, que formaba parte de las redes de las gentes próximas a Torrijos en Asturias.88

Caso aparte son los de Joaquina Urtazun, alias Jacinta Loreto, y Juana Gallego, alias Josefa Hernández. La primera, vecina de San Sebastián y viuda del coronel Asura, organizaba en su casa reuniones clandestinas y redirigía correspondencia hacia los núcleos conspiradores del sur de Francia. Precisamente, uno de los contactos de Joaquina era Juana Gallego, quien desde Salamanca mantenía correspondencia con los exiliados de Bayona, entre los que se encontraba su esposo, León Arnedo. Por último, Joaquina Urtazun fue descubierta en otoño de 1831 cuando se dirigía en barco hasta Bayona con cartas comprometedoras para Espoz y Mina.89

Igual que la trama de Torrijos, la conspiración de Agustín Marco-Artu y Acha de 1831 proporciona varios ejemplos de colaboración femenina.90 Tanto su esposa, Eugenia Morales, como la prima de esta Esperanza Planes Bardají, alias Peligros, los escondieron de las autoridades. De hecho, justo en el momento en que la policía irrumpía en la casa para detenerlo, saltó por el balcón y huyó. Lamentablemente, Esperanza Planes, que estaba en esos momentos en la casa, no tuvo oportunidad de escapar y fue detenida por ocultar a su primo y mantener correspondencia con Espoz y Mina. Seguramente, la Peligros, como se hacía llamar para ocultar su identidad, estaba casada con Florentino Arizcum —un revolucionario muy cercano a Espoz y Mina—, por lo que las cartas que se encontraron en su poder y la incriminaban por conspiración posiblemente eran de su esposo.91 Otra de las detenidas como consecuencia de la trama de Marco-Artu fue la esposa de Antonio Buch, María Teresa Panigo. A esta también se la acusó de mantener correspondencia subversiva. Fue condenada a muerte, aunque finalmente se le conmutó la pena a seis años de reclusión en el Real Colegio de San Nicolás.92

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