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Un enfoque alternativo

CRÍTICAS, DUDAS, CONTRADICCIONES

A pesar de la enorme influencia que ha tenido, o precisamente por ello, el modelo explicativo del bandolerismo mediterráneo del Quinientos de Braudel ha sido objeto de críticas sustanciales. Algo similar ha ocurrido con el de Reglà para el caso catalán en los siglos XVI y XVII, que tanto se inspiró en aquel. Piedra angular de ambos planteamientos, la correlación entre miseria y bandidaje ha sido ampliamente cuestionada. La tesis de que el problema se extendió como resultado de la desconexión entre población y recursos económicos no viene avalada –observa Xavier Torres– por la comparación entre la evolución demográfica general y la cronología particular del bandolerismo en Cataluña. Por el contrario, hay bastantes indicios de que los bandidos proliferaron igualmente en coyunturas de baja presión demográfica, como las primeras décadas del siglo XVI, y que su número se redujo, en vez de remontar, cuando la población volvió a crecer con fuerza, como sucedió a finales del siglo XVII.1 En realidad, a la proposición de que la pobreza fue origen y motor del bandidaje le es perfectamente aplicable la objeción de Maurice Aymard al modelo del bandolerismo «social» de Hobsbawm: «nel migliore dei casi, non ha costituito che un polo, fragile e passeggero, del fenomeno».2

Tampoco ha quedado bien parada la forzada oposición entre montaña y llano. Más que origen, la montaña es refugio de bandidos –aduce Pierre Vilar en su Catalunya dins l’Espanya moderna–,3 y, en efecto, en su detallada cartografía del bandolerismo catalán Torres demuestra que este brotó por todas partes:

Tant pel seu àmbit de reclutament com pel seu radi de difusió el bandolerisme català del Barroc no ha coincidit amb els marges de la Catalunya pirinenca […] En els segles XVI i XVII, però, les bandositats, els bandolers, han proliferat tant al pla com a les muntanyes; […] tant en la Catalunya de masos i emfiteutes relativament benestants, […] com en la Catalunya pobra, «garbera» o jornalera de Ponent; tant, en fi, entre la Catalunya pregonament senyorialitzada, […] com en aquella altra de forta implantació de la jurisdicció reial.

No se puede seguir sosteniendo, en conclusión, que el bandolerismo fuese siempre, ni siquiera las más de las veces, consecuencia de la plenitud demográfica de la montaña desbordándose por las llanuras, lo que no obsta para ponderar su función como santuario o vía de escape de las cuadrillas, sobre todo cuando la montaña delimitaba la frontera entre reinos.4

Lejos de nutrirse de la miseria, de los pobres y oprimidos, el bandolerismo, no ya en Cataluña, sino en toda la Corona de Aragón, se alimentó de la opulencia, de los ricos y poderosos. Tal es la visión alternativa que propone Torres, no enteramente antagónica a la de Braudel y Reglà, pues también ellos toman en consideración las raíces faccionales y la colusión entre nobles y bandidos en la génesis y el desarrollo del fenómeno. La diferencia fundamental estriba en el peso específico que unos y otro atribuyen a este factor. A juicio de Torres, la guerra privada entre señores es el primum mobile o primus agens: de ella trae causa el bandolerismo e incluso el salteamiento de caminos en concreto; de las banderías feudales que en cada reino arrastraban tras de sí a las familias principales y sus adyacentes, entre los que figuraban lacayos y grupos de gente facinerosa. Sin el amparo de los grandes títulos –y cita Torres a James Casey: «de las fuerzas más conservadoras y reaccionarias», que empleaban la violencia, y por ende a los forajidos, para consolidar su posición de poder en la comunidad–, el bandolerismo no habría alcanzado la dimensión que llegó a tener en los siglos XVI y XVII.5 Pero no se trata solo de señores feudales.

El dret a fer-se justícia, la guerra privada popular o aristocràtica, no són pas, tanmateix, l’única causa de les bregues i les mobilitzacions armades de l’època; coexistiran, si més no, amb d’altres variants consuetudinàries i institucionalitzades de violència privada […] Es tracta del vell dret de marques i represàlies col·lectives […], que facultava els afectats a exigir o atorgar-se, arribat el cas, l’oportuna satisfacció per la via de fet […] o, en cas extrem, la subsegüent expedició punitiva.6

Los bandoleros del Principado y de la Corona de Aragón actúan, en suma, dentro de un contexto de rivalidades, de luchas entre facciones, que encubre una multiplicidad de conflictos locales. De la misma forma que las disputas individuales pueden imbricarse en el marco de las parcialidades señoriales u oligárquicas, también las peripecias y fechorías de las cuadrillas de forajidos terminan insertándose en el «medio banderizo». De ahí se derivan, según este autor, características singulares del bandolerismo catalano-aragonés de los siglos XVI y XVII que lo distinguen del de simple subsistencia, como son su tamaño (a menudo propio de ejércitos privados); su dotación y armamento (amplia y diversa); su elevada movilidad geográfica (que en ocasiones va más allá de las fronteras del propio reino); la base social de su apoyo (que depende menos de la complicidad popular que del favor y la protección de los señores, las autoridades locales e incluso algunos oficiales reales, jueces de la Audiencia entre ellos), y, consecuencia de la impunidad que ello les reporta, su prolongada trayectoria delictiva, con un promedio superior a los quince años en el caso de las bandas más famosas, en claro contraste con los dos o tres años de esperanza de vida criminal de los genuinos bandidos sociales de Hobsbawm.7

Está por ver que el enfoque de Xavier Torres sea ciertamente aplicable a todos los territorios de la Corona de Aragón y no solo a Cataluña. De momento, conviene no olvidar que, como ha advertido Emilia Salvador, pese a la proximidad semántica entre los conceptos, de la cual es testimonio la confusión terminológica en la documentación coetánea, y a la indiscutible relación que a veces hubo entre bandos y bandidos, las bandosidades y el bandolerismo eran realidades diferentes, por lo que merecen y exigen ser investigadas por separado, dado que mientras las acciones de los bandoleros se situaban siempre fuera de la legalidad, las que se llevaban a cabo en el curso de las disputas entre bandos, en especial si eran nobiliarios, podían ser perfectamente legales.8 Por otro lado, y no menos importante, si de algo peca la caracterización del bandidaje valenciano que nos ha legado Sebastián García Martínez no es precisamente de sesgo u oblicuidad, sino de abigarramiento. No se puede reprochar a García Martínez que en su interpretación se soslayen aspectos como la connivencia entre señores y forajidos o las ramificaciones criminales de las parcialidades locales en beneficio de la tesis principal de que el bandolerismo es hijo de la miseria. A la inversa, su planteamiento adolece más bien, en algunos pasajes, de una excesiva yuxtaposición de rostros, de planos, de variantes, donde queda sin discernir cuál o cuáles de ellos eran más recurrentes o relevantes y, si acaso hubo sucesión o alternancia de facies, por qué motivos se produjo.

No es ajeno Torres a este debate terminológico, ni lo rehúye. En una reciente contribución al tema admite que aquello que en la época se denominaba bandolerismo engloba un abanico muy amplio de supuestos y actividades, tan amplio que sirve para designar desde meras acciones delictivas, manifiestamente ilegales, hasta episodios de guerra privada o convencional, pasando por luchas de bandos, enfrentamientos entre comunidades vecinas por aguas o lindes, marcas y represalias entre municipios o duelos y desafíos entre particulares o parentelas, amparados todos ellos en muy distintos grados por el derecho y la costumbre. Atreverse a formular una definición del fenómeno en tales circunstancias –viene a concluir– es una empresa prácticamente condenada al fracaso, se opte ora por una proposición estricta, como sinónimo de actividad delictiva, ora por una concepción más abstracta, que comprenda también su dimensión política o parapolítica, como han hecho Francesco Manconi, Osvaldo Reggi o Edward Muir.9 La solución, de existir, pasa, a criterio de Torres, por mejorar y renovar los métodos de investigación, yendo más allá del relato cronológico de las peripecias de los bandidos (que resulta inevitablemente en una visión limitada del fenómeno como problema de orden público), para tratar de desentrañar las razones de fondo de la violencia de una cuadrilla o parcialidad dada en un territorio y un tiempo determinados.10

Sea como fuere, y dejando al margen por ahora la discusión conceptual, es forzoso preguntarse si en última instancia la interpretación del bandolerismo catalán o catalano-aragonés de Torres es igualmente válida para el morisco, máxime si se valora la religión (o el choque entre civilizaciones) como línea de fractura fundamental. Como se ha dicho, García Martínez descompone el valenciano en dos vertientes esenciales: brazo armado de la nobleza feudal y correlato del bandolerismo popular veterocristiano, fruto de la carestía y la pobreza imperantes en el agro. A partir de la rebelión de las Alpujarras dos circunstancias perennes: las incursiones piráticas en la frontera litoral y la violencia entre cristianos y moriscos en la frontera interior, y otra provisional: la infiltración de deportados cargados de odio, concurren para precipitar la configuración de una tercera faceta, la de secuela del revanchismo granadino. Esta perspectiva del problema como suma o combinación de planos de posición variable en función de la coyuntura no se conduele bien con la visión del bandolerismo morisco andaluz de Bernard Vincent, según la cual su motor no fue la miseria, ni la lucha de bandos, ni la tradición de vendetta, sino la resistencia contra la opresión que, como nación distinta de la de los cristianos viejos y sometida a estos, sufrían los moriscos, de donde se sigue el carácter selectivo de las depredaciones y la condición de guerreros de la fe y héroes de la libertad de los monfíes granadinos.

Otros autores han expresado sus dudas respecto a este punto de vista. Raphäel Carrasco cree que aunque los bandidos moriscos pudieran ser considerados por sus correligionarios como auténticos guerreros de la fe, quienes se integraban en cuadrillas fuera de la ley distaban de servir todos a los mismos propósitos:

En realité, l’activité de ces partisans, replacée dans son contexte valencien des XVIe et XVIIe siècles, est plus complexe, car s’il y eut bien de véritables guerriers saints, tous les morisques appartenant à des groupes armés retranchés dans les montagnes, souvent mêlés à des vieux-chrétiens, ne servaient pas la même cause.11

Benjamin Ehlers ha desarrollado esta argumentación en su estudio sobre Juan de Ribera. Si bien el patriarca atizó con frecuencia el miedo popular a la amenaza que suponían los nuevos convertidos y sus contubernios con los musulmanes de allende, examinados en detalle los procesos penales sustanciados contra moriscos revelan que la violencia no siempre estallaba por causas confesionales. Podía hacerlo, en primer lugar, como ya se ha dicho, como parte de la estrategia de los señores para preservar su dominio frente a eventuales desafíos y de sus vasallos moriscos para obtener algún tipo de beneficio a cambio de prestarse a ser fuerza de choque, por ejemplo, el de llevar armas a pesar de las prohibiciones. Por otro lado, la cultura del honor específicamente morisca también podía conducir a la ruptura de hostilidades entre familias, no solo las pertenecientes a la élite.12 De la alta incidencia de este tipo de conflictos dentro de las aljamas y morerías del reino resultan muy ilustrativas las ciento veinte treguas entre familias mudéjares antagonistas auspiciadas por la corona en la época de los Reyes Católicos descubiertas por Mark Meyerson, que no impidieron, sin embargo, el derramamiento de sangre.13

Según Ehlers, incluso los casos que conciernen directamente a salteadores moriscos ponen en entredicho la inserción del problema en el conflicto entre dos naciones opuestas, pues algunos criminales denunciados como bandidos no eran más que pequeños delincuentes que merodeaban de pueblo en pueblo desesperados por complementar sus ingresos y asegurar su supervivencia. A mayor abundamiento, las cuadrillas más fieras y temerarias constituían por igual una amenaza para cristianos viejos y nuevos convertidos. Así lo demuestran, por ejemplo, los procesos contra dos célebres bandoleros: Miquel Abiaix y Vicent Negret, entre cuyos testigos de cargo figuran moriscos molestos por la agitación y los desórdenes que estos habían generado en sus comunidades y dispuestos, por ello, a colaborar con las autoridades del reino para acabar con sus andanzas. Informes alarmistas como los de Ribera, destinados a avivar el celo vigilante de los cristianos viejos, enmascaran –concluye Ehlers– una cultura de la violencia de la que participaban en realidad todos los valencianos, con independencia de su credo.14

NUEVAS FUENTES, NUEVA PERSPECTIVA

Muchas son las cuestiones pendientes de respuesta. ¿Encaja el bandolerismo morisco valenciano en el perfil del granadino trazado por Vincent? ¿O fue en parte análogo en motivaciones, tácticas y módulos al bandolerismo de subsistencia de los cristianos viejos, como asevera García Martínez? ¿Puede descartarse del todo que fuese producto de la miseria? ¿Lo fue de la opulencia? ¿Prestaron los forajidos moriscos servicios de armas a sus señores? De ser así, ¿ya lo eran –bandidos– cuando lo hicieron o se convirtieron en proscritos de resultas de ello? En cualquiera de los casos, ¿cómo podría conciliarse tal desempeño con la condición de guerreros de la fe? ¿Concertaron sus acciones con los musulmanes de allende? ¿Fueron agentes, espías, colaboradores de los piratas norteafricanos y turcos? ¿Supieron de conjuras para alzarse? En otro orden de cosas, ¿no hubo luchas de bandos o de parentelas entre los moriscos valencianos? ¿Distinguían las autoridades como realidades penales y sociales netamente diversas estas parcialidades de los grupos armados dedicados al crimen? ¿Son comparables tales grupos en tamaño, dotación, movilidad geográfica, naturaleza de los apoyos y duración de sus carreras delictivas a las grandes cuadrillas catalanas de los siglos XVI y XVII estudiadas por Torres? ¿Qué conclusiones podemos extraer del análisis de sus víctimas, de sus formas de operar, de sus escenarios de actuación, de sus estrategias de supervivencia?

Para tratar de dilucidar estos y otros asuntos hemos empleado fuentes diversas, susceptibles de ser clasificadas en dos grandes categorías: administrativas y judiciales. Entre las primeras se incluye la documentación utilizada en su día por García Martínez y consultada de forma habitual en los estudios sobre gobierno y orden público en la Valencia foral moderna: pragmáticas, edictos, pregones, provisiones y ordenanzas de los virreyes (comprendida en la sección de Real Cancillería del Archivo del Reino de Valencia). Esencial para nuestros fines ha sido el examen sistemático de los libros de cuentas de la Tesorería General del Maestre Racional, que García Martínez no vio. Aquí hemos recopilado todas las órdenes de pago libradas a favor de jueces, notarios, alguaciles, verguetas, comisarios y demás oficiales reales enviados a recabar información sobre los crímenes de diversa índole (homicidios, asaltos, robos, hurtos, tenencia o porte de armas prohibidas, agresiones, riñas, desacatos, resistencias, fugas y cualesquiera violencias), atribuidos a cristianos nuevos, así como a reconocer parajes, formar diligencias, perseguir, apresar y trasladar a forajidos o hacer averiguaciones sobre cuadrillas que deambulasen por el reino. Hemos recogido además las noticias que en relación con dichos delitos se filtran a través de los asientos de ingresos por la vía de la remisión de penas.15 Pese a las lagunas de las que adolece la serie (de algunos años no se conserva ningún documento; de otros el estado de deterioro es tal que no permite su lectura)16 y lo sumario de la descripción anotada, hemos podido reunir datos muy valiosos sobre un elevado número de crímenes e identificar a varios cientos de moriscos a los que las autoridades creyeron responsables o partícipes en estos, datos que luego hemos cotejado con los que proporcionan los fondos judiciales.

A esta segunda categoría pertenecen las series de Conclusiones Criminales y Sentencias de la Real Audiencia y, pieza capital en nuestra investigación, los procesos penales instados contra moriscos. Ambas series de resoluciones judiciales aportan una información menos heterogénea que los expedientes contables de la Tesorería General, pero más contrastada, por cuanto se basa en pesquisas ya completadas.17 Aunque en ocasiones la naturaleza exacta del delito del que se acusa a los reos queda oculta en una vaga y genérica referencia a lo contenido en el escrito de denuncia, los cuadernos de conclusiones y los pliegos de sentencias dan noticia de los crímenes de más de 400 moriscos valencianos, detenidos o en rebeldía, muchos de los cuales no aparecen consignados en los libros de cuentas del maestre racional. Ello acredita, por un lado, la complementariedad de los fondos empleados y es prueba, por otro, de la eficacia de la Audiencia, especialmente desde las reformas de los años 1572 y 1585.18

Los procesos penales merecen una reflexión más detenida. De sus posibilidades de uso no ya para la historia de la criminalidad, la justicia criminal, la violencia en todas sus variantes y las formas de disciplinamiento social, sino para la indagación de otras muchas esferas y aspectos: cultura popular, mentalidades, religión, familia, parentela, género, sexualidad, espacio doméstico, vida cotidiana, emociones, costumbres, etc., hay tantos y tan aquilatados ejemplos en el último medio siglo que su sola enumeración abruma.19 Por otro lado, Natalie Zemon Davis, Arlette Farge, Roger Chartier o Michel de Certeau, entre otros autores, nos han advertido de los distintos registros, contextos y estrategias discursivas que confluyen en estos documentos judiciales y hacen de ellos un polifónico espacio de encuentro y antagonismo, de construcción de identidades individuales forzadas a definirse en público, tanto como de validación de valores, conceptos, conductas y símbolos socialmente admitidos y compartidos, no exentas por tanto –las voces, las identidades construidas, las prácticas discursivas–, de artificio, de ficción (no por ser elementos inventados, sino por sujetarse a unas reglas retóricas para alcanzar unos fines, que son diversos, en función de los actores que intervienen), de códigos que, en definitiva, han de ser deconstruidos.20

Como acertadamente señala Pablo Pérez García, ya sea acusatorio o inquisitivo, el juicio penal constituye el escenario de, al menos, una triple controversia: personal, social y cultural. Personal por cuanto a la demanda de la víctima o su causahabiente de obtener la reparación o compensación del daño sufrido y el castigo del culpable le es adversa la aspiración del denunciado de probar su inocencia o ver disminuida su culpabilidad y la sanción correspondiente. Social porque mientras los familiares, amigos y allegados de la víctima esperan lograr el resarcimiento y la vindicta, el círculo íntimo del agresor, presunto o real, opone su anhelo de conseguir la absolución o, en su defecto, la graduación de la pena. Cultural pues en sus fundamentos últimos el proceso penal tiene por objeto inculcar la razón jurídica en el mundo social y en el orden moral y ético del Antiguo Régimen.21 Aún cabría mencionar otros vértices de antagonismo, por ejemplo, entre ámbitos y agentes jurisdiccionales, si se observan además los resortes judiciales que pueden activarse después de la firma de la sentencia. Sea como fuere, resulta evidente que el cúmulo de datos y noticias que mana del proceso penal ha de ser interpretado en diferentes claves, conforme a los distintos planos en los que operan y a los contradictorios propósitos a los que sirven.

Los testimonios que configuran, fijan, ratifican o modifican las respectivas posiciones son dados en sucesivas fases. El procedimiento penal valenciano puede abrirse a instancia de parte, con la presentación de una demanda o denuncia escrita por quien se considera víctima de un delito ante un tribunal penal ordinario, en poblaciones de realengo ante el justicia local, en dominios señoriales ante este o el asesor letrado, baile o gobernador del señorío, según sea alfonsina o baronal la jurisdicción del dueño. Encontramos así el primer relato de los hechos, con indicación del supuesto responsable de lo acaecido, de las circunstancias concurrentes, de los perjuicios ocasionados, del estado en que ha quedado la persona agredida o el bien dañado, de la relación entre el actor de la causa y el reo de esta. Por lo demás, aunque parezca verosímil y cierta, la narración no es necesariamente fidedigna, por lo que el historiador –advierte Pérez García– ha de ser cauteloso. Puede también iniciarse de oficio el proceso (informacions ex officio), a través de una pesquisa encaminada a recabar información de los testigos. Se hurta al lector, en este caso, el conducto directo por el que el suceso que se investiga ha llegado a conocimiento del tribunal (si bien puede inferirse de las declaraciones recibidas). Notificado el delito, se da orden a los oficiales: magistrados, asesores, escribanos y personal de apoyo, para que se desplacen al escenario de los hechos e interroguen bajo juramento a las personas que los han presenciado o sean conocedoras de algún dato revelador. La valoración que los magistrados hagan de la información reunida podrá llevar a que alguno de los declarantes se convierta luego en imputado, lo que exige mantener las mismas prevenciones que con las demandas a instancia de parte. Por último, hay una tercera vía de apertura, que se antoja la más fiable, cuando el crimen que se pretende esclarecer ha sido una agresión con resultado de lesiones o un homicidio: los llamados actes de nafres o de cadàver, informes forenses emitidos por el cirujano o desospitador después del visorio de la víctima o víctimas.22

Abierto el procedimiento, el juez de la causa o el futuro relator tratará de delimitar responsabilidades y lograr la imputación del reo o reos. De ahí que durante la primera fase del proceso o sumaria primen, como apunta Pérez García, la agilidad, la prontitud y la eficacia sobre el cumplimiento de las reglas y de las garantías jurídicas, que se reservan para la segunda etapa del juicio o plenaria. Se dictarán así, en este tramo, decretos de prisión provisional de los inculpados (rara vez registrados en los procesos), fianzas (actes de caplleuta y afermament) y órdenes de embargo cautelar de bienes (inscripció de béns), para que aquellos puedan eludir la reclusión a condición de que sus fiadores se comprometan a llevarlos ante el tribunal siempre que sean requeridos y guarden los bienes preventivamente inmovilizados para hacer frente a las costas y sanción pecuniaria a que pueda haber lugar. Junto con estas diligencias, y una vez tomadas las primeras declaraciones, los denunciados y los testigos seleccionados serán de nuevo interrogados (confessions ex officio), pero ya no podrán deponer con libertad, sino conforme a un esquema de preguntas establecido por el juez, el relator o el procurador fiscal, a fin de ampliar los indicios de culpabilidad o confirmar las pruebas testificales antes de dar forma al escrito de acusación o, si es el caso, modificar el inicialmente presentado. Con todo, aún cabe la posibilidad de que previamente se ordene el careo entre declarantes si se aprecia contradicción entre sus testimonios (acte d’acarament) o si genera dudas la identidad de alguno de los comparecientes (acte d’averiguació).23

La redacción del escrito de acusación cierra la fase sumaria y da paso a la plenaria. Con mayor o menor minuciosidad, a veces mediante una relación de puntos o capítulos numerados, cuanto se haya averiguado en torno al delito cometido: hechos, circunstancias, autores, víctimas, motivaciones, cómplices, fama pública, etc., será expuesto por el procurador fiscal y, si la hubiere, por la acusación particular, para fijar su posición, calificar los hechos, señalar culpables, reclamar la reparación de daños y solicitar el castigo de acuerdo con los fueros. Las partes en litigio ocupan en el plenario la primera línea, mientras el juez queda ya –observa Pérez García– en segundo plano, no sin asegurarse antes de que los reos estén representados y asesorados, motivo por el que solicita copia notarial del acte de procura. Solo entonces se procede a una nueva ronda de interrogatorios (confessions super denuntiatione) que los acusados pueden contestar estando presentes sus procuradores. Estos articularán luego su réplica en una escriptura de defenses más o menos prolija, en virtud de la condición social de los reos y del número y gravedad de los delitos que se les imputan, con la que, invariablemente, tratarán de demostrar la falta de fundamento de la acusación, de solidez de las pruebas y de credibilidad de los testigos de cargo, y, a la inversa, de justificar las virtudes que adornan al inculpado y prueban su inocencia, empleando para ello las estrategias y argumentaciones oportunas, que los testigos convocados habrán de avalar en sus deposiciones (confessions super defensione). Así pues, la confrontación de puntos de vista y valoraciones penales, sociales y morales entre acusación y defensa obliga al historiador a abordar la lectura de la fase plenaria con la misma atención y cuidado que la sumaria, ya que los hechos y circunstancias desvelados en el primer tramo del procedimiento pueden verse matizados en el segundo.24 Esto último puede darse especialmente si antes de que se dicte sentencia el magistrado de la causa estima imprescindible someter al reo a tormento para corroborar extremos, despejar contradicciones irresolubles u obtener información suplementaria sobre cómplices, receptadores o valedores, e incluso, probada plenamente su culpa y después de condenado a pena capital, tanquam cadaver, como si ya estuviese muerto,25 de donde se desprende la necesidad de redoblar las cautelas en torno a la fiabilidad de una confesión extraída de este modo cruel.

Por el contrario, es no solo posible, sino probable, si de bandoleros hablamos, que el proceso se sustancie de cabo a rabo sin la presencia del acusado. Cuando esto ocurre, el juicio, iniciado por cualquiera de las vías antes mencionadas, sigue adelante en rebeldía o ausencia del reo (procés d’absència), que es declarado contumaz y tenido por convicto y confeso y, en consecuencia, condenado a la máxima pena. Sin embargo, como atinadamente subraya Pérez García, no por ello pierden interés los procesos en rebeldía, primero porque la fase sumaria de esta modalidad es similar a la del resto de pleitos en lo tocante a la información sobre los hechos que pueda recabarse, y segundo porque, a pesar de que el derecho foral valenciano no admitía la apelación de tales sentencias, en la práctica sí hubo excepciones.26

De los aproximadamente 9.500 procesos penales que el archivo de la Real Audiencia de Valencia albergaba a mediados del siglo XVII27 solamente han llegado a nuestros días unos 3.500, contabilizados también los de la segunda mitad de la centuria. A estos se añaden los cerca de 3.000 sustanciados ante la Gobernación de Valencia en los siglos XVI y XVII que aún se conservan. De la suma resultante, no más de 190 son juicios incoados contra moriscos desde el reinado de Felipe II hasta su expulsión, un centenar de los cuales guarda alguna relación con las acciones delictivas o las conductas ilícitas que suelen vincularse con el bandolerismo en cualquiera de sus acepciones o enfoques. Habida cuenta de que en los inventarios de las distintas series en las que se distribuyen dichos procesos no se especifica con claridad la materia penal sobre la que giran, nos hemos visto obligados a consultarlos todos (e incluso otros muchos que a tenor de los nombres de los inculpados parecen referirse a moriscos, pero atañen a cristianos), a fin de discriminar los que sirven a nuestros intereses. En una primera criba hemos eliminado las causas concernientes a delitos contra la honra, de naturaleza sexual, falsificación de moneda, fraude y las que equivocadamente se han clasificado como criminales, siendo civiles. En una segunda fase, y después de haberlas leído con cuidado, se han excluido las instadas contra nuevos convertidos por abandonar el reino o pretenderlo –tema que excede de nuestro objeto de estudio y que ya ha sido abordado en algunas investigaciones–,28 y aquellas otras en las cuales, no obstante tratar de delitos contra las personas o la propiedad, no se aprecia en los indiciados conexión alguna con cuadrillas, grupos armados o forma organizada de vida fuera de la ley, ni con peleas entre bandos o parentelas.

Respecto a la estructura y el contenido informativo del centenar de procesos finalmente aprovechados, poco más de una veintena de ellos reproducen de forma cabal el modelo descrito con anterioridad. Son numerosos los litigios que constan solo de la demanda o denuncia inicial y de las declaraciones de unos pocos testigos, sin otros autos ni diligencias judiciales, ni las solemnidades de la fase plenaria, ni por supuesto el pronunciamiento del tribunal. En realidad, es mucho más común que no se consigne el fallo que al revés, pero este vacío puede cubrirse en bastantes casos gracias a las series de conclusiones criminales y sentencias de la Audiencia. También puede suceder que el demandante revoque la instancia, bien por temor a represalias, que obviamente no se manifiestan por escrito, bien porque se haya alcanzado un acuerdo para el perdón del reo. Es probable, igualmente, que algunas causas se hayan sobreseído por falta de pruebas. Por lo que atañe al orden de prelación de las actuaciones, no siempre se ajusta a las pautas enunciadas. En este sentido, no son infrecuentes los expedientes que se abren con el embargo preventivo de los bienes de los imputados, e incluso hay un par de piezas en las que nada más sino el registro de estos se contiene. Abundan en cambio los procesos de contumacia, en los que el acusado –al menos alguno de ellos–, anda huido por las montañas o permanece escondido en su refugio, lo que no es óbice para que la fase sumaria sea rica en revelaciones. En relación con las escrituras de defensa, las hay muy circunstanciadas y abonadas por una larga lista de testigos de diversa condición –como ocurre, por ejemplo, en los litigios contra miembros de la familia Abenamir–, mientras que otras son poco más que un trámite redactado con urgencia y sin esmero. Por último, en catorce de los juicios examinados el magistrado y el abogado fiscal acuerdan emplear la tortura para arrancar información a alguno de los reos, muchas veces tanquam cadaver, con resultados a veces inopinados, como se verá.

Por heterogéneo y fragmentario que parezca este conjunto de procesos penales, su lectura ha sido determinante para nuestra investigación. Ante todo, porque es la única fuente que permite aproximarse de forma directa –no sin las cautelas mencionadas– al conocimiento de las motivaciones de los bandidos, de los propósitos de sus fechorías y de las razones de sus andanzas, ora por boca de los propios protagonistas, ora por las de sus parientes y allegados, o bien, como un negativo fotográfico que cabe positivar, a través de la reconstrucción de sus vidas fugitivas que ofrecen los denunciantes y los testigos de cargo, pero sin el reflejo a menudo distorsionado de la documentación emanada de la Cancillería virreinal, aquejada de los temores y prejuicios de las autoridades regnícolas y de la propia corona, ni el sesgo de las lacónicas, aunque no por ello menos rotundas en su conceptualización, anotaciones de la Tesorería General. No son pocas las ocasiones en las que la luz que los procesos arrojan sobre hechos, actores, víctimas y circunstancias desmiente la caracterización penal de sujetos y acciones que hallamos asentada en los libros de cuentas (al fin y al cabo, al tesorero no le quita el sueño que los crímenes que se refieren en las notas de pago se ajusten a lo acaecido, sino que las cifras, las fechas, los perceptores y las justificaciones de los desembolsos se correspondan entre sí). Algo similar cabe decir de aspectos tan esenciales para la comprensión del bandolerismo morisco como la composición y el tamaño de las cuadrillas, sus conexiones sociales, sus redes de apoyo, sus complicidades y tratos, su ámbito de movilidad o su modo de operar, de los que apenas aportan datos las fuentes administrativas. Finalmente, no es menor la importancia, tanto en términos cualitativos como cuantitativos, de estos procesos como instrumento de verificación de identidades confusas y de revelación de sucesos ignotos.

El producto bruto, sin depurar, de la combinación de las distintas fuentes utilizadas es una nómina de más de mil moriscos que tuvieron contra sí la sospecha de haber cometido delitos contra las personas o contra la propiedad o de constituir una amenaza para la paz pública en algún momento del periodo que va del inicio del reinado de Felipe II a la expulsión. No de todos ellos hay evidencia de que fuesen formalmente denunciados ni acusados; menos aún de que resultaran culpados. De hecho, solo conocemos el fallo judicial, prácticamente siempre condenatorio, en menos de la mitad de los casos. Sea como fuere, dado que nuestro objeto de estudio es el bandolerismo y no la violencia morisca en su conjunto, es forzoso que especifiquemos nuestros criterios de selección/exclusión. Para empezar, y como se ha dicho, hemos descartado a quienes, a pesar de la naturaleza de sus crímenes, similares a los habitualmente perpetrados por bandidos, no parecen haber tenido relación con cuadrillas, lo que afecta a una veintena de homicidas y a un número variable de ladrones de poca monta, a un puñado de fugados de los que ignoramos la causa de su ingreso en prisión y a unos pocos cuatreros y contrabandistas sin vínculos documentados con salteadores.

Quedan también al margen más de 250 moriscos denunciados por llevar consigo, poseer u ocultar armas prohibidas, por cuanto de su sola tenencia o porte no puede inferirse su condición de facinerosos (de lo cual, por cierto, los procesos criminales son la mejor demostración), máxime estando tan difundida su posesión no obstante las gravísimas penas establecidas por la ley. El énfasis puesto en castigar a cuantos infractores fueron descubiertos en los meses siguientes al desarme de 1563 –prueba del afán de la corona en evitar ocultaciones, así como, quizá, de la pronta conciencia del limitado éxito de la requisa– ha sido el elemento principal que nos ha llevado a tomar ese año como punto de partida de nuestra investigación. La inquietud de las autoridades se manifiesta no solo en la intensa actividad desarrollada por el virrey, el duque de Segorbe, y la Audiencia, sino también en la severidad de las condenas dictadas contra los reos: remar en galeras hasta la muerte (e incluso, en seis casos, la horca). Por añadidura, a partir de esa fecha y al menos hasta la llegada del conde de Aytona a Valencia en 1581, la lucha contra la tenencia de armas anduvo de la mano con la represión del bandolerismo morisco, de manera que la sola posesión –no digamos el porte en vía pública– bastó para considerar asunto de peligrosidad cada denuncia y, por ende, para desplegar contra los indiciados todo el celo punitivo.

Tampoco aparecen en nuestra lista de bandoleros los integrantes de bandos y parentelas (alrededor de medio centenar de personas). Dado el peso de la tradición historiográfica en este punto puede parecer extraña tal segregación, pero creemos que hay razones que la justifican. En primer lugar, la diferente consideración jurídica de las acciones de unos y otros. Como se ha adelantado, las bandosidades podían encontrar el amparo del derecho y la costumbre, mientras que las violencias de los bandidos eran invariablemente reputadas como ilegales. En consecuencia, siendo de igual o parecida gravedad, las fechorías de los implicados en parcialidades se castigaban a menudo de distinto modo –con sanciones más leves, como el destierro–, que las de los bandoleros, si es que antes no se había logrado ya apaciguar a las facciones enfrentadas mediante la firma de una tregua (lo que, por otra parte, explicaría el reducido número de procesos abiertos y de moriscos imputados por esta causa). En segundo lugar, ambos fenómenos divergen en aspectos cruciales, como son la elección de víctimas, la forma de preparar los golpes y la memoria de la hostilidad. En el caso de las bandosidades, todo ello está marcado a sangre y fuego por el odio y el ansia de venganza. Sea cual sea el origen de la enemistad, poco o nada se deja al azar: las partes contendientes se conocen bien, se vigilan de cerca, esperan el momento propicio para tomar satisfacción del daño recibido, hasta pueden concertar la hora y el lugar de la batalla. Con independencia del resultado, es probable que unos y otros sigan alimentando la animadversión y que vuelva a estallar con furia años o décadas después, dando lugar a un nuevo ciclo de acción-reacción. Por el contrario, a los bandidos les es por lo general indiferente el parentesco, la filiación, la dependencia –incluso el credo y la etnia– de quien transita por el camino o guarda algún bien preciado en su casa o simplemente se atreve a desafiarlos. Importa más la bolsa, el botín que pueda obtenerse, la facilidad con que se doblegue la voluntad ajena, la sorpresa de la emboscada. Tampoco les interesa dejar rastro de sus acciones, aunque paradójicamente se ufanen luego en privado –y a fe que lo hacen– del valor de sus robos o de la osadía de sus saqueos. Y si hay efusión de sangre, que la hay de continuo, no es solo por ánimo de revancha, sino por motivos diversos, tan diversos como la gama de sus delitos. Por último, los bandos y las cuadrillas de forajidos se distinguen por su tamaño, mayor por lo general el de los primeros que el de las segundas, pero sobre todo por su composición: los lazos de familia y parentesco son determinantes en la constitución y perduración de las facciones; no así, salvo contadas excepciones, en las bandas de malhechores, mucho más variopintas. A la luz de esta diferencia esencial, cabe preguntarse si la debilidad de los vínculos familiares entre los miembros de estas últimas no obró, tal vez, en perjuicio de su capacidad de supervivencia. Este podría ser uno de los factores explicativos de la brevedad de sus trayectorias delictivas, que las aproxima mucho más, como comprobaremos, al «bandido social» de Hobsbawm que a los grandes grupos armados catalanes estudiados por Reglà y Torres.

Finalmente, sí aparecen en nuestra lista, pero en cambio serán excluidos de nuestros cálculos, 64 receptadores y auxiliadores de bandidos moriscos. Aparecen porque son muestra de una práctica extendida y arraigada, por más que de difícil averiguación jurídica, sin la cual el fenómeno no habría alcanzado seguramente su preocupante dimensión. De ello fueron bien conscientes las autoridades del reino, que procuraron combatirla con sanciones específicas, como las estipuladas en la pragmática para la extirpación del bandolerismo de 7 de junio de 1586, en vigor hasta 1604.29 Sin embargo, habida cuenta de la concentración de estas personas en localidades y fechas muy determinadas, creemos preferible eliminarlas de nuestro cómputo para evitar sesgos en la interpretación de la geografía y de la evolución histórica del problema. Por lo demás, dada la paciente labor de cribado de fondos notariales y otras fuentes útiles para la historia local que requiere, reservamos para el futuro un análisis más minucioso de este aspecto.

En suma, el número de moriscos de los que se puede hacer concepto que fueron bandoleros en el reino de Valencia entre 1563 y 1609, bien porque sean considerados como tales por denunciantes, testigos y procuradores fiscales en los procesos penales o por los jueces en sus resoluciones, bien porque luego de consumar un crimen o recaer sobre ellos las sospechas se evadieran y terminaran siendo incluidos en la categoría de «bandolers y malfatans» en las listas publicadas por los virreyes, es de 611. Quizá sucedió tal cosa a alguno de los 78 individuos –el 12,7% del total– que en nuestra tabla aparecen calificados como bandoleros pregonados, sin otra referencia a sus delitos, pues es la única disponible. Por el contrario, de 434 de los sujetos registrados –el 71%–, tenemos datos contrastados, procedentes de más de una fuente (272 reos, el 44,5% de la suma general), o, como mínimo, la certeza de que hubo dictamen de los magistrados de la Audiencia (otros 162 indiciados), y, por consiguiente, que, se custodie hoy o no el proceso, se instó juicio y se investigó la veracidad de la demanda. Quiere ello decir que de los 99 restantes sospechosos de bandolerismo solo ha quedado huella en los libros del maestre racional o en los de Cancillería, cuya fiabilidad es menor (aunque no necesariamente poca). En conclusión, creemos razonable afirmar que la base empírica de nuestra investigación es sólida, amplia y diversa, lo que, por supuesto, no significa que la cifra de 611 bandidos refleje con exactitud la realidad –inaprehensible en toda su dimensión– de la época estudiada, ni en términos penales ni sociales, dado que la documentación señorial y municipal relativa al problema que ha sobrevivido es mínima.30 El análisis de la geografía del fenómeno nos dará de inmediato pistas de este vacío insondable.

1 X. Torres: «El bandolerismo mediterráneo…», pp. 403-406.

2 Maurice Aymard: «Proposte per una conclusione», en Gherardo Ortalli (ed.): Bande armate, banditi, banditismo e repressione di giustizia negli stati europei di antico regime, Roma, 1986, p. 508.

3 Pierre Vilar: Catalunya dins l’Espanya moderna, Barcelona, 4.ª edición, 1973, I, pp. 242-243, y II, pp. 299 y 305.

4 X. Torres: Els bandolers (ss. XVI-XVII), Vic, 1991, pp. 42-59.

5 X. Torres: «El bandolerismo mediterráneo…», pp. 410-411; James Casey: El reino de Valencia en el siglo XVII, Madrid, 1983, p. 213. Xavier Torres ha insistido en esta idea en otros trabajos suyos, como, por ejemplo: «Faide e banditismo nella Catalogna dei secoli XVI e XVII», en Francesco Manconi (ed.): Banditismi mediterranei (secoli XVI-XVII), Roma, 2003, pp. 35-52. De parecida opinión es Miquel Deyà, quien sostiene que el bandolerismo mallorquín del siglo XVII fue un fenómeno interclasista, cuyo desarrollo se basó primordialmente en los intereses de la oligarquía. Cf. Miquel J. Deyà i Bauzà: «El bandolerisme a Mallorca: reflexions i qüestions obertes», en Àngel Casals (dir.): El bandolerisme a la Corona d’Aragó, Cabrera de Mar, 2012, vol. I, pp. 31-56.

6 X. Torres: Els bandolers…, p. 77.

7 X. Torres: «El bandolerismo mediterráneo…», pp. 415-416; E. Hobsbawm, op. cit., p. 72.

8 Emilia Salvador: «Bandos y fórmulas de solidaridad: La instrumentalización de las rivalidades de los poderosos por la Corona», en S. Claramunt (coord.): El món urbà a la Corona d’Aragó del 1137 als decrets de Nova Planta: XVII Congrès d’Història de la Corona d’Aragó, vol. I, Barcelona, 2003, pp. 19-34, y en especial 21.

9 Véanse de estos autores F. Manconi: «Don Agustín de Castellví, “Padre della patria” sarda o nobile-bandolero?», en F. Manconi (ed.): Banditismi mediterranei…; O. Raggi: Faide e parentele: Lo stato genovese visto dalla Fontanabuona, Turín, 1990; E. Muir: Mad Blood Stirring: Vendetta in Renaissance Italy, Baltimore-Londres, 1998.

10 X. Torres i Sans: «A tall dobertura: el bandolerisme a lEuropa moderna vint-i-cinc anys després», en Àngel Casals (dir.): El bandolerisme a la Corona d’Aragó, pp. 17-30.

11 Raphäel Carrasco: «Les morisques levantins à la croisée des pouvoirs», en La monarchie catholique et les Morisques (1520-1620). Études franco-espagnoles, Montpellier, 2005, p. 152.

12 Benjamin Ehlers: Between Christians and Moriscos. Juan de Ribera and Religious Reform in Valencia, 1568-1614, Baltimore, 2006, pp. 137-138.

13 Mark D. Meyerson: Els musulmans de València en l’època de Ferran i Isabel. Entre la coexistència i la croada, Valencia, 1994, pp. 402-444.

14 B. Ehlers, op. cit., pp. 139-140.

15 Por ejemplo, cuando se conmuta la condena capital o a galeras por el pago de una pena pecuniaria. A veces, al abonarse la suma, se consigna el crimen que cometió el reo y algunos pormenores de este.

16 Para una descripción de las carencias de esta fuente véanse Pablo Pérez García y Jorge Antonio Catalá Sanz: «La pena capital en la Valencia del XVII», Estudis. Revista de Historia Moderna, 24, 1998, pp. 203-204, y «La pena capital en la Valencia del Quinientos», en Conflictos y represiones en el Antiguo Régimen, Valencia, 2000, pp. 21-23.

17 Ejemplo de aplicación de esta fuente para el estudio específico de los moriscos es el trabajo de Juan Francisco Pardo Molero: «La emigración de los moriscos valencianos», Saitabi, 53, Valencia, 2003, pp. 95-116.

18 Teresa Canet Aparisi: La Audiencia valenciana en la época foral moderna, Valencia, 1986, pp. 65-72.

19 Remitimos al lector al número 18 del Bulletin de la International Association for the History of Crime and Criminal Justice, de 1993, dedicado monográficamente al proceso penal en Europa y América. Poco antes, y en esa misma publicación, Pieter Spierenburg había ofrecido una síntesis jugosa: «Justice and the mental word: twelve years of research and investigation of criminal justice data from the perspective of the history of mentalities», 14 (1991), pp. 38-79; que puede confrontarse con la visión de conjunto de Xavier Rousseaux: «Crime, Justice and Society in Medieval and Early Modern Times: Thirty Years of Crime and Criminal Justice History. A Tribute to Herman Diedericks», Crime, History & Societies, 1, 1, 1997, pp. 87-118. De algunas de las temáticas arriba mencionadas en las que los procesos penales se han utilizado como fuente provechosa son buena muestra, entre otras muchas, las obras de Renato Barahona: Sex Crimes, Honour and the Law in Early Modern Spain. Vizcaya, 1528-1735, Toronto, 2003; John Bellamy: Strange, Inhuman Deaths: Murder in Tudor England, Westport, Conn. 2005; Thomas V. Cohen: Love and Death in Renaissance Italy, Chicago, 2004; Lisa Silverman: Tortured Subjects: Pain, Truth and the Body in Early Modern France, Chicago, 2001; James R. Farr: A Tale of Two Murders: Passion and Power in Seventeenth-Century France, Durham, 2005; y Georgia Arrivo: Seduzioni, promesse, matrimoni, Roma, 2006. En la historiografía española es ya un clásico por méritos propios el libro de Tomás A. Mantecón: La muerte de Antonia Isabel Sánchez. Tiranía y escándalo en una sociedad rural del norte de España en el Antiguo Régimen, Alcalá de Henares, 1998. Esclarecedores son también sendos balances suyos: «Desviación, disciplina social e intervenciones judiciales en el Antiguo Régimen», Studia Historica: Historia Moderna, 14, 1996, pp. 223-243; y «Los impactos de la criminalidad en sociedades de Antiguo Régimen: España en sus contextos europeos», Vínculos de Historia, 3, 2014, pp. 54-74. En el caso valenciano pueden citarse algunos ejemplos de trabajos basados en el examen de procesos penales: Eugenio Císcar Pallarés: Vida cotidiana en la Valldigna (siglos XVI-XVII), Simat de Valldigna, 1998; P. Pérez García y J. A. Catalá Sanz: Epígonos del encubertismo: proceso contra los agermanados de 1541, Valencia, 2000; J. F. Pardo Molero: «La muerte de Joan Feliu. Sospechas y temores en el reino de Valencia a fines del siglo XVI», Saitabi, 60-61, 2010-2011, pp. 155-168. Véase además nuestro libro La conjura morisca de 1570: tentativa de alzamiento en Valencia, Valencia, 2009, pp. 11-42.

20 Natalie Zemon Davis: Fiction in the Archives. Pardon tales and their tellers in Sixteenth Century France, Stanford, 1987; Arlette Farge: La atracción del archivo, Valencia, 1991; Roger Chartier: El mundo como representación: estudios sobre historia cultural, Barcelona, 1992; Michel de Certeau: La escritura de la historia, México, 1993.

21 Pablo Pérez García: «Perspectivas de análisis del proceso penal en el Antiguo Régimen: el procedimiento ordinario de la Valencia foral (siglos XVI y XVII)», Clío & Crimen, 10, 2013, pp. 54-55. El tema ha sido también estudiado por Vicente Graullera Sanz: «El proceso penal en la Audiencia foral de Valencia», Estudios jurídicos en memoria del profesor Dr. D. José Ramón Casabó Ruiz, Valencia, 1997, I, pp. 947-968. Todavía no existe para el caso valenciano una monografía comparable a la de M.ª Paz Alonso Romero sobre el castellano: El proceso penal en Castilla. Siglos XIII-XVIII, Salamanca, 1982.

22 P. Pérez García: «Perspectivas de análisis del proceso penal…», pp. 55-57.

23 Ibíd., pp. 58-62.

24 Ibíd., pp. 64-69.

25 Francisco Tomás y Valiente: «Teoría práctica de la tortura judicial en las obras de Lorenzo Matheu y Sanz (1618-1680)», Anuario de Historia del Derecho Español, XLI, 1971, pp. 458-459; y La tortura en España. Estudios históricos, Barcelona, 1973, p. 135; Vicente Graullera Sanz: «El derecho penal en los fueros de Valencia», en Enric Juan y Manuel Febrer (eds.): Vida, instituciones y Universidad en la historia de Valencia, Valencia, 1996, p. 64; Emilia Salvador Esteban: «Tortura y penas corporales en la Valencia foral moderna. El reinado de Fernando el Católico», Estudis. Revista de Historia Moderna, 22, 1996, p. 297.

26 P. Pérez García: «Perspectivas de análisis del proceso penal…», pp. 71-72.

27 Véase el instrumento de descripción 112 del Archivo del Reino de Valencia (ARV).

28 E. Salvador Esteban: «Sobre la emigración mudéjar a Berbería. El tránsito legal a través del puerto de Valencia durante el primer cuarto del siglo XVI», Estudis. Revista de Historia Moderna, 4, 1975, pp. 39-68; J. F. Pardo Molero: «La emigración de los moriscos valencianos» y «¿Emigrantes o conspiradores? Fugas, tramas y peligro morisco…».

29 J. A. Catalá Sanz y S. Urzainqui Sánchez: «Nemo teneatur ad impossibile. Las consecuencias de la pragmática para la extirpación del bandolerismo valenciano: cláusulas relativas a la punición de homicidios (1586-1604)», Revista de Historia Moderna, 32, 2014, p. 155; S. García Martínez, op. cit., pp. 95-96; Remedios Ferrero Micó: «Bandolerismo en Valencia a finales del siglo XVI», en El bandolero y su imagen en el Siglo de Oro, Madrid, 1989, pp. 79-92.

30 Entre los expedientes de tesorería del maestre racional se incluye una serie relativa a las cuentas del secuestro regio del ducado de Segorbe desde la muerte sin hijos del IV duque en 1575 hasta la resolución del larguísimo pleito por la sucesión, ya en el siglo XVII. En dichas cuentas se anotan los ingresos por multas y composiciones derivadas de la sustanciación de causas criminales, así como los pagos por averiguaciones y otros gastos de justicia. Algunos de estos apuntes –como los 350 reales castellanos con que fueron ajustados en 1580 los responsables de la muerte de Gaspar Raben un año antes (ARV. Maestre Racional, 9278, s.f.), o las 90 libras que pagaron cinco moriscos de Navajas condenados a galeras en 1596 (Maestre Racional, 9739, 1)– sugieren que eran bandidos, pero no podemos confirmarlo.

El bandolerismo morisco valenciano

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