Читать книгу La predicación - Jorge Óscar Sánchez - Страница 9

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CAPÍTULO 1

La tarea más difícil y gozosa del mundo

«¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Como está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!» (Romanos 10:14-15).

«Predicar es muy difícil Pastor, ¿por qué no invita a algún otro a hacerlo...?», la voz del joven candidato a predicador sonaba angustiada. Ya que era la primera vez que lo hacía, no quise desalentarlo, pero para mis adentros pensé: «¡Estás muy equivocado; predicar la palabra de Dios no es difícil, es algo sencillamente imposible!». Y, sin embargo, a pesar de esta inevitable realidad, cada domingo a lo largo y a lo ancho de nuestro mundo, miles de hombres y mujeres se involucran en esta tarea que es tan desafiante y agobiante por la responsabilidad que conlleva, pero al mismo tiempo la más gozosa, sublime y elevada a la que un ser humano puede ser llamado por Dios.

Mirando desde afuera, la tarea de proclamar el evangelio de Jesucristo, nunca da la impresión de ser algo difícil. Cuando ustedes y yo oímos a un buen predicador, su trabajo parece cosa de niños. Y, sin embargo, después que nos subimos por primera vez a un púlpito, inmediatamente comprendemos que la tarea tiene demasiadas dinámicas entretejidas que hacen la experiencia un desafío para colosos del intelecto, la comunicación, y el poder espiritual. Y cuando bajamos del púlpito después del primer intento, casi siempre lo hacemos con nuestra autosuficiencia hecha trizas, con ganas de no volver nunca más a tener que atravesar esa vía dolorosa. Al igual que Eva nuestros ojos «han sido iluminados». No obstante, para quien ha sido llamado por Dios a este ministerio, algo muy adentro nos dice: «Pero la próxima vez será mejor». Así nos lanzamos a esta aventura, y décadas más tarde miramos hacia atrás y decimos: «¡Qué bueno que perseveré luego de los fracasos iniciales! Los gozos insondables que me hubiera perdido de haber abandonado».

La predicación del evangelio de Jesucristo es la tarea más difícil del mundo y el llamado más desafiante, pero al mismo tiempo, la ocupación más gozosa a la cual podemos ser llamados por Dios.

En este capítulo, quisiera compartir con ustedes algunas de las razones que hacen que la predicación del evangelio de Jesucristo sea la tarea más difícil del mundo, el llamado más desafiante, pero al mismo tiempo, la ocupación más gozosa a la cual un ser humano puede ser llamado por el Dios infinito en gloria, poder y majestad. Mi propósito es alentarle a que comprenda que aun los mejores predicadores que han ministrado por décadas, confiesan que siempre tuvieron que batallar con el sentimiento íntimo de ser inadecuados para la tarea, pero al mismo tiempo, perseverando en el aprendizaje y la práctica lograron avances notables. Pero incluso con todos los inconvenientes y errores iniciales, con el correr de los años tuvieron el gozo de ver la mano de Dios bendecir sus ministerios más allá de todo lo humanamente imaginable.

¿Por qué, preguntará usted, la tarea de predicar el mensaje de Dios es la tarea más difícil? Permítame mencionarle siete razones de peso que me inducen a afirmar que la predicación del mensaje cristiano no es tarea de niños:

La primera razón por la cual predicar es tan difícil, es porque enfrentarse a una audiencia siempre es una experiencia muy intimidante.

Hace años atrás, la Universidad de Oxford hizo un estudio sobre los temores que aquejan a la raza humana y llegaron a descubrir que para muchos individuos el temor de enfrentarse a un grupo de personas es mayor que el temor a la muerte. Eso lo dice todo. Sea una audiencia secular o cristiana, siempre es atemorizante pararse frente a ellos, aun hasta para el más experimentado profesional.

Para muchos el miedo de enfrentar a un grupo de individuos es mayor que el temor a la muerte.

¿Cuáles son las razones?, preguntará usted. Su propio sentido común le dará la respuesta. Si usted debe hablar delante de cincuenta individuos, usted cuenta con cincuenta críticos; si debe dirigirse a mil individuos, es dirigirse a mil críticos. Cuanto más grande es la audiencia, tanto más difícil y complicada la tarea.

Además usted conoce de forma personal algo de la naturaleza humana. Si yo predico un sermón «elocuente y poderoso», perfecto en un 99.9%, pero cometo un solo error, aunque ese error sea trivial e irrelevante, ¿de qué se irá hablando la gente cuando termine la reunión? Cada uno de nosotros parecemos estar programados genéticamente para fijar nuestra atención en todo lo negativo y lo que salió mal. Así es la naturaleza humana no redimida, y en la gran mayoría de los redimidos es exactamente igual. Añádale, que cuando nos enfrentamos a una audiencia, no nos dirigimos a un museo de cera, allí las personas son reales y genuinas. A medida que hablamos, a través de sus movimientos corporales, las expresiones del rostro, y un sin fin de señales sin palabras, demuestran con sus reacciones, si nos aprueban o nos rechazan. Si hacemos un chiste que les gusta, se ríen, si hacemos uno que no es de su agrado, nos matan con el silencio y nos dan vuelta el rostro.

Súmele el hecho muy real en la vida de cualquier iglesia evangélica en Latinoamérica, donde usted sabe muy bien que la audiencia nunca es estática. De pronto, en el momento de predicar, un bebé estalla en llanto, un adolescente aburrido se levanta para ir al baño en el momento más solemne, dos ancianitas medio sordas, no encuentran el pasaje bíblico citado y molestan a medio mundo con las preguntas, hasta que finalmente diez minutos más tarde encuentran la cita para tranquilidad de ellas y el alivio de toda la congregación. Agréguele a todo esto la condición emocional y el nivel espiritual en que se encuentra cada uno de los oyentes. Algunos están a años luz de la puerta de la salvación, otros están a pocos metros, otros ya llevan años avanzando por el camino angosto, y otros que ya llevan décadas escuchando el mensaje, tan pronto usted anuncia la lectura bíblica, con su rostro nos dicen: «Ya oí eso antes... estoy aburrido y no me moleste».

Además, si usted fuera un cantante del mundo, que diferente sería la historia. Digamos que Julio Iglesias llega a su ciudad. Tan pronto se conozca su actuación estelar, sus ‘fans’ fluirán en masas a comprar las entradas antes del concierto. El día del concierto llegarán varias horas antes para ser los primeros en entrar a la sala, y a medida que se aproxime la hora del inicio el nivel de excitación irá in crescendo. En el momento en que el cantante entra al escenario, ya están sobre el borde de los asientos, con los ojos clavados en su ídolo, esperando la primera sílaba que brote de su labios. Y una vez que comienza el ‘show’, lo siguen con aplausos y ovaciones cada vez que les toque una cuerda sensible. Finalmente, el concierto concluirá en medio de una ovación estruendosa, donde los ‘fans’ le pedirán que siga, que no termine. Un número más por favor. ¡Bis! ¡Bis!

El contraste no puede ser más notable con el predicador promedio. Cuando usted sube a entregar su «brillante» sermón, dependiendo del orden del culto de cada iglesia, la audiencia ha sido sometida a una maratón de alabanza, ha tenido que oír lecturas bíblicas, anuncios, testimonios, una dedicación de niños, la ofrenda; un millón de cosas. Y justo en el momento que están listos para irse a casa, con el cuerpo cansado y sus mentes cerradas... para terror suyo y de los apabullados oyentes, escucha que anuncian su nombre: «Ahora viene nuestro pastor a entregarnos el mensaje...». Si usted nunca ha sentido las ganas de exclamar con el apóstol Pablo: «Miserable hombre de mí, ¿quién me librará?», no debe haber sido predicador durante mucho tiempo.

Lamento tener que confrontarlo con la realidad, pero si no se había percatado, hablar frente a una audiencia es una tarea bien intimidante. Es como aquel joven que subió al púlpito a predicar su primer sermón y anunció: «Debo estar por decir algo muy importante, porque mis rodillas ya comenzaron a aplaudir». No importa cuántos años tenga en la tarea, cada vez que suba al púlpito será tan desafiante como la primera vez que lo hizo.

La segunda razón por la cual la tarea de comunicar el mensaje cristiano es desafiante es que, enseñar la Biblia es una tarea bien complicada.

¿Recuerda los primeros días cuando comenzó a estudiar la Palabra de Dios? ¿Le era fácil entenderla? En mi caso personal, llevo más de cinco décadas estudiándola de forma regular, y debo confesar que todavía hay muchas secciones que me son un laberinto para el intelecto. Imagínese, por lo tanto, que si a usted y a mí que tenemos años sirviendo a Dios, nos cuesta entenderla, ¿qué posibilidades tiene de que la comprenda la audiencia a quienes estamos enseñando? Especialmente los visitantes, curiosos y creyentes nuevos. La Biblia es semejante a un diamante en bruto. Reconocerlo cuando está en la roca es muy difícil, porque en apariencia no tiene nada de lo que ustedes y yo vemos cuando el diamante ha sido facetado y pulido. Para reconocerlo es necesario que haya un minero experto que lo descubra y un joyero profesional que le dé belleza y forma. Por lo tanto, el primer consejo que quisiera darle, es que si usted está utilizando las primeras armas en la tarea de comunicar el mensaje cristiano, es preferible que comunique un buen sermón sobre la parábola del hijo pródigo, antes que un sermón incomprensible sobre la visión de los cuatro carpinteros o el rollo volante de Zacarías.

Estudiar la Biblia y comunicarla es una tarea que demanda trabajo arduo, dedicación, y perseverancia, pues la Palabra de Dios no va a rendir sus tesoros a un obrero descuidado, o a un estudiante que no pone lo mejor de sí mismo en la tarea a la cual ha sido llamado. Por eso, San Pablo le recordaba a Timoteo: «Ocúpate en la lectura pública de la Biblia, en la enseñanza y la exhortación... Dedícate con diligencia a esta tarea de modo que tu progreso sea notable a todos» (1 Tim. 4:13-15).

No importa cuántos años tenga en la tarea, cada vez que suba al púlpito será tan desafiante como la primera vez que lo hizo.

Hay una tercera razón por la cual predicar el mensaje es difícil, y es que, aprender a comunicarnos es un proceso arduo.

Usted puede tener el mejor mensaje latiendo en su corazón, puede poseer los mejores conocimientos almacenados en su mente, pero si no aprende a comunicar esa información de manera efectiva, todo lo que ha acumulado será suyo y de nadie más. La predicación es el proceso de pasar a otras personas aquello que nos ha impactado primero a nosotros mismos. Si un individuo tiene conocimientos almacenados en su mente semejante a las reservas de oro de los países árabes, pero no los sabe transmitir, no podrá producir un cambio ni de cinco centavos en la vida de sus oyentes. La predicación está destinada a transformar no a informar únicamente, por lo tanto, es obligatorio aprender a descubrir aquellas cosas que hacen la comunicación efectiva. La observación atenta a lo largo de décadas de aquellos que son excelentes como oradores, hace que las personas lleguen a ser más efectivas en la tarea. Uno ve y escucha a un predicador excelente y es forzado a preguntarse: ¿Qué es lo que hace su mensaje tan cautivador que vale la pena escucharlo de principio a fin? ¿En qué se diferencian de aquellos otros predicadores que no logran captarnos la atención? Cualquiera que anhele llegar a ser un predicador competente deberá aprender las claves de una comunicación efectiva, y ese es un proceso que requiere años.

No hay un desafío más colosal para la mente humana que producir un nuevo sermón cada semana.

La cuarta razón por la cual la tarea de predicar es singularmente desafiante, es que predicar semana tras semana a la misma congregación requiere un esfuerzo físico y mental superior.

Para un predicador itinerante, la tarea siempre es mucho más sencilla. Conozco evangelistas que tienen cinco sermones, y siempre predican los mismos dondequiera que tienen la oportunidad de anunciar el mensaje. En esos sermones vuelcan las experiencias personales más impactantes, incluyen las mejores ilustraciones, los recitan de memoria palabra por palabra, y lógicamente, cuando concluyen la audiencia queda impactada. En cambio, si usted es un pastor a tiempo completo, y le toca predicar semana tras semana a la misma clase, o a la misma congregación, tanto más difícil será la tarea. No creo que haya un desafío más colosal para la mente humana que producir un nuevo sermón por semana. Por si esto no fuera suficiente, a esta tarea ciclópea debemos agregarle todas las otras obligaciones regulares del ministerio, más la realidad de que tantas veces nos toca hablar más de tres veces por semana (hablar al grupo de jóvenes, ministrar en un funeral, oficiar en una boda, y un sin fin de diversas ocasiones en las cuales debemos compartir la palabra). En consecuencia, producir todas las semanas un nuevo sermón que sea alimento sólido para la congregación, que capte su atención, que responda a las necesidades sentidas del rebaño, créame que no es tarea para una mente de segundo nivel.

El Señor Jesucristo nos advirtió que el primer mandamiento era: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, pero también con toda tu mente...». Amar es también pensar, y nuestra tarea es enseñar a pensar, para lo cual el hombre de Dios debe ser primero un pensador esforzado él mismo. Y esto semana tras semana, y a lo largo de varias décadas.

La quinta razón por la cual comunicar el mensaje es desafiante, es por la responsabilidad que implica.

¡Grandes privilegios acarrean grandes responsabilidades! El profeta Malaquías nos recuerda una verdad solemne, que todos aquellos que desean comunicar el mensaje tendrían que grabarlo a fuego en sus conciencias y corazones: «Porque los labios de los sacerdotes han de guardar la sabiduría y de su boca el pueblo buscará la ley; porque es mensajero del Señor Jehová de los ejércitos» (Mal. 2:7). He aquí la gran responsabilidad: cuando las personas se reúnen a oír la Palabra de Dios, Dios mismo se pone en contacto con ellas a través del mensaje. El Apóstol Pablo nos recuerda algo similar en 2 Corintios 5:20: «Porque somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros...». El Dios omnipotente hablando a su pueblo a través de sus siervos, haciéndose presente en la escena para impartir bendición. Esta es una verdad que muchos teólogos han olvidado incluir en sus tratados. Cuando era joven preguntaba a mis maestros: ¿Cómo habla Dios? Y la respuesta que de manera indefectible recibí era: «Dios habla a través de la creación, a través de la conciencia, a través de la Biblia, y de modo supremo, a través de Jesucristo». Absolutamente de acuerdo; ¿pero no hemos olvidado que el método favorito de Dios, y el más utilizado para avanzar sus propósitos, es a través de la Palabra proclamada, anunciada, comunicada...?

A lo largo de los últimos veinte siglos no ha existido un método que Dios haya utilizado con mayor poder y eficacia que el de la predicación bíblica para la edificación y el avance de su iglesia. En consecuencia, cuando tomamos conciencia de esta realidad asombrosa, y miramos nuestras limitaciones humanas, nuestra propia indignidad y pecaminosidad, ¿quién no ha sentido el deseo de exclamar con Isaías: «¡Ay de mí! que soy hombre muerto, porque siendo hombre de labios inmundos, y viviendo entre un pueblo de labios inmundos, mis ojos han visto al Rey, Jehová de los ejércitos?» (Is. 6:5) No importa cuán consagrado sea el mensajero, cuán cerca viva de Dios en el espíritu de la santidad, sin embargo, al subir a un púlpito, y reflexionar en la magnitud del Rey a quien representamos, y al contemplar nuestras propias enfermedades, limitaciones, y pecados, no se ha sentido tentado a exclamar con el Apóstol Pablo: «¿Y para estas cosas quien es suficiente?».

La primera mentira que el diablo nos ha hecho creer es que él no existe.

La sexta razón que hace a la predicación cristiana particularmente difícil, es el elemento de lucha espiritual.

La primera mentira que el diablo nos ha hecho creer a los humanos, es que él no existe. Muchos teólogos contemporáneos han creído esta mentira. Y muchos buenos pastores evangélicos, por no tener conocimiento o experiencia de cómo opera el enemigo, al ignorarlo le facilitan su labor. Sin embargo, Satanás era bien real para Jesucristo. Él vino para deshacer las obras del diablo (1 Jn. 3:8), y fue él mismo quien nos advirtió en la parábola del sembrador, que la semilla que cae junto al camino no produce ningún fruto porque «al instante viene Satanás y se lleva la semilla que se ha sembrado en ellos» (Mc. 4:15). El diablo y sus huestes de maldad siempre son los miembros más fieles que tiene toda iglesia cristiana. Los hispanos podremos ser eternamente impuntuales, pero no los demonios. Nunca se pierden una reunión del pueblo de Dios, y siempre llegan puntualmente a cada culto para impedir que sus esclavos no conozcan la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Y cuando una persona se levanta a penetrar su reino de oscuridad con la luz del conocimiento de Cristo, la guerra se desata en pleno.

Si nuestro llamado fuese pasar al frente para entretener a una audiencia, y hacerla reír por un rato contando buenos chistes, jamás tendríamos problemas. Pero tan pronto declaramos cómo Dios ve a los humanos en su condición caída, que son objeto de su ira, que debemos asumir la responsabilidad personal por nuestro pecado, que Jesucristo es el único camino al Padre y solamente a través de la fe en su persona y su obra en la cruz podemos ser salvos... entonces la historia es ¡muy distinta! Tan pronto comenzamos a acercar el fuego, a poner el dedo en la llaga, uno percibe de manera notable y como una barrera invisible, pero muy poderosa y real, que comienza a levantarse entre el púlpito y los bancos. El enemigo de nuestras almas comienza a susurrar en los oídos de los oyentes la misma fórmula con que hizo caer a nuestros primeros padres: «¿Con que Dios os ha dicho?... ¡De cierto. No morirán!». Y como una de las fuerzas más poderosas para modelar la conducta humana es el deseo de ser aceptados, la consecuencia práctica es que muchos predicadores para evitar esta tensión terminan aguando el mensaje. Con el resultado final que Satanás ha obtenido un triunfo resonante. Cualquiera que anhele predicar a Jesucristo, tendrá que tener sangre de profeta en sus venas y estar dispuesto a pagar el precio más elevado si espera triunfar sobre las fuerzas del maligno que se le oponen.

La séptima y última razón por la cual considero que la predicación es particularmente desafiante, es por las consecuencias eternas que acarrea.

Para quienes tenemos corazón genuino de pastor y amamos a las personas sinceramente, no podemos dejar de sentir la responsabilidad que conlleva ocupar el púlpito por las consecuencias eternas que comporta. Si somos verdaderos pastores querríamos que todos se salvaran y viniesen al conocimiento de la verdad, aunque sabemos que esto nunca será posible, no importa cuán bien lleguemos a predicar.

Aquí quisiera darle una palabra de aliento. Durante años me torturé a mí mismo pensando, «Si oraras un poco más, si estudiaras más la Biblia, si prepararas mejor tus sermones, entonces menos personas se perderían...». Llevé esta carga de culpabilidad por años, hasta que un día Dios me hizo comprender, que si las personas se pierden es por su propio pecado y maldad. Que por ser herederos de Adán, ya están bajo sentencia. No porque yo no hice mi trabajo de una manera mejor. Fue así que pude comprender que mi gran privilegio es guiarlas a la puerta de la salvación y que al pasar por ella, encuentren toda la plenitud de Cristo y la vida eterna que nos ofrece. Sin embargo, cuando personas a quienes hemos ministrado por años siguen fuera del rebaño, es imposible dejar de preguntarse, «¿Seré yo, Señor?». Es difícil escapar al sentimiento de culpa.

En la primera página de mi Biblia se halla una cita que tomé de un predicador del siglo XIX. La tengo escrita allí para recordarme de forma continua cuál es mi misión y la seriedad que implica mi llamado a predicar. Dice:

El predicador:

Su trono es el púlpito.

Habla en nombre de Cristo.

Su mensaje es la Palabra de Dios.

Frente a él están las almas inmortales.

El Salvador invisible está a su lado.

El Espíritu Santo se mueve en medio de la audiencia.

Ángeles y demonios observan la escena,

y el cielo y el infierno aguardan el resultado.

Qué vastas esas asociaciones y que tremenda responsabilidad.1

La predicación o comunicación del mensaje cristiano, en última instancia, no está destinada a informar o educar a quienes nos oyen, para que puedan vivir una existencia decente, de mejor calidad y felicidad en esta tierra, sino que primordialmente salven sus almas para el tiempo y la eternidad. Al anunciar el evangelio buscamos que los oyentes hagan una serie de decisiones concretas que los lleven a pasar por la puerta estrecha de la salvación, y una vez en el camino angosto, continúen avanzando hasta que lleguen a ser discípulos maduros y completos de Jesús. Como predicadores cumplimos lo que Pablo decía: «Proclamamos a Cristo a todos los hombres, amonestándoles y enseñándoles con toda sabiduría, a fin de poder presentar completo a todo hombre en Cristo» (Col. 1:28). Esta tarea, en consecuencia, conlleva una solemne responsabilidad, ya que si el mensajero es infiel al evangelio de la gracia, y en lugar de «anunciar el arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo» (Hch. 20:21), hace que el mensaje se convierta en mera psicología popular y consejería, un día tendrá que dar cuentas a Dios de su mayordomía. Reiteramos que las personas se pierden por su propio pecado, pero si la atalaya en lugar de apercibir al impío y amonestarlo para que viva, por la causa que sea, se dedica a entretenerlo, un día la sangre de aquellos que se pierden será demandada de su mano. (Ez. 3:16-21).

Después de haber mencionado estos siete factores que hacen de la predicación una tarea imposible, sospecho que alguien dirá: «Entonces, ¿no sería mejor que buscase otra profesión?». Reconocemos los desafíos y dificultades que conlleva ser predicador del Evangelio, sin embargo, esto nunca debería doblarle las espaldas, quebrar su voluntad y detenerle en el camino. Porque de la misma manera que es la tarea más difícil, al mismo tiempo será la experiencia más gozosa por cuatro razones de enorme peso.

La primera de las razones es que, la predicación es el invento de Dios:

«Ya que Dios, en su sabio designio, dispuso que el mundo no lo conociera mediante la sabiduría humana, tuvo a bien salvar a los que creen, mediante la locura de la predicación» (1 Cor. 1:21, NVI). En una sociedad, como la griega, que se jactaba de su intelectualismo, y frente a una raza escéptica (los judíos) que buscaba milagros para fundamentar la fe, San Pablo nos recuerda que fue el plan producto de la mente de Dios, el salvar a los creyentes por aquello que a los ojos humanos suena a disparate total: la locura de la predicación (ojo, no la predicación loca. De eso tenemos demasiados casos todas las semanas). ¡La iglesia cristiana nació con un sermón! Después del derramamiento del bendito Espíritu Santo en el día de Pentecostés, Pedro poniéndose en pie frente a la multitud de curiosos predicó aquel sermón inolvidable que trajo como consecuencia la conversión de tres mil individuos. Y desde ese día hasta nuestros días, la existencia de la Iglesia de Jesucristo es el fiel reflejo de que la locura de la predicación produce resultados admirables. ¡Qué testimonio elocuente de la veracidad de la promesa de Dios: «Mi palabra no volverá a mí vacía....!» (Is. 55:10-11).

El Apóstol Pablo, nos recuerda una vez más la centralidad de la predicación, cuando afirma en Romanos 10:14: «¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quién les predique?». Es asombroso pensar que los apóstoles no contaban con ninguno de los medios tecnológicos que nosotros tenemos. No eran personas de grandes logros académicos, no tenían dinero, no contaban con conexiones políticas, no disponían de medios masivos de comunicación, solo corazones en fuego. Y del aposento alto salieron a conquistar el mundo, anunciando el evangelio de las buenas nuevas. Y donde quiera que llegaran, Dios honró sus esfuerzos con millares de conversiones, porque después de todo, él bendice aquello que él mismo diseñó. ¡La predicación bíblica, ungida por el Espíritu Santo, es el único programa que viene con garantía absoluta de éxito por parte del fabricante! ¡Sin predicación bíblica nunca habrá salvación, ni manifestación de la presencia, el poder y la gloria de Dios!

Sí, efectivamente la predicación históricamente siempre ha sido bendecida por Dios, porque es Su plan. Y créame que Él solamente necesita mensajeros que sepan hacer la tarea con excelencia, que conozcan su mensaje, la audiencia, el siglo en que vivimos y puedan unir los dos mundos tan diferentes para que las personas lleguen a conocer a Dios. Por lo tanto, la predicación no es un invento humano, ni de la iglesia, es el plan de Dios y cuenta con la garantía absoluta de que si hacemos bien nuestra parte, Él ha prometido hacer la suya y los resultados serán más que admirables. Esa es la primera razón por la cual digo que la predicación es la tarea más gozosa y gloriosa a la cual cada uno de nosotros puede ser llamado.

La segunda razón, es que nada nos ayudará a expandir nuestra propia alma como la tarea de predicar a Jesucristo.

El fin supremo de la existencia humana es conocer y amar a Dios. Dios ha colocado sed de eternidad en nuestros corazones y nos ha dado un alma con capacidad ilimitada para recibir todo cuanto Dios nos quiere dar y nuestro nivel de fe personal nos permita alcanzar. Los creyentes que amamos a Cristo, tomamos muy en serio la exhortación, «creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 P. 3:18). Cuanto más le conocemos, tanto mayor llegará a ser nuestro deleite en él. Sin embargo, todos luchamos contra mil obstáculos que limitan ese crecimiento. El factor tiempo es muchas veces el número uno, y el número dos, es que tantas veces no teniendo ninguna obligación de practicar la exhortación de Pedro, podemos crecer a un ritmo muy lento.

Cuando Dios me llamó al ministerio, me propuse que mi método de predicar sería en forma expositiva, abriendo el texto de diferentes libros de la Biblia para mis oyentes. Al imponerme esta disciplina, nunca me imaginé que quien recibiría el mayor beneficio sería yo mismo. La disciplina de tratar con todos los versos de un libro, no importa cuán difíciles sean, fue el método que Dios utilizó para expandir mi alma y fortalecer mi fe. Fue a través de la disciplina de estar forzado a producir y predicar un sermón nuevo cada semana, que Jesús me enseñó las verdades más sublimes en cuanto a su persona y su servicio. De no haber tenido esta obligación creo que mi relación con Jesús hubiera sido mucho más superficial.

Durante cuatro años fui profesor de un colegio Bíblico, una tarea que disfruté inmensamente. Sin embargo, todo ese tiempo extrañé el desafío del púlpito los domingos. Y el mismo sentir me lo han compartido un sin fin de amigos que sirven a Dios, que ya no están en el pastorado porque Dios los llevó a cumplir otros ministerios dentro del reino. Pueden predicar en muchos lugares diferentes, en ocasiones muy desafiantes y audiencias muy variadas, pero no hay nada que les ayude personalmente a crecer más que la obligación de traer un mensaje de Dios, bíblico, fresco y poderoso, todas las semanas al mismo grupo humano. Y cuando estamos fuera del pastorado mirando hacia atrás reconocemos que la tarea de la predicación fue la que más nos forzó a estudiar, y en consecuencia, a incrementar el tamaño de nuestra propia alma, y así poder recibir más y más de toda la plenitud de Dios.

La tercera razón por la que creo que la predicación es la tarea más gozosa, es porque no hay otra ocupación en la vida que nos pueda brindar mayores satisfacciones personales.

Jesucristo nos declaró su misión en la sinagoga de Nazaret cuando anunció: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres, me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a predicar el año agradable del Señor» (Lc. 4:18-19).

Ser llamado a predicar es ser parte de las posibilidades infinitas.

Más de un sábado a la noche, frente a la magnitud de la tarea me he cuestionado a mí mismo: «¿Quién me metió en esto? ¿Por qué acepté semejante desafío?». Y sin embargo, cuando uno predica, Dios manifiesta su presencia, el programa de Jesucristo se cumple a través de nuestro servicio... y entonces, ¿quién quisiera cambiar la tarea de predicar por cualquier otra vocación? Ser llamado a predicar es ser parte de las posibilidades infinitas. Cierto día uno de mis profesores, que es psicólogo profesional, nos decía: «A mí me toca escuchar a individuos durante meses y años, y nunca cambian. En cambio, ustedes los pastores predican y en un segundo logran lo que yo no puedo alcanzar en años de esfuerzo». La gloria de la predicación es que logra lo que nadie, ni nada puede lograr: la transformación total del individuo. A nuestro culto llegan personas encadenadas a los vicios más horrendos, con las cargas emocionales más pesadas, con pasados sórdidos, con matrimonios destruidos... con problemas que desde el punto de vista humano no tienen solución posible. Con todo, cuando Cristo se manifiesta a través de su palabra, ¿cuáles son los resultados? Exactamente los mismos que él anunció en Nazaret. Y cuando ustedes y yo vemos semejantes resultados, y que nosotros llegamos a ser los instrumentos en las manos de Dios, ¿por qué podríamos cambiar el llamado de anunciar las riquezas inescrutables de Cristo? ¿Por la tribuna política, por el diván del psicólogo, por la cátedra universitaria...? ¡No, una y mil veces no! Más vale ser predicador del evangelio en una choza, que en un palacio ser bueno para nada. Cuando un alma de valor infinito cambia su destino eterno, el del infierno de horror por el cielo de gloria, ¡que gozo trae a nuestro corazón! ¡Imposible de medir, difícil de recompensar en términos materiales, pero infinitamente real y poderoso! ¡Ese es el gozo de la predicación: ser continuadores de la misión de Jesucristo y ver a los esclavos del pecado llegar a ser eternamente libres! Tomas Goodwin afirmaba: «Dios tuvo un solo Hijo, y fue predicador». Qué privilegio ser escogidos por Dios para esta vocación. Y ser quienes continuamos su labor en esta presente generación.

¡El gozo de la predicación es ser continuadores de la misión de Jesucristo y ver a los esclavos del pecado llegar a ser eternamente libres!

La última razón y la más importante es, ¡porque glorificará a Dios!

Si la predicación es el invento de Dios y produce cambios tan notables en la vida de los oyentes, entonces ¿qué mayor alegría puede haber para nosotros sus siervos, que Dios sea glorificado a través de nuestros esfuerzos? Si las personas salen del culto exclamando, «Qué gran Dios a quien adoramos y servimos», entonces nuestro ministerio tiene un valor incalculable. Qué bueno es que no salgan diciendo: «Qué lindo sermón que nos predicó el pastor», sino que de la misma manera que Jacob fue sorprendido por la gloria de Dios en Betel, puedan exclamar: «¡Cuán terrible es este lugar. ¡Dios estaba aquí y yo no lo sabía! Esto no es sino casa de Dios y puerta del cielo». Bendito el hombre y la mujer que tienen la habilidad de correr el velo que oculta el rostro de Dios. Porque al hacerlo estarán logrando lo más sublime de la existencia: lograr que otros conozcan al autor de la vida de abundancia y el gozo perdurable. Si al igual que Juan el Bautista, vemos que nuestros discípulos se van detrás de Jesús, ¡entonces hemos hecho nuestra tarea muy bien! Y de manos del Salvador recibiremos la recompensa que jamás el mundo nos podrá ofrecer.

Un lunes por la mañana, un predicador agotado por las demandas de la tarea, decidió renunciar al ministerio. Buscando la confirmación a su decisión, le escribió una carta a uno de sus colegas y amigo en el ministerio, contándole su resolución. Este le contestó diciendo: «Vuelve a tu trabajo. Dios te ha llamado a predicar, un llamado que los ángeles envidian poder hacer».

¿Ha sido llamado a predicar? Entonces, ¡ánimo mi hermano! Reconocemos que hablar en público es intimidante, pero Dios nos ha prometido su presencia. Es cierto que Satanás buscará nulificar nuestros esfuerzos, pero nosotros empuñamos la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Somos conscientes de nuestras limitaciones humanas, inclusive de nuestro propio pecado, pero recordemos que el Espíritu Santo vivificará nuestras palabras. ¿Nos abruma la demanda de estudiar la Biblia, de producir un nuevo sermón cada semana? No hay Everest que la dedicación, la disciplina y la perseverancia no puedan conquistar.

A lo largo de esta obra, repetidas veces mencionaré a uno de mis mentores personales, el Dr. Martyn Lloyd-Jones de Inglaterra. Siendo joven se enroló en la carrera de medicina y llegó a ser un médico tan brillante, que a los 27 años estaba dentro del equipo que atendía a la corona británica. Sin embargo, el Doctor (como se le llamaba de forma cariñosa), dejó las posibilidades notables que le ofrecía la carrera médica para aceptar el llamado a ser Pastor de una humilde iglesia en Gales. Años más tarde Dios lo llevó para ser predicador en Westminster Chapel en Londres, y desde allí tuvo un ministerio de predicación que impactó a todo el mundo. Cuando estaba por retirarse del pastorado fue entrevistado por la BBC. El periodista le preguntó: «Usted sacrificó muchísimo para llegar a ser Pastor… una carrera brillante en medicina…». El Dr. respondió: «¡Yo no sacrifiqué absolutamente nada, porque nada en esta vida puede compararse con el privilegio de ser un ministro del evangelio…!».

El Dr. W. E. Sangster afirmaba:

«¡Llamado a predicar! ¡Comisionado por Dios para enseñar su palabra! ¡Un heraldo del gran Rey! ¡Un testigo del evangelio eterno! ¿Puede algún trabajo ser más elevado y santo? ¡A esta tarea suprema Dios envió a su Hijo único! En medio de todas las confusiones y frustraciones de los tiempos, ¿es posible imaginar una obra comparable en importancia a la de proclamar la voluntad de Dios a un mundo descarriado?»2.

Ciertamente, la predicación es la tarea más difícil del mundo desde la perspectiva humana, pero al mismo tiempo la más gloriosa para esta vida y la eternidad. Siempre demandará lo mejor de nosotros, pero los resultados excederán con creces lo mejor que podamos imaginar. Predicar a Jesucristo es un trabajo que los ángeles envidian. Por lo tanto, dé lo mejor de usted mismo, aprenda a desarrollar un sermón excelente, y prepárese para ver a Dios entrar en acción. El gozo que experimentará será inefable y glorioso.

Peguntas para repaso, reflexión y discusión

1.Nuestro autor menciona siete razones por las cuales la predicación es la tarea más difícil que debemos emprender y ofrece cuatro razones por las cuales al mismo tiempo es la ocupación más gozosa a la cual podemos ser llamados en nuestra vida. ¿Cuáles son estas razones?

2.Considerando su propia experiencia, ¿qué otras razones podría agregar a las que ofrece el autor? Tanto las negativas, como las positivas.

3.Sánchez nos recuerda que durante el acto de la predicación, siempre hay un elemento de lucha espiritual. ¿Cómo lo sabemos? ¿Qué ataques utiliza el maligno para neutralizar la predicación cristiana?

4.¿Qué otros versículos bíblicos podría agregar a los que cita el autor, para demostrar que la predicación del mensaje cristiano es el invento de Dios y la necesidad más apremiante de la iglesia de todos los tiempos?


1 Matthew Simpson, Lectures on Preaching, Phillips & Hunt, New York, 1879, pág. 66.

2 W. E. Sangster, The Craft of Sermon Construction (El arte de construir un sermón), The Westminster Press, Philadelphia, 1951, pág. 24.

La predicación

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