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Ana y sus rarezas

¿No les ha pasado que recuerdan una cosa tan lejana en el tiempo que ya no están seguros de que haya sido verdad o solamente un sueño?

Desde siempre, he llevado en mi cabeza la imagen de una ciudad que juraba haber visitado. Recordaba edificios y construcciones que no se parecían nada a los de Ciudad Magna: sus diseños tenían formas extrañas, en tonos blancos y plateados, con grandes ventanales, cúpulas y túneles transparentes en los que no tenías que caminar porque el piso era una banda transportadora. Había árboles, lagos y jardines por todos lados, incluso en el interior de los mismos edificios o en sus balcones.

Les pregunté a mis papás una y mil veces sobre esa ciudad; ellos sólo se veían a las caras con algo de nerviosismo y se apresuraban a decirme que nunca habíamos visitado un lugar como ese, que seguramente lo habría visto en una película o en un sueño. Y si, cualquiera de esas explicaciones era posible, pero el recuerdo se sentía tan real que no me sentía a gusto con esas respuestas.

Me puse a investigar en Internet sobre lugares con estas características y lo más cercano que encontré al sitio de mis recuerdos fue la ciudad de Dubái, que está en los Emiratos Árabes Unidos. Solo que queda bastante lejos de Ciudad Magna, y un viaje hasta allá cuesta más caro que todas las casas de mi colonia juntas, así que ni de chiste habíamos ido Ahí de vacaciones, a menos que nos hubiéramos ganado el viaje en una rifa.

No terminaba de convencerme de que la dichosa ciudad era solamente un sueño, pero ante la falta de evidencia no tenía más remedio que aceptarlo. Afortunadamente, el tiempo se encargaría pronto de demostrarme que no estaba alucinando.

Por cierto, no me he presentado.

Me llamo Ana Amser y acabo de cumplir doce años. Desde que ocurrió lo del museo, “el curioso caso de la pintura renacentista”, ha pasado ya algo de tiempo... Más del que se pueden imaginar.

Ahora sé cosas que en ese entonces no sabía. Por ejemplo, en aquella época yo no me consideraba una niña normal. Tampoco era que tuviera cuatro brazos o cinco ojos, o que en las noches me con vertiera en zarigüeya y saliera a los basureros de las casas a buscar comida. Mi “rareza” era una buena rareza, es decir, esa rareza que viene bien en ocasiones. Lo malo es que no dejaba de ser rareza y, ya saben, a una no le gusta sentirse rara, bueno, a mí no me gustaba.

Probablemente han sentido en alguna ocasión que están en cierto sitio o con un grupo de personas en donde nada más no encajan. ¡Imagínense sentirse así todo el tiempo! Es cierto que me llevaba bien con mis amigos y que la mayoría de la gente que conocía era muy amable conmigo, pero no podía dejar de sentirme fuera de lugar. Y todo era a causa de ciertas “habilidades” (así, entre comillas) que no me ayudaban mucho a considerarme normal.

En primer lugar ¿qué pensarían de una persona que nunca se enferma? Y cuando digo “nunca” es ¡nunca!, ¡jamás!, ¡ni por error! ¿Extraño? ¿Imposible? Pues bien, esa es una de las habilidades de las que les hablo. Nunca en la vida me ha dado gripa, fiebre, diarrea; mucho menos varicela, hepatitis u otras enfermedades más graves. Mi mamá me contó que cuando yo estaba en primero de primaria, una de mis compañeras se enfermó de sarampión y tuvo que faltar a la escuela. Pocos días después, todo el salón se había contagiado menos yo. ¡Incluso la maestra se enfermó!

¡Por supuesto que me sentí muy infeliz, yo también quería enfermarme de sarampión como los otros niños! Así que tomé un marcador y me dibujé puntitos rojos por todo el rostro. Lo único que saqué con eso fue que mi mamá se pasara una hora lavándome la cara para borrar mi sarampión de mentiritas.

Esto era un secreto, mis papás me dijeron que por ninguna razón le podía decir a nadie que yo nunca me enfermaba. Supongo que les daba miedo que doctores o científicos me quisieran hacer estudios o sacarme sangre para crear una vacuna o algo por el estilo. Por supuesto que esto tiene una explicación lógica que más adelante les revelaré, cuando sea el momento.

Tengo otra habilidad secreta, esta ni siquiera la conocen mis padres.

La descubrí hace años cuando llegó a mi escuela una niña llamada Jennifer. Ella solo sabía hablar inglés, así que la pobre no platicaba con nadie. Como me daba pena verla Ahí sola y asustada me le acerqué para sacarle plática. Para mi sorpresa, pude entender cada palabra que Jennifer decía, y no porque yo entendiera el inglés, sino porque la escuchaba hablar en mi propio idioma. ¡Sí! Como si ella fuera el personaje de una película doblada. ¡Y no solo eso! Cada cosa que le decía a Jennifer, según yo en mi idioma, ella lo entendía a la perfección porque en realidad lo decía en inglés.

Raro, ¿no? Pues espérense, porque la cosa no termina Ahí.

La otra vez, mi papá estaba viendo en la televisión una película rusa. Para mí, los actores sonaban como si hablaran mi idioma, les entendía sin problema, pero sabía que mi papá los escuchaba hablando en ruso porque en un momento dejaron de poner letritas con la traducción, y él se enojó muchísimo, ya que iban a revelar quién era el culpable de un crimen.

Después de esto, me di cuenta de que algo no andaba bien. Me metí a Internet y comencé a buscar videos en todos los idiomas: italiano, francés, latín, chino mandarín, bengalí. ¡Los entendía todos! Incluso el idioma de los elfos de El señor de los anillos. ¿Cómo era esto posible? Yo jamás había estudiado ninguna de esas lenguas.

Decidí ponerme a investigar y me topé con algo llamado “don de lenguas”, que es la habilidad para entender y expresarse en otros idiomas, aun cuando no los has aprendido. Pensé que quizás eso era lo que me ocurría, pero la verdad, sentí miedo de que me estuviera volviendo loca, así que nunca se lo confesé a nadie. Ni siquiera a Mina o a Eric. Absolutamente a nadie. Al menos tengo la ventaja de no tener que leer los subtítulos cuando voy al cine a ver una película en otro idioma.

La tercera rareza no es precisamente sobre mi persona, aunque sí está muy relacionada conmigo: mis queridos padres Carlo y Melva Amser. Ella estudió contabilidad, pero ahora se dedica a la casa. Él es maestro de física en la Universidad de Ciudad Magna. El sueño de mi papá siempre fue ser astronauta, lo malo es que nunca aceptaron su solicitud en una escuela de Astronomía en el extranjero. Al parecer, los astronautas deben tener ciertas características físicas si es que quieren viajar al espacio, y como él es bajito y no precisamente muy esbelto, pues no hubo manera. Eso sí, debo decir a su favor que es muy inteligente.

Para no sentirse tan mal por el asunto de que no podía ser astronauta, papá se volvió un fanático de todo lo que tiene que ver con el espacio. A diario ve películas de ciencia ficción o documentales sobre viajes a otros planetas y cosas de ciencia.

Hay una película muy rara que ve casi todas las semanas. Se llama 2001: Odisea del espacio. Siempre que la termina de ver se emociona hasta ponerse a llorar como un niñito. No sé por qué, la película es aburridísima porque casi no hay diálogos. Es más, durante medía película los personajes son unos changos que se la pasan peleando. Pero para mí papá esa película es lo máximo.

Además de las labores del hogar, mi mamá tiene otra ocupación muy poco común. Verán, seguido llegan a la casa personas con caras de angustia que buscan a mi mamá para pedirle consejos. Ella los escucha y les dice qué hacer. No es exactamente una psicóloga porque no estudió para eso, los consejos que les da se basan en... cómo se los explico...

Miren, mi mamá le sirve una taza de café a cada persona que va a consultarla. No es un café cualquiera, se lo traen de una isla que se encuentra muy lejos de Ciudad Magna. La persona le cuenta sus penas mientras se toma un café y, cuando está a punto de terminárselo, mamá coloca un poco más de café molido en el líquido que queda en la taza. Luego tira el líquido restante, y en las paredes y el fondo de la taza se quedan los granitos del café, haciendo figuras que representan el pasado, el presente y el futuro de quien lo bebió.

No se cómo le hace, pero las personas que la visitan dejan ahí su cara de angustia y salen tranquilos, sonrientes y relajados. A esto se le llama “caféomancia” y, no se preocupen, no es cosa de brujería ni nada por el estilo. Es una técnica que aprendió de mi abuela, quien era originaria de un país europeo. Un día le pregunté por qué salían tan contentas todas las personas que iban a visitarla. ¿Acaso nunca veía malas noticias en sus futuros?

—Claro, a veces la lectura del café no dice cosas agradables —me explico—, pero yo siempre les digo que pueden cambiar su futuro si así lo desean.

— ¿Cómo? Si tú ya viste su futuro, ¿No se supone que tiene que suceder? —le pregunté.

—No, Ana, yo no veo nada. Solo es una interpretación, la gente tiene el poder de llevar su vida por el camino que desee.

Muchas veces le pedí a mi mamá que leyera mi café, pero nunca quiso hacerlo. Me decía que si de entrada ya era inquieta, con una taza de café encima no habría quién me aguantara. Sin embargo, creo que no accedió por otra cosa, algo sobre mi futuro que no me quería revelar.

Tengo otra cosa muy importante que contar acerca de Carlo y Melva Amser, pero eso también será en otro momento. Por ahora, basta con que sepan que son padres muy cariñosos y que los amo como loca. Siempre me dijeron que para ellos yo era un regalo del destino. No entendía en ese entonces, pero ahora sé exactamente a lo que se referían.

La ultima de mis rarezas es más bien una cualidad. Soy el paño de lágrimas de todos mis amigos Se los explico por si no conocen la expresión: es cuando, por alguna razón, la gente se acerca a ti para contarte sus penas y terminan desahogándose a punto de pegar el grito. Algo así como lo que hace mi mamá con la gente que va a que le lea el café; solo que sin café ni lectura ni nada, solo escucho y aconsejo.

Según dicen mis amigos, siempre tengo las palabras precisas para consolarlos. No sé, será que hay algunas situaciones que a la mayoría de la gente le resultan muy difíciles de solucionar, y para mí son tan sencillas como contar hasta tres.

El maestro Bulnes me dijo una vez que yo tengo mucha inteligencia interpersonal, eso significa que se me da lo de entender lo que le pasa a los demás y darles consejos, o sea que soy una especie de psicóloga. Y la verdad, a mí me fascina aconsejar a mis amigos y ayudarles con sus problemas. Como aquella vez que Mina hizo trampa en un examen y se sentía muy nerviosa y culpable. Le aconsejé que confesara la verdad, pidiera disculpas y afrontara las consecuencias. O cuando a Eric se le murió Alejo, su cotorro, y se deprimió tanto que no hablaba con nadie.

Lo malo era que, aunque se me facilitaba ayudar a otros a solucionar sus problemas, no terminaba de entenderme a mí misma. Ese sentimiento de no pertenecer al mundo en el que vivía no de jaba de torturarme. Había días en los que les sonreía a todos, pero por dentro me sentía extraña y nostálgica. Me daba por pensar que todas mis rarezas se debían a que yo era algo así como una extraterrestre que se quedó estancada en el planeta Tierra como E.T. Por eso nunca me enfermaba y sabía idiomas que nadie me enseñó.

Mi suposición no estaba tan equivocada. Esa pintura, “Anacronismos”, era la hebra que había que jalar para descubrir el hilo de mi historia, solo que este hilo estaba lleno de nudos que tendría que deshacer.

Bueno, ahora que me conocen mejor, puedo seguir contando la historia.

Anacrónica

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