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Señales

La segunda vez que vi al misterioso hombre barbón del museo fue en Zhang’s, el restaurante de comida china favorito de mi papá. Y lo era por la simple y sencilla razón de que era el único restaurante chino en la ciudad del que no salía con el estómago hecho pedazos, a pesar de que siempre que íbamos barría sin piedad con el pollo agridulce y los rollitos primavera.

Era viernes de bufé y papá iba por la tercera vuelta. Yo ya había tenido suficiente y, al parecer, también mamá, porque tenía una cara de “debí parar en el tercer bocado”.

— ¿Estás bien, amor? —le preguntó papá a mamá al regresar de la barra con un plato inundado de tallarines con camarón.

—Creo que me cayó mal la comida.

Apenas le llegó a mamá el aroma de los camarones y su cara empeoró.

—Pero... —papá se alarmó—. Nunca en la historia nos ha caído mal la comida de Zhang’s. Habrás mezclado.

—Necesito ir al.

Mamá no dijo más y se lanzó a correr al baño.

Papá estaba desconsolado. Si la comida enfermaba a mamá, adiós pollo almendrado y sopa wantan. Tendría que iniciar la búsqueda de un nuevo lugar donde comer a sus anchas, porque mamá ni loca querría regresar ahí.

—Voy por más comida, quizá sea la última vez que vengamos aquí —papá se puso de pie y fue de nuevo al ataque.

En ese instante se apareció. Al principio no lo reconocí porque creí que era un mesero de Zhang’s. Bueno, en realidad lo era. Llevaba puesto el traje típico de los empleados del restaurante: una chaqueta negra con motivos orientales en rojo, pantalón amplio y banda en la cabeza. Fueron sus barbas canosas las que lo delataron.

—Cortesía de la casa —dijo el hombre barbón mientras me extendía una charola repleta de galletas de la suerte.

—No, gracias.

— ¿No quieres saber tu futuro? —insistió el hombre, y trató de sonreír, lo hizo tan mal como cuando lo intentó en nuestro primer encuentro.

No me quedó más remedio que aceptar la galleta. También dejó una para mi papá.

—Provecho —dijo el hombre barbón, y se retiró de la mesa justo cuando papá regresaba con una montaña de rollitos primavera en su plato.

—Galletas de la suerte. También las voy a extrañar —dijo papá con melancolía, y se apresuró a partir en dos la galleta y sacar el papelito de su interior.

— ¿Qué dice? —le pregunté mientras partía mi galleta.

—“Una inmensa alegría llegará a tu vida” —papá leyó el mensaje voz alta—. Espero que esa alegría sea el mejor restaurante de comida china del mundo, porque dudo que tu mamá quiera regresar acá después de esto.

Me reí.

— ¿La tuya qué dice?

Mi mensaje no era tan claro como el de papá.

Cinco giros has de dar...

Cinco momentos que fueron y serán...

—Quizás se refiere a que debes practicar gimnasia —sugirió papá.

Puedo entender cualquier idioma, pero este mensaje, que más bien era un acertijo, no me resultaba para nada claro.

Mamá regresó muy desmejorada.

—Creo que debo ver a un médico, esto no es normal.

Para fortuna de papá, no sería su última visita a Zhang’s. En un par de días, y tal como lo indicaba la galleta de la suerte, el malestar de mamá se convertiría en una inmensa alegría, un giro inesperado en sus vidas.

Giros. Cinco giros. Cinco momentos que fueron y serán. El enigma seguiría en mi cabeza por el resto del día. No pude evitar pensar en la pintura que había visto un día antes en el museo, y en el hombre de barba que ahora también se había aparecido en el restaurante. Qué cosas tan raras me estaban pasando.

Mientras papá pagaba la cuenta, me acerqué a otro mesero y le pregunté por el hombre que obsequiaba las galletas de la suerte. El joven chino me explicó que nunca antes había visto en el restaurante a alguien con esas características.

Al día siguiente era sábado y había quedado con Mina en ir a casa de Eric para hacer un proyecto de Educación en las Artes. El maestro Bulnes nos encargó que investigáramos la biografía de un personaje que hubiera sido revolucionario en su arte.

Como suele pasar cuando hacemos trabajos en equipo, ponernos de acuerdo fue un problema. Yo quería hacer el trabajo sobre Leonardo Da Vinci, pero ni Eric ni Mina estuvieron de acuerdo. Él puso como opción a Demóstenes, un orador de la Antigüedad, y Mina estaba aferrada en que la biografía fuera sobre alguna top model.

Finalmente elegimos a Joannes Chrysostomus Wolfgangus Theophilus Mozart, mejor conocido simplemente como Mozart. Empezamos a buscar información sobre él y ¡vaya que era un genio! A los cinco años, cuando la gente normal apenas aprende a hablar con sentido, él ya componía obras musicales. Escribió un montón de canciones, óperas, sinfonías y toda la cosa, algo así como seiscientas.

Pero me estoy adelantando, como siempre... Lo que les quería contar sobre ese sábado no era tanto por Mozart (que sí, ni como negar que era fabuloso), sino por Eric. ¿Recuerdan que estaba vuelto loco por el concurso de oratoria en el que iba a participar? Pues bien, ese día que llegamos a su casa, su mamá nos abrió la puerta y nos dijo que pasáramos a su cuarto. Antes de que tocáramos la puerta lo escuchamos ensayar su discurso. Mina y yo nos quedamos sorprendidas de lo bien que lo decía. Hasta se nos puso la piel chinita cada vez que levantaba la voz. Le ponía mucho sentimiento.

Eric no es ni de chiste el alma de la fiesta, es un niño bastante tímido y callado.

De hecho, cuando se inscribió en el concurso de oratoria nos dejó a todos con la quijada en el suelo. ¿Eric en oratoria? Y es que deben saber que cuando estábamos en tercero de primaria, él no solo hablaba poco, sino que además lo hacía tartamudeando. Ya sabrán cómo le iba con las burlas de otros niños: le ponían apodos, lo imitaban o lo presionaban para que hablara y pusiera en evidencia su problema.

A mi pobre amigo le costó mucho trabajo superar su tartamudez. A medida que fue desapareciendo, también se fueron las burlas. De todas maneras, él prefería hablar poco, quizás por miedo a que en un descuido volviera a tartamudear. Cuando se supo que se había inscrito en el concurso, las risitas y los comentarios malintencionados aparecieron nuevamente.

No saben la rabia que me daba ver a las bolitas de niños sangrones reírse mientras lo señalaban A ver, que ellos también participen para ver si son tan buenos como para tener derecho a burlarse.

Llego por fin el día de la primera eliminatoria en el salón. Participaron tres niños: Calixto, Danya y Eric. Los primeros dos hicieron muy buen trabajo, pero no eran nada en comparación con lo que estábamos por presenciar.

Mi amigo se paró frente a todo el grupo. Había preparado un tema que se llamaba “La paz: el camino hacia el futuro”. Algunos niños se veían a las caras, ansiosos por iniciar con las burlas, pero a él no pareció importarle. Antes de pronunciar su discurso, paseo la mirada por el salón con una actitud orgullosa. Era como si el Eric que todos conocíamos, de pronto fuera sustituido por otro que se vela lleno de confianza —quizás su doppleganger—. Y entonces comenzó:

—“Las oportunidades pequeñas son el principio de las grandes empresas”, esta frase pertenece a Demóstenes, el célebre orador griego.

Fue una sorpresa enorme. Mina y yo estábamos felices viendo como todos los burlones del salón se tragaban sus palabras. Eric empezó a decir su discurso lleno de seguridad, haciendo pausas y movimientos muy precisos. Su voz retumbaba en todo el salón.

No faltaron quienes se emocionaron al punto de soltar un par de lagrimillas, entre ellos, yo.

—No somos el futuro, somos sus constructores. Cada acción nos lleva a ese mundo que imaginamos en nuestra mente y que solo será posible con esfuerzo, fe y decisión.

Los aplausos y los chiflidos inundaron el salón. Eric abandonó su personaje seguro de sí mismo y volvió a ser el chiquillo asustadizo que todos conocemos, pero ahora en su cara había una gran sonrisa. Por supuesto que él fue quien ganó el concurso del salón y luego el de la escuela, y finalmente, el del distrito. El siguiente paso era competir en la final contra niños de toda Reindera, y eso era lo que lo tenía muerto de nervios.

Se preguntaran: ¿Y cómo logró Eric superar su tartamudez y volverse un súper orador? Yo también tenía esa duda y no me quedé con las ganas de preguntarle. Eric me contó sobre ese tal Demóstenes, un orador que vivió en Grecia allá por el año 300 antes de nuestra era. Nació siendo rico, pero quedó huérfano y en la miseria cuando apenas era un niño, y por si fuera poco, también era tartamudo. Quería con todas sus fuerzas ser un gran orador, pero su problema con el habla ponía esa meta fuera de su alcance. Aun así no se rindió y prefirió echarle coco para no quedarse frustrado. ¿Qué hizo? Pues practicó y practicó e hizo cosas raras que le ayudaron a solucionar su problema; por ejemplo, se llenaba la boca de piedritas para mejorar su pronunciación.

Eric no se puso piedritas en la boca, pero si ensayó un montón, y tomó clases con un maestro que no solo le ayudó a superar la tartamudez, sino que también le enseñó a transmitir sentimientos a través de la voz, y lo puso a leer mucho para aprender un buen número de palabras y tener temas de qué hablar.

A pesar de los grandes triunfos que había conseguido, Eric no dejaba de sentirse nervioso. Esa tarde, en la que nos reunimos a hacer el proyecto, se notaba a leguas su intranquilidad: estaba desconcentrado, distraído; incluso tiró un vaso de agua sobre la libreta de Mina, ya se imaginarán sus gritos Faltaban un par de días para la final de oratoria y, pese a que Eric se sabía su discurso al revés y al derecho, su angustia aumentaba a cada momento.

El trabajo sobre Mozart nos quedó fantástico. Pusimos toda la información en una presentación de Power Point a la que le agregamos un fragmento de una de sus composiciones, la Marcha turca, que fue el tema que más nos gustó de todos los que escuchamos.

La presentación del trabajo sería el lunes. Por desgracia, yo no estaría en el salón para exponerlo junto a mis compañeros. No tenía ni idea de lo que me pasaría en los días siguientes, o mejor dicho, en los siglos anteriores...

Anacrónica

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