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Giros

Ese domingo cumplía 11 años con 11 meses con 11 días. Sí, ya sé, soy una obsesiva con esto de contar días. Desde hace algunos meses esperaba esa fecha para poder escribir en mi estado de Facebook: “11.11.11”. Lo hice y recibí muchos likes, pero luego pensé que era tonto porque casi nadie sabía en realidad lo que significaba, así que lo borre.

El día pasó sin nada interesante que reportar, salvo los malestares que no dejaban en paz a mi mamá y la lucha de mi papá por armar un librero que compró para acomodar todos sus DVD de series y películas de ciencia ficción. Muy ingeniero él, pero tuvo que desarmar las piezas del mueble en un par de ocasiones porque se había saltado uno de los pasos. Todo por no querer leer el instructivo.

Por la noche, estaba yo muy a gusto escuchando el disco de Lara Flitzpin, mi cantante favorita, cuando recordé que tenía tarea de Civismo: debía investigar la historia de la Constitución de Reindera. Cosa rara en mí, la había dejado para el último. Ya que conseguí la información que necesitaba y la copié en unas fichas de trabajo, recordé la pintura que había visto en el museo, ya saben, la de mi doppleganger. Abrí Google y escribí las palabras “anacronismo” “renacimiento” y “Di Verninni”, que eran el título, la época y el autor, respectivamente, y seleccioné la opción de imágenes.

Entonces la pantalla se inundó de “anacronismos”. ¿Recuerdan la imagen que les mostré anteriormente? No la Mona Lisa deforme, sino la otra pintura. Bueno, sí, esa misma apareció en un montón de sitios de Internet. Resultó ser bastante famosa. Seleccioné la primera imagen y la guardé en una carpeta.

Luego entré a un sitio sobre pintores para buscar información del autor: Giuliano Di Verninni. Y aquí viene lo raro, la pintura sería muy famosa, pero sobre él no se decía nada. Pasé de una página a otra y en todas era lo mismo: “se desconocen datos biográficos del autor”.

Solamente su nombre y su obra habían sobrevivido a los siglos. Triste, ¿no? Hacer una pintura que se vuelve muy popular y que nadie sepa nada de tu vida.

Abrí la imagen en el visor de fotografías y le hice zoom para observar con más detalle los rasgos de la guapa modelo (idéntica a mí, se los recuerdo). Revisé con cuidado el lunar a un lado de la boca para comprobar que fuera como el mío. ¡Eran idénticos! Estaban justo en el mismo sitio, qué miedo Lo verifique mirándome al espejo y haciendo una medición al tanteo. Me dieron escalofríos. Después de todo, no resultaba tan descabellada la idea de que la chica de la pintura no fuera mi doppleganger, sino yo misma.

Casi me infarto cuando se escuchó el sonido de la bandeja de entrada de mi cuenta de correo. Había llegado un mail. Era enviado por un usuario llamado “Delfos”. Dude en abrirlo, no conocía a nadie con ese nombre, apodo o lo que fuera.

Intente resistir la tentación por un par de minutos, pero me ganó la curiosidad. Abrí el correo y me topé con un mensaje muy parecido a uno que ya había leído antes:

Cinco giros has de dar.

Las preguntas están en Delfos.

Las respuestas bailan en el tiempo.

Apenas lo leí y la pantalla se puso toda negra. Me traumé, pensé que había bajado algún virus y que había infectado la computadora ¡Mis papás me iban a matar! ¡Quien me tenía de curiosa abriendo mensajes de gente desconocida! De pronto, apareció una imagen, era una fotografía de unas ruinas que parecían griegas, porque tenían columnas medio destruidas. En la parte de abajo de la imagen decía: “Delfos, Grecia”. Luego apareció una fotografía del Museo de Ciudad Magna.

Empecé a atar cabos.

Primero, la pintura; después, el señor barbudo que se me apareció en el museo, y que luego me dio la galleta de la suerte en Zhang’s en la que venía un mensaje parecido al del correo electrónico que me acababa de llegar. Todo tenía que estar conectado. Quizás quien me había mandado el correo era justamente el hombre de barba. Pero, ¿para qué? Además, ¿cómo era posible que yo apareciera en un cuadro pintado hace más de quinientos años? ¿Qué era eso de Delfos, Grecia? Y, sobre todo, ¿qué me intentaban decir con lo de los giros?

Me habría estallado la cabeza de no ser por la llegada de papá a mi recámara.

—Ya es hora de dormir, Ana —me dijo algo preocupado, aunque les aseguro que no lo estaba más que yo.

— ¿Está todo bien, papá? —le pregunté.

—Tu mamá sigue teniendo malestares —respondió—. Vamos a la farmacia por algunas medicinas.

Mis papás salieron por unos minutos y yo me fui a la cama con un montón de preguntas taladrándome la mente. Era necesario que descubriera qué había detrás de todas las cosas locas que me estaban ocurriendo. Y el único lugar donde se me ocurría que podría hallar las respuestas era el museo.

A la mañana siguiente, me alisté para ir a la escuela, aunque en ese momento ignoraba que no iría. Se suponía que haría la exposición del proyecto de Mozart, así que debía escoger mi atuendo con mucho cuidado para no ser devorada por el club de arpías pre adolescentes de mi salón. Elegí un pantalón de mezclilla, una blusa azul y el fabuloso chaleco con estoperoles, también de mezclilla, que me regalaron en Navidad. Pensé en hacerme un chongo, pero proferí llevar el cabello suelto con una diadema que hacia juego con la blusa y los tenis.

Bajé las escaleras y me encontré con una situación bastante inusual, y además incómoda. Mi mamá, hecha un mar de lágrimas, abrazaba a mi papá, quien intentaba consolarla acariciándole la cabeza. Alcancé a escuchar que le decía: “se lo tenemos que decir, no queda de otra”.

Me alarmé, por supuesto. Temí que algo malo hubiera ocurrido. Lo primero que se me vino a la mente fue que el malestar de mi mamá había empeorado, y ahora era una enfermedad grave.

— ¿Qué pasa? —pregunté.

Mis papás se separaron al notar mi presencia. Ella comenzó a limpiarse las lágrimas.

—Nada, mi amor —contesto ella— ¿Lista para la escuela?

—Estabas llorando —dije esperando que me dijeran por qué.

—No, no estaba llorando, estaba... —mamá no supo que más decir. Claro que estaba llorando.

—Y qué es eso que tienen que decir, ¿y a quién?

Silencio.

— ¿Es a mí?

— ¡No, no, no! —se apresuraron ambos a contestar con el nerviosismo de un alumno en examen final.

—Algo raro pasa aquí.

Otro silencio en el que mis papás se voltearon a ver con caras de estar en un callejón sin salida.

—Bueno, sí, Ana —rectifico papá—. Hay una noticia que tenemos que darte.

—Carlo —intervino mamá—, ¿ahora? ¿No deberíamos esperar a que…?

— ¡Díganme que pasa! ¡Me ponen nerviosa! —grité de una manera que, en otras circunstancias, me habría costado un fin de semana sin salir.

Es comprensible, ¿no? Yo estaba hecha un manojo de nervios con el asunto de la pintura y de los mensajes. Ya no sabía ni que rollo. Papá respiro hondo.

—Seguro has notado que tu mamá no se ha sentido bien estos últimos días.

Claro, la pobre se la había pasado vomitando en el baño cuanta cosa intentaba comer.

—Pues bien —continúo papá—, fuimos anoche a la farmacia a comprar...

Papá no podía seguir, se frotaba las maños como cuando se limpia el aceite después de arreglar su coche.

—Medicinas —complete—. A eso se va a la farmacia, ¿no?

—Sí, medicinas, pero no solo eso. También compramos un aparatito, algo así como un termómetro, solo que sin el mercurio, que sirve para…Pues…O sea, te permite saber que una persona esta... —hizo un ademan con ambas maños intentando sugerir una panza gigante—. Tú sabes.

No, no tenía ni idea. Me intentaba decir que se había “empanzado” Mamá optó por cortar los rodeos de papá.

— ¡Estoy embarazada! —gritó, y enseguida se tiró al sofá, donde se puso a llorar aun con más fuerza.

La noticia me pareció increíble. Lo primero que hice fue gritar de emoción.

— ¡Un hermanito!

Pero de inmediato noté que las lágrimas de mi mama no eran de felicidad. Papá tampoco se veía muy contento. Me senté junto a ella.

— ¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿No te da gusto tener un bebé?

—Claro que me da gusto —dijo mamá mientras me abrazaba—. Tener un hijo es lo que más he deseado en esta vida.

Sí, el comentario me sonó raro. ¿Tenía que recordarle que ya había tenido una guapa hija?

—Bueno —intentó corregir—, ya te tuvimos a ti, mi amor. Es solo que...

— ¡No me vayan a decir que yo no soy hija de ustedes! —solté una carcajada. Con la broma buscaba romper con la tensión del momento, pero mis papás seguían con cara de funeral. Era obvio que algo andaba mal.

—Ana, hay otra cosa que debemos contarte.

—No, Carlo —interrumpió mamá—, no es momento. Hay que esperar a que llegue. Es más, tal vez ni siquiera venga.

—Dijo que vendría cuando estuvieras embarazada.

— ¿De qué están hablando? —pregunte al borde del colapso.

Desde lo ocurrido en el museo mi vida se había convertido en un episodio de dimensión desconocida, una serie vieja que a mí papá le gustaba ver por Internet, en la que presentaban puras historias paranormales. Y eso que lo realmente “paranormal” de mi vida apenas estaba por ocurrir.

Papá iba a empezar a hablar cuando lo interrumpió el sonido del timbre. Sin decir más, se levantó a atender. Abrió la puerta, y yo tuve que ahogar un grito cuando vi quien llamaba: el hombre de la barba.

—Es hora —dijo con voz grave—, necesito que la niña me acompañe.

Anacrónica

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