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II

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En el segundo intento Abdul Haq tomó mayores precauciones. Falsificó algunos documentos e incluso aprendí algunas palabras en farsi, lengua que la mayor parte de los policías desconoce. Mi acompañante femenina, «privilegiada» con el rostro cubierto por un burka, se protegía tras las milenarias tradiciones. La policía no tiene autorización para hablar con ninguna mujer. Acomodados en un destartalado camión que el comandante llenó de hombres, mujeres y niños, emprendimos nuevamente el viaje. En cada puesto de la policía, los ocupantes del camión hablaban al unísono y apresuradamente con los oficiales para desviar la atención. Cuando abandonamos el vehículo, comenzó verdaderamente la odisea.

En un pico montañoso observamos un destacamento del ejército afgano-soviético y era necesario eludirlo.

Al coronar la cima de una empinada montaña, la provincia de Nangarhar se extendía a nuestros pies; ya estábamos en Afganistán.

El impresionante paisaje iba transformándose, y el encuentro con las primeras filas de refugiados en condiciones lamentables, huyendo del horror de la guerra nos producía honda tristeza y sensación de impotencia al mismo tiempo: heridos que escalaban montañas esquivando los bombardeos y las minas. Un éxodo bíblico en las últimas décadas del siglo.

Afganistán

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