Читать книгу El bandolerismo morisco valenciano - Jorge Antonio Catalá Sanz - Страница 7

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Introducción

Hace ocho años que empezamos a estudiar el bandolerismo morisco valenciano en profundidad. No era nuestra primera incursión en el tema morisco, ni tampoco en el de la violencia y la criminalidad asociadas a bandos y bandidos, aunque todavía no habíamos hecho de las dos caras una sola moneda. No podíamos imaginar entonces que recorrer el camino que nos ha traído hasta aquí pudiera llevarnos tanto tiempo, pero las dificultades y obligadas estaciones del trayecto y los sucesivos retos de diversa índole que en el ínterin hemos tenido que atender han acabado demorando más de lo previsto la presentación de los resultados de la investigación.

Varias son las preguntas a las que hemos tratado de dar respuesta. En primer lugar, una bien simple, nada original, mas paradójicamente novedosa, quizá por estar abocada sin remisión al fracaso: ¿cuántos bandidos moriscos hubo en Valencia? Acaso la razón de que los historiadores no se la hayan planteado antes, contentándose con los testimonios oficiales de que eran «muchos»: una plaga ubicua y pertinaz, sea haber comprendido que contestarla es una quimera, no solo por la naturaleza dolorosamente fragmentaria e incompleta de las fuentes disponibles, sino también por la ambigua definición jurídica de esta figura delictiva, que daba a las autoridades de la época una muy amplia facultad de decisión acerca de quiénes eran o no bandoleros y debían ser punidos como tales. Considerando estos obstáculos, las cifras que aquí ofrecemos son, como no podía ser de otro modo, meramente aproximativas. A pesar de la insistencia de las más altas magistraturas del reino en reclamar para sí la resolución de los crímenes cometidos en camino real o con armas prohibidas a los nuevos convertidos, es obvio –y a lo largo del texto tendrá ocasión el lector de comprobarlo– que numerosos delitos de este tipo fueron investigados y sancionados por tribunales penales ordinarios, ya de realengo, ya de señorío, de cuyos registros judiciales, lamentablemente, apenas se conservan vestigios. Quiere ello decir que por valiosos e indispensables que sean para nuestros fines –y ciertamente lo son– los fondos documentales de la Real Audiencia, las gobernaciones y otras instituciones forales y por sistemática y minuciosa que haya sido nuestra búsqueda de datos, solo tenemos constancia, en el mejor de los casos, de una parte de las acciones criminales atribuidas a los delincuentes moriscos reputados de salteadores o asimilados a estos en virtud de las circunstancias concurrentes (por ejemplo, las antedichas de perpetrar robos o agresiones en vía real o estar en posesión de armas vedadas). A la inversa, de no pocos reos calificados como bandidos en listas oficiales no hay más información que sus nombres anotados en pregones o pragmáticas, sin que conozcamos los motivos que llevaron a inscribirlos, por lo que no hay certeza de que en verdad lo fuesen. Con todo, el sesgo al alza que pueda introducir este factor es incomparablemente menor que la pérdida del material emanado de los tribunales de justicia locales, de manera que la impresión final es que la imagen de conjunto que con muchos apuros y cautelas hemos logrado componer y reducir a números, porcentajes y tendencias representa porciones, segmentos más o menos significativos, de una realidad mucho más vasta, rica y dramática.

Pero contar bandidos también rinde beneficios. Si, como sostienen los expertos en historia de la criminalidad y de la desviación social, contar es solo un inicio –uno de los posibles– del proceso de estudio, la enumeración e identificación de malhechores nos ha permitido responder con mayor precisión a otras dos cuestiones que sí habían sido ya objeto de investigación: dónde y cuándo. ¿Dónde atacaron las bandas armadas moriscas?, ¿cuáles fueron sus escenarios predilectos?, ¿de dónde procedían?, ¿dónde hallaron refugio? Las distintas respuestas a cada uno de tales interrogantes y las diversas relaciones entre estas nos han llevado a examinar bajo un nuevo prisma un arraigado tópico historiográfico: el de la montaña como cuna y santuario del bandidaje, más aún si cabe del morisco que del veterocristiano, habida cuenta de lo vigente que durante décadas ha estado la idea de que los nuevos convertidos habitaban las zonas agrestes del interior del reino de Valencia y los cristianos viejos las llanuras litorales. Otro tanto puede decirse del «cuándo»: cuándo se convirtió el bandolerismo morisco valenciano en una amenaza tan seria que se hizo necesario adoptar medidas específicas para combatirlo; en qué coyunturas alcanzó sus cimas más alarmantes; cuándo declinó o perdió fuelle –si es que lo hizo–, por efecto de la política represiva de la corona; y si, como afirman los clásicos, empezando por Braudel y Reglà, solo la expulsión puso fin al problema. El resultado combinado de las indagaciones sobre cuántos y cuándo es un ensayo de reconstrucción de la evolución histórica del bandolerismo morisco valenciano desde su eclosión como fenómeno conflictivo relevante, iniciado ya el reinado de Felipe II, hasta 1609, con el que nos proponemos ilustrar y en la medida de lo posible explicar las sucesivas fases de este, así como la incidencia de las diferentes estrategias empleadas para contener las depredaciones de las cuadrillas. Por supuesto, nos habría gustado prolongar nuestro análisis más allá de la expulsión, pero, por desgracia, con excepción de unas pocas noticias sobre la presencia de proscritos en la Muela de Cortes y sus alrededores, la búsqueda de fuentes sobre la permanencia y actividad delictiva de bandidos moriscos en Valencia ha sido infructuosa (y doblemente frustrante, pues consta en los archivos que sí se instaron procesos penales contra estos).

Una de las principales aportaciones de este libro tiene que ver con el estudio del «cómo», terra incognita historiográfica: cómo eran las bandas moriscas valencianas, cuáles sus dimensiones y características, quiénes las integraban, cómo se organizaban, en función de qué criterios elegían sus objetivos y víctimas, cuáles eran sus modos de operar y ejecutar los golpes, cuáles sus mecanismos de supervivencia. ¿Se asemejaban en algo a las grandes cuadrillas de forajidos de otros territorios: a las compañías de bandidos catalanes de los siglos XVI y XVII capaces de controlar comarcas enteras, a las tropas de monfíes que lucharon en la guerra de Granada y pusieron en jaque a los ejércitos reales, a los batallones de facinerosos que azotaron algunos estados italianos? A medida que vayamos dando respuesta a tales preguntas y los perfiles colectivos e individuales de los grupos armados moriscos y de sus componentes afloren con cierta nitidez, otros muchos asuntos cruciales ligados a estas se irán desvelando: ¿gozaban del favor y la protección de sus señores, como tradicionalmente se ha dicho?, ¿podían obrar al margen e incluso en contra de los intereses de las élites locales?, ¿hasta qué punto guardaban conexión sus acciones con las rivalidades y venganzas de sangre entre bandos y parentelas tan habituales en el mundo mediterráneo?, ¿cuál era el peso de los lazos familiares en el seno de las cuadrillas y entre estas y sus favorecedores y receptadores?, ¿respetaban y acataban las solidaridades comunitarias o las desafiaban de continuo? En última instancia, creemos honestamente que las evidencias que hemos conseguido reunir en torno a estos y otros puntos no solo aportan nueva luz sobre las relaciones entre cristianos nuevos y viejos (no siempre caracterizadas por la hostilidad, pese a lo que pueda pensarse), sino también entre los bandidos moriscos y las aljamas a las que pertenecían, a las que se ha prestado mucha menos atención, contribuyendo a penetrar así sus entornos culturales y sociales.

Queda, por fin, la trascendental cuestión de la razón de ser del bandolerismo morisco (valenciano o no), que la historiografía especializada ha pretendido desentrañar desde postulados difícilmente conciliables, cuando no excluyentes: ora subrayando su naturaleza social, en la línea de Hobsbawm, como producto de la miseria creciente en la segunda mitad del siglo XVI, fermento de la lucha contra los abusos feudales y contra otros poderes opresores; ora en cambio (pero también simultáneamente en algunos planteamientos), como instrumento al servicio de las pendencias entre señores, quienes habrían empleado a sus vasallos moriscos como fuerza de choque hasta que los más díscolos y beligerantes de estos se atrevieron a actuar por su cuenta, haciendo caso omiso de cualesquiera vínculos de obediencia y dependencia con sus amos; ora en inextricable comunicación con las pugnas entre facciones por el control del territorio; ora trayendo al primer plano, como hace Braudel en algunos pasajes de su obra o como argumenta Vincent con convicción, el conflicto entre Cristiandad e Islam, a la luz de cuya violenta dialéctica cobran pleno sentido, según su punto de vista, las acciones de los bandoleros moriscos. Por fortuna, las escasas pero preciosas noticias que, como gemas ocultas, contienen los procesos incoados contra estos últimos acerca de las circunstancias y motivaciones por las que se echaron al monte y crearon o se unieron a grupos fuera de la ley permiten, junto con otras informaciones referentes a la naturaleza y modus operandi de estos, validar, matizar o refutar tales premisas o hipótesis y, digámoslo ya, demostrar la irreductible complejidad del problema.

El bandolerismo morisco valenciano

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