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La crisis como oportunidad
Medellín vivió una de las más profundas crisis que una sociedad urbana haya conocido y fue capaz de convertirla en su mayor oportunidad. Haberla entendido como un momento para la autocrítica y el diagnóstico y construir una agenda por la democracia hizo posible comprender de qué manera un colectivo podía plantear una ruta de resiliencia: desplegando estrategias de diálogo ciudadano, desarrollo institucional y herramientas complementarias de la planeación social y territorial. Años más adelante, el camino emprendido por nuestra sociedad derivó en el concepto de una “ciudad para la vida”, tal como lo sintetizó Aníbal Gaviria Correa en su gobierno (2012-2015). Medellín se configuró desde entonces como un intenso experimento urbano que tiene la vida como propósito supremo, desplegando recursos tales como la planeación, el urbanismo, la arquitectura y la infraestructura, complementados con procesos de gestión financiera e institucional, organización comunal, participación democrática y un amplio fomento a formas innovadoras de intervención.
Las condiciones geoestratégicas de nuestro territorio en medio de la cordillera de los Andes, lejos de ríos y puertos, en la esquina noroccidental de América del Sur, ha sido factor preponderante de nuestra evolución. La realidad es que tenemos muchas dificultades para contar con infraestructuras que permitan el control del territorio e integrarnos a la economía nacional e internacional, en medio de una geografía y una localización muy difícil. El Ferrocarril de Antioquia fue un hilo conductor de nuestro desarrollo económico y urbano desde su construcción entre 1874-1929 y podría decirse que su desaparición en 1961 significara un cambio estructural en la dinámica urbana y económica de la región y un factor preponderante en la crisis de la ciudad a partir de su final en 1961, tras su venta a los Ferrocarriles Nacionales y su posterior cierre (Latorre, 1968).
Durante las décadas de 1980 y 1990 experimentamos una crisis, expresada en graves condiciones económicas, políticas y sociales, y transitamos por un progresivo camino de autodestrucción e inviabilidad. Medellín tenía aproximadamente 60,000 habitantes en 1905, según varias fuentes históricas, y para 1951 llegaba a cerca de 360,000 habitantes. A partir de esta etapa se dio una expansión exponencial para llegar en la década de los setenta a más de un millón de habitantes (Departamento Administrativo Nacional de Estadística, s.f.). Esta inmensa y rápida expansión urbana se presentó en un contexto de alto nivel de inmigración, informalidad y precariedad, con un importante crecimiento y una expansión económica, especialmente industrial y de capitalización de los beneficios de la explotación agrícola, energética, minera y ganadera del entorno regional. Desde 1970, sobrevino para Medellín y el departamento de Antioquia una fase de declive productivo, industrial y del sector cafetero, en un escenario de precariedad democrática e institucional, fragilidad del Estado e inmensa inequidad, condiciones gravemente profundizadas a raíz del narcotráfico, la ilegalidad, la violencia y el terrorismo.
A lo largo de la década de los ochenta, la comunidad de Medellín se encontró en una situación de práctica inviabilidad. Su reaccion fue desplegar una extraordinaria y forzosa autocrítica que desencadenó una etapa de participación ciudadana, integrando a los diversos estamentos sociales, empresariales, políticos y académicos, comprometidos con un amplio diálogo cívico, para consolidar acciones que crearon la democracia local. Dicho pacto político transformador de la sociedad se acerca a la construcción de un proyecto de ciudad a largo plazo, base de desarrollos institucionales y sociales para la gestión urbana, que en muchos sentidos redimieron la ciudad.
Recorrer la lista de atentados terroristas y asesinatos de personalidades víctimas durante esta etapa sería motivo para otro libro. Estas ideas, tratadas por varios autores, son analizadas con mayor profundidad por Alonso Salazar. Algunos hechos que evidencian las condiciones de violencia y desajuste social que vivimos entre 1980 y los primeros años de la década siguiente caracterizan la dimensión de la crisis y representan la magnitud del enorme conflicto vivido por nuestro país. Tienen su representación trágica en los casos de personas ilustres, entre quienes se destacan los ministros de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla y Enrique Low Murtra, asesinados en 1984 y 1991 respectivamente; los candidatos presidenciales de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal (a quien mataron en 1987), Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro (víctimas en 1990) del grupo M-19; el procurador general de la nación Carlos Mauro Hoyos (ultimado en 1988). En 1986 había sido asesinado Guillermo Cano, director del periódico El Espectador, y en 1989, el año más crítico, murieron Antonio Roldán Betancur, ex gobernador de Antioquia, Pablo Peláez, ex alcalde de Medellín, Waldemar Franklin Quintero, comandante de la policía de Antioquia, entre muchos otros líderes y ciudadanos. El 18 de agosto del mismo año, durante la campaña electoral, Luis Carlos Galán, un joven político, renovador y muy crítico con los partidos tradicionales, quien era el candidato con mayor opción para ser elegido presidente de Colombia, también fue asesinado.
Como consecuencia de la muerte de Galán, el presidente Barco ordenó una ofensiva sin precedente contra el Cartel de Medellín. Posteriormente, el candidato sucesor de Galán, César Gaviria, fue amenazado y debió realizar su campaña “sin asomarse a la plaza pública”. En diciembre, el avión en el que se dirigía a Cali, y que Gaviria no abordó a última hora, explotó en el aire causando la muerte a más de cien personas (Salazar, 2003).
Como respuesta, el presidente Barco planteó una reforma constitucional sobre la extradición, la cual desencadenó una guerra total de proporciones enormes entre el Cartel de Medellín y la sociedad. La ciudad fue epicentro de una etapa de violencia con dimensiones inconmensurables. Los diversos carros-bomba que instalaron los grupos de Pablo Escobar, especialmente en Medellín y Bogotá, generaron una situación de extrema gravedad para nuestro país y, por supuesto, instauraron una etapa de miedo, encierro y pérdida extrema de dinámica económica y vida pública. Medellín padeció un grado de estigmatización y aislamiento nacional e internacional con consecuencias diversas a nivel institucional, político, económico y social.
En esos años, los ciudadanos vivimos condiciones de extrema inseguridad, aislamiento y una crisis económica profunda. Visitar Medellín estaba proscrito para ciudadanos extranjeros, las travel warning y las restricciones de los seguros para quienes viajaran evidenciaban nuestro aislamiento. No había inversión, proseguían el contrabando y el lavado de activos en varios sectores, especialmente en el comercio y el desarrollo inmobiliario; muchos negocios estaban vinculados a los llamados “dineros calientes”. “El narcotráfico en Medellín, a diferencia de otras ciudades, encontró una tradición comercial y contrabandista, y un cierto modo de ser paisa, que logró no solo un impacto económico, sino también cultural, agudizado por una crisis de justicia y unos altos indices de corrupción” (Salazar y Jaramillo, 1992). Los ciudadanos éramos sospechosos en nuestros viajes a otras ciudades del país y, por supuesto, al exterior; la vida nocturna era mínima y peligrosa, nadie estaba seguro en ningún lugar; fueron tiempos de una sociedad postrada, aislada y sin futuro, una comunidad a la que se le negó la ciudad.
Durante estos años, nuestra vida urbana gravitó entre la ilusión de un país que aspiraba a dar el salto hacia una sociedad moderna y la realidad local. Era innegable la desesperanza de una sociedad que vivía con el ingenuo orgullo de creer ser lo que no era, y que gradualmente se descubrió a sí misma en medio de sus miserias y adversidades. Nuestra historia de hipocresía e inconsciencia dio lugar a una etapa en la que resultó evidente que no teníamos un futuro prometedor y los retos nos estaban excediendo. Uno de los fenómenos más difíciles de superar, aún hoy, ha sido la cultura del narco, que permeó el orden establecido y ha incidido durante más de cuatro décadas en nuestra economía, condicionando los negocios, la estética, las costumbres y las estructuras sociales (Restrepo, 2009).
El Estado colombiano, amedrentado por la delincuencia organizada, su poder corruptor y su control del territorio, con instituciones débiles y precariamente desarrolladas para gobernar la ciudad y la región, se sumió en una suerte de caos. En esta etapa muy compleja nuestras opciones eran emigrar o quedarnos para luchar seriamente por cambiar la realidad. La crisis entonces fue nuestra oportunidad.
Tras esta etapa extrema, gradualmente asumimos las circunstancias y comprendimos que habíamos ido demasiado lejos. Tomamos consciencia de la necesidad de reaccionar. Convicción y urgencia hicieron posible el emprendimiento general por el cambio y fuimos inventando y gestando procesos que orquestaron la evolución que hoy registramos en Medellín.
La década de 1990 fue de transición y sentó las bases de la reacción. Varios hechos de inmensa trascendencia abrieron escenarios de cambio. Fue clave la creación de la Consejería Presidencial para Medellín y sus procesos cívicos y proyectos desarrollados entre 1990 y 1995. Posteriormente, entre 1996 y 1997, se formuló el Plan Estratégico para Medellín y el Área Metropolitana 2015, seguido por la adopción, en 1996, del Sistema Municipal de Planeación. Este conjunto de acciones configuró una movilización democrática local, enmarcada en la nueva Constitución de 1991, que forjó un proyecto plural, a largo plazo, con la articulación de todos los sectores y con sólidas bases sociales.
El diálogo, los acuerdos y los compromisos adquiridos fueron la base para actuar sobre los problemas estructurales, en especial para formar una ciudanía más integrada y corresponsable, que ha definido a la ciudad como su objetivo común. Este esfuerzo compartido ha sido liderado desde entonces por la propia comunidad. Han surgido nuevas generaciones de líderes, quienes encontraron en la lucha por la resiliencia y el cambio su proyecto de vida. Dicha experiencia llevó a muchos ciudadanos a defender y priorizar los objetivos trazados a largo plazo con continuidad y coherencia.
El fondo del caso Medellín, como es evidente, se explica entre otras cosas por el diálogo y la participación comunitaria, la organización social, el trabajo por la educación, la cultura y la convivencia, el fortalecimiento institucional en un marco de corresponsabilidad colectiva, todo lo cual incluye compromiso con aporte en impuestos y desarrollo de obligaciones de los ciudadanos.
Con una población superior a los dos millones y medio de habitantes, Medellín es el núcleo del valle del río Aburrá, una aglomeración metropolitana con 10 municipios poblados por casi cuatro millones de personas. Tras la profunda crisis de los años ochenta y noventa, la ciudad real creció en medio de grandes preguntas sobre equidad en el desarrollo, hábitat sostenible y saludable, disponibilidad y acceso al agua, la energía y los alimentos, y retos complejos de convivencia e inclusión, participación ciudadana y gobernanza local, movilidad y accesibilidad para todos. Contamos con algunas capacidades desde la planeación, el urbanismo, la arquitectura y políticas para la convivencia, pero aún nos falta mucho para ser una sociedad urbana viable.