Читать книгу Las desesperantes horas de ocio - Jorge Humberto Ruiz Patiño - Страница 13
ОглавлениеFIESTA REPUBLICANA Y DIVERSIÓN
En 1849 se conmemoró, por primera vez mediante disposición normativa, el aniversario de la Independencia en la ciudad de Bogotá.1 Aunque en años anteriores se hicieran otros intentos de celebración, la fiesta del 20 de julio de ese año tuvo un significado especial.2 Según Marcos González, dicha fiesta constituyó “la primera celebración del partido liberal triunfante” durante los años posteriores a la guerra de los Supremos, entre 1839 y 1841 (González 2012, 234), a partir de la cual comenzaron a delinearse las fronteras entre los partidos Liberal y Conservador (Palacios y Safford 2002). Con esta conmemoración, continúa el autor, el liberalismo buscó vincular su ideario político a la memoria de la lucha de independencia, al mismo tiempo que interpelaba a los sectores populares como parte de su proceso de legitimación política y social (González 2012, 240). La relación entre el festejo de Independencia y el ideario liberal está expresada en el siguiente pasaje de un documento publicado en 1849, en el que se describen los distintos eventos de la celebración en ese año:
He aquí por qué el 39 aniversario de nuestro Gran dia3 ha sido uno de los que con más pompa i solemnidad ha celebrado la capital de la República. Consolidada la paz, elemento indispensable de vida para los pueblos i condición esencial para su prosperidad; asegurado el orden público, imperando la lei y nada más que la lei, rejido el país por una Administración popular, obra de una inmensa mayoría; por una Administración a cuyos actos preside la buena fe, la pureza de sentimientos, i el deseo de hacer el bien; el pueblo que nada más apetece, que nada más necesita, porque le bastan estas condiciones de bienestar; se entrega al goce de los bienes presentes, i se anticipa la risueña ilusión del porvenir […]. Bien merece tan grande objeto que se le consagren exclusivamente algunas páginas, que circulando en toda la República i aun fuera de ellas hagan ver la pompa y el decoro con que el Gobierno ha propendido a solemnizar el glorioso aniversario de nuestra existencia política, unido con el pueblo siempre liberal, siempre ardoroso i entusiasta por la causa de su Independencia i libertad, i por el triunfo de la democracia. (20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 3)
La elección del liberal José Hilario López como presidente el 7 de marzo de 1849 fue posible gracias a una alianza entre el sector joven letrado del Partido Liberal y la Sociedad de Artesanos, organización gremial que inicialmente aglutinó al artesanado bogotano, fundada en 1847 como respuesta a la política librecambista del gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera (1845-1849). Aunque los jóvenes liberales abrazaban el librecambio, la alianza entre estos dos sectores se gestó desde su ideario político —no económico— (König 1994), pues los principios de la Revolución francesa recuperados por la élite liberal a partir de la Revolución de 1848 —especialmente aquellos de fraternidad y libertad— permitieron interpelar efectivamente al artesanado (Palacios y Safford 2002).
De este modo, la conmemoración de la Independencia como fiesta ritualizada permitió sintetizar, al menos temporalmente, la negación del pasado colonial con el ideario político liberal y las expectativas políticas del artesanado como fundamento del poder político. No en vano los actos celebratorios de dicho 20 de julio estuvieron acompañados con la manumisión de cuarenta y cuatro esclavos, la bandera nacional en alto —tanto en edificios del gobierno civil como en iglesias— y una procesión en la que la imagen de Santa Librada, protectora del artesanado colombiano, estuvo acompañada por el presidente de la República y una comitiva de la Sociedad de Artesanos (González 1998, 67).
En relación con lo anterior, un elemento que Marcos González no identifica plenamente es el ámbito de legitimidad que el liberalismo entró a disputar a la Iglesia católica. El autor resalta el vacío que llenó la fiesta del 20 de julio respecto a la representación del orden jerárquico social que se expresaba durante las fiestas civiles en honor a las autoridades coloniales, pues a partir de la fiesta patria y del control del espacio-tiempo festivo —como él lo llama—, “los homenajes y tributos rendidos durante la Colonia a los representantes del poder monárquico [girarán] ahora en torno a los gloriosos héroes de la emancipación” (González, Jaimes y Rodríguez 1994, 214).
Pero lo que este autor no observa es que el liberalismo, como parte de su anticlericalismo, al excluir de la fiesta patria al poder religioso contrapuso a las fiestas religiosas el ritual republicano.4 No se trató únicamente de ocupar un vacío de representación dejado por una constelación de poder ya obsoleta, sino de una lucha por la representación del orden social presente poscolonial. Las jerarquías sociales, entonces, además de ser recreadas por las fiestas religiosas en cabeza de la Iglesia católica, también se expresaron por medio de las fiestas patrias fomentadas desde el Estado. En este contraste aflorarán las posiciones ideológicas de cada partido respecto a su contraparte.
El calendario festivo heredado de la Colonia, sofisticado instrumento que regulaba la actividad social con la definición de los días de descanso y trabajo, y que marcaba el ritmo de la ciudad —en cuanto a la emotividad social— con la distribución del año en periodos disruptivos y no disruptivos de la cotidianidad, se amplió con la incorporación de la celebración de la Independencia. Esta inserción adicional implicó que se formara una tensión en la definición de las fronteras relacionadas con las categorías de pasado, presente y futuro, pues todo acontecimiento consignado en un calendario, además de estar inscrito en una posición de antelación o sucesión respecto a otros acontecimientos, puede expresar también los hitos con los que una sociedad cualquiera determina la extensión de su presente en relación con la experiencia pasada de la cual se alimenta.
De esta forma, a la concepción de un pasado mítico-religioso que se repite cíclicamente e informa de esta manera al presente, se agregó otra que definió los límites entre el pasado y el presente desde acontecimientos de tipo político, con lo cual todos los hechos anteriores a la guerra de Independencia conformarían el tiempo pasado, mientras que los hechos posteriores a ella harían parte del tiempo presente y abrirían las puertas a la formación de expectativas futuras. La oficialización de la celebración de la Independencia, entonces, además de constituir una disputa por la representación del orden social, indicaba también una lucha por el ordenamiento temporal de la sociedad, aspectos que de ninguna manera estaban desligados.
En 1880 termina la “era liberal”5 con la elección de Rafael Núñez como presidente de la República (1880-1882) y con el inicio de la Regeneración, régimen político que va desde dicho acontecimiento hasta el comienzo de la guerra de los Mil Días (17 de octubre de 1899). Durante este régimen, caracterizado por legitimarse a partir de una crítica al liberalismo radical y por el desarrollo de políticas opuestas a las reformas liberales de los años anteriores,6 continuó celebrándose la fiesta de la Independencia y se incorporaron otros nuevos festejos al calendario como parte de la disputa por la representación del orden social y político. Las dos festividades más importantes de las dos últimas décadas del siglo XIX fueron el centenario del natalicio de Simón Bolívar, en 1883, y la conmemoración del cuarto centenario de la llegada de Cristóbal Colón al continente americano, en 1892.
Según Amada Pérez (2010), la conmemoración del natalicio de Simón Bolívar y la asociación entre la imagen de Cristo y la de aquel como mártires abandonados por su pueblo en el momento de su muerte permitió a la Regeneración conciliar la Independencia con los valores hispanos, considerados por este régimen como el mejor instrumento para integrar la nación y mantener el orden social. Dicha conciliación se buscó estrechar también a partir de la asignación de una doble paternidad a la patria, la de Colón, como primer padre, y la de Bolívar, como gestor de la nación (Pérez 2010, 78). La recuperación de la figura de Colón se consolidó con la celebración del cuarto centenario del descubrimiento de América, fiesta que, según Marcos González (2012), sacralizó los legados del hispanismo, representados principalmente en la religión católica y la lengua castellana. Aunque estas dos celebraciones entraron a disputar el espacio de representación, su realización no dejó de ser coyuntural, por lo que las fiestas patrias durante el siglo XIX continuaron estando en el centro del ritual republicano y de las tensiones por la representación del orden social y político, tal como se verá en el siguiente capítulo.7
La fiesta patria fue concebida como un evento de reivindicación del trabajo que permitiría a campesinos, artesanos y a cualquier individuo que realizara toda suerte de arte u oficio “presentar a la vista de sus compatriotas las producciones de su injenio i de su industria, los adelantos que cada uno haya hecho en su respectiva profesión [y] las mejoras útiles que haya introducido”.8 Esta propuesta se buscó complementar con la organización de regocijos públicos “honestos i útiles al mismo tiempo, como por ejemplo, los juegos jimnásticos, las carreras a pié, a caballo i en carros, la lucha, el tiro al blanco i otros semejantes”,9 disposición que no se llevó a cabo, pues las diversiones honestas que se mencionan tenían escaso desarrollo en Bogotá para dicha época, si es que acaso se conocían en la ciudad, por lo que los regocijos terminaron efectuándose con diversiones de otra clase, como corridas de toros, juegos de azar, representaciones teatrales, fuegos artificiales, bailes y consumo de alcohol10 (Carrasquilla 1866; Cordovez Moure 1893/1942a; Guarín 1884/1946; Santander 1866).
El incumplimiento de aquellas disposiciones y la frustración de sus nobles objetivos respecto a los regocijos y diversiones debieron estar en la base de las constantes críticas que recibieron las fiestas patrias durante el siglo XIX, cuestionamientos que fueron disminuyendo en intensidad hacia finales de siglo con la incorporación de otras diversiones, como carreras de caballos a la inglesa y carreras de velocípedos.
Las corridas de toros, los juegos de azar y el consumo de alcohol constituyen una continuidad respecto a los rituales cívicos y religiosos coloniales, de tal modo que si la celebración del 20 de julio rompió con la fiesta cívica colonial y compitió con la fiesta religiosa en cuestiones de legitimidad política y social, compartió con ellas —y heredó— sus elementos lúdicos. Durante la Colonia se realizaban corridas de toros con motivo de la llegada al trono de un monarca, del recibimiento a algún nuevo virrey que llegara a la ciudad o de cualquier otro evento que se considerara de importancia para recrear el poder colonial. Por ejemplo, las juras de Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, así como la llegada del virrey Solís a la ciudad y el nombramiento del hermano de este último como cardenal en 1757, se celebraron con fiestas reales y corridas de toros (Ibáñez 1913 y 1915).
Las corridas de toros también fueron un elemento importante en la celebración de fiestas religiosas como el Corpus Christi y el San Juan. En la primera de estas fiestas, dicha diversión tenía lugar durante los ocho días posteriores a los festejos oficiales, llamados octavas, y en los que se expresaba el carácter popular de la celebración en las distintas parroquias de la ciudad (Ibáñez 1913; Friedmann 1982; Vargas 1990). El San Juan era una celebración con similar fastuosidad a la del Corpus, pero de carácter más popular y en la que además de corridas de toros también se efectuaban corridas de gallos y carreras de caballos (Ibáñez 1913; Tovar 2009). Esta fiesta fue objeto de control y sus diversiones estuvieron prohibidas en distintos momentos durante la Colonia, pues la bebida, los juegos de azar y las demás actividades de goce popular se catalogaron como caóticas y violentas, al mismo tiempo que interferían en el cumplimiento de los oficios religiosos y laborales de la población (Ibáñez 1913; Lara 2015; Pita 2007; Vargas 1990; Tovar 2009).11
A inicios del periodo republicano los extranjeros que llegaron a Bogotá comentaban que los juegos de azar eran una diversión constante entre los bogotanos, y que en las fondas y chicherías a menudo era posible encontrar personas de diferentes clases sociales jugando a los naipes o cualquier otro juego de esta clase (Boussingault 1892/1985; Hettner 1882/1976; Rothlisberger 1897/1993). Las riñas de gallos también fueron una diversión muy difundida que, aun cuando tenían lugar regularmente los domingos, se intensificaban —igual que el juego y el consumo de chicha— durante las festividades patrias y religiosas (Gosselman 1825/1981; Hettner 1882/1976; Steuart 1838/1989).
Otras diversiones incluidas en las fiestas patrias, pero que generalmente tenían lugar en tiempo no festivo, eran los bailes y el teatro. Las crónicas de viajeros extranjeros relatan que los bailes de los sectores populares se hacían en las chicherías al son de bambucos cantados bajo el entusiasmo proporcionado por la chicha (Hettner 1882/1976), mientras que los sectores altos de Bogotá se reunían en sus viviendas a bailar, regularmente cada semana o cuando se celebraba algún cumpleaños, bautizo o matrimonio, en torno al “valse colombiano o la contradanza española [que] constituían el repertorio de los danzantes” (Cordovez Moure 1893, 9). Este repertorio se modificó a partir de la tres últimas décadas del siglo XIX con la introducción de la polka, el vals de Strauss y la cuadrilla, ritmos extranjeros que llegaron a la ciudad gracias a la regularización de la navegación a vapor por el río Magdalena y al aumento de los viajes de colombianos de la clase alta al exterior (Cordovez Moure 1893, 14).12
En cuanto al teatro, en Bogotá solo hubo un establecimiento para representaciones escénicas hasta la década de 1890, cuando se inauguró el Teatro Municipal y se remodeló en 1892 el teatro que hasta ese momento llevaba el nombre de Maldonado, y que a partir de entonces se llamó Teatro Colón. Hasta la segunda mitad del siglo XIX, las obras teatrales en la ciudad consistían en piezas clásicas, como dramas, comedias y tragedias (Cordovez Moure 1893; Ibáñez 1923, 443), pero a partir de 1850 comenzaron a llegar compañías de zarzuela y ópera, cuya calidad fue mejorando a partir de la construcción de dichos teatros (figura 3):13
Malos dramas, en lo general, y malas traducciones extranjeras, en manos de malísimos actores, pervirtieron el gusto; y no fue sino años después cuando comenzó a regenerarse nuestra escena dramática por compañías españolas, y la lírica mucho más tarde, por italianas. (Ibáñez 1923, 443)14
De forma similar a lo descrito respecto a los aires musicales europeos —la zarzuela y la ópera—, durante las tres últimas décadas del siglo XIX comenzaron a observarse en Bogotá algunas formas novedosas de diversión, como carreras de caballos a la inglesa, corridas de toros de estilo español y carreras de velocípedos, diversiones incorporadas rápidamente a la celebración de la fiesta de Independencia en contraposición a las corridas de toros de herencia colonial, a los juegos de azar y al consumo de alcohol. La llegada de estos divertimentos fue correlativa a la mayor frecuencia de los viajes al exterior por parte de colombianos de la clase alta a partir de 1880 (Martínez 2001), a la regularización de la navegación a vapor por el río Magdalena y al aumento del comercio internacional con la dinamización de las exportaciones de tabaco entre 1850 y 1870, y de café entre 1870 y 1900.
FIGURA 3. Cartel de función de ópera, Teatro Maldonado, 1864
Fuente: Carteles de presentaciones de conciertos de óperas (1848-1916). Sección de Libros Raros y Manuscritos, Biblioteca Luis Ángel Arango.
Con los flujos de exportación también se incrementaron las importaciones, conformadas principalmente por textiles y en menor medida por manufacturas y bienes de capital (Palacios y Safford 2002, 374).15 Pero aumentó igualmente el consumo de bienes suntuosos europeos —de los cuales una quinta parte procedía de Francia—, tales como prendas de seda, cueros y licores (Palacios y Safford 2002, 375), así como otros artículos relacionados con las nuevas diversiones, como galápagos franceses para usar en las carreras de caballos, velocípedos importados desde Boston o cachuchas para ciclistas confeccionadas en Londres (“Para las carreras” 1894; “Velocípedos” 1895a; “Velocípedos” 1895b; “Ciclistas” 1899).
A finales del siglo XIX, cuando en Bogotá apenas comenzaban a desarrollarse dichas diversiones, en Europa ya mostraban un estado avanzado de expansión social, geográfica y económica, y en algunas ciudades de América Latina pasaban por notables procesos de desarrollo (Borsay 2006; Cross 1990; Rearick 1985; Uría 2003). Con relación a la ópera, por ejemplo, no hay que comentar demasiado sobre la fuerte influencia que ejercía el arte lírico italiano en el mundo y su asentamiento en París con la construcción de grandes teatros, como el de La Ópera, inaugurado en 1875. En la Ciudad de México, por otro lado, las temporadas de ópera se habían regularizado desde 1870 con una creciente cantidad de presentaciones en el Teatro Nacional, construido en 1844, lugar que también acogió al teatro de variedades (Beezley 2004), propuesta de bajo costo orientada a los sectores medios y bajos de la sociedad y que se encontraba muy difundida en Londres, París y Madrid.16 En Buenos Aires las artes escénicas tenían un amplio desarrollo con un total de veintinueve teatros en 1890 (Cecchi 2016, 44), de los cuales los más representativos eran el Politeama, el Colón y el Ópera, este último inaugurado en 1889 con luz eléctrica y capacidad para dos mil personas (Cecchi 2016, 13). Por otro lado, para el año de 1900 dicha ciudad registró alrededor de “un millón y medio de concurrentes entre teatros y otros lugares de diversión” (Cecchi 2016, 13).
Las carreras de caballos tuvieron una incipiente introducción en Bogotá con la realización de una serie de certámenes que la colonia inglesa organizó en 1825 para conmemorar su participación en la lucha de independencia (Ibáñez 1923).17 Estas competiciones decayeron hasta un nuevo impulso durante el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera en 1845 (1845-1849), tiempo en el cual las carreras se realizaron en un lugar llamado Campoalegre, a orillas del río Fucha, fomentadas igualmente por la colonia británica (Ibáñez 1923, 416; Rueda 1937/1963). Después de esta temporada hubo un nuevo receso en las carreras hasta la fundación del Jockey Club, en 1874, asociación que junto al Club de Comercio patrocinó la reanudación de las jornadas hípicas en un hipódromo improvisado que sus constructores —Federico Montoya y Ricardo Portocarrero, este último fundador del Jockey Club— ubicaron en la zona de Chapinero (Rueda 1927/1963, 1937/1963; Wills 1935b). A finales de siglo, en 1898, se construyó el hipódromo de La Gran Sabana en los terrenos de la hacienda La Magdalena, donde hasta entonces se habían realizado las carreras de caballos en Bogotá.
Los eventos hípicos en Europa fueron potestad de la aristocracia inglesa durante los siglos XVII y XVIII, sin que se hayan abierto a otras clases sociales, como sí sucedió en París en el siglo XIX. En esta ciudad fueron famosas las carreras en el hipódromo de Longchamp, cuya asistencia ascendió de 200 000 personas en 1870 a 500 000 en 1890 (Rearick 1985, 91). Al igual que muchos otros espectáculos en París, como los circos, cabarets y salones de música y baile (music halls), los precios de la entrada para observar las carreras eran relativamente bajos (un franco), lo que permitió, por ejemplo, que los domingos concurrieran al hipódromo regularmente 40 000 personas (Rearick 1985, 90).
Una situación similar se observaba en Buenos Aires, donde los hipódromos de Belgrano —construido en 1857— y de Palermo —inaugurado en 1876 y luego vendido al recién fundado Jockey Club en 1882— recibieron en 1900 un total de 223 000 visitantes, poco más del doble de la población bogotana en aquel año.18 Aunque al comienzo fueron una práctica estrictamente marcada por el consumo de élite, al finalizar el siglo XIX las carreras de caballos (turf) se convirtieron en el espectáculo público por antonomasia de Buenos Aires (Cecchi 2016), así como los hipódromos en “el principal terreno de encuentro entre el sector más encumbrado de la élite social y las clases subalternas urbanas” (Hora 2014, 314). No sucedió así en la Ciudad de México, cuyo primer y único hipódromo en el siglo XIX —el de Peralvillo, construido en 1882 por miembros del Jockey Club, fundado un año antes— albergó solamente a los sectores exclusivos de esa ciudad, quienes vieron en las carreras de caballos una ocasión propicia para ostentar su riqueza y posición (Beezley 2004).
Cuando el velocipedismo llegó a Bogotá a mediados de la década de 1890, en París esta práctica ya se había masificado gracias a la reducción del costo de los velocípedos y a la fundación de un número considerable de clubes ciclísticos (Thompson 2002). En dicha época en esa ciudad se podían contar dieciséis pistas de ciclismo (Rearick 1985, 29), dos revistas promotoras de esta práctica —Vélo, de 1891, y Auto, de 1903— (Rearick 1985, 65) y un notable aumento en la conformación de clubes de velocipedismo, que pasaron de la unidad en 1880 a ser ochocientas agrupaciones en 1910, con un total de 150 000 miembros (Thompson 2002, 136).
Esta masificación llevó a un doble uso del velocípedo en París. Por un lado, la clase alta, que había adoptado inicialmente el uso de este aparato como una mutación de la distinción aristocrática representada en la posesión y uso del caballo (Thompson 2002), regularmente hacía plácidos paseos montada en sus aparatos de dos ruedas por los boulevares de la ciudad o el bosque Bolonia (Rearick 1985), mientras que las clases populares, por su parte, avizoraban los comienzos del ciclismo profesional y del Tour de Francia —inaugurado en 1903— con la aceleración de sus velocípedos en las competiciones que se realizaban en las múltiples pistas de la ciudad (Thompson 2002).
En la Ciudad de México, de otro lado, los primeros velocípedos llegaron en la década de 1880 provenientes de Estados Unidos y se comenzaron a rentar al público en 1884, año en que se fundó el Club Velocipedistas y se dio inicio a la programación de carreras alrededor de la Alameda Central, hasta que fueron prohibidas por los continuos accidentes que causaban (Beezley 2004). Pero a diferencia de lo que sucedió en París, el velocipedismo en la Ciudad de México no se popularizó durante el siglo XIX, razón por la cual se podía observar a los miembros de la élite usar el velocípedo tanto para competir en carreras como para hacer desfiles en El Zócalo (plaza central) durante las festividades de la Semana Santa, de forma similar a los miembros de la élite bogotana, que durante las fiestas de Independencia desfilaban, montados en sus veloces aparatos, desde la Plaza de Bolívar hasta la zona de San Diego, en donde tenían lugar las carreras.
Las corridas de toros en Bogotá, que desde la Colonia se ejecutaban a caballo y con participación del público en el ruedo (Cordovez Moure 1893; Ibáñez 1913, 1915; Rodríguez 2002), a partir de la década de 1890 tomaron la forma española de torear a pie, adoptada desde el siglo XVIII en el país ibérico, donde dicha práctica ya mostraba signos de un avanzado estado de mercantilización a finales del siglo XIX, al igual que otros espectáculos en Londres y París (Shubert y Sanchis 2001). En otras ciudades de América Latina, como Buenos Aires y Río de Janeiro, las corridas de toros fueron prohibidas, perseguidas y tempranamente eliminadas del repertorio de entretenimientos decimonónicos (Cecchi 2016; Troncoso 1981; Melo y Karls 2014). Mientras en la región central de Chile las corridas de toros se mantuvieron de forma muy débil hasta desaparecer (Purcell 2000), en México la adopción del estilo español de torear se produjo de manera contemporánea a Colombia (Beezley 2004), al contrario de lo que sucedió en La Habana, que constituye un caso particular ya que la forma de torear a pie se introdujo tempranamente a mediados del siglo XIX, gracias a su prolongada dependencia de España (Riaño 2002).
La ópera, las carreras de caballos, de velocípedos y las corridas de toros de estilo español fueron las entretenciones que la élite bogotana, conformada por grandes comerciantes, ricos propietarios, hacendados, rentistas, profesionales, intelectuales, empleados oficiales de alto rango y empresarios (Mejía 1999),19 adoptaron en las últimas décadas del siglo XIX, mientras que los demás sectores de la población, entre los que se contaban artesanos, tenderos, pequeños comerciantes y otros individuos que realizaban oficios de peonaje y servicios domésticos (Mejía 1999),20 continuaron regocijándose con las diversiones heredadas de la Colonia.21
Las corridas de toros que hasta el momento se venían realizando en la Plaza de Bolívar se desplazaron hacia un circo de madera construido en cercanías de la Plaza de Los Mártires, donde los aficionados a la tauromaquia se reunían en época de temporada. En los terrenos de la hacienda La Magdalena se ubicó el primer hipódromo que tuvo la ciudad y que acogió a los espectadores aficionados a la velocidad con las carreras de caballos y de velocípedos, mientras que aquellas personas que gustaban de las artes escénicas podían congregarse en los teatros Municipal y Colón para obtener un rato de placer estético con las funciones de ópera que comenzaron a regularizarse a finales del siglo XIX. Mientras esto sucedía, por otro lado, la élite bogotana acompañó estas entretenciones con algunas formas de esparcimiento en los espacios y jardines de parques, como el Santander, el del Centenario o el de Los Mártires, donde se podían hacer paseos, observar aparatos exóticos, escuchar conciertos o divertirse con carruseles o lanchas para regatas. Las implicaciones de este proceso de adopción serán tema de los siguientes capítulos.
NOTAS
1 “Art. 1. En los días 20, 21 y 22 de julio de cada cuatro años, empezando por el de 1849, se hará en la capital de la República una fiesta provincial consagrada a honrar las acciones virtuosas, i en especialidad a conceder premios y recompensas a los habitantes de la provincia que manifiesten su laboriosidad y honradez, por las obras que presenten como producto de cualquier jénero de industria a que estén dedicados para ganar su propia subsistencia i la de sus familias”. Véase la “Ordenanza 11 de 1842, 4 de octubre”, 20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 1849, 4.
2 En 1812 se celebró el segundo aniversario de la Independencia con corridas de toros y una representación teatral (Ibáñez 1917, 124); en 1819 el Congreso de Angostura decretó tres días de fiestas (25, 26 y 27 de diciembre) para conmemorar la gesta independentista (González, Jaimes y Carvajal 1994, 205); y en 1821 Francisco de Paula Santander, como vicepresidente de la República, ordenó la conmemoración del aniversario de la batalla de Boyacá durante los días 7, 8 y 9 de agosto con cabalgatas, comida cívica, representaciones teatrales, baile de disfraces en el teatro de la ciudad y corridas de toros (Ibáñez 1923, 219-222). Victoria Peralta comenta que Tomas Cipriano de Mosquera, presidente en 1845, decidió celebrar el trigesimoquinto aniversario de la Independencia nacional con “un festejo en el que hubo corridas de toros, encierros, cabalgatas y se gastó dinero en profusión” (1995, 49). Por su parte, José María Cordovez Moure indica en sus Reminiscencias que fue a partir de 1846, año en que se destapó la estatua de Simón Bolívar en el centro de la Plaza Mayor, cuando “se adoptó la costumbre” de conmemorar la Independencia nacional con la realización de fiestas que incluían diferentes clases de espectáculos, entre ellos las corridas de toros (1893/1942a, 86). El año de 1849 se toma como referencia porque coinciden la elección del primer Gobierno liberal del siglo XIX en Colombia y la ejecución de la Ordenanza 11 de 1842, que, como ya se comentó, establecía la celebración de una fiesta nacional en la capital de la República “consagrada a honrar las acciones virtuosas” a partir de dicho año (1849) los días 20, 21 y 22 de julio. Se desconoce la razón por la cual una disposición de 1842 ordenaba realizar la celebración de la Independencia siete años después, en 1849, y en el trigesimonoveno aniversario de dicho acontecimiento. Marcos González comenta que la Ordenanza 11 de 1842 fue la concreción de una propuesta que surgió a raíz de la muerte del dirigente militar Juan José Neira durante la guerra llamada de los Supremos (1839-1841), y que consistía en exaltar los adelantos en la industria del país mediante la creación de una “sociedad filantrópica” (González 2012, 277).
3 A partir de aquí en todas las citas se conservan las formas ortográficas del periodo estudiado.
4 “Es claro que la fiesta no pretende desligar la religión de la celebración, por el contrario, en ella, tienen espacio privilegiado, miembros de la iglesia (no autoridades eclesiásticas) que comulgan con las ideas del Partido Liberal y legitiman con su presencia el rito de la fiesta republicana” (González 1998, 72). Por su parte, Marco Palacios y Frank Safford dicen lo siguiente sobre la relación del liberalismo con la Iglesia católica: “Los liberales más radicales creían que la Iglesia católica, con su estructura jerárquica, era incompatible con la democracia; los liberales más moderados no estaban de acuerdo con esta posición tan radical, pero sí creían que era preciso reducir el poder y los privilegios eclesiásticos, por motivos tanto políticos como económicos” (Palacios y Safford 2002, 391).
5 Tomo esta expresión de Marco Palacios y Frank Safford (2002).
6 Para conocer sobre las distintas formas en que la historiografía ha concebido la relación entre el liberalismo radical y la Regeneración pueden consultarse las obras de Charles Bergquist (1978), Edwin Cruz (2011), Frédéric Martínez (2001), Leopoldo Múnera (2011), Luis Ospina (1987), Marco Palacios (1983 y 2002) y Marco Palacios y Frank Safford (2002).
7 Marco Palacios y Frank Safford (2002) plantean que una de las características del periodo inicial de la era liberal (1849-1855) fue la delimitación del conflicto partidista por la hegemonía política, lo cual incita a pensar en la exacerbación de las tensiones entre las facciones políticas.
8 “Ordenanza 11 de 1842, 4 de octubre”, 20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 1849, 4.
9 Ibíd., 6.
10 “Art. 10. Se acordarán premios a los que, en beneficio de la sociedad, hayan proporcionado i proporcionen a las autoridades las noticias suficientes para perseguir, aprehender y castigar a los que profesan la infame industria de despojarse recíprocamente de lo que tienen, librando su fortuna al ciego capricho de la suerte”. Véase la “Ordenanza 11 de 1842, 4 de octubre”, 20 de julio Fiestas Nacionales 1849, 1849, 6.
11 En la ciudad de Medellín una fiesta religiosa importante en la que se realizaban corridas de toros fue la celebrada en honor a la virgen de La Candelaria. Para indagar sobre la relación entre estas fiestas y las corridas de toros se pueden consultar los textos de Orián Jiménez (2007) y Cenedith Herrera (2013b).
12 Por clase alta se entiende al grupo social que ocupa una posición privilegiada en la escala socioeconómica con relación a los demás grupos sociales. Es un grupo que abarca a la élite, aun cuando, a diferencia de esta, sus miembros no dirigen el sentido cultural, económico y político de una sociedad.
13 Para conocer más detalladamente el proceso de evolución del teatro en Bogotá durante el siglo XIX se pueden consultar las obras de José María Cordovez Moure (1893, 50-89) y Pedro María Ibáñez (1923, 439-447). En la ciudad de Medellín el primer teatro fue el Teatro Principal, construido en 1836 y remodelado en 1919, año a partir del cual tomaría el nombre de Teatro Bolívar (Castro 1996b; Domínguez 2004; Herrera 2013a; Reyes 1996). La zarzuela y la ópera llegaron a esta ciudad en la década de 1890 con la Compañía Hispanoamericana Dalmau-Ughetti y la Compañía Lírico Dramática Azuaga, para el caso de la primera, y la Compañía de Ópera Italiana Zenardo, respecto a la segunda (Herrera 2009, 2011). Esta última compañía pertenecía al señor Francisco Zenardo, quien fuera el artífice de la construcción del Teatro Municipal en Bogotá, en 1890.
14 Otras entretenciones de menor trascendencia eran las exhibiciones de equitación, maromeros, pirotecnia y globos aerostáticos (Cordovez Moure 1893), así como las expediciones recreativas al salto del Tequendama (Ibáñez 1917) y las jornadas de cacería de venados en la Sabana de Bogotá y de patos en la laguna de La Herrera (Wills 1935a).
15 Entre 1845-1850 y 1866-1870 las importaciones crecieron a un ritmo anual de 3 %, mientras que durante los años setenta crecieron al 5,9 % anual, manteniendo un crecimiento similar hasta finales de siglo, cuando comenzaron a decaer (Ocampo 1984, 149). Para la década de 1860, los textiles conformaban el 70,2 % de las importaciones del país, participación que disminuyó paulatinamente hasta llegar al 52,7 % en la década de 1890. Por su parte, los bienes de capital constituían el 4,9 % de las importaciones en la década de 1860 y el 11,5 % en la de 1890 (Ocampo 1984, 159).
16 En Madrid esta propuesta escénica era llamada “teatro chico” (Moral 2001).
17 “Preparado el hipódromo en la llanura de La Floresta, al occidente de la ciudad, se reunió en él varias tardes de aquel año numerosísima concurrencia, ávida de gozar de la nueva diversión. Allí se trasladaba en su mayor parte a pie, pues no había en la ciudad vehículos de ruedas, y aunque hubieran existido no se hubieran podido aprovechar, pues el mal empedrado de las calles no permitía transitar sino a los peatones” (Ibáñez 1923, 331).
18 Bogotá era la ciudad más poblada de Colombia y en 1851 contaba con 29 649 habitantes. Esta suma había ascendido a 40 833 en 1879 y a 95 813 en 1884, pero hacia 1898 el número de habitantes se redujo a 78 000. Esta situación se debió a la migración hacia zonas de tierra templada de cultivo de café y a las dos guerras civiles de 1885 y 1895, las cuales ocasionaron traumatismos en la dinámica demográfica de la ciudad (Mejía 1999). Por otra parte, en 1894 la población de Buenos Aires era de 950 891 personas (Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires 2013).
19 Aunque la élite bogotana estuvo compuesta por todos estos grupos sociales, dentro de ellos fueron intelectuales, como José María Cordovez Moure; empleados oficiales, como Genaro Valderrama, y empresarios, como Francisco Zenardo o los hermanos Carlos José y Rafael Espinosa, quienes representaron, adoptaron, impulsaron y difundieron inicialmente las entretenciones de las que se está hablando. La importancia de estos personajes y de algunos otros en el proceso que se está estudiando será comentada en los siguientes capítulos.
20 Aunque a mediados del siglo XIX Bogotá era una ciudad predominantemente mestiza, la población era identificada según criterios raciales por la clase de oficio que efectuaba. De esta forma, los pocos indígenas que había y los mestizos pobres realizaban oficios de peonaje, en el caso de los hombres, y servicios domésticos, en el de las mujeres. Por tanto, las actividades básicas de la ciudad, como el abastecimiento de los mercados, el aprovisionamiento de agua y los cuidados básicos del hogar y de las personas de clase alta, estaban a cargo de estos sectores de la población. De otro lado, un sector mayoritario de los mestizos estuvo conformado por artesanos, tenderos y pequeños comerciantes, quienes con la incorporación paulatina de la economía capitalista fueron acumulando un capital que les permitió ascender socialmente a través de sus hijos, que se convirtieron en profesionales o empleados oficiales. A este panorama se sumaban los propietarios de haciendas y comerciantes que desde la Colonia eran denominados criollos y conformaban la clase alta de la ciudad (Mejía 1999).
21 Tal vez las corridas de toros fueron la única entretención en la que se podían encontrar todas las clases sociales de la ciudad, aunque con seguridad este equilibrio tendió a variar en favor de clases mejor acomodadas en la jerarquía socioeconómica con la construcción de los circos de toros a partir de 1890 y el cobro de entradas a los espectáculos públicos. Por otro lado, es probable que el modelo compacto y no expansivo que presentó la ciudad haya favorecido el sostenimiento durante las últimas décadas del siglo XIX de las corridas de toros como una diversión de todas las clases sociales, pues en la zona central, que era la más poblada, cerca de donde se ubicaba el circo de toros construido en 1890, se concentraba la población sin presentar especialización espacial por oficio o clase social, a diferencia de las zonas periféricas, donde sí se desarrolló algún grado de especialización al ser pobladas por los sectores sociales más pobres. El modelo compacto implicó entonces que en la zona central convivieran todas las clases sociales y se mezclaran todos los usos y servicios de la ciudad: bancos, agencias comerciales, restaurantes, universidades y residencias (Mejía 1999). Es importante aclarar que la marcada división entre prácticas de diversión por clase social se fue difuminando en el siglo XX con la mayor diferenciación de clases sociales a medida que la ciudad se industrializaba, se engrosaban las capas medias, aumentaba la capacidad de consumo de los obreros y se regularizaban las horas del trabajo industrial.