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La interpretación tradicional

BRAUDEL, EL BANDOLERISMO MEDITERRÁNEO Y EL PROBLEMA MORISCO

En el origen está Braudel. Con él, dice Hobsbawm, autoridad ineludible en la materia, empieza la «historia seria» del bandolerismo, pues suyo es el descubrimiento de la extraordinaria explosión panmediterránea del fenómeno en las postrimerías del siglo XVI y comienzos del XVII.1 Igualmente encomiástico, Reglà proclama:

la fase científica en el estudio del problema morisco puede considerarse inaugurada por Fernand Braudel en su importantísimo trabajo dedicado al mundo mediterráneo en tiempos de Felipe II.2

Aunque lo cierto es que el binomio apenas aparece unido más que en unos pocos párrafos de su obra, concernientes a los monfíes granadinos, Braudel da forma al sustantivo: bandolerismo, y estampa su sello indeleble en el apelativo: morisco.

En poco más de treinta páginas, sutiles, matizadas, evocadoras –«engañosamente simples» en opinión de Xavier Torres–,3 Braudel arma un modelo interpretativo del bandolerismo que, a pesar de la escasez de investigaciones empíricas y monografías bien documentadas de las que disponía a la sazón (tanto cuando vio la luz su Méditerranée en 1949 como al publicarse la segunda versión, revisada y ampliada, en 1966), ha ejercido una gran influencia, particularmente en la historiografía valenciana. Como anuncia en el título del epígrafe: miseria y bandidaje, Braudel parte de la idea de que el bandolerismo es fruto de la creciente pauperización que azota los países mediterráneos en el transcurso del XVI, resultado, a su vez, de la correlación entre superpoblación y regresión económica. Raíz de la miseria, esta doble carga trae consigo la multiplicación de vagabundos y bandidos, «hermanos en la adversidad, que fácilmente pueden intercambiar puestos». La opresión de los ricos y poderosos agrava la indignidad de la pobreza y es caldo de cultivo de una «interminable guerra social», que, sin embargo, no se revuelve contra los privilegiados, sino contra «el Estado, amigo de los grandes y despiadado recaudador de impuestos, ese Estado que era a la vez una realidad social y un edificio social».4

De ahí que, ante todo –enfatiza el autor–, el bandolerismo sea «revancha contra los Estados organizados, defensores del orden político y, también, del social», y que, por ello, invariablemente, el pueblo esté de su lado. En este punto Braudel trae en su apoyo a Stendhal:

El corazón del pueblo está con ellos y los ojos de las muchachas de la aldea se van de preferencia detrás del mozo que en algún momento de su vida se ha visto obligado dandar alla machia.5

En esta lucha, desigual, pero mortificante para los Estados, los bandoleros, reunidos en grupos que en sí mismos son «minúsculos estados móviles» capaces de cruzar silenciosamente las fronteras, explotan las debilidades de sus formidables adversarios alojándose allí donde las tropas no pueden maniobrar y los gobiernos pierden sus derechos: en las montañas, en los confines. Influido por los geógrafos deterministas franceses, Braudel hace de la montaña el semillero y el refugio del bandolerismo; la montaña nutre a los bandidos, los acoge, les da salida hacia el llano, donde saquean las tierras, y vuelve a abrigarlos al cabo, haciendo inútiles las medidas represivas de los Estados. En las grandes cunas del bandolerismo –sentencia Braudel–, «la tarea es cuento de nunca acabar». Ni la mano dura, ni el dinero, ni las estrategias policiales, ni la tenacidad de las autoridades consiguen liquidar a este enemigo inaprehensible.6

Pero la montaña no es su único aliado. También lo son los señores, que, celosos guardianes de sus jurisdicciones y prerrogativas, acuciados muchos de ellos por las dificultades económicas del periodo, apuntalan –es el verbo que emplea Braudel– las acciones de los bandidos frente al Estado. Y aquí la caracterización braudeliana se complica y enriquece; literalmente, se vuelve paradójica. Si antes ha afirmado que el bandolerismo es considerado como «una especie de venganza contra el señor y su vejatoria justicia»,7 pocas páginas después lo presenta al servicio de ciertos señores o genéricamente vinculado a la nobleza de algunos países, como en el caso catalán, cuando no utilizado como fuerza de choque en las rivalidades feudales.8 Así, el bandolerismo es una «marea social que remueve y agita las aguas más diversas»; es hijo de la miseria, campesino y popular, pero también, a la vez, «aristocrático y popular», expresión de reivindicación política y social (aunque no religiosa, acota entre paréntesis, como ahora hacemos nosotros, y es obvio que al decir esto no repara en la confrontación entre cristianos viejos y nuevos, como sí hará más tarde, cuando examine la rebelión de las Alpujarras). De igual modo, es, por añadidura, «resurgir de viejas tradiciones», algunas de las cuales, como la vendetta, están tan arraigadas en el Mediterráneo que se pierden «en la noche de los tiempos».9 El bandolerismo –concluye– es «múltiple y polivalente».10

Múltiple y diverso es, asimismo, el problema morisco en el planteamiento de Braudel. De su argumentación y variaciones entre la primera y la segunda ediciones de La Meditérranée, así como de sus contradicciones, ha hecho un análisis riguroso Rafael Benítez, al cual remitimos para una crítica por extenso.11 Braudel sostiene desde el arranque que no hay uno, sino varios problemas moriscos, «por lo demás inseparables, que se esclarecen mutuamente al relacionarse los unos con los otros». De todos ellos, los más trascendentales son los que traen origen de las zonas más densamente pobladas por moriscos: Granada y Valencia. Las diferencias entre ambas vienen determinadas por la cronología de la conquista y de la conversión, por el grado de intervención de la corona en este último proceso –crucial en el primer caso, casi inexistente en el segundo, a criterio de Braudel– y por el modo en que los cristianos nuevos de uno y otro reino ocupan el territorio y conviven con sus dominadores. Como resultado de estos factores, siendo coloniales ambas sociedades, la valenciana semeja

un traje desgastado y, a menudo, desgarrado. No hay aristocracia ni minoría selecta musulmana por encima de la gran masa proletaria de los vencidos; no hay, por tanto, resistencia organizada y sabiamente armonizada. Por doquier, en ciudades y campos, el morisco está bajo el poder de la sociedad victoriosa. Los defensores de los fellahs son los propios señores.12

Por el contrario, en Granada son aún reconocibles, décadas después de la conquista, los rasgos de una sociedad islámica:

Sigue siendo poderosa y coherente, con una clase dirigente (que no existía o que había desaparecido en Valencia), la burguesía del Albaicín, esta masa de notables vestidos de seda, ricos, prudentes, misteriosos, que reinan sobre un pueblo de horticultores y de criadores de gusanos de seda, campesinos sabios en el arte de canalizar las corrientes de agua fertilizadora, todos pobres y vestidos de algodón. Esa ciudad, la ciudad de los notables, no brilla por su valentía y es natural que así sea.

Aunque el párrafo se modifica notablemente en la edición de 1966, la tesis de fondo, advierte Benítez, permanece: la clase rectora granadina conserva sus cuadros y tradiciones y, si bien a regañadientes, coordina la resistencia del pueblo explotado. Frente a esta imagen de Granada como una sucesión de vegas feraces, objeto de la avaricia cristiana, donde los conquistados confían todavía en sus élites para frenar el expolio, la Valencia morisca es, a los ojos de Braudel, que aquí mira a través de los de su discípulo Lapeyre, cuya Géograhie de lEspagne morisque se había publicado en 1960, un paisaje de regiones montañosas y tierras de secano, tan pobres como incapaces de oponerse a la dominación colonial son sus habitantes, únicamente amparados por sus señores.13

¿Qué ocurre entonces para que la rebelión estalle en Granada y no lo haga en Valencia? Varias son las razones que explican tan dispar desenlace, algunas de índole estructural: «rapiñas, robos, injusticias, asesinatos en masa: materia bastante para inculpar a la España cristiana»; otras coyunturales. Entre las primeras no tiene en cuenta Braudel el marco jurídico e institucional foral y la tradición pactista del reino de Valencia, fundamentales, como aduce Benítez, para comprender la calma relativa de los moriscos valencianos y la capacidad de negociación y maniobra de sus señores.14 Pero hagamos ahora abstracción de esta y otras lagunas. Entre las segundas, en cambio, sí hace explícita Braudel, y conviene traer aquí a colación, la temprana presión ejercida por la corona a través de la Chancillería de Granada sobre la nobleza feudal en general y sobre los Mendoza en particular, para que, al menos desde 1540, dejen de ofrecer asilo en sus dominios a los forajidos moriscos. Cuando la malthusiana desconexión entre población y recursos económicos haga sentir sus inexorables efectos dos décadas más tarde y los bandidos –los monfíes– ya no puedan refugiarse en las tierras de los señores y se echen al monte, un nuevo elemento de alteración vendrá a agravar las tensiones: la connivencia de las cuadrillas de salteadores con los gandules (miembros de milicias urbanas que, más que velar por la seguridad, parecen coadyuvar al desorden), y con los corsarios berberiscos o turcos que castigan la costa. Braudel, que ahora sigue el ensayo de Julio Caro Baroja sobre los moriscos de Granada, editado en 1957, une así, desde sus primeros pasos, las «incursiones por las llanuras y la caza al hombre» con la guerra colonial, insertando el bandolerismo morisco en la dialéctica, cruel e intransigente, del choque entre civilizaciones.15

REGLÀ, EL BANDOLERISMO CATALÁN Y EL PELIGRO MORISCO EN LA CORONA DE ARAGÓN

Los leitmotivs braudelianos son asuntos recurrentes en la obra de Joan Reglà. El bandolerismo catalán, tema al que dedicó varios de sus trabajos más célebres, es, a su entender, como en toda la cuenca mediterránea, hijo de la pobreza, y, aunque sus orígenes puedan rastrearse hasta la Baja Edad Media, alcanza su máxima dimensión en la segunda mitad del siglo XVI y el primer tercio del XVII, a causa primero de la escasez de recursos productivos para sostener a una población en alza constante y luego del desbarajuste monetario. Estímulo añadido son –y a ello se ha referido también Braudel– las remesas de metales preciosos de América en tránsito hacia Génova a través de Cataluña a partir de 1578, que incitan a los salteadores a tentar a la suerte en los caminos: «Quan els “carros de moneda” sortien de Lleida, les quadrilles de bandolers es preparaven a donar una forta envestida contra l’or i la plata que les “flotas de Indias” havien portat a Espanya».16

La montaña es, por supuesto, el gran telón de fondo de las peripecias de los forajidos: «El Pirineu és […] un aiguabarreig de contrabandistes –especialment de cavalls–, bandolers i hugonots francesos, que ben sovint actuen conjuntament». La inmigración francesa, alimentada por las guerras de religión en el país vecino y por los mejores salarios en Cataluña, aviva el fuego del bandolerismo. La facilidad con que los delincuentes, entre ellos numerosos gascones «inadaptados», pueden cruzar la frontera pirenaica y la falta de colaboración entre las autoridades de ambas vertientes para mancomunar la acción represiva contribuyen a que la criminalidad se derrame por las llanuras: «El bandolerisme és la plenitud demogràfica de la muntanya, que es va desbordant amb violència cap al pla i que avança i retrocedeix com uns rigodons tràgics, segons l’energia de les autoritats en la persecució».17 Las frecuentes correrías de hugonotes en el Principado, auxiliados por los bandidos locales, dotan además al problema de una nueva y alarmante dimensión para la monarquía de Felipe II, que Reglà no duda en comparar con la que en el litoral representa el entendimiento entre los moriscos y los piratas turcos y norteafricanos.18

Al germen social o socioeconómico del bandidaje suma Reglà un componente político que lo acrecienta y que hace imposible su extinción: la jurisdicción señorial. No es solo –dice– que resulte utópico acabar con los crímenes inspirados por los barones o los «cavallers de la muntanya», sobre todo aquellos más duramente golpeados por la crisis, sino que la corona ha de resignarse a soportar que los malhechores atraviesen impunes las lindes entre las tierras de realengo y las de señorío cada vez que se ven arrinconados, al igual que traspasan las de Aragón y Valencia, no solo las de Francia, cuando las circunstancias lo requieren. Desde este punto de vista, y habida cuenta de la importancia del mosaico jurisdiccional y de la querencia señorial por dirimir sus discordias mediante las armas en el desarrollo del problema, Reglà plantea la hipótesis (enlazando las ideas de Braudel con las de Trevor-Roper sobre el papel de la gentry en la revolución inglesa de 1640 y de Elliott sobre la revuelta catalana) de que la «crianza» de bandoleros por la nobleza catalana fuese expresión de su revancha contra un Estado incapaz de satisfacer sus anhelos de promoción social y política, de ofrecerle, en suma, una salida viable mediante el servicio al rey.19

En relación con el espíritu vindicativo nobiliario, que no es sino manifestación de la «exacerbación pasional» característica de la psicología colectiva de la Cataluña del Barroco, de la que ya había hablado su maestro Vicens Vives,20 Reglà recuerda que el bandolerismo hunde sus raíces en las luchas de bandos medievales:

El bandolejar dels nobles, és a dir, les lluites entre ells, així com els «privilegis de bandolejar», equivalents a les marques o represàlies […] constitueixen les arrels del posterior desenrotllament del bandolerisme dels humils, fill de la misèria.

A medida que aumenta la necesidad de los señores de reclutar a partidarios armados y estos últimos comienzan a actuar por su cuenta, el bandolerismo popular, condicionado por la crisis económica de mediados del siglo XIV, va adquiriendo identidad propia y desgajándose del tronco aristocrático. La pragmática firmada por Carlos V en 1539 para combatir esta lacra corrobora que para entonces el bandolerismo «nuevo» ha superado ya en magnitud a las viejas banderías nobiliarias.21 He aquí, pues, entremezclados con sus aportaciones más personales: la francofilia de los caballeros pirenaicos, la colaboración entre bandidos y hugonotes, el tránsito del oro y la plata de América por Cataluña, el desbordamiento de la lucha faccional (nyerros y cadells) hasta implicar a casi todo el Principado, la incidencia de todo ello en el «viraje filipino»,22 los conocidos motivos braudelianos: la multiplicidad y polivalencia del bandidaje, su naturaleza mixta, aristocrática y popular, su carácter de desquite contra los Estados organizados, el peso de tradiciones inveteradas, como la venganza de sangre, en su génesis y desarrollo, etc.

Si la inmigración francesa y la connivencia entre los bandidos catalanes y los hugonotes del Midi suponen para Felipe II un peligro cierto de contagio, que obliga a reforzar las medidas de control y vigilancia en la frontera pirenaica, la presión otomana, la piratería africana y la cooperación morisca con el Islam representan, según Reglà, la otra gran amenaza exterior, proveniente del mar.23 Muy pronto, en un artículo publicado en 1953, el mismo año en el que se imprime la traducción al castellano de La Meditérranée, Reglà hace suya la tesis de Braudel de que los nuevos convertidos son «enemigos domésticos» de los que la monarquía de Felipe II tiene razones para recelar. Los moriscos –afirma– son una «minoría nacional perfectamente diferenciada», que plantea graves problemas de índole interior y exterior:

Disidentes en materia religiosa y, por tanto, en tipo de civilización, los moriscos españoles constituyeron siempre la «quinta columna» en potencia –en algunas ocasiones, incluso en acto–, vinculada a cualquier eventualidad de la lucha mediterránea entre los imperios hispánico y otomano.24

La idea, por supuesto, no es nueva. Podemos hallar precedentes en las «inteligencias secretas» entre moriscos y corsarios norteafricanos a las que alude Modesto Lafuente en su Historia General de España, así como en las conspiraciones entre turcos, berberiscos y nuevos convertidos que, desde diferentes ópticas, dan por ciertas en sus respectivas obras Danvila, Boronat y Lea.25 En realidad, ya en las crónicas de Mármol, Hurtado de Mendoza, Pérez de Hita o Cabrera de Córdoba que utiliza Caro Baroja con abundancia en su ensayo de 1957 se hace mención de los conciertos de los moriscos granadinos –y en especial los monfíes– con los enemigos de ultramar.26

Pero, con independencia de la genealogía de esta tesis, interesa destacar ahora dos puntos de la argumentación de Reglà que tendrán gran eco en la investigación posterior: por un lado, el hecho de considerar a la minoría morisca en su conjunto como una «quinta columna» que opera «siempre», no en vano se trata de un choque de civilizaciones, en favor del contrario, y, por ende, enteramente desleal, al menos «en potencia», a su rey; por otro, y una vez sentada la primera premisa, el énfasis puesto en la conexión de este enemigo interno con «cualquier eventualidad» en la pugna entre los imperios hispánico y otomano por la hegemonía en el Mediterráneo, de donde se infiere la conveniencia de examinar la posible vinculación de cada lance en el mar o en la costa con la conducta de los moriscos dentro del territorio. El propio Reglà marca el camino al poner en relación la toma de Ciutadella en Menorca por la flota turca en 1558 con los rumores de sublevación morisca en Valencia y el valle del Ebro ese mismo año y el siguiente; la frustrada tentativa otomana de apoderarse de Malta en 1564 con las expectativas de alzamiento en Granada un año después, a las que se suman las sospechosas comunicaciones entre los moriscos aragoneses y Francia; o, por abreviar, y dejando al margen la guerra de Granada y sus múltiples consecuencias, las alertas ante una inminente revuelta morisca en Aragón y Valencia luego de la conquista turca de Túnez y La Goleta en 1574.27

SEBASTIÁN GARCÍA MARTÍNEZ Y LA INVESTIGACIÓN DEL BANDOLERISMO MORISCO VALENCIANO

Dado el magisterio –generoso y fecundo– de Reglà en Valencia, es lógico que los temas de su predilección, entre ellos el bandolerismo y los moriscos, fueran también cultivados por sus discípulos. Leída en 1971, la tesis doctoral de Sebastián García Martínez, Valencia bajo Carlos II. Bandolerismo, reivindicaciones agrarias y servicios a la monarquía, iba a reunir de manera un tanto imprevista ambos asuntos bajo un mismo prisma. Aunque su intención inicial era estudiar el bandolerismo valenciano durante «su mayor edad», en el curso de la investigación García Martínez se percató de la conveniencia de enlazar la etapa de desintegración con la de plenitud, alcanzada a partir de la expulsión de los moriscos, y, a su vez, de retrotraerse hasta principios del reinado de Felipe II, cuando, de acuerdo con los materiales recopilados, el bandolerismo había comenzado a adquirir en el reino de Valencia, como en todo el Mediterráneo, una dimensión preocupante. Un año después, en 1972, el capítulo sobre el bandolerismo en tiempos de Felipe II se publicó en el primer número de la revista Estudis. Su autor daría a la imprenta una versión revisada y ampliada en 1977, que se tradujo al catalán en 1980 con el título de Bandolers, corsaris i moriscos,28 en homenaje al Bandolers, pirates i hugonots de su maestro.

Los supuestos de partida de García Martínez nos son conocidos. Por más que las raíces del fenómeno se remonten a las luchas entre parcialidades nobiliarias de la Baja Edad Media, el bandolerismo valenciano de los siglos XVI y XVII trae causa general de la «desconexión entre el impulso demográfico y las fuerzas económicas» y de la subsiguiente agravación de la miseria. Factores concomitantes son, asimismo, la protección que los señores prestan a los forajidos en los lugares de su jurisdicción; las barreras legales que el régimen foral opone a la actuación represiva de los virreyes; la triple frontera con Cataluña, Aragón y Castilla, vía de escape para las cuadrillas en apuros; y la abundancia de armamento en manos privadas, motivada por la necesidad de defender la costa de los continuos ataques piráticos.29 Pero de inmediato agrega García Martínez un elemento que dota de singularidad al caso valenciano: el «hecho diferencial de la existencia de los moriscos, su expulsión y las incidencias de la repoblación». Surge así, mediado el Quinientos, un bandolerismo morisco paralelo al cristiano, que crece más deprisa que este debido a la mayor expansión demográfica de los nuevos convertidos; un bandolerismo que las autoridades tratan de frenar a fin de evitar provocaciones excesivas a la población cristiana, pero que experimenta un postrer y «espectacular» auge –el adjetivo no es gratuito–, en vísperas de la expulsión.30

Múltiple y polivalente –ha dicho Braudel y ratificado Reglà para Cataluña– es el bandidaje y, en efecto, varias son las caras que, a juicio de García Martínez, tiene en Valencia. La primera, la más antigua, es la del bandolerismo aristocrático, íntimamente unido a los odios y pendencias entre familias nobiliarias, tanto de los grandes títulos como de la pequeña nobleza, aun cuando entre esta última no haya conexiones tan intensas con los malhechores como las que tuvieron los «cavallers de la muntanya» catalanes en los siglos XVI y XVII. La segunda, la de mayor entidad en estas centurias, es la del bandolerismo popular, protagonizado por los cristianos viejos, fruto de la pobreza que asfixia al campo y conectado «con la problemática de cada comarca y de cada lugar». Del conjunto de factores potencialmente conflictivos en el ámbito local separa García Martínez las bandosidades, tercer rostro del fenómeno, concepto ambiguo y complejo que responde a causas arraigadas como el honor familiar y la venganza de sangre y que desemboca en devastadores ajustes de cuentas. Hay además un cuarto aspecto, que García Martínez circunscribe a la ciudad de Valencia y al que denomina bandidaje urbano, expresión de la pugna entre facciones oligárquicas por el control del municipio y, en menor medida, escenario de las andanzas de algunas cuadrillas, sobre todo en el siglo XVII. Y queda, por último –aunque no sea este el orden de exposición del autor–, una quinta facies, la del bandolerismo morisco, que, a su entender, presenta dos vertientes: una como «fuerza de choque y brazo armado» de la aristocracia señorial, otra al margen de este servicio, análoga en sus «motivaciones, tácticas y módulos» al bandolerismo popular veterocristiano, pero autónoma, que cobra «un rictus creciente de ferocidad y exasperación a medida que se quemaban las etapas precedentes a la expulsión».31

Al desarrollo específico del bandolerismo morisco contribuyen, según García Martínez, otras dos concausas estructurales caras a Braudel y Reglà: la continua presión de los piratas norteafricanos en el litoral y la hostilidad entre cristianos viejos y nuevos. El clima de violencia que impera en esta doble frontera: marítima e interior, salpica de situaciones de emergencia la paz pública durante la segunda mitad del siglo XVI y principios del XVII.32 La peculiar geografía del reino es, por consiguiente, acicate del bandidaje morisco: la física, por la extensión de la fachada costera, tan vulnerable a las agresiones de un enemigo que se beneficia de la frecuente ayuda de la «quinta columna» morisca,33 y por la aspereza de un paisaje idóneo para guarecerse; y la humana, debido a la distinta distribución de cristianos y moriscos, habitantes los primeros por lo general de las ricas vegas y huertas litorales, los segundos en su mayoría del interior pobre y montuoso,34 de conformidad con la imagen –no del todo acertada– que del poblamiento de Valencia en estos tiempos ha ofrecido Lapeyre. Se cumple así el axioma braudeliano de que la montaña es vivero y hábitat de bandoleros.

Para confirmar esta tesis y distinguir la importancia que los principales reductos del bandolerismo valenciano tuvieron antes y después de 1609, García Martínez se vale de una documentación heterogénea: bandos, edictos y otras provisiones de los virreyes, acuerdos en Cortes, testimonios de los coetáneos (crónicas, dietarios, relaciones de viajeros) y otras fuentes impresas. En función del número de veces que cada pueblo es citado, García Martínez establece una jerarquía de núcleos de peligrosidad, que agrupa por comarcas. Comoquiera que nuestro interés se centra en los territorios donde hubo bandidos moriscos, dejaremos el resto al margen. En el sur del reino destaca como foco más persistente «la Marina y las montañas», esto es, la Marina Alta (Pego, Benidoleig, El Verger, Xaló), y el Comtat (Benilloba, Cocentaina, Muro de Alcoy), área compacta y abrupta, densamente habitada por nuevos convertidos y feudo de algunos de los más poderosos títulos (como el duque de Gandía, los marqueses de Denia y Guadalest o el conde de Cocentaina), desde la que se podía acceder con relativa facilidad a la frontera castellana para escapar de la justicia. Este enclave fundamental de forajidos moriscos conecta con la llanura litoral de la Huerta de Gandía –comarca histórica hoy integrada en la Safor–, reducto de menor criminalidad.35 En la franja central, donde se daban de forma ejemplar las condiciones geográficas antes descritas, sobresalen, por ser cunas de salteadores moriscos o servir de «santuarios», seis comarcas: ambas Riberas, la Alta (Cotes, Càrcer, Sumacàrcer) y la Baja (Corbera), la Canal de Navarrés (Anna, Bolbaite), el Valle de Ayora-Cofrentes (Teresa, Zarra), la Hoya de Buñol (Buñol, Cheste), y el Camp de Túria (Benisanó, Benaguasil, Olocau, Riba-roja y Vilamarxant). Menos castigado parece haber sido el Camp de Morvedre (Algar de Palancia, Alfara de la Baronia). Por último, al norte del país, en cuyas tierras altas era escasa la presencia morisca, solo califica de relevante la zona del Alto Palancia (Segorbe, Navajas, Castellnovo) y, muy por detrás de esta, el Alto Mijares (Ayódar). Nada dice, en cambio, de la Plana Baja, donde sí había aljamas y morerías populosas como las de La Vall d’Uixó o Betxí.36

El bandolerismo morisco se concentra en espacios que le son propicios y oscila en el tiempo en virtud de las circunstancias. García Martínez distingue en su evolución histórica varias etapas. Comienza a configurarse como un tipo específico de bandidaje, diferente del popular y de las bandosidades rurales, en los primeros años del reinado de Felipe II, pero no alcanza un nivel inquietante –al menos en la percepción de la corona– hasta la rebelión granadina de 1568. El miedo al contagio y el riesgo de una inmediata intervención otomana a gran escala llevan a las autoridades regnícolas a redoblar la vigilancia sobre la minoría en su conjunto y sobre los bandidos moriscos en especial, como reflejan las medidas tomadas por el virrey Benavente para prohibir el uso de armas a los nuevos convertidos (prueba de la poca eficacia del desarme de 1563), y los movimientos de estos entre sus lugares de residencia y la costa. La guerra de Granada es, pues, un hito determinante en las relaciones entre cristianos viejos y nuevos en Valencia. García Martínez hace suya la opinión al respecto de Halperin Donghi, cuya primorosa tesis doctoral, publicada en 1955-1957, corrobora muchas de las ideas de Braudel:

Luego de ella algo se quiebra en el equilibrio entre unos y otros, la situación de los moriscos se hace más dura; los cristianos viejos los temen más que antes, y porque los temen los oprimen.37

La infiltración de granadinos en las aljamas valencianas a partir de 1570 y la posterior victoria sobre los turcos en Lepanto, para mayor satisfacción cristiana y desconsuelo morisco, exacerban el aborrecimiento mutuo. Prueba de ello –dice García Martínez citando a Escolano, pero se equivoca al datarla– es la abortada conspiración de los moriscos de Teresa para levantarse en armas contra los cristianos de Ayora a comienzos de 1575.38 Asimismo, siguiendo a Boronat, quien se asombra del «aumento escandaloso de homicidas, ladrones y vagabundos que hallaban acogida en los pueblos de moriscos» en las postrimerías de los años setenta, se pregunta si, al igual que en Castilla, donde entre 1577 y 1581 se multiplican los delitos atroces cometidos por cuadrillas de bandidos con abundancia de granadinos deportados,39 el resentimiento de los activistas llegados subrepticiamente a Valencia no pudo acelerar la maduración del bandolerismo morisco en estado puro, sin conexión con el servicio a la nobleza.40

En cualquier caso, esta fase de pujanza criminal no tiene parangón con la que está por venir. Es en la década siguiente cuando se produce la verdadera «eclosión» del bandidaje morisco valenciano, entendido no solo como brazo armado de las rivalidades señoriales o secuela del revanchismo granadino, sino también y, por encima de todo, como «respuesta llana y descarnada a la explosión demográfica». Precedida por una oleada de ataques piráticos en 1583 y 1584 (Moraira, Altea y Callosa d’en Sarrià al sur del reino, Xilxes al norte, aquí con la colaboración de los moriscos de La Llosa), y jalonada sangrientamente por el asesinato del vizconde de Chelva a manos de un grupo de vasallos moriscos en octubre de 1584, dicha eclosión coincide con el segundo trienio del conde de Aytona al frente del gobierno virreinal, de 1584 a 1587.41 Urgido por Felipe II a tomar medidas excepcionales para atajar la situación, publicará, el 7 de junio de 1586, la pragmática para la extirpación del bandolerismo, particularmente el morisco, que hasta su revocación en las Cortes de 1604 continuarán aplicando sus sucesores en el cargo a pesar de atentar gravemente contra los fueros, y no vacilará en recurrir a tácticas extrajudiciales tales como el destierro sin proceso o el ajuste con las cuadrillas, como la de Solaya, hasta lograr –y estima García Martínez que sí lo hizo– la pacificación del reino.42

Por poco tiempo. Tras la muerte del virrey Aytona en 1594, el bandolerismo morisco se reactiva y da sus últimos y vigorosos coletazos justo antes de la expulsión. De la recidiva cree el autor buena prueba la publicación por el sexto conde de Benavente de una nueva pragmática contra las cuadrillas de salteadores moriscos y sus receptadores en junio de 1599, así como la pregonada por el marqués de Villamizar, hermano del duque de Lerma, en octubre de 1605, en la que se menciona a cuatro bandidos moriscos.43 Del aparatoso repunte final es testimonio, por su parte, la que el marqués de Caracena da a la imprenta el 1 de diciembre de 1608, encaminada a obtener la captura de una cuarentena de forajidos moriscos y el castigo de sus favorecedores. Se explica así la insistencia del autor en el «escandaloso» rebrote y «en el rictus creciente de ferocidad y exasperación» del bandidaje morisco en vísperas del extrañamiento.44

Si la autoridad de Halperin Donghi ha servido antes para reforzar su punto de vista sobre la trascendencia de la guerra de Granada en las relaciones entre cristianos y moriscos en Valencia, en este punto, sin embargo, García Martínez se desmarca de su criterio, ciertamente disonante con la ortodoxia braudeliana. Dice así Halperin:

Ese mundo aparte que era el de los bandidos tenía sin duda raíces muy hondas en la sociedad valenciana, se vinculaba con ella por mil canales impensados […] Pero en la libre sociedad de los bandidos pierden sentido las oposiciones que antes lo tenían: ya no es posible hablar, en rigor, de moriscos y de cristianos viejos. Se constituye, en cambio, una suerte de fraternidad elemental y primitiva, no más allá, sino, si así puede decirse, por debajo de las oposiciones y fraternidades de la vida legal. Aquí los nombres de cristianos viejos y de moriscos pueden ir al fin hermanados, así sea en las crides en que los virreyes ponen precio a sus cabezas.45

Disiente García Martínez de este argumento, no porque esté falto de lógica, sino porque carece del exigible respaldo documental.46 Pero no es así. O no lo es del todo. Se basa Halperin, en primera instancia, en la pragmática estampada por Villamizar en 1605, que junto con los nombres de una veintena de forajidos cristianos da los de los moriscos Mombohí, Josep Giber, Joan Çayfati y Benazim Portilli, lo cual, en honor a la verdad, está muy lejos de probar el entendimiento entre unos y otros. Y se apoya más tarde, esta vez con mayor sustancia, en las declaraciones de un francés, Pedro de Castanyet, fabricante y proveedor de pólvora capturado en los alrededores de la Muela de Cortes en noviembre de 1609, quien, torturado para saber de sus contactos con los sublevados, confiesa ser en realidad un bandido «que ha ido en compañía de los moriscos y de los cristianos viejos que están con ellos haciendo males por el reino» y que ha encontrado por la zona a más de veinte de sus camaradas dando «ánimo a los moriscos». Ello da pie a Halperin para abundar en su arriesgado juicio:

… en los días de la rebelión no existe ya esa nación de los cristianos nuevos que hemos conocido; la masa morisca que resiste no está ya encuadrada por sus tradicionales dirigentes: las virtudes de prudencia, el ascendiente sobre los señores cristianos, todo eso no es ya apreciado en la nueva situación que se ha creado a los moriscos, vale más la alocada decisión de los refugiados de Granada, la experiencia de los bandidos cristianos viejos. Así la resistencia morisca se organiza con nuevos jefes y nuevos auxilios.47

La cuestión, por lo tanto, no es si hay evidencias documentales que permitan sostener que moriscos y cristianos viejos colaboraron en acciones criminales, sino si tal cosa ocurrió con una frecuencia significativa y, en caso afirmativo, si ello implica que, cómplices en el delito, en la proscripción y en la vida a salto de mata, las diferencias de civilización que los enfrentaban se diluían en la sociedad libre y fraternal del bandidaje, pues de ser cierta esta idea afectaría a la médula misma del modelo interpretativo de Braudel, Reglà y García Martínez, al menos en lo que atañe al bandolerismo morisco.

BERNARD VINCENT Y EL ESTUDIO DE LOS MONFÍES GRANADINOS

No puede decirse que la desafiante hipótesis de Halperin Donghi haya tenido eco en la investigación especializada. No, desde luego, en Valencia; escéptico y prudente, García Martínez opta por reservar la opinión hasta mayores indagaciones sobre el tema. Tampoco en la visión canónica del bandolerismo granadino, de la comparación con la cual pueden extraerse muchas lecciones. Dicha visión es deudora, fundamentalmente, de las aportaciones de Julio Caro Baroja, que Braudel incorpora a la segunda edición de su Meditérranée, y, sobre todo, de Bernard Vincent. Basándose, como se ha dicho, en las crónicas de la época, Caro Baroja afirma que el acuadrillamiento morisco tiene su raíz en la protección que los señores brindan en sus dominios a los nuevos convertidos que delinquen, de cuyos golpes sacan provecho. El propio nombre de monfí, que en árabe significa desterrado, guarda relación con la condición de encartado o confinado del criminal morisco refugiado en señorío. El testimonio más contundente al respecto es el de Francisco Bermúdez de Pedraza, que en su Historia eclesiástica de Granada asevera que en el reino era costumbre antigua

que todos los que cometen delitos se salvavan y estavan seguros en los lugares de señorío. Una cosa mal sonante, y que se juzgava por causa de más delitos, porque era en favor de mal hechores, impedimento de la justicia y desautoridad de los ministros della.48

La situación cambia cuando se prohíbe a los señores acogerlos y a las iglesias ofrecerles inmunidad por más de tres días, pero no parece que remita el problema. Al contrario, escondidos en las montañas, los monfíes se organizan en cuadrillas con capitán y bandera. Armados de ballestas, crecen en número y en atrevimiento y crecen también sus fechorías, a veces de acuerdo con los corsarios turcos y norteafricanos que alcanzan de continuo la costa. Y se conciertan además con los «mancebos gandules», gente bulliciosa que –dice Mármol y Carvajal– en cada barriada de Granada se pone a las órdenes de un capitán de esta suerte de milicia urbana. He aquí los tres elementos de choque, concluye Caro Baroja, con que contarán los sublevados desde la primera hora del levantamiento.49

«Punta de lanza» de la resistencia morisca los considera Bernard Vincent en el primero de sus estudios sobre la materia, publicado en 1981, y recuerda una célebre sentencia de Braudel: «el bandidaje terrestre es hermano de la correría marítima, con la que presenta muchas afinidades».50 Tan inextricable es este vínculo –agrega Vincent–, que las autoridades del reino no siempre son capaces de distinguir a unos de otros. Para definir a estos malhechores, los cristianos viejos se sirven de la palabra árabe munfi, aunque alteran su sentido para usarla como sinónimo de criminal. Pero si a los ojos de estos el monfí no es más que un salteador, para los moriscos, por el contrario, es un «héroe de la libertad», cuando no un «hombre santo», razón del prestigio de que gozan entre sus correligionarios muchos de ellos. Pues los monfíes –continúa Vincent– no actúan al azar; tan solo atacan a cristianos viejos, de preferencia posaderos (a menudo delatores de las autoridades), mercaderes y, especialmente, eclesiásticos, símbolo por excelencia de la opresión que padecen los moriscos, por las exacciones que les exigen y por sus odiosas campañas de evangelización.51

Varios factores explican la persistencia del bandolerismo morisco en Andalucía oriental. Al conflicto de civilizaciones en el que se inserta, que Vincent, como Braudel, sitúa en la base del asunto, se suman la facilidad con que los bandidos pueden hacerse a la mar si se ven en peligro, para regresar en cuanto este haya pasado, y la fragosidad de aquellas tierras, donde resulta fácil echarse al monte y burlar a los perseguidores. Son hechos bien conocidos. La solidaridad de la comunidad morisca con los monfíes es otro elemento de peso. A pesar de que muy pronto, en 1514, se toman medidas contra los receptadores y se obliga a las aljamas a participar en las batidas y a mantener a las compañías de soldados enviadas por la Audiencia a sitios estratégicos, la lacra del bandolerismo morisco no puede ser extirpada. Tampoco contribuye la suspensión de las inmunidades señoriales y eclesiásticas desde 1560: sintiéndose amenazados, muchos hombres que se habían establecido después de delinquir huyen al monte para evitar ser prendidos. Por añadidura, las constantes desavenencias y roces entre la Audiencia y la Capitanía General, reflejo del desconcierto sobre la forma de hacer cumplir la ley, no hacen sino agravar la magnitud del asunto.52

Cuando estalla la rebelión en diciembre de 1568, los monfíes están listos para saltar a escena. Según el relato de Mármol, que Vincent da por bueno, Gonzalo el Seniz, forajido de larga trayectoria, reúne una tropa de doscientos o trescientos bandoleros, que se integra con naturalidad en la lucha. Tan es así que hasta el final de la contienda, el 1 de noviembre de 1570, solo habrá bandidaje en los confines del reino de Granada. Decretada la deportación de los moriscos tras la derrota, el fenómeno adquiere una nueva y desesperada fisonomía: los monfíes ya no pueden contar con el auxilio de la población, la región está en ruinas y se hace difícil eludir a los soldados que vigilan las montañas. Con todo, algunas cuadrillas continúan asolando el territorio durante años. Vincent menciona el saqueo de Jubrique en 1572 por Antonio el Manco al frente de 300 hombres, pero el caso es excepcional; por lo común, las bandas no alcanzan la veintena de miembros.53

A partir de 1577 el bandolerismo morisco entra en declive en Andalucía oriental por efecto de la política de reducción negociada y del traslado a Castilla y Andalucía occidental de los grupos armados que se resisten a entregarse. El monfí –afirma Vincent– es ya un «producto de exportación». No obstante, y paradójicamente, el mal se disemina por áreas hasta entonces no contaminadas –como constata Halperin para esas fechas–, una vez más favorecido por la aparente lenidad de los señores. Al fin, únicamente la expulsión conseguirá acabar con el problema por completo. Los bandidos moriscos, «vengadores de una minoría oprimida», solo desaparecen cuando esta sale desterrada de España.54

En su siguiente aproximación al tema, dada a la imprenta en 1989 bajo el título de «Retour sur les monfíes grenadins», Vincent revisa la cronología y la geografía del asunto. Si en su primer trabajo examina los años 1492-1515 y 1560-1580, ahora centra la atención en el periodo intermedio: 1515-1560, para afirmar que el bandolerismo monfí fue insaciable y se renovó sin cesar. Por lo que atañe a la geografía, se ratifica en la tesis de que la montaña es el hábitat por antonomasia del bandido, pero a renglón seguido aclara que valles como el de Lecrín reunían todas las características para convertirse en eje de actividad fundamental de los monfíes: lugar de paso obligado para mercaderes y viajeros, población morisca mayoritaria y siempre dispuesta a prestar ayuda y cercanía del mar para embarcarse allende, lo que matiza la clásica tesis braudeliana.55

Al elevar sus conclusiones, Vincent se muestra un punto más rotundo que en 1981. Como los motivos de malestar no dejan de acumularse, no hay comunidad morisca en la que, a poco que las circunstancias acompañen, no emerja un nuevo monfí con el auxilio de sus correligionarios. De ahí que los legisladores sean tan severos con los encubridores. En resumen, los monfíes granadinos se alejan del modelo del «bandido social» sin horizontes. Se hallan, por el contrario, como lo están también los corsarios berberiscos, en el mismo corazón del conflicto entre cristianos y criptomusulmanes, de tal manera que puede sostenerse que la guerra iniciada en 1482 para la conquista de Granada no culminó verdaderamente hasta un siglo más tarde, obligando a la monarquía española a desplegar y mantener «un dispositif ample et coûteux et pourtant insuffisant et inefficace».56

En «El peligro morisco», estudio de 1991 recopilado luego en su libro El río morisco, Vincent se reafirma en sus convicciones.57 «Manifestación estridente de la yihad» es, a su juicio, el corso berberisco-morisco (distinto de la piratería y del corso legal),58 en el que los moriscos emigrados al norte de África hartos de soportar el yugo cristiano sirven de informantes y exploradores de las expediciones de saqueo y captura de cristianos que, a razón de una por año al menos, hostigan las costas de Andalucía y Valencia. No es menor la violencia en el interior. Quienes catalizan aquí la resistencia y mantienen en jaque a las autoridades cristianas son los monfíes, organizados en bandas más o menos numerosas, que para los musulmanes andaluces, valencianos o aragoneses son «guerreros de la fe». Asaltan –como ya tiene dicho– a mercaderes y eclesiásticos, pero también a miembros de los tribunales. Pese a las disposiciones promulgadas contra ellos, es obvio que no dejan de representar un peligro para el Estado. Y remacha: «de las bandas de monfíes a la revuelta no hay más que un paso», como demuestra el liderazgo de salteadores como Gonzalo el Seniz o el Partal de Narila en el levantamiento de las Alpujarras de 1568. Los bandidos moriscos son, en suma, líderes en potencia (y a veces en acto, podría añadirse parafraseando a Reglà) de movimientos de gran amplitud, abanderados de la frontera interior, estandartes de la quinta columna.59

1 Eric Hobsbawm: Bandidos, Barcelona, 2001, pp. 23-24. También reconoce el fundamental magisterio de Braudel Anton Blok en su conocida crítica a los postulados de Hobsbawm: «The Peasant and the Brigand: Social Banditry Reconsidered», en Comparative Studies in Society and History, 14, 4, 1972, pp. 495-504, recopilado y revisado en A. Blok: Honour and Violence, Oxford, 2001, pp. 14-28, en concreto, p. 22.

2 Joan Reglà: Estudios sobre los moriscos, Valencia, 1971, p. 10.

3 Xavier Torres i Sans: «El bandolerismo mediterráneo: una visión comparativa (siglos XVI-XVII)», en Ernest Belenguer Cebrià (coord.): Felipe II y el Mediterráneo, vol. II, Los grupos sociales, Madrid, 1999, p. 399.

4 Fernand Braudel: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, México, 2.ª ed., 1976, vol. II, p. 117.

5 Ibíd., II, 126. Xavier Torres señala certeramente que Braudel no considera esta guerra social como una manifestación de la lucha de clases, sino más bien un antagonismo de cuño stendhaliano (Torres, op. cit., p. 401).

6 F. Braudel, op. cit., II, pp. 128-131.

7 Ibíd., II, p. 126.

8 Ibíd., II, pp. 131-133.

9 Ibíd., I, pp. 46-47, II, p. 123.

10 Ibíd., II, p. 134.

11 Rafael Benítez Sánchez-Blanco: «Granada y Valencia. ¿Uno o múltiples problemas moriscos?», en Manuel Barrios Aguilera y Ángel Galán Sánchez (eds.): La historia del reino de Granada a debate. Viejos y nuevos temas. Perspectivas de estudio, Málaga, 2004, pp. 49-63.

12 F. Braudel, op. cit., II, p. 179; R. Benítez, op. cit., p. 50.

13 Ibíd., pp. 50-51.

14 Ibíd., pp. 55-57.

15 F. Braudel: op. cit., II, pp. 183-185.

16 J. Reglà: El bandolerisme català del Barroc, Barcelona, 1966, pp. 19-20.

17 Ibíd., p. 29.

18 J. Reglà: Bandoleros, piratas y hugonotes en la Cataluña del siglo XVI, Pamplona, 2012, p. 65. Por razones bibliográficas citamos aquí la edición en castellano.

19 Ibíd., pp. 89-93. Véase al respecto el prólogo de Pere Molas a dicha edición, p. XLVI.

20 J. Reglà: El bandolerisme català…, p. 25.

21 Ibíd., pp. 37-38, 45-47 y 187-188.

22 Ibíd., pp. 32-35 y 85-97.

23 J. Reglà: Bandoleros, piratas y hugonotes…, p. 25.

24 J. Reglà: «La cuestión morisca y la coyuntura internacional en tiempos de Felipe II». Originalmente publicado en Estudios de Historia Moderna, Barcelona, III (1953), pp. 219-234, se incluyó luego en sus Estudios sobre los moriscos, pp. 139-157; véase en concreto p. 139.

25 Agradecemos a Juan Francisco Pardo que haya puesto a nuestra disposición su trabajo «¿Emigrantes o conspiradores? Fugas, tramas y peligro morisco en el reino de Valencia (1525-1609)», todavía en prensa, donde, entre otras cosas, se aborda la evolución de esta idea.

26 Julio Caro Baroja: Los moriscos del reino de Granada. Ensayo de historia social, Madrid, 2.ª edición, 1976, pp. 169-170 y 224-225.

27 J. Reglà: Estudios sobre los moriscos, pp. 143-148.

28 Sebastián García Martínez: «Bandolerismo, piratería y control de moriscos en Valencia durante el reinado de Felipe II», Estudis, 1 (1972), pp. 85-167. Junto con otros suyos, este trabajo se ha reeditado bajo un nuevo título: El País Valencià modern: societat, política i cultura a l’època dels Àustria, Catarroja, 2006. En estas páginas empleamos como referencia la publicación de su tesis doctoral patrocinada por el Ayuntamiento de Villena: Valencia bajo Carlos II. Bandolerismo, reivindicaciones agrarias y servicios a la monarquía, Valencia, 1991, donde se incluye la versión corregida de 1977.

29 Es este un factor ya mencionado por Reglà (véase Bandoleros, piratas y hugonotes…, p. 82), pero al que García Martínez presta mayor atención.

30 Ibíd., pp. 23 y 32-33.

31 Ibíd., pp. 24-25.

32 Ibíd., p. 33.

33 Ibíd., p. 42.

34 Ibíd., pp. 26-27.

35 Ibíd., pp. 27-28.

36 Ibíd., pp. 28-31.

37 Tulio Halperin Donghi: «Un conflicto nacional: moriscos y cristianos viejos en Valencia», Cuadernos de Historia de España, Buenos Aires, XXIII-XXIV (1955), pp. 5-115 y XXV-XXVI (1957), pp. 83-250. Aquí empleamos la edición de la Universitat de València de 2008, p. 145.

38 S. García Martínez, op. cit., p. 75. La conspiración, sin embargo, ocurrió probablemente un lustro antes. Cf. Jorge Antonio Catalá Sanz y Sergio Urzainqui Sánchez: La conjura morisca de 1570: la tentativa de alzamiento en Valencia, Valencia, 2009, pp. 15-19.

39 Informe del doctor Liébana, comisionado por el Consejo de Estado, citado por T. Halperin Donghi, op. cit., p. 146, nota 62.

40 S. García Martínez, op. cit., pp. 77-78.

41 También Colás y Salas creen que el bandolerismo aragonés mostró su rostro más audaz en los años centrales de los años ochenta del siglo XVI. Gregorio Colás Latorre y José Antonio Salas Auséns: Aragón en el siglo XVI. Alteraciones sociales y conflictos políticos, Zaragoza, 1982, pp. 153-395.

42 S. García Martínez, op. cit., pp. 82-100.

43 Ibíd., pp. 113 y 120.

44 Ibíd., pp. 126-130.

45 T. Halperin Donghi, op. cit., p. 73.

46 S. García Martínez, op. cit., pp. 126-127 (nota 401).

47 T. Halperin Donghi, op. cit., p. 192.

48 J. Caro Baroja, op. cit., pp. 166-167.

49 Ibíd., pp. 168-172.

50 Bernard Vincent: «El bandolerismo morisco en Andalucía (siglo XVI)», Awraq, IV (1981), pp. 167-178. Este trabajo se integró luego en la recopilación Minorías y marginados en la España del siglo XVI, Granada, 1987, pp. 172-197.

51 Ibíd., pp. 174-177.

52 Ibíd., pp. 178-181.

53 Ibíd., pp. 182-186.

54 Ibíd., pp. 188-189 y196-197.

55 B. Vincent: «Retour sur les monfíes granadins», en J. A. Martínez Comeche (ed.): El bandolero y su imagen en el Siglo de Oro, Madrid, 1989, pp. 31-37.

56 Ibíd., p. 37.

57 B. Vincent: El río morisco, Valencia, 2006, pp. 65-74.

58 B. Vincent: «Un exemple de course barbaresco-morisque: lattaque de Cuevas de Almanzora (1573)», Pedralbes, 1 (1981), pp. 7-20; «Les corsaires en Andalousie orientale au XVIe siècle», en Homenatge al doctor Sebastià García Martínez, Valencia, 1988, I, pp. 355-362.

59 B. Vincent: El río morisco, pp. 70-74. Estas mismas ideas han sido defendidas por otros historiadores. Joaquín Gil Sanjuán destaca que entre las causas de la sublevación ha de incluirse el aumento del bandidaje morisco en los años previos. Véase su trabajo «Moriscos, turcos y monfíes en Andalucía mediterránea», Baética. Estudios de Arte, Geografía e Historia, 2-II (1979), p. 147. Por su parte, Valeriano Sánchez Ramos ha subrayado que sin la presión de los monfíes muchos pueblos de las Alpujarras no se habrían sumado a la rebelión. (Véase de este autor «La guerra dentro de la guerra: los bandos moriscos en el alzamiento de las Alpujarras», en VII Simposio Internacional de Mudejarismo, Teruel, 1999, p. 511).

El bandolerismo morisco valenciano

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