Читать книгу Espejo de historias y otros reflejos - Jorge F. Hernández - Страница 5
Marco
ОглавлениеEntre Clío y la loca de la casa, entre el pasado y el deseo, entre lo que soñamos y lo que vivimos, se debate no sólo el oficio de historiar sino también el placer de novelar. Quien contrae el silencioso gusto de la lectura no puede evitar que la historiografía suscite el acompañamiento instantáneo de lo imaginario y que las grandes novelas se vuelvan pasajes inolvidables de nuestra memoria personal. Entre la memoria colectiva —que se puede convertir en civismo institucional o palpitación cultural— y la memoria personal —que puede tener vigencia evidente o convertirse en mitología familiar— está el álgebra secreta de la lectura.
A veces leemos como si recordásemos textualmente a Mesopotamia o como si hubiésemos conocido al Quijote en persona. A veces recordamos párrafos íntegros de novelistas esenciales y creemos recordar puntualmente tramas verídicas o inventadas, de libros de historia o novelas ejemplares. También hay lecturas de paisajes conocidos que recorremos como si viajáramos a un país ignoto y personajes en párrafo que jamás imaginábamos que existían. Igual pasa con las lecturas al paso de los años que nos descubren que el desenlace de una trama no es como lo recordábamos o que las circunstancias de una batalla no fueron las que nos enseñaron en la escuela.
Inoculado con el mal de lectura, uno va conformando una torre de papel. El lector construye una Babel de párrafos, políglota e inacabable, como si fuese un cómodo refugio para escaparse del mundo cuando en realidad es el comprometido mirador para observarlo mejor. Desde su torre, Quevedo conversaba con los difuntos y escuchaba con su mirada a los muertos, pero también poblaba los desiertos, se reía de los serios y despertaba a los sueños de su poético letargo. Desde su torre, Michel de Montaigne abandonaba el bullicio de las plazas públicas para cabalgar por todo el mundo conocido a través de la montura incansable de sus ensayos. Desde su torre morada en San José de Gracia, Michoacán, Luis González nos ha revelado la monumentalidad de lo minúsculo, la trascendencia de lo efímero y que el pasado es impredecible.
Quizá encerrarse en los libros sea en realidad abrirse al mundo y montarse en las nubes de una torre de papel sea en verdad aterrizar cualquier andanza. El lector que profesa la detallada observación de los demás, como si se asomara constantemente a una ventana, en realidad está observándose a sí mismo con el mismo escrutinio con el que se mira al espejo. Quizá la conciencia esté diseñada en la forma de un libro y el paraíso sea de veras una biblioteca, como lo quiso Borges. Cada lector arma con el tiempo y con la lectura su particular refugio y observatorio, como si cualquier espacio destinado a convertirse en biblioteca fuera una forma de cifrar el universo de nuestras ideas y el páramo de nuestra imaginación. Como afirma Fernando Savater, nuestra biblioteca "es como la farmacia de un viejo alquimista, donde pueden buscarse analgésicos y afrodisiacos, tónicos y conjuros diabólicos, visiones de gloria o pesadilla y la seca agudeza descarnada que desvela lo real".
Lo inabarcable y lo infinito caben sobre el espacio de una página. Sobre un interminable campo blanco una multitud de letras pueblan la mancha tipográfica que se descifra con palabras que son nombres, que señalan lugares y revelan sentimientos. Sobre una cuadrícula vertical que ennoblece a la madera, los libros pueblan los estantes con un juego policromado que los convierte en ventanas de lectura, prolongación de la imaginación, imitación de la vida, o incluso, su superación. Dueño de las páginas que congela en su memoria, el lector se vuelve el capitán Nemo al sumergirse en los inventos de cualquier novela y el Almirante de la Mar Océano a la conquista de todos los mares del pasado.
La literatura hace palpable a la imaginación: a riesgo de correr la suerte de Alonso Quijano, el lector alarga los días con cada noche que acompaña a Scherezade. Quizá porque, como dijo Pessoa, "la realidad no basta". La historiografía hace presente al pasado: a riesgo de no enterarse de alguna vicisitud actual o de alguna de las muchas trivialidades cotidianas, el lector resucita los gritos de la Conquista de México y el bullicio que en algún momento se escuchó sobre los prados de Waterloo. Quizá porque la actualidad no se explica por sí sola o porque también en esto "la realidad no basta". Imaginamos novelas porque queremos transformar al mundo como lo conocemos. Historiamos nuestra memoria porque queremos conocer al mundo como ya no es. Si la literatura es, como afirma Georges Bataille, "la infancia al fin recuperada", la historia sería la posible resurrección de la adolescencia en donde la prolongación de la imaginación infantil e ilimitada se combina con la sed insaciable por conocer y cortejar lo memorable. Enamorar a Clío con el amor incondicional del viajero sin fronteras, sabiendo que Mnemósina es inalcanzable.
Entre el ensueño y la realidad, parecería que el lector se evade en la quietud de sus páginas cuando en realidad está ante el estanque de papel que refleja y refracta su mirada. Más allá de las actas de nacimiento, carnets de identidad, calificaciones escolares, pasaportes de viajero, cuentas hipotecarias, finanzas consuetudinarias, recados secretos, decretos públicos, directorios y currícula... somos de papel. Frágiles como la hoja de un poemario, convencidos como cualquiera de las delgadas páginas de la Biblia, absortos como páginas de una crónica histórica y azorados como los párrafos de algún cuaderno de viajes. Somos lo que nos leyeron, lo que hemos leído y lo que leeremos. Somos leídos a diario como quien se recuerda nítidamente proyectado en un sueño o como si se disipara el vapor que acompaña al agua de todas las mañanas.
Somos de papel al leer leyéndonos, al recordar evocándonos, al resucitar a cada autor y cada personaje como si cada que se leyera La Ilíada parpadeara un ciego ante el Mediterráneo, como si cada que se leyera a Bernal Díaz del Castillo relinchara alguno de los anónimos caballos que llegaron por vez primera a América, como si al leer a Shakespeare reconstruyésemos el instante exacto en que se le ocurrió redactar una mirada de amor imposible. Desde que se inscribieron los Mandamientos en piedra, creemos en tanto esté escrito, creemos en tanto que se lea. También soñamos, y todo imposible se vuelve realizable en tanto queda impreso en papel y en nuestra vida, sobre la geografía de la mancha tipográfica y en el universo de nuestra propia imaginación. Somos de papel en cada libro y en la inevitable propensión a leer y recortar periódicos, en la filiación diaria o semanal que establecemos con escritores admirados y memorables que engrandecen la función de los periódicos, más allá de su finalidad informativa.
Se confirma que la torre es de papel. Antes y después de la invención de la imprenta, la memoria está plasmada en el perfume de los libros .y en la rugosa tersura de un pergamino. Con o sin ram de gigabytes o cd-rom interactivo, proyectada en celuloide o congelada en vhs, la imaginación se expresa en palabras impresas, escritas a mano, dichas en silencio o evocadas en la noche, que se preservan y trascienden en el espacio infinito de un párrafo o entre la selva incontenible de un verso. Si las bibliotecas inmensas o personales son como mares inabarcables formados por los mil y uno estantes de libros y los archivos históricos son los océanos de interminables legajos, oficios, folios, cartas y recados, de un tiempo a estos días los periódicos también se han acuatizado como navegaciones de nuestra memoria y embarcación de nuestros sueños.
Quizá la trascendencia de los autores más entrañables queda cifrada en sus libros y en la conformación de su obra, pero su palpitación —esa suerte de vitalidad visible— se expresa en periódicos. Me refiero sobre todo a los autores contemporáneos o, por lo menos, a quienes han hecho literatura desde que la prensa periódica se volvió parte indispensable del desayuno. Pero también me refiero a escritores de remotos antaños, pues sabemos que más de un gran poeta del pretérito, pensador medieval, novelista ilustrado, cuentista decimonónico o cronista desconocido habrían permanecido perdidos en la noche de la amnesia si no fuera por la valiosa labor de los suplementos culturales o de las furtivas páginas de los periódicos. De las gacetas dieciochescas al folletín decimonónico; de las novelas por entregas a los cuentos dominicales, los lectores hemos sido sorprendidos con las manos en la tinta. Ya presagiaba James Joyce el futuro prometedor de la literatura al redactar a Mr. Bloom entrando al baño con un periódico como confirmación del placer universal de la lectura de sanitario, reflexión en retrete, W. C. Wisdom o como quiera llamársele.
A través de las páginas de los diarios hemos seguido el pulso periódico que conforma un tipo de electrocardiograma literario de autores que, por ende, se nos vuelven más cercanos. Al lado del morboso seguimiento de las noticias, en las mismas páginas donde se nos indican los horarios de los cines y los resultados de cualquier competencia deportiva, está la maravillosa oportunidad de encontrar la novela de esos mismos sucesos, el cuento que se superpone a la realidad y la consuetudinaria tertulia con autores que se nos vuelven queridos. Es el caso de Jorge Ibargüengoitia y el oficio engendrador de las historias de Gabriel García Márquez. Es la ambulancia de adrenalina en prosa de Ernest Hemingway que completa los otros párrafos de su obra narrativa. Es el seguimiento casi homónimo de la lealtad que le concedemos a las letras del New York Times Review of Books. Es la expectación dominical que suscitan los extraordinarios párrafos de Antonio Muñoz Molina en El País Semanal, una bitácora de Nautilus literario, biografía de un auténtico Robinson metropolitano que complementa la perfecta simetría de sus libros.
Antonio Muñoz Molina sabe bien que la prosa de su lúcida pluma se refleja igual en la página de un libro que se lanza a la mar tranquila de la lectura intencional o en las delgadas hojas de un periódico que envuelven los misterios de la lectura accidental. En libro o en artículo recortado, Muñoz Molina sabe "que en alguna parte, muy cerca o al otro lado del mundo, hay un fantasma, un testigo, un cómplice de su soledad y su locura", quizá porque también sepa que reconocemos semejantes a través del papel y que nos leemos en los demás con una forma de camaradería que es también una de las formas más puras de la alegría. Elvira Lindo ha tenido el acierto de explicar que las novelas de Muñoz Molina son caldos de cocción lenta que luego del placer de su lectura enmudecen en los estantes hasta la publicación de otra novela, mientras que "los artículos y los cuentos suponen un alimento mutuo en esos tiempos de silencio, el lector mantiene vivo el contacto con el escritor, y el escritor, a su vez, mantiene un diálogo con el presente". En el dintel del poema “Viento entero”, Octavio Paz afirma que "El presente es perpetuo" y así como las historias verídicas están guardadas en los memoriosos volúmenes de la historiografía, la mirada cotidiana de los periódicos queda como una botella que se lanza hacia el incierto horizonte de los futuros. Dice bien Manuel Rivas que "lo que nunca olvidaremos de los periódicos, o de la radio y la televisión, es lo que tienen de literatura".
En una época en que los políticos se preocupan tanto por su legitimidad, sería encomiable que también se ocuparan de ser legibles. En este mundo tan invadido de comercializaciones y de publicidad, son loables los ejemplos de difusión que recurren a la inventiva por encima de la retórica engañosa. En esta realidad globalizada en que nunca faltan cíclicas confirmaciones del horror, es refrescante confirmar que aún se dan historias contables, azares insólitos y coincidencias inexplicables. Se podría multiplicar la afirmación, a la inversa, si agregamos que hay muchos historiadores sagaces, tenaces, persistentes y expertos gambusinos del dato pretérito, pero que al verter sus hallazgos en papel se vuelven lectura aburridísima, prosa insípida y estadística sin sentido.
Las historias que se reflejan en el espejo de estas páginas fueron escritas como remedio contra el tedio de la realidad repetitiva y alivio ante los incurables y, al mismo tiempo, impredecibles horrores de la colectividad. Estoy de nuevo con Manuel Rivas cuando explica que el periodismo y la literatura, como también podría decir que la historia y los historiadores, tienen valor cuando "sirven para el descubrimiento de la otra verdad, del lado oculto, a partir del hilo de un suceso. Para el escritor periodista o el periodista escritor la imaginación y la voluntad de estilo son las alas que dan vuelo a ese valor. Sea un titular que es un poema, un reportaje que es un cuento, o una columna que es un fulgurante ensayo filosófico". Lo mismo diría de los historiadores que escriben o los escritores que historian: historiadores o novelistas, no pueden sustraerse a los enrevesados equívocos de la ilusión, la fantasía que rodea e impregna todas las tonalidades de nuestra percepción. Entre la soñada realización de los deseos o la recordada impresión de la memoria, uno se pregunta como lo hizo Fernando Pessoa "si no será todo, en este total del mundo, una serie entre-insertada de sueños y novelas, como cajitas dentro de cajitas mayores —unas dentro de otras y éstas en más—, siendo todo una historia con historias, como Las mil y una noches, sucediendo falsa en la noche eterna".
Espejo de historias refleja algunas historias apócrifas de historiadores inexistentes. Son historias que pertenecen al reino de la imaginación aunque están sustentadas en temas, ánimos y circunstancias que tienen que ver con el oficio de la memoria. Son narraciones sonámbulas y no historiografías comprobadas que pretenden ser solaz lectura y no acusación identificable. Durante casi tres años, algunos lectores de este espejo quisieron reconocer en sus párrafos a personajes conocidos, como si mi intención al escribirlos llevara más bilis que tinta. No son cuentas, sino cuentos en donde intenté conjugar una inevitable propensión a la literatura que acompaña a la elegida vocación de historiador. Entre los rigores de la investigación que pretende ser científica, creo que el historiador debe procurar ser artista en la redacción de sus párrafos e intentar desacartonar su erudición con el atrevimiento de acompasar sus búsquedas con imaginación. Incluso, no veo muy descabellada la opinión de José Bergamín cuando afirma que "el historiador, si no es poeta, miente hasta cuando dice la verdad: pero si es poeta —si sabe decir, escribir para que se lea, para hacer legendario lo que pasa— dice la verdad, aunque mienta..."
Esto no debe leerse como una declaración de legitimidad de la mentira, sino como un opúsculo a favor de la imaginación. El pasado es mucho más que el territorio de la mnemotecnia; es un paisaje inmarcesible de emociones, ideas, sentimientos, deseos, sufrimientos y satisfacciones. "No hay otro medio de conocer a los hombres del pasado, escribe Alain Corbin en el prólogo a El territorio del vacío, que el de intentar apoderarse de sus miradas, vivir sus emociones."
En los estantes circulares o verticales de las bibliotecas, la literatura y la historia conviven y congenian. La historiografía de Luis González, no se limita a ser la mejor guía para viajar a los múltiples pasados de México, sino también una deliciosa lectura emparentada con los sueños de Juan José Arreola, los silencios de Juan Rulfo o la sabia comedia de las ironías de Jorge Ibargüengoitia. En la geografía de la imaginación, Macondo y la Mancha tienen coordenadas en la íntima cartografía de nuestras respectivas lecturas; Comala y Cuévano existen igual que la Isla del Tesoro de Stevenson o la Gran Tenochtitlan que conquistó a Cortés y a sus compañeros.
Estas páginas guardan cuentínimos que pretendían divertir al lector dominical de periódicos, aunque Gabriel Zaid los elogiara como fábulas que, al desmitificar a la historia y a los historiadores, podrían servir como útil argumento contra la infinidad de pretenciosos que creen saberlo todo e injustos que siempre tienen que tener la razón. Fueron escritos para lectura efímera, aunque me consta que no pocos familiares, muchos amigos, un buen número de desconocidos y por lo menos dos taxistas recortaban estos artículos con el afán de conservarlos. Con eso y a sugerencia de Carlos Monsiváis, Espejo de historias queda ahora en forma de libro junto con otros reflejos donde intenté seguir la conjugación entre la supuesta objetividad de la realidad con la encantadora subjetividad de los sueños.
Jorge F. Hernández
Enero mm