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CAPÍTULO I

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Catalina Gutiérrez se encontraba nerviosa y casi desesperada —dos gallinas de las cinco que tenía en su bonito corral, se habían escapado y campeaban por el huerto del vecino en mitad del sembrado—. Eran casi las diez de la mañana, hora en la que Cristóbal Morales el Cerrojo, apodo con el que era conocido en su ausencia, hacía acto de presencia en el huerto que decía de su propiedad.

El maldito Cerrojo, llegaba siempre con muy malos modos y continuos improperios dirigidos a las personas que malvivían en una triste casucha que se encontraba justo en una esquina del dichoso huerto y que, además, el malvado vecino no cesaba de reclamar como de su propiedad, aunque todo el pueblo sabía a ciencia cierta que todo era una mentira y que en realidad el huerto era propiedad de esas humildes personas que tenía como vecinas y a las que estaba dispuesto incluso a echar del pueblo si se diera el caso.

Catalina, lloraba amargamente mientras contemplaba cómo el temible Cerrojo mataba a garrotazos a las dos gallinas. Esos animales, eran gran parte de su capital y el desagradable vecino sonreía lleno de satisfacción y mirando en dirección a la apenada Catalina.

Poco después, cogiendo a las dos gallinas por las patas, las lanzó a un enorme zarzal con la única intención de que nadie las pudiera coger y aprovechar su carne como alimento en unos tiempos tan difíciles. Quizá los gatos, pudieran dar buena cuenta de tan sabroso manjar.

Catalina, junto a su pequeño sobrino Juan, de tan solo un año de edad, esperaba a su prima Paca que se encontraba repartiendo unas tablas de pan como cada día hacían tanto una como la otra alternándose para poder cuidar al niño —el trabajo de transportar el pan en las tablas, como se llamaba entre los vecinos del pueblo, consistía en un artilugio compuesto por cuatro o cinco tablas bien unidas y con unas dimensiones de metro y medio por cincuenta centímetros. Sobre esas tablas, una vez hecha la masa y confeccionados los panes crudos, se colocaban bien cubiertos y eran transportados sobre la cabeza y llevados al horno—.

Una vez cocido el pan, colocados en el mismo lugar, se devolvía a la casa de donde se llevaron al horno.

Ese era un trabajo denigrante para casi todo el pueblo y precisamente, Catalina y su prima Paca, eran las únicas personas que se dedicaban a realizar dicha tarea. Una vez realizado el servicio, eran retribuidas con uno de los panes y en ocasiones con unas monedas.

También, y por encargo de la propietaria del horno, marchaban al campo propiedad municipal y recogían grandes haces de leña para calentar el horno y poder así, llevar algo más de dinero a su miserable economía. Era el peor trabajo del pueblo pero al único que tenían acceso.

Corría el año de 1924 y la situación en el país para los más pobres era dramática, y justo Catalina y su prima Paca, junto con el pequeño Juan, eran los más pobres y humildes del pueblo, pero honestos y honrados como nadie.

Catalina, seguía esperando a su prima Paca con el niño dormido entre sus brazos y hecha un mar de lágrimas.

Con los ojos completamente húmedos y rojos por el llanto, se mantenía con la mirada perdida en el horizonte mientras pensaba en la cantidad de desgracias que le habían tocado vivir unas tras otras desde años atrás.

En ese momento, recordaba a su hermana María, muerta hacía ya siete meses y dejando a su cargo aquel pequeño tesoro de niño. Ella luchaba con ahínco para sacar al niño adelante, dándole todo el amor que había en su corazón, y cómo no, también el de su prima Paca, ya que ambas se las apañaban para cuidar del pequeño.

Se acordaba de aquel maldito inglés que con sus dotes, sedujo a su bella hermana, dejándola abandonada a su suerte y con una barriga de la que salió aquel precioso niño que estrechaba entre sus brazos. La criatura tenía los mismos rasgos que su hermana, pero con el pelo rubio y unos grandes ojos azules como el inglés.

Después de aquel indeseado embarazo, toda la familia era repudiada por la inmensa mayoría de la población. El niño aún no estaba bautizado, ya que no encontraba padrinos, y además el párroco no se mostraba proclive a suministrar dicho sacramento a un niño fruto de la perdición, según él.

La madre del pequeño, María Gutiérrez, había muerto al haber padecido una fuerte anemia a causa de las continuas hemorragias sufridas en el parto, y que luego continuaron, y de la que no pudo curarse, a pesar de ser una experta en conocer hierbas medicinales tan abundantes en los campos cercanos al pueblo. Todo Igualeja conocía sus graves padecimientos, pero le volvieron la espalda y la abandonaron a su terrible suerte.

Durante el tiempo que duró el embarazo y ya con una enorme barriga, María se esforzaba sobremanera para cumplir con los encargos que le encomendaban cada día, tanto a ella como a su hermana y todo por una miseria, pero era lo único que le ofrecían y a lo que se agarraban para poder subsistir.

En el pueblo se habían hecho multitud de comentarios sobre el origen de aquel embarazo, todos con muy malas intenciones, y por supuesto, tan falsos como las personas que se dedicaron a tal menester.

En un principio, todos decían que tanto el médico inglés como sus compañeros se acostaban con ella a diario a cambio de algo de dinero. «Es muy puta», se decían unas a otras en los comentarios que se tenían. Luego, cambiaron de personaje y la relacionaron con un tal Jerónimo Checa, un señor de Ronda que ejercía como veterinario, aunque en realidad se dedicaba a capar cerdos y burros de los muchos que abundaban en el pueblo y sus alrededores.

María, le ayudaba en esa tarea a cambio de unas monedas que le venían muy bien. Jerónimo Checa, además de ser un hombre generoso, estaba casado con una mujer de buena familia de Ronda y se comportaba con ella de forma respetuosa y educada.

También llegaron a relacionar el dichoso embarazo con un guardia civil soltero que le tiraba los tejos a todas las mozas de Igualeja, aunque tanto María como su hermana Catalina, fueron las únicas que le dejaron muy claro que con ellas, nada se podía hacer. Finalmente, comentaban que la barriga era de un arriero que frecuentaba el pueblo vendiendo cántaros de barro, sartenes y una variedad de utensilios para el hogar.

Tan solo María, su hermana y su prima Paca, conocían el verdadero origen de aquel embarazo al que debía su vida el delicado y precioso niño, como no se conocía otro en Igualeja en muchísimos años.

El médico inglés que se llamaba Thomas Wilson, estuvo más de un año estudiando y recolectando la gran cantidad de hierbas medicinales con muchas propiedades curativas. El médico contactó con María, ya que ella tenía grandes conocimientos sobre el tema, y en muchas ocasiones las suministraba a personas del pueblo logrando con ello mitigar sus dolencias, aunque jamás nadie le agradeció ni pagó. Esos conocimientos le venían de herencia familiar, de siglos atrás y de lo que conservaba varios libros de autores árabes y judíos.

María, ofreció sus servicios y conocimientos al solícito médico, el cual le pagaba un buen dinero y siempre agradecido por su entrega y generosidad. A partir de entonces, la gente del pueblo empezó a mirar con malos ojos la relación de María, que pasaba horas y horas durante casi todos los días por los campos cercanos y acompañada por unos hombres extranjeros y desconocidos. Sin embargo, ella se mostraba contenta y gozosa con aquel trabajo, que sí era de su total agrado y que desempeñaba con una desmesurada alegría.

El tiempo que pasaban juntos y la gran belleza de María cautivaron al médico inglés, que se acercaba a los cuarenta años mientras ella, aún no llegaba a los diecisiete.

Por otra parte, la simpatía y el atractivo del médico, poco a poco llegaron a conquistar a una criatura tan buena e inocente que no sabía cómo agradecer tantas atenciones del guapo y educado médico inglés.

María llegó a encontrarse muy a gusto y segura con la presencia de Tomás, como ella solía llamarle. Por su parte, el inglés parecía estar enamorado y así llegó a manifestarlo entre sus dos colegas. Muchas veces, Thomas le comunicaba a sus colaboradores la idea de estar a solas con María. Ambos sentían una fuerte atracción hasta que un día, Thomas se decidió a declararse y le comunicó que estaba muy enamorado de ella. María por su cuenta, no sabía que contestar a semejante declaración, pero tomó las manos del médico y las apretó con fuerza y él sin dudarlo, la atrajo contra su pecho y enseguida, se estaban besando. Poco después, debajo de una encina hacían el amor. A partir de aquel momento, cada día repetían la misma acción y casi siempre en el mismo lugar.

Dos meses duró aquella bella relación en la que el médico le confesó que se casaría con ella y marcharían juntos a Inglaterra.

Una mañana, María, que mantenía bien informada a su hermana y a su prima Paca sobre la relación que mantenía con el inglés, como entre ellas solían llamarlo, y después de arreglarse todo lo mejor que pudo, marchó hacia Los Nogalejos, lugar donde previamente se había citado, pero que ese día nadie apareció. María quedó desolada y volvió a casa después de más de tres horas de espera y sin dejar de llorar.

Durante una semana acudió cada día al mismo lugar pero, allí nadie aparecía. De hecho, nunca más llegó el maldito inglés Thomas Wilson.

Transcurrido un largo mes de continuas idas y venidas de María a los parajes que con tanta frecuencia recorrió junto al médico, dio por finalizada la aventura amorosa con el apuesto y educado Thomas. Las consecuencias sin embargo, se presentarían terribles para ella.

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