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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеSegún una visión optimista de la historia humana, esta se caracterizaría por una ampliación irreversible del cuerpo social y político gracias a la inclusión progresiva de nuevos sectores. Este credo del progreso material y moral se impuso desde la Gran Revolución de finales del siglo XVIII y principios del XIX, y, a partir de entonces, lo han profesado tanto el liberalismo y la democracia como las distintas clases de socialismo. Todos esos idearios creen en el engrandecimiento inexorable de la civitas, sin más discrepancias que las referidas a los métodos que habría que emplear para lograrlo (la reforma o la ruptura, el acuerdo o la lucha) y a cuándo se alcanzaría el objetivo final de equiparación absoluta (ya logrado o pospuesto a un futuro indefinido).
De acuerdo con esa interpretación, las primeras formas políticas contemporáneas, los Estados nación liberal-burgueses, fueron patrimonio exclusivo de una ínfima minoría, compuesta por hombres blancos, acomodados, heterosexuales —siquiera en apariencia— y devotos —cuando menos oficialmente— de la confesión religiosa oficial del país donde vivían y cuyo poder político dominaban mediante instituciones representativas. Aunque brotasen de las cenizas del antiguo mundo feudal regido por el privilegio, las primeras cristalizaciones del nuevo demos también excluyeron. Fue así porque en el naciente mundo de ciudadanos había que delimitar el perímetro de esa condición, y definir implica excluir, también en lo sociopolítico.1
Si se mide en porcentajes, la mayor de esas exclusiones fue, y en muchos aspectos y lugares sigue siendo, la de las mujeres, que componen al menos la mitad del género humano. Así, por ejemplo, el capítulo escrito por Elena Fernández demuestra el activo, pero a la postre subordinado, papel que el colectivo femenino representó en la lucha contra el absolutismo. Esta autora confirma que las mujeres afrancesadas o liberales, por sí o debido a su relación con maridos y parientes, no escaparon de la persecución y condena, antes bien sufrieron como los hombres las represiones políticas que se desencadenaron desde 1814, con la restauración del absolutismo. La gran mayoría de ellas permanecieron en España, pero muchas acabarían huyendo hacia el exilio, donde experimentarían una doble proscripción aunque perteneciesen a las capas sociales superiores. Las mujeres supusieron un porcentaje nada desdeñable (un 10 % aproximadamente) de las quince mil personas que se expatriaron entre 1814 y 1833, y, si bien es cierto que en muchos casos se trató de acompañantes de familiares perseguidos, en la mayoría de las ocasiones, la salida fue consecuencia de sus acciones y compromiso político en el interior. Eran mujeres liberales convencidas que, como sus compañeros, continuaron su lucha en espacios foráneos.
Pese a su relegamiento, las mujeres no han dejado de comprometerse y movilizarse muy activamente en favor de los ideales políticos en los que han creído. Corrobora esta idea el capítulo de Just Casas, titulado «Mujer, revolución y guerra», centrado en la Guerra Civil española de 1936-1939. Casas sitúa en primer plano la marginación social de la mujer y demuestra que las distintas formas de sumisión del sexo femenino aún estaban muy arraigadas en la sociedad catalana en los años treinta del siglo XX, también en los sectores rupturistas que decían defender la emancipación femenina. La coyuntura revolucionaria que se vivió en Cataluña durante aquella guerra no consiguió revertir la marginación social de las mujeres ni sacarlas de sus posiciones subordinadas, tampoco en instituciones revolucionarias como los tribunales, las Patrullas de Control o las milicias. Con todo, al menos permitió que se produjeran pequeños avances en su emancipación, principalmente a partir del activismo sindical, político y militar que demostraron algunos colectivos femeninos, en especial los relacionados con organizaciones revolucionarias de Barcelona y su entorno metropolitano.
Después de la gran exclusión femenina, las más numerosas —y, en ciertos casos, superpuestas—2 serían las que se valen como pretexto de diferencias raciales o étnicas, siempre irrelevantes y a menudo ficticias. Por desgracia, no se han contemplado en este volumen, que así incurre en una de las omisiones más graves de la historiografía contemporánea española. Esta no ha concedido toda la atención debida a la esclavitud en las colonias o a las vicisitudes de los romaníes y otras minorías, más allá de aproximaciones algo folclóricas o predominantemente antropológicas.3 En cambio, van viendo la luz cada vez más estudios sobre las exclusiones basadas en conductas sexuales, pese a las grandes dificultades metodológicas y documentales a las que suelen enfrentarse las investigaciones en ese campo.4
La España contemporánea se caracterizó desde su inicio por la uniformidad religiosa, mantenida de iure hasta hace pocas décadas y de facto hasta hace aún menos. Recuérdese que el artículo 12 de la Constitución de Cádiz estipulaba que «la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera» y prohibía «el ejercicio de cualquiera otra», una formulación que se mantuvo con pocos cambios durante toda la época liberal. Por lo tanto, España no es el mejor sitio para estudiar la exclusión religiosa en los últimos dos siglos, que, en cambio, reviste una enorme importancia en muchos otros países europeos. Las historias del Reino Unido, Francia, Suiza o Alemania en ese período quedan severamente distorsionadas si se omiten los enfrentamientos, las treguas y las paces entre los fieles católicos y los de las iglesias reformadas; la del continente entero se vuelve abstrusa si se borra de ella a musulmanes, armenios y, sobre todo, judíos. Apenas hará falta recordar que los fieles de estas dos últimas confesiones fueron víctimas de los mayores crímenes de lesa humanidad en un siglo, el xx, que algunos se empeñan en presentar como más avanzado que su predecesor.
Las exclusiones étnica o religiosa se mezclan a menudo con la económica, mucho más estudiada en España, y juntas o por separado han sido las responsables de los mayores movimientos de población de la contemporaneidad. Hasta fines del siglo XIX, cuando se verificó la mayor transferencia de peninsulares hacia América, el término emigración se refirió indistintamente a la que se debía a causas económicas y a la que se derivaba de motivos políticos. Se diría que la ambigüedad pone el acento en el hecho de abandonar el propio país, al tiempo que da por supuesto que en algún momento se regresará a él. La lengua española mantiene hasta hoy esa noción de provisionalidad y, a diferencia de la francesa y otras, sus hablantes no suelen distinguir emigrante (e inmigrante) de emigrado (o inmigrado).
Hasta encontrarse «el año que viene en Jerusalén», la marginación persistente por cualquiera de esos motivos o por varios a la vez no solo ha generado exclusiones, sino también autoexclusiones, muy a menudo de carácter defensivo. A su vez, estas han dado lugar a las respectivas subculturas tanto en situaciones de tolerancia como de clandestinidad o semiclandestinidad. Por su parte, las autoridades han tendido a buscar la firmeza, la estabilidad y continuidad mediante la represión y el cumplimiento a la fuerza de «la ley y el orden» cuando los colectivos excluidos que cuestionaban seriamente el sistema reaccionaban o manifestaban su malestar con contundencia o violencia. Esta idea queda bien reflejada en el capítulo de María Rodríguez, titulado «Primero de Mayo (1890-1893): represión política, respuesta estatal a la jornada de ocho horas en Cataluña». Rodríguez demuestra la incapacidad del Estado español de la Restauración para atender la importante cuestión social obrera, más allá de las medidas represivas contra el obrerismo organizado. La actitud y respuesta de los Gobiernos, tanto liberales como conservadores, ante los primeros primeros de mayo revela su visión de esa jornada como un ataque al orden establecido. No se permitió que el obrerismo pusiera en primer plano su marginalidad absoluta en el sistema, y la respuesta fue la mencionada: represión pura y dura, incluso con la fuerza del ejército, las detenciones, los cierres de centros obreros, etc. El objetivo era acabar con una jornada reivindicativa que de todos modos se perpetuaría en el calendario de las efemérides sindicalistas. No obstante, el Gobierno consiguió su objetivo al menos durante el primer lustro de la década de los noventa del siglo XIX: en 1893, último año analizado por Rodríguez, la participación en la jornada cayó claramente, y los anarquistas, el colectivo más dinámico y enérgico los años anteriores, prácticamente desaparecieron.
Aunque la expresión «exilio interior», tan usada durante el franquismo, sea muy gráfica, también tiene mucho de engañoso. La forma más drástica y real de sustraerse a un poder adverso o de escapar a condiciones económicas y sociales insufribles consiste en poner tierra de por medio. En lo político, eso es en rigor el exilio, que con sus variantes de ostracismo —el de Alcibíades de Atenas— o destierro —el de Ovidio en Tomis (actual Constanza)— está documentado desde época clásica. Permaneció en la Edad Moderna —recuérdese el de Maquiavelo—, pero esta se caracterizó más bien por la amplitud y variedad de los extrañamientos colectivos por razones religiosas: el de los judíos y los moriscos en la monarquía hispánica, y el de católicos o protestantes en muchos Estados cristianos durante las guerras de religión. También entonces se poblaron dominios lejanos con legiones de condenados como criminales comunes: Siberia con los vasallos díscolos de los zares o Australia con los súbditos más turbulentos de Su Majestad Británica.
El exilio político masivo es, en cambio, un fenómeno contemporáneo nacido de los grandes conflictos en los que comenzaron a trazarse las fronteras que hoy separan a los Estados nación de manera tan nítida. En efecto, los primeros grandes exilios contemporáneos fueron el de los lealistas norteamericanos y el de los curas refractarios y los nobles contrarrevolucionarios franceses.5 Francia conocería otros muchos exilios en los decenios posteriores, al compás de los frecuentes cambios de régimen que conoció: el de los monárquicos constitucionales bajo la Convención girondina, el de los republicanos moderados bajo la Convención jacobina, el de los jacobinos y los realistas bajo el Directorio y el Consulado, el de los constitucionalistas en el Imperio, el de estos y los bonapartistas cuando la Restauración, de nuevo el de los realistas bajo la monarquía de julio, el de los monárquicos en la Segunda República o el de los demócratas y republicanos en el Segundo Imperio.
Este veloz recorrido por el modélico caso francés revela que el volumen y la fuerza de un exilio no dependen de la capacidad o la voluntad represivas de un poder estatal, sino de cuánto haya calado la conciencia política en la población y de la virulencia que alcancen los conflictos de ese género. Así ha ocurrido también con otros grandes exilios contemporáneos, como el que se asocia a la Polonia desmembrada a fines del siglo XVIII y reconstruida solo tras la Primera Guerra Mundial, el consecutivo a la instauración de regímenes comunistas a principios o mediados del siglo XX o el provocado por la implantación de dictaduras militares en el Cono Sur americano en la década de los setenta.
La cantidad y variedad de los exilios españoles6 también obedece a esas leyes generales, por lo que su existencia desmiente por sí sola la pasividad o el desinterés de la ciudadanía española en los siglos recientes. Por extensión, la exuberancia de esos extrañamientos no nace de ninguna peculiaridad cultural o étnica, sino del hecho incontestable de que el país accedió a la contemporaneidad por la vía revolucionaria y, como de costumbre, esta se dividió en fases de signo opuesto, jalonadas por episodios de máxima confrontación. A lo sumo, la gran densidad de la experiencia histórica española hizo que el país exhibiera uno de los muestrarios políticos más variados del mundo a fines del siglo XIX e inicios del XX, ya que contenía toda la gama del liberalismo, la democracia y el republicanismo, más las diferentes opciones socialistas y los nuevos idearios corporativos y confesionales, así como los formatos contrarrevolucionarios de muy rancio abolengo.
Semejante profusión recomienda reservar el vocablo exilio para los casos en que cruzar una frontera fue el único modo de mantener garantías y derechos. Si estos se pudieron ejercer en el interior, si otros correligionarios disfrutaban de esas prerrogativas, habrá que ampliar el arsenal de palabras y afinar más al utilizarlas. Exilio, deportación, destierro, extrañamiento, proscripción, confinamiento o fuga no funcionan como sinónimos exactos, y conviene seleccionar el que mejor convenga en cada caso para no caer en simplificaciones o maniqueísmos. Desde luego, hay que usar todos los matices de la paleta al ocuparse de los múltiples y a menudo contrapuestos exilios españoles de la primera mitad del XIX. Entre los extrañamientos de los liberales perseguidos por el absolutismo de 1814 a 1820 y de 1823 a 1832 se intercala la huida al extranjero en 1820 de algunos realistas para organizar desde allí el ataque a un régimen que no les proscribía, operación que iban a repetir durante la guerra civil de los Siete Años. Tras la victoria definitiva de la revolución liberal, la fuga absolutista-carlista vino a sumarse desde 1840 a la de una parte del liberalismo moderado durante la regencia de Espartero y, en 1843, a la del sector progresista vinculado al exregente Espartero, él mismo cobijado en Londres.
Como muestra Manuel Santirso en «Exiliados y prófugos progresistas en el 48 español», el idealismo cada vez brilló más por su ausencia en el exilio a partir de la llegada de los moderados al poder en 1844. Progresistas y carlistas, parapetados allende los Pirineos, alcanzaron un acuerdo de no beligerancia y mutuo reconocimiento que incluso permitiría la coexistencia de guerrillas de ambos signos en el interior. Esta confluencia carlo-progresista de 1846-1849 —que en Portugal llegó a ser abierta alianza— careció de más objetivos que el derribo del nuevo edificio estatal que estaba construyendo el liberalismo conservador, y de más programa que la reconquista del poder. No es de extrañar que participase en las conspiraciones el negociante José de Salamanca, escapado de España por unos delitos económicos que quiso tapar con una capa de pintura política. El exilio se había convertido en un factor de inestabilidad de primer orden y en un lastre para la normalización de las relaciones exteriores del naciente Estado liberal español.
Aunque la amnistía general de 1849 hubiese dado unos años de tregua, el método de conspiración en el extranjero para preparar un pronunciamiento en el interior renació en 1865, y conservaba buena parte de su atractivo para ciertos sectores del carlismo y del republicanismo, incluso después del colapso de la Primera República y el final de la Segunda Guerra Civil Carlista. Pere Gabriel expone esa pertinacia en su capítulo «La seducción de un exiliado antiborbónico ahora republicano. Ruiz Zorrilla y el republicanismo federal, 1875-1893». Asimismo, valora el impacto que tuvieron sobre el conjunto del movimiento republicano de entonces las contradicciones entre lucha política parlamentaria o revolucionaria y acción en el interior o en el exterior. Estas tensiones vinieron a sumarse a las derivadas de los debates tradicionales sobre la cuestión social y sobre la organización territorial del Estado, hasta atomizar el movimiento. En ese contexto de honda división interna, el antiguo progresista Manuel Ruiz Zorrilla se sirvió del exilio francés como base desde la que liderar la tendencia insurreccional y unitarista. Su influencia y sus contactos llevaron a que el conjunto del republicanismo mantuviera la opción de la asonada —con su inevitable dosis de violencia— y adquiriese una orientación general liberal-progresista, en muchos sentidos también españolista, que tendió a neutralizar o desactivar las reivindicaciones claramente obreristas del republicanismo federalista con mayor tradición histórica, especialmente del pimargalliano.
Residual durante la Restauración —cuando, sin embargo, se produjo la gran emigración económica antes citada—, el exilio rebrotó con fuerza en la dictadura de Primo de Rivera y pareció replegarse durante la Segunda República, cuando, sin embargo, se asistió a abundantes escisiones y exclusiones políticas. Jordi Pomés se ocupa de una de ellas en el capítulo titulado «De ilustres dirigentes a marginados y excluidos. El grupo intelectual fabiano de la Unió Socialista de Catalunya (1923-1939)». En él se describe la progresiva marginación que sufrieron dentro de su partido a partir de 1932 los intelectuales que lo habían fundado y dirigido hasta entonces. Sin embargo, este apartamiento, que se efectuó en paralelo al proceso de radicalización y bolchevización que experimentó la Unió Socialista de Catalunya, no enterraría los ideales políticos de los padres fundadores ni rescindiría el firme compromiso que aquel colectivo intelectual había adquirido con la República en 1931. Fue, por lo tanto, un ejemplo significativo de que la exclusión política y la expulsión, primero del propio partido y después del país, no resultarían definitivas, antes al contrario engendraron un activismo que, décadas más tarde, tendría consecuencias positivas para el restablecimiento de la democracia y las libertades en el país.
El desplazamiento de grandes contingentes de población fue sin duda una de las tragedias humanas más sangrantes de la Guerra Civil de 1936-1939. Los huidos de la zona franquista, en su inmensa mayoría ancianos, mujeres y niños, llegaron a la retaguardia como refugiados de guerra. Tal y como afirma Joan Serrallonga en su capítulo «¿Otra España? Cataluña al final de la Guerra Civil de 1936-1939», la logística para acogerlos fue uno de los problemas más importantes de toda la retaguardia. El autor consigue describir de manera muy clara cómo estos problemas pudieron agudizarse en Cataluña —que llegó a acoger a alrededor de un millón de refugiados— debido a los enfrentamientos entre los Gobiernos de la Generalitat y de la República por el control de todos los organismos de ayuda, asistencia, sanidad y apoyo. Serrallonga demuestra que, a pesar de esos choques y de que el Gobierno catalán y otros regionales refugiados en Cataluña se vieran casi totalmente privados de papel político, las administraciones republicanas nunca dejaron de prestar con toda la solidez posible los servicios básicos, e intentaron por todos los medios asegurar unas condiciones de vida mínimas no solo para los refugiados de guerra, sino también para toda la población civil en general.
El desenlace de la contienda generaría el exilio más numeroso, con mucho, de la historia contemporánea de España: más de cuatrocientas mil personas cruzaron la frontera francesa en la retirada y unas doscientas mil permanecerían en Francia. Como todo lo referido a aquella guerra, el flujo de exiliados hacia el extranjero —también a América Latina, sobre todo a México y Argentina— ha dado pie a una bibliografía inabarcable, aunque no siempre productiva.7 Así, el exilio de 1939 se sitúa en el centro mismo del trauma que ha alimentado a muy buena parte de la historiografía contemporaneísta española de 1970 para acá. Se ha vuelto muy difícil analizar la represión, la violencia y el exilio mismo sin entrar en otra guerra, siempre perdida, para comprender algo que sucedió hace más de ochenta años.
Por eso conviene evaluar con sumo cuidado las condiciones en que se desarrolló la vida de los exiliados y los vaivenes políticos de los países que los recibieron, que no siempre los acogieron. El capítulo debido a Phryné Pigenet, «Instrumentalización y represión de los exiliados españoles en Francia (1937-1975)», cobra especial valor en este sentido, porque pone de relieve una gran variedad de situaciones, desde las próximas al exterminio o la esclavitud a la estancia aceptada e incluso subsidiada. Pigenet demuestra el fuerte activismo que, una vez más, estos exiliados españoles desarrollaron en Francia y su influencia en la vida política del país anfitrión, pero también se ocupa de la represión de las autoridades francesas contra ese activismo político y sindical, y por fin demuestra que a lo largo del franquismo las autoridades favorecieron la represión de grupos de refugiados (en especial, los colectivos sospechosos de utilizar a Francia como base de la lucha armada) en la medida en que pudieran comprometer la seguridad del territorio y violaran los intereses diplomáticos del país. Es preciso señalar que la actitud de las autoridades francesas también varió a lo largo de la dictadura franquista, de acuerdo con las afinidades ideológicas de los refugiados y con sus vínculos con los diversos partidos y sindicatos franceses, preocupados desigualmente por la situación española.
El surgimiento de una subcultura marginal se cuenta entre los efectos más terribles del exilio, porque a menudo el afán de preservar una llama sagrada trae consigo la resistencia a integrarse en el nuevo hogar y una fosilización nostálgica de la imagen del país de origen, que no obstante evoluciona sin contar con los proscritos. Los liberales españoles que vivían en el mismo barrio de Londres y no aprendieron inglés durante la década absolutista de 1823-18338 reconquistarían el poder poco después, pero la larga duración del Franquismo produciría que el exilio republicano, desmantelado por las luchas intestinas y la falta de autocrítica, se volviera casi irrelevante en la Transición democrática.
La crónica del comunismo de las Baleares desde 1936 al desarrollismo ilustra muy bien los efectos combinados de la clandestinidad y el exilio. En «Martirios, exilios y reconstrucciones en el comunismo balear (1936-1968)», David Ginard ofrece detalles valiosos del dinamismo comunista en el exterior y el interior: cifras concretas, nombres propios de los comunistas isleños exiliados, además de una cronología precisa, condiciones y causas de las principales oleadas de expatriaciones. En cuanto a estas últimas, además de la de 1936-1939, destaca también la que el autor llama el segundo gran éxodo, entre finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, dirigido fundamentalmente hacia Argelia, Venezuela y Francia, en el que se combinaron razones políticas y económicas, pero cuyos protagonistas fueron en su mayoría colaboradores de la resistencia antifranquista. Ello no debe hacernos olvidar al otro de los grandes brazos tradicionales del movimiento obrero español —y balear—, sometido a significativa opresión a partir de la Guerra Civil: el anarcosindicalismo, y, sobre todo, su gran central sindical, la CNT.
Una visión bastante menos optimista del devenir humano que la enunciada al principio de esta introducción admitiría que, en efecto, la civitas se ha expandido en muchos países hasta integrar a la mayoría de su población, pero recordaría que permanece una fuerte tendencia en sentido contrario. No en vano, ACNUR es una de las agencias de la ONU que ha tenido mayor desarrollo y ha concitado más simpatías en los últimos tiempos, por encima de otras de gran arraigo. Por otra parte, la historia contemporánea, sobre todo la del siglo XX, ha mostrado repetidamente que el marginado de ayer se convierte con facilidad en el marginador de hoy o de mañana: no habían transcurrido muchos lustros de la restauración de un Estado polaco cuando este representó un triste papel en la Shoá; pocas décadas después de que los supervivientes de aquellos campos de exterminio fundaran el Estado de Israel, este renunciaría a integrar a la población palestina; tras una interminable dictadura, los líderes de la Myanmar democrática, incluida la premio nobel Aung San Suu Kyi, han propiciado la tragedia de los rohinyá. En cuanto a los exiliados, y una vez más, ¿también lo son quienes escapan de la justicia de un Estado liberal-democrático o de la universal? ¿Les cuadra ese calificativo a los criminales de guerra nazis refugiados en el Cono Sur americano tras la derrota del Tercer Reich? ¿Era un exiliado Ronald Biggs, el famoso ladrón del tren de Glasgow escapado con su botín al Brasil? ¿Y el general Pinochet, mientras se dirimía en Londres su extradición a España? ¿Y Josu Ternera?
Con todo, también cabría un balance positivo a partir de los ejemplos recogidos en este volumen, que distan de ofrecer una panorámica completa de las muchas formas de exclusión y expulsión de las que adoleció España en los últimos dos siglos. Se podría concluir también que la marginación o la represión no comportaron ni el total exterminio ni el silencio permanente en la mayoría de los casos. Como si de un fenómeno físico se tratara, a menudo se produjo un efecto de reacción, en virtud del cual las víctimas resultaron reforzadas o resarcidas, a veces en períodos de tiempo sorprendentemente cortos, gracias a su perseverancia, empeño y firmeza. A pesar de todo, quizá se pueda seguir suscribiendo aquel fragmento del poema «El nuevo coloso», que escribió Emma Lazarus en 1883 y hoy sigue figurando en el pedestal de la Estatua de la Libertad neoyorquina: sin distinción de causa ni de lugar de origen.
¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres
Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad
El desamparado desecho de vuestras rebosantes playas
Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades a mí!
LOS EDITORES
Notas
1 Llamó la atención sobre esta realidad ineluctable Immanuel Wallerstein, «Citizens all? Citizens some! The Making of the Citizen», Comparative Studies in Society and History, vol. 45-4, 2003.
2 Como señala Mary Nash en «Representaciones culturales y discurso de género, raza y clase en la construcción de la sociedad europea contemporánea», en Mary Nash y Diana Marre (coords.), El desafío de la diferencia: representaciones culturales e identidades de género, raza y clase, Bilbao, Publicaciones de la Universidad del País Vasco, 2003, págs. 21-36.
3 Constituye una excepción a esta regla el excelente, aunque ya antiguo volumen colectivo coordinado por Teresa San Román, Entre la marginación y el racismo. Reflexiones sobre la vida de los gitanos, Madrid, Alianza Editorial, 1986.
4 Valgan como ejemplos los dosieres «Homosexualidades», en la revista Ayer, núm. 87, 2012, y «El hombre español frente a sus otros: masculinidad, colonialidad y clase», de Rubrica Contemporanea, núm. 13, 2018.
5 Sobre las antiguas y las nuevas funciones de la frontera pirenaica, puede leerse con provecho Benjamin Duinant, «Transgressions, perméabilité et construction de la frontière. Brigands, déserteurs et prêtres à travers les Pyrénées basques (1789-1802)», Histoire des Alpes-Storia delle Alpi-Geschichte der Alpen, núm. 23, 2018, págs. 89-106.
6 Se hallará un inventario de urgencia en Juan Bautista Vilar, La España del exilio. Las emigraciones políticas españolas en los siglos XIX y XX, Madrid, Síntesis, 2006.
7 Se encontrará una aproximación multidisciplinar a él en Francisco Durán Alcalá y Carmen Ruiz Barrientos (eds.), La España perdida. Los exiliados de la II República, Córdoba, Diputación de Córdoba/Patronato Niceto Alcalá-Zamora y Torres/Universidad de Córdoba, 2010.
8 Los retrató con ternura no exenta de crítica Vicente Llorens, él mismo exiliado, en Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), Madrid, Castalia, 1968.