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Cátedra Lasallista: Miradas sobre la reconciliación

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HNQ. CARLOS GABRIEL GÓMEZ RESTREPQ. F.S.C.{*}

Durante los últimos meses, el Departamento de Formación Lasallista de la Universidad de La Salle ha estado haciendo un juicioso trabajo de preparación para inaugurar esta noche la segunda versión de nuestra Cátedra Lasallista. Creada el año pasado, la cátedra ha tenido como idea central presentar a la academia nacional ideas y propuestas inspiradoras que ayuden a plantear, con nuevas miradas, temas impostergables como la dignidad de la persona, el desarrollo humano integral y sustentable, los valores, las relaciones de los grupos humanos y su aporte a la construcción de sociedad, entre otros, temas todos que se derivan de nuestro Proyecto Educativo -marco de referencia para nuestra acción y reflexión, como propuesta universitaria.

Este año, el tema escogido ha sido Miradas sobre la reconciliación. He podido seguir la reflexión realizada por los profesores del departamento, desde el momento mismo en que se empezó a gestar el tema; cuando la idea era hacer alguna reflexión sobre la violencia, pasando por la discusión de las diferentes perspectivas teóricas sobre este intrincado tema, hasta llegar a pensar más en la reconciliación que sobre la misma violencia.

Resulta claro que los dos temas pueden ser vistos en relación el uno con el otro, o como dos aspectos independientes con marcos referenciales propios, o considerados en un continuum o, incluso, como un círculo virtuoso -que no vicioso- pero, sin duda que, dependiendo de dónde pongamos el acento necesitamos de abordajes teóricos y prácticos diferentes y veremos sus relaciones con matices distintos-. A manera de punto de partida, para el caso colombiano, podríamos decir que una situación persistente de violencia ha marcado la historia de las últimas décadas, originada por muchos motivos, que aún no nos resultan claros del todo, pero que hoy en día nos ponen de cara a la urgencia de trabajar en procesos de reconciliación que permitan aminorar la pesada carga de la violencia y sus consecuencias.

Colombia ha vivido en su bicentenaria historia republicana numerosos episodios de violencia. Desde la misma Independencia, empezaron a sucederse, hasta volverse casi incontables, las guerras civiles, algunas veces localizadas en el ámbito de un estado o provincia en las que se dividió el territorio durante buena parte del siglo XIX; pero, otras veces, con alcance mayor, casi nacional, que tiñeron de sangre las zonas rurales del país. Con picos y valles, tiempos de batallas y épocas de paz, se fue sucediendo esta primera etapa, siguiendo la caracterización que Gonzalo Sánchez (1985) hace de la historia de la violencia en Colombia. Estas décadas de violencia tuvieron su principal origen en las confrontaciones de federalistas y centralistas, el tema del liberalismo y la laicidad del Estado y, sin duda, también, causas económicas de un país que no solamente se formaba políticamente, sino que también empezaba con tímidos procesos de industrialización y sus consecuentes problemas como la distribución de la riqueza, los conflictos y los derechos laborales, así como la aparición de nuevas clases sociales o divisiones de nuestros grupos rurales y urbanos.

Los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado llegaron con otra etapa violenta, caracterizada fundamentalmente por los problemas partidistas entre liberales y conservadores y, por supuesto, las luchas de las elites por el control de los aparatos político y económico. Esas décadas serán recordadas en Colombia como la época de La Violencia que tuvo momentos de exacerbación y de mayor simbolismo con el asesinato de Gaitán, el golpe militar y su posterior caída, y, claro, los quizás 500.000 muertos, aunque los estudios nunca llegan a precisar una cifra exacta, porque buena parte de las dinámicas violentas se dieron en el campo colombiano y los registros estadísticos son pocos o inexistentes.

El final de los años cincuenta y el inicio de los sesenta parecieron dar una tregua con los armisticios, los desarmes, el Frente Nacional, el regreso a la “normalidad institucional”, la Alianza para el Progreso y muchas dinámicas más que parecieron aminorar las muertes y asesinatos, pero que al tiempo, incubaban otra época de violencia que irrumpiría hacia mediados de los años sesenta y la que pareciera no tener fin, aunque ahora resulte difícil caracterizarla como una sola etapa, como Gonzalo Sánchez lo propuso en la década del ochenta. De hecho, cuando el narcotráfico irrumpió en la escena nacional, apareció como una variable no conocida en épocas pretéritas, quizás, no como causa, pero sí como caldo de cultivo que se constituiría en un combustible incuestionable para la violencia de orden político, la delincuencia común, la aparición de grupos ilegales de diferente pelambre y orientación ideológica, hasta el punto que su existencia cambió, en la práctica, hasta la lucha guerrillera, al menos como se la concibió en las épocas de las utopías socialistas de los orígenes de las guerrillas en el continente.

En la actualidad, al menos estadísticamente, se muestra que la violencia ha ido disminuyendo desde su pico en los años noventa cuando Colombia estuvo en la nada honrosa posición de ser considerada uno de los países más violentos del mundo con la curiosidad de que nunca estuvo formalmente en guerra, pero registrando para el quinquenio 1987-1992 una tasa de 77,5 homicidios por cien mil habitantes. Para los últimos años, se calcula en 38 por 100.000h lo que ciertamente es una reducción a la mitad pero, comparada con la media mundial de 14/100.000, es casi el triple.

Los años setenta, ochenta y noventa fueron pródigos en estudios sobre la violencia. Aunque, el primer trabajo sistemático sobre el tema vio la luz en 1962 (Guzmán, Borda & Umaña, s.f.), el final del siglo fue fértil para numerosas aproximaciones al asunto, tanto que se acuñó la palabra “violentólogo” para nombrar a numerosos investigadores que trabajaron el fenómeno. Las hipótesis planteadas fueron variadas, aunque -y ésta es mi impresión-, ninguna logró realmente arrojar un referente teórico suficientemente robusto que permitiera interpretar la realidad nacional y explicar contundentemente las hipótesis. Se exploraron causas y factores diferentes, algunas con terminologías que hicieron carrera entre expertos y neófitos y, además, fueron objeto de estrategias políticas. Se trabajó sobre las “causas objetivas” o “condiciones objetivas” de la violencia, tales como la pobreza y la inequidad como causas o condicionantes sociales para disparar o estimular la violencia (German et ál., s.f). Otros autores exploraron el tema de la “ausencia del Estado” como determinante; no obstante, también hubo trabajos que demostraron exactamente lo contrario, es decir, que departamentos, como Antioquia, por ejemplo, de gran presencia, al menos aparente del Estado, habían generado las mayores tasas de violencia medidas en número de homicidios.

Incluso, se exploraron condicionantes genéticos para explicar el asunto. La hipótesis, nunca probada, pero tentadora, para explicar la persistencia, casi endémica, del problema, era precisamente que los colombianos llevábamos una herencia que nos hacía violentos y esto explicaría por qué algunos de sus peores manifestaciones, tanto por su frecuencia como por su espectacularidad, se habían dado en algunas poblaciones que hundían sus raíces en tribus indígenas particularmente violentas. Por ejemplo, recuerdo que se citaban los cortes de franela en tiempos de La Violencia y su recurrencia en las regiones de ancestros pijaos. Otros autores enfocaron sus trabajos en el colapso del sistema judicial como detonante y mantenedor de la violencia. La incapacidad del Estado para administrar justicia y hacerlo de manera objetiva habría hecho que los colombianos decidieran tomar la justicia por la propia mano ante la indefensión frente al Estado y su incapacidad de asegurar niveles mínimos de convivencia (Gaitán, 1995).

No se trata aquí de hacer una síntesis exhaustiva del tema, sino de señalar que no ha sido fácil la aproximación teórica para entender el fenómeno de la violencia en Colombia. Resulta claro que es necesario continuar con estas aproximaciones desde las ciencias sociales o, incluso, como se conocen hoy en día, desde las ciencias de la complejidad para poder iluminar la comprensión del fenómeno. De todos es conocido el aforismo: “Nada hay más práctico que una buena teoría” o, como lo dijera Bruno Bauer, “La teoría es la práctica más sólida”. Pienso, sí, que el coctel de violencia en Colombia no necesita muchas descripciones. Pero, como en esto todos tenemos algo de culpa, es bueno insistir que muchos hemos ayudado por acción o por omisión para que el círculo de la violencia se reproduzca con autonomía de las causas primeras que la originaron.

Una de esas actitudes que han ayudado a que la violencia prolifere es la de premiar la ilegalidad. Acaso seamos propensos a alabar nuestra “malicia indígena” que suele significar infringir la norma sin dejarse coger. No solamente lo celebramos, sino que también lo alabamos, lo comentamos y hasta nos parece heroico. Así justificamos cada cosa aunque éticamente sea reprobable. Justificamos los cultivos ilícitos, admiramos los crímenes creativos, nos parece extraño que un funcionario público sea honrado, hay quienes alientan a los nuevos funcionarios a aprovechar su cuarto de hora -lo que significa robar sin miramientos-, hacemos caso omiso de los ladrones de cuello blanco y, aunque muchas veces los conocemos, nos hacemos los desentendidos.

No obstante, creo que hay un punto de inflexión en los últimos años. Si para finales del siglo XX la reflexión se centró en poder explicar el fenómeno de la violencia, el inicio del siglo XXI, la disminución del número de homicidios, la tenue aparición de nuevos imaginarios colectivos, las nuevas realidades nacionales e internacionales nos ponen ante el hecho de abordar el tema de la reconciliación. Tantos años de confrontación, de guerra irregular, abusos e irrespeto a los Derechos Humanos han dejado una secuela difícil de borrar en el corazón de la gente. La reconciliación nacional es pues el más grande desafío para las actuales generaciones y, sobre todo, para quienes trabajamos en el sector educativo y lo hacemos con las nuevas generaciones de colombianos en quienes descansará un nuevo país que surja de los posibles acuerdos de paz, de la urgencia de pensar distinto el Estado y de un nuevo tipo de participación para construir lo nuevo.

Al observar la campaña política que viene, me preocupa que vuelven a aparecer recurrentemente ideas y actitudes que en otras épocas hicieron mucho daño y que fueron caldo de cultivo para la violencia. En la década del ochenta un connotado candidato a la presidencia que solía “poner a pensar al país” montó parte de su campaña con el lema de “la paz es liberal”, mientras en las vallas se veían dos gallos de pelea: uno azul y otro rojo -craso error, porque el tema de la paz es mucho más complejo que eso-. Lo que fácilmente se lee entre líneas en las proyecciones políticas de muchos potenciales candidatos: la idea de que hay que eliminar al contrario o construir ignorando las realidades plurales del país. Queremos un proceso político de paz que termine en la negación de algunos o en un tipo de existencia virtual de aquellos de quienes no gustamos o son estorbosos para ciertas propuestas políticas.

Pero, permítanme hablar un poco de vivencias personales que han transformado muchas de mis perspectivas y, sobre todo, puesto frente a un tema que requiere de muchas iniciativas provenientes de todos los actores sociales, políticos, académico y gubernamentales para reconstruir el tejido social. Por supuesto, sé que una sola propuesta no va a resolver el problema, pero muchas propuestas pueden ayudar a aminorarle y, quizás también, a superarlo. Ayer, Guillermo Maya en su columna de El Tiempo, criticaba la Universidad Nacional de Waserman con un argumento que puede parecer contundente: “Tratar de mejorar la equidad social con becas, en esta sociedad con altos niveles de desigualdad y concentración de la riqueza, es como tratar de eliminar la pobreza con limosnas”. De acuerdo; pero quizás el columnista olvida que también esos pasos son necesarios para superar el problema. Hoy siento esta convicción: el problema de la paz y la reconciliación supera que dos personas, o trescientas, puedan resolver el problema y perdonar. Pero, si esas dos o las trescientas cambian su actitud aportan a la aclimatación de la paz: suman, no restan. Lo más fácil es no hacer nada, esperar a que un gobierno mesiánico actúe y resuelva todo -y las experiencias actuales al respecto son mucho menos que halagüeñas-; esto, además de imposible, sería inconveniente porque pondría el tema a depender de un iluminado y no de las iniciativas de las personas, de los ciudadanos quienes son, en últimas, las que construyen una sociedad con condiciones aceptables de convivencia.

Claro que es la participación de todos, del Estado sin duda, pero también de los procesos que los grupos humanos a quienes les duele y les importa la suerte de los otros pueden generar. Aquí, quiero hacer mención, por ejemplo, de las religiosas quienes, en los lugares más inverosímiles de este país, llevan paz, construyen paz, “cometen” paz, generan paz, aunque no manejen muchas teorías al respecto. Como bien lo expresa el Papa en Caritas in Veritate:

El amor -“caritas”- es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz... [Pero,] también la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre los gobiernos o de iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas eficaces... No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos duraderos, es necesario que se sustenten en valores fundamentados en la verdad de la vida. Es decir, es preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas y tener en cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada sus expectativas. Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el encuentro entre los pueblos y favorecer la promoción del desarrollo partiendo del amor y de la comprensión recíproca. Entre estas personas encontramos también fieles cristianos, implicados en la gran tarea de dar un sentido plenamente humano al desarrollo y la paz (CV, 72).

Como universidad, sabemos que tenemos que ayudar en las sumas por la paz, con iniciativas que ayuden, que apoyen, que creen. Por supuesto, sabemos que no resolveremos el problema, pero ayudaremos en su mitigación. Queremos ser parte de la solución junto con muchas organizaciones y personas, con el Estado, el gobierno, los organismos internacionales y multilaterales, con la Iglesia. Ésta es la convicción que nos ha llevado a aportar algunos proyectos al respecto.

Uno, esta cátedra quiere aproximarse a las “miradas sobre la reconciliación”, es decir, escuchar experiencias reales, que han implicado a actores de carne y hueso, tanto mediadores, como víctimas y victimarios que han podido dar el paso al perdón, a una actitud de reconocimiento del otro, de que el otro puede existir, así haya sido causa de violencia, siempre y cuando asuma su responsabilidad y cambie su actitud. Ya sabemos que a la paz no se llega con más violencia, sino a través de ejercicios de inclusión, de solidaridad, de perdón y reconciliación. Nuestra comunidad académica se debe convencer no sólo de que la paz es posible, sino que también nos implica a todos con propuestas, estudios, acciones y compromisos.

Pero, quiero aprovechar este escenario para presentar a nuestros invitados esta noche otra iniciativa que en este momento la Universidad prepara y que iniciaremos en febrero del año entrante. Nuestro nuevo programa de Ingeniería agronómica que funcionará en la zona rural de Yopal, en Casanare. Para la formulación de este proyecto hemos partido de las siguientes convicciones fundamentales, a saber:

1 El desarrollo del país pasa, en buena manera, por el fortalecimiento y desarrollo del sector agropecuario siempre que podamos agregarle valor por la incorporación de conocimiento al sector.

2 En esta coyuntura histórica es urgente pensar que es posible superar la violencia y el conflicto que ha azotado a Colombia por décadas, generar iniciativas para aclimatar la paz, fortalecer el tejido social y generar oportunidades para las poblaciones más vulnerables, especialmente las de zonas rurales.

3 Desde su misión específica, la universidad colombiana debe ayudar en todos los procesos sociales y políticos para educar nuevas generaciones gestoras de paz. Además, con su acción académica está llamada a colaborar en la generación de valor a la producción mediante investigación, innovación y desarrollo (I + d + i).

4 Nuestro Proyecto Educativo, en sus horizontes de sentido, nos propone que la Universidad posibilita la educación de calidad preferentemente a los sectores socialmente empobrecidos. Así, apuesta por la ampliación del conjunto de las personas que se benefician directamente de los avances de la investigación científica y tecnológica; la expansión del acceso a la ciencia, entendida como un componente central de la cultura y el control social de la ciencia y la tecnología y su orientación a partir de opciones éticas y políticas explícitas. Todo ello enfatiza la importancia de la educación y la comprensión pública de la ciencia y la tecnología para el conjunto de la sociedad.

Así, este programa está dirigido a jóvenes de los sectores rurales colombianos y, de manera especial, de las zonas que han sido afectadas por la violencia, la existencia de cultivos ilícitos, la pobreza y la falta de oportunidades. Los jóvenes de estas zonas, en su mayoría, tienen muchas dificultades para acceder a la educación superior de calidad, especialmente, por la carencia de recursos para financiarse. El programa está proyectado para ofrecer a los estudiantes la escolaridad, vivienda y alimentación por cuanto se realizará en internado y con la metodología del “aprender haciendo” y de “enseñar demostrando”. La propuesta prevé la admisión de cien estudiantes por año, de manera que cuando el programa esté funcionando plenamente tendrá cerca de 380 estudiantes.

Estamos convencidos de que esta iniciativa ayudará al anhelo de construcción de una sociedad más justa, equitativa e incluyente. La educación es quizás la apuesta más importante para hacer en esta coyuntura y, más aún, para un país de tradición agropecuaria, con inmensas oportunidades y posibilidades de producir alimentos y nuevas fuentes de energía. Sin duda, en programa de este tipo colaborará en dar posibilidades a los más pobres y aportar al desarrollo de las zonas más seriamente afectadas por los conflictos y la violencia. Es parte de nuestra apuesta para la paz y para la construcción de una sociedad más justa y en paz. Los invitamos a unirse y apoyar este proyecto.

Quiero agradecer al H. Néstor Polanía, director del Departamento de Formación Lasallista y a los profesores su empeño y pasión por esta cátedra. Saludo a todos los conferencistas invitados y, de manera especial, al padre Mauricio García Durán, director del CINEP por haber aceptado esta noche darnos su palabra iluminadora sobre la Reconciliación: sus concepciones, resoluciones y dilemas.

Bienvenidos todos y todas a la Cátedra Lasallista 2009.

Referencias

GAITÁN, F. (1995). Análisis de los factores de violencia en Colombia. En Dos ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia. Bogotá: Fonade.

GUZMÁN, G., BORDA, F. & UMAÑA, E. (Sin fecha). La Violencia en Colombia.

SÁNCHEZ, G. (1985). Raíces históricas de la amnistía o las etapas de la Guerra en Colombia. En Ensayos de historia social y política del siglo XX. Bogotá.

SÁNCHEZ, G. & PEÑARANDA, R. (1986). Pasado y presente de la violencia en Colombia. Bogotá: Cerec.

Miradas sobre la reconciliación

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