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CAPÍTULO III

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Paca, llegó a casa totalmente agotada. Eran más de las doce de la mañana y desde las siete, no cesó de trabajar. Primero y como siempre al campo dando dos viajes bien cargada de leña, limpió el horno, luego, marchó a las cuatro casas que le esperaban para llevar sus panes al horno según el turno que les correspondía, y una vez cocidos y despidiendo un aroma delicioso, eran llevados de vuelta a las respectivas casas. Cuando por fin llegó a su hogar, se había ganado un buen jornal, dos panes recién hechos y unas cuantas monedas, que eran esperadas para comprar los escasos alimentos que ellas podían adquirir.

Nada más hacer su entrada, se dio cuenta de que algo no marchaba bien en casa. Vio a Catalina con el niño medio dormido entre sus brazos y llorando con la mirada perdida, refugiada como siempre en sus recuerdos. Corrió a su encuentro para preguntar por el niño, pensó que se encontraba enfermo y ese sería el motivo de su disgusto.

Catalina, aunque muy apenada pero algo más tranquila, le explicó con todo detalle lo ocurrido durante la mañana con el dichoso vecino.

—¡Asqueroso Cerrojo!

Esas fueron las palabras que pronunció al conocer los hechos. Se agachó y cogiendo del suelo un palo de castaño que había junto a la puerta del corral, se acercó a la valla que los separaba del huerto y entre llantos con decisión y una voz seria, amenazó al vecino, aunque este ya no se encontraba en los alrededores.

—¡Algún día te mataré!, eres un bandido, puerco y ratero. ¡Ya pagarás por tus fechorías maldito Cerrojo!

Poco después, Paca tenía al niño en sus brazos y entre lágrimas lo mecía cantándole una bonita nana, aprendida de su tía Carmen.

Duerme pequeño mío, duerme

duerme angelito, que desde el cielo te miran

duerme que el amor te cuida, el amor te rodea

duerme tesoro mío, y sueña, sueña…

La letra de la nana continuaba, pero su voz se ahogó por el llanto impidiendo que pudiera seguir cantando. El niño se quedó dormido y fuertemente agarrado contra el pecho de su tía.

Catalina mientras tanto, había cogido las monedas que Paca dejó sobre la mesa, marchó hasta la plaza donde Frasquito Lunares vendía pescado fresco traído aquella misma mañana en su mulo, conservado en un serón repleto de nieve y procedente de Estepona. Luego, se acercó a la tienda de Juan Acevedo, a quien de vez en cuando, le dejaba algo fiado. Compró aceite, un poco de achicoria para hacer café y varios productos de primera necesidad. Una vez en casa, Catalina, que era una excelente cocinera, hizo una sopa de pescado y el resto lo hizo frito.

Cuando se dispuso a servir la comida, le llevó una buena ración al amigo y vecino D. Juan Molina. Él, por su parte y de vez en cuando, compraba un conejo o un pollo y se los llevaba para que ella lo guisara. Así, se ayudaban mutuamente y a la vez hacían la vida algo más llevadera.

La tarde fue muy tranquila en casa. Habían calentado agua en un caldero, lavaron al niño y le cambiaron los escasos ropajes que, aunque viejos, se veían limpios y arreglados.

Paca se acercó al río que se encontraba a escasos metros y lavó la ropita de Juan y algunos trapos de ellas, los dejó tendidos sobre unas piedras y regresó a casa para seguir haciendo faena.

El pequeño Juan correteaba por el corral a gatas detrás de las gallinas y lleno de tierra, pero feliz y con una bella sonrisa siempre presente en su rostro.

*****

El niño, cercano ya a los dos años, daba sus primeros pasos correteando detrás de unos pollos, que rápidamente se refugiaban en unos huecos justo en el grueso tronco de la higuera temiendo los ataques del niño.

Catalina a pesar de encontrarse agotada, contemplaba junto a su prima Paca las travesuras de aquel pequeño, que era la ilusión de sus vidas. Ellas, a pesar de ser dos mujeres hermosas y muy jóvenes aún, habían renunciado de momento a la compañía de algún hombre. Las dos sabían con absoluta certeza que eran deseadas por algunos hombres del pueblo, pero, debido a su bajo estatus para sus convecinos, hacía que estos pretendientes no tuvieran el valor necesario de acercarse a ellas y ofrecerle su amistad y llegado el caso matrimonio. La presión a la que eran sometidos por familiares y amistades, hacían imposible una relación con aquellas bellas y simpáticas mujeres.

Ellas por su parte, tenían muy claro su destino y lo asumían con valentía desafiando a tanta crítica injusta y envidiosa por parte de las demás muchachas, llenas de envidia por el físico de Catalina y Paca.

Cierto día, mientras las dos primas se recreaban como siempre viendo jugar al pequeño, D. Juan Molina llamó a la puerta. Catalina se sobresaltó, ya que nunca a esas horas recibían visita y las que solían hacerlo, se permitían entrar sin llamar, y sin miramiento alguno, les encargaban hacer un trabajo como si fuera una orden y ellas cumplían sin rechistar.

Con la mirada, Catalina envió a Paca para que se acercara a la puerta mientras ella tomaba al niño en sus brazos temiendo una visita del malnacido Cerrojo, que siempre miraba al crío con muy malos pensamientos.

Paca, sintió una profunda alegría al ver que se trataba de su vecino D. Juan Molina.

—¿A qué debemos su agradable presencia D. Juan? —decía Paca algo sonrojada por la visita del atento y amigo maestro.

—¡Quiero ver a Juanito!, le he traído un regalo —dijo mostrando al pequeño animal que mantenía en sus manos.

Catalina se acercó a la puerta y se echó a llorar mirando al vecino, llena de agradecimiento. Nadie en el pueblo le había regalado nada al niño, a pesar de ser una costumbre con los nacimientos, pero ellas no merecían esa atención.

D. Juan, colocó la pequeña perrita en el regazo del niño que se encontraba sentado en el suelo, y enseguida empezó a acariciarla y a darle besos.

Paca se arrodilló junto al niño y lo acariciaba al igual que a la perrita.

—¡Mira qué bonita es!, le vamos a poner de nombre Blanquita.

—¡Taíta! —repitió el niño.

—¡Taíta no!, Blanquita —le repetía Paca.

—¡Taíta! —insistía Juanito.

Entonces, así le llamaremos, Taíta como tú quieres cariño.

Paca acarició nuevamente al niño y también a la preciosa bolita blanca.

En adelante, Juan y Taíta crecerían corriendo juntos por el corral, con las consiguientes molestias para las gallinas que se refugiaban continuamente en las grandes raíces de la higuera.

Catalina, el día que le correspondía quedarse en casa para cuidar del niño, se sentaba en el corral mientras contemplaba al pequeño jugando con la perrita blanca. Durante esos momentos, Catalina no se cansaba de soñar despierta acordándose de tiempos pasados

Recordaba a su bellísima hermana María recolectando sus plantas y flores, como las iba guardando con sumo cuidado, ya seleccionadas para conservarlas en los tarros numerados y con sus correspondientes nombres y propiedades.

Cuando alguien las necesitaba, María se las proporcionaba con inmensa alegría sin esperar nada a cambio; aun así, ni las gracias le daban y rara vez le ofrecían alguna moneda que por supuesto no rechazaba.

Con sus quince años recién cumplidos, era la envidia del resto de jóvenes. María, hablaba con todas y también sonreía a los muchachos que la miraban ansiosos por estar junto a ella pero sin atreverse a dar ese paso. Nunca llegó a mantener una buena amistad con alguna de sus compañeras, no estaba bien visto que la joven y atractiva paseara con ellas y menos aún de visita a sus casas. Sin embargo, junto a su hermana Catalina y su prima Paca, se sentía inmensamente feliz.

En algunas ocasiones, se sentaba en el umbral de su puerta rodeada de niños escuchando los cuentos que ella les contaba, sacados de un libro que le había regalado D. Juan Molina. Cuando parecía anochecer, llegaban las madres regañando a sus hijos por estar junto a esa casa, pero al día siguiente, lo enviaban de nuevo para que oyeran las bonitas historias que María narraba con gracia y sabiduría.

Catalina seguía recordando con alguna lágrima recorriendo sus mejillas y sonriendo a la vez.

Una primavera y con un mes de mayo luminoso y algo de calor, llegó a Igualeja un grupo de músicos compuesto por dos hombres y una mujer. Decían llamarse “Los juglares del corazón”. Uno de los hombres se desplazaba con unas rústicas muletas, al faltarle la pierna derecha, que según él perdió en una guerra que no mencionó.

Cantaban de maravilla, acompañados por un viejo laúd y un violín mientras que la mujer, manejaba una pandereta que luego pasaba para recoger la voluntad de los muchos oyentes. Una vez interpretadas varias de aquellas bonitas y tristes canciones, repartían copias muy bien escritas con la letra de las distintas canciones interpretadas.

María no se perdía una actuación de aquellos simpáticos músicos. Cuando le ofrecieron una copia ella la rechazó, al no tener dinero para su compra. Entonces, Ramón que así dijo llamarse el juglar más joven, dedicándole una sonrisa le dijo:

—A ti preciosa, no te cobraré nada, ¡con haber disfrutado de tu presencia me basta! Hace mucho que no veo una joven tan hermosa como tú. —María se puso roja con aquel piropo pero aceptó la hojilla con varias letras de las canciones cuyo tono, ya mantenía vivo en su privilegiada mente.

Durante tres días los juglares actuaron mañana y tarde en la plaza del pueblo rodeados de vecinos. De allí, dijeron marcharse a Parauta, pueblo que quedaba a unos seis kilómetros y luego a Cartajima.

Una de esas mañanas en las que Catalina casi dormida y con sus sueños y recuerdos diarios, recibió la visita de Jacinta la Coja. Enseguida, la invitó a pasar y le mostró un grueso troco de madera que servía de asiento ofreciéndole la mejor de sus sonrisas.

—¡Otra vez envuelta en los recuerdos, verdad!

Catalina le respondió de forma afirmativa con un gesto de la cabeza.

Jacinta, la mujer más vieja y sabia del pueblo, era una de las pocas personas que mantenía una buena relación con las dos muchachas. Conocía muy bien la historia de aquella familia que había escuchado y muchas veces desde niña a una tía lejana de su madre.

Por aquellos entonces, la familia aún poseía varias e importantes propiedades en el pueblo. Según le contaba la anciana Josefa, tía de Carmen, a Jacinta, eran dueños de la mejor viña del pueblo, las lomas de Bentomín, más los huertos que luego heredó Carmen y posteriormente arrebatados por el Cerrojo.

Un hermano de la vieja Josefa, se había convertido en un pendenciero, cargado de vicios y hecho un mujeriego entre Estepona y Ronda, acabó dilapidando la fortuna familiar en unos cuantos años, solo quedaron los huertos, que no pudo vender al ser una herencia en exclusiva para ella desde su nacimiento. Un día, le decía Jacinta, se marchó a Estepona y ya no volvió más. La vieja murió y dejó solas a tu tía Rosario y a tu madre.

—Ahora queridas niñas, solo quedáis vosotras dos y esta preciosidad de niño. Algún día —le dijo a Catalina que embobada con el relato derramó alguna que otra lagrima—, de eso estoy segura, que aparecerá un futuro lleno de posibilidades que aprovecharéis y todo cambiará en vuestras vidas.

Catalina se abrazó a la anciana Jacinta y lloró en sus hombros mientras era cariñosamente acariciada.

Cuando Jacinta se disponía a marcharse llegó Paca agotada pero contenta, le habían regalado un tarro de miel y además se ganó aquel día dos panes y unas cuantas monedas.

Al quedar solas, Catalina quiso animar a Paca con las palabras de Jacinta.

Paca sin embargo, no mostró entusiasmo con lo que le comentaba su prima pero, acarició su rostro, y le dijo que ellas serían capaces de seguir adelante con sus esfuerzos. Luego, tomando al niño entre sus brazos, le dijo a Catalina llena de orgullo.

—¡Este es nuestro tesoro!, nada nos hará más feliz que verlo crecer sano y fuerte. Él sí que triunfará algún día, tiene todos los dones de su madre.

Pronto llegaron las fiestas de Navidad y en esos días, hacía un frío que calaba los huesos. El mes de noviembre, había sido junto con algunos de diciembre, demasiado lluvioso. Debido a tan bajas temperaturas y el gélido aire, tuvieron que proteger como pudieron la puerta del corral con unas viejas tablas para evitar las temidas corrientes de aire. Mantenían el pequeño espacio de la cocina y comedor caldeado con un fuego bien surtido de leña.

El esfuerzo en esos duros meses fue muy grande, la lluvia y el frío hacían cada vez más difícil realizar el duro trabajo de cada día.

El trabajo aumentó, y a veces, se las deseaban para poder cumplir con los exigentes compromisos.

También acudían a casa de D. Juan Molina que se encontraba enfermo por aquellos días, y solo ellas cuidaban del viejo militar y maestro.

Jacinta la Coja, se presentó una mañana y les llevó un gallo bien gordo, un plato de chicharrones, manteca y una buena ristra de chorizos despidiendo un olor que alimentaba. Toda esa ración de alimentos, que llegó por sorpresa, procedía de una matanza hecha en la finca los Nogalejos, de la que ella recibió una buena parte. El gallo fue criado en el corral de Jacinta y como era su costumbre por esos días, siempre las sorprendía con algún regalo.

La noche del día veinticuatro de diciembre cuando empezó a anochecer, los chavales del pueblo recorrían las calles cantando villancicos y visitando las casas vecinas. A la de ellas, no acudió nadie.

Después de una buena cena, con el gallo que les regaló Jacinta, y una vez llevado un buen plato repleto de la exquisita carne a D. Juan Molina, se marcharon a la iglesia con el niño bien abrigado para asistir a la Misa del Gallo.

Sentadas en el último banco, estuvieron muy atentas y recogidas durante la celebración en la que D. Miguel Cansino ya muy viejo, se permitió dar una buena regañina a la feligresía en una noche tan señalada y de la que no pudieron escapar Catalina y Paca en una dura alusión a su familia. El niño permaneció dormido durante el transcurso de la eucaristía.

*****

Si los días de Navidad habían sido lluviosos y muy fríos, llegando incluso a nevar en varias ocasiones, la Semana Santa ya a finales de marzo, parecía ser casi el verano con altas temperaturas y días luminosos.

La actividad aumentó en el pueblo, los campos sembrados de trigo, cebada y otros muchos productos agrícolas, necesitaban de mano de obra para arrancar las malas hierbas y hasta los niños tenían que acudir para realizar las tareas de escaldar los campos.

Tanto Catalina como Paca, el día que se quedaban en casa por la mañana para cuidar del niño, por las tardes se marchaban al campo y echaban algunas horas de trabajo, de esa forma, tendrían algo más de dinero y podrían comprar nuevas ropitas para el pequeño Juan.

Dos meses duró esa agotadora tarea de ir a los campos. Con lo ahorrado, pudieron comprar al niño todo lo necesario aprovechando una visita de Pilar Galindo a Ronda y ofrecerse a realizar esos encargos.

Llegó el verano y Juanito cercano ya a los tres años, corría por las calles junto a su crecida perrita e incluso se daba algún que otro chapuzón en el río mientras una de sus tías, lavaba la ropa sin quitarle ojo al niño, que se divertía de lo lindo mientras Taíta corría y ladraba a su alrededor.

Una mañana a primeros del mes de agosto, llegó al pueblo Antonio Corpas, el ditero que visitaba Igualeja dos o tres veces al año para abastecer al personal de ropas, calzados y tejidos tanto para vestimentas como para el hogar. Se acercaban las fiestas patronales y la gente se agolpaba en el tenderete, colocado en mitad de la plaza, para elegir la ropa que lucirían en los días festivos.

El ditero siempre elegía esos días de primeros de agosto, debido a que las distintas prendas que la gente adquiría, solían necesitar de ciertos arreglos para adaptarlas bien al cuerpo.

Catalina y Paca se apañaron con los escasos ropajes que tenían y algunos vestidos que Pilar Galindo les regalaba y que ellas mismas arreglaban para lucirlos pareciendo prendas de estreno.

Habían pasado las fiestas y se presentó un tiempo excesivamente caluroso para la fecha, el veranillo del membrillo como le llamaban, venía con ganas de calentar bien.

Una mañana ya a mediados de septiembre y con las temperaturas sin bajar, Catalina se despertó sudando, al haber dejado la puerta del corral cerrada la noche anterior. Se acercó al niño para ver cómo se encontraba y al tocarlo, se llevó un susto de muerte. La frente del niño ardía y unos granitos rojos se apreciaban por toda la cara.

—¡Paca!—gritó con todas sus fuerzas.

Esta dio un salto del catre y se acercó temblando del susto.

—¿Qué ocurre Catalina?

—¡El niño está muy malito! ¡Debe tener una calentura muy grande! ¡Llama enseguida a Jacinta!

—¡Dios mío! —decía Catalina llorando amargamente.

En pocos minutos, aparecieron Paca y Jacinta que aún se encontraba casi dormida y muy nerviosa.

—¿Qué le pasa a Juanito?

Catalina no podía hablar, el nerviosismo y el llanto se lo impedían.

Jacinta, observó al niño, le tocó la frente y le quitó la camisa con la que dormía, fijándose en las pequeñas pupas que aparecían en la cara y por todo el cuerpo. Una vez repasado cuidadosamente el cuerpecito de Juan, se dispuso a tranquilizar a las dos asustadas mujeres.

—¡Bueno muchachas!, no hay por qué asustarse con el estado del niño. Creo que ha cogido el sarampión. A partir de ahora y durante unos cuantos días, tendrá fiebre y salpullidos. Hay ya unos cuantos casos como este en el pueblo, es una enfermedad que se contagia muy fácilmente y como sabréis, el niño se ha estado bañando junto a otros muchos amiguitos en ese pequeño charco mientras las madres lavaban la ropa. Ahora voy a mi casa a por unas hierbas que la bendita madre de esta criatura tuvo a bien dejarme ya clasificadas y que en estos momentos, le van a servir a su precioso hijo.

Poco después, apareció con un cesto lleno de tarros repletos de las necesarias hierbas recolectadas por María años atrás y una mujer pidiéndole ayuda para su hijo con los mismos síntomas de Juanito.

Catalina se fijó en los envases que en otro tiempo, la hermana que destrozó su corazón al morir, se encargaba de preparar. Hasta ahora, no se había dado cuenta de los nombres tan raros que figuraban en los diferentes tarros. Debajo de esa rara escritura, figuraba su uso. Catalina fue leyendo las distintas propiedades mientras Jacinta ponía al fuego un pequeño cazo con agua. Luego, leyó, para eczemas, picores, tranquilizantes y una buena relación de usos con los que se aliviaban mucha gente del pueblo. Todo ello, lo aprendió su hermana del alma de unos libros heredados de sus antepasados y de los que ahora eran ellas las cuidadoras. María, siempre los tenía a mano y sabía de memoria cada una de las distintas plantas que figuraban y hasta los nombres raros con los que María los señalaba en los envases.

Jacinta, sacó unas raíces secas del tarro más grande y las depositó en el cazo ya con el agua hirviendo.

—¿Tenéis miel? —preguntó.

Paca enseguida descorrió una pequeña cortina que tapaba su pobre despensa, sacó el bote de miel que le habían regalado y se lo dio a Jacinta.

Después de hervir las raíces, las apartó del fuego y las dejó enfriar. Luego, colocó una olla con agua para continuar hirviendo más plantas.

Una hora más tarde, el niño dormía tras haber ingerido una taza del líquido con miel y untado su cuerpo con una crema para los salpullidos.

Leonor Jiménez, la mujer que llegó junto con Jacinta, estuvo todo el tiempo observando y escuchando lo que en esa casa, a la que tanto había ofendido, se estaba haciendo y cuyos remedios, luego serían aplicados a su propio hijo. Parecía estar avergonzada por la cantidad de injustos comentarios que le dedicó junto con otras mujeres. Ahora, esas hierbas que María se dedicaba a recoger, iban a conseguir que su hijo se curara quitándole muchos sufrimientos. Jacinta, una vez terminada la cura de Juanito, se marchó con Leonor Jiménez. Por el camino le recordaba que esas personas no eran tan malas como ellas pretendían hacerlas.

La mujer no respondió a esa ironía de la curandera, conocedora de tantos y malvados chismes como se habían comentado contra esa familia, siendo ella una de las promotoras.

Paca, mucho más tranquila que su prima, se encargaría de seguir con el tratamiento que Jacinta le explicó.

Catalina se marchó a realizar las tareas diarias, esa mañana no quedó tiempo para ir a por la leña, durante la tarde no habría posibilidad de descanso, tenía que acudir al campo y hacer el trabajo que quedó pendiente desde la mañana.

Durante doce días, el niño tuvo que soportar los picores aunque bastante aliviado con la pócima que Jacinta le proporcionaba de vez en cuando. El niño, apenas si se quejaba, su forma de aguantar se parecía a la de una persona mayor. Las caricias y atenciones de sus dos tías, lo estimulaban de tal forma, que el niño parecía querer contentar a las dos con su heroico comportamiento.

Una vez pasado el mal trago del sarampión, Juanito, parecía haber dado un estirón, el pelo se le volvió más rubio y el bello rostro heredado de su madre y los ojos del inglés, consiguieron que el niño, fuera la envidia de todo el pueblo.

Catalina adoraba a su sobrino y cuando se refugiaba en sus brazos, a ella le volvían los recuerdos de su hermana y como siempre se esforzaba en recordar algunos momentos de su vida.

A su memoria acudían aquellos instantes en que tanto ella como Paca, no permitían que María les ayudara en las duras tareas que las dos tenían que hacer a diario. En cambio le pedían que acudiera a clase con D. Juan Molina y continuar con sus libros, recoger plantas y flores que con tanto esmero hacía y guardaba una vez seleccionadas.

Por su mente pasaba la vez que el cabo de la Guardia Civil, se presentó en su casa acusándola de hacer prácticas de brujería, empujado por las continuas mentiras de muchos vecinos que luego se servían de su tarea a través de Jacinta. Ese día, coincidió que les visitaba D. Juan Molina quien se comportó como un alto militar en defensa de la joven. El cabo, salió escaldado de aquella visita que, con tan malas intenciones, acudió a realizar.

Entre otras cosas, le recordó D. Juan que su esposa acudía a ella para aliviarse de los dolores en los días que sufría la menstruación y él mismo, en una ocasión, solicitó su ayuda cuando tuvo un fuerte dolor de riñón y Jacinta, le sirvió de enlace para obtener las hierbas necesarias que aliviaron sus dolores y posterior curación.

Rogelio Durán, cabo de la Guardia Civil de Igualeja, salió avergonzado de aquella casa tocándose el bigote y dispuesto a dejar bien calladas a todas esas personas que acudían al cuartel con calumnias y mentiras sobre aquellas personas por el simple hecho de sentir un profundo desprecio hacia ellas.

Pocos días después de aquella frustrada visita del cabo de la Guardia Civil, a Catalina le fue ofrecido el trabajo de limpiar las dependencias del cuartel tres días a la semana. Ella aceptó de buen grado pues necesitaban ese dinero para seguir mejorando sus vidas.

A partir de aquel momento, la gente empezó a respetar a las tres muchachas y aplacaron sus malvados comentarios hacia una chiquilla que solo quería trabajar.

Una tarde, en la que Catalina y Paca se encontraban sentadas en el corral cosiendo unos rasgones en los vestidos que usaban para el trabajo y el niño jugueteaba con la perrita, Paca, se acordó de Jacinta y preguntó a su prima si ella la había visto.

Catalina no respondió, enseguida soltó la aguja y el hilo y salió corriendo hacia la calle. Llegó a casa de Jacinta y sin llamar, abrió la puerta y llegó hasta el dormitorio donde encontró a la anciana en la cama en un estado lamentable.

—¡Por Dios Jacinta! ¿Qué te pasa?

—Me encuentro muy mal Catalina. Hace dos días que no puedo levantarme. Al momento, llegó Paca alertada por el repentino comportamiento de su prima cuando le preguntó por Jacinta.

Catalina se apresuró a destapar a la enferma que, en esos días, se había hecho sus necesidades en la cama.

—¡Prepara una palangana con agua y trae unas toallas que Jacinta guarda en aquel arcón. Saca también uno de los vestidos y luego me ayudas.

Las dos primas levantaron con mucho cuidado a Jacinta y, ya desnuda, la sentaron en una vieja hamaca junto a la cama.

Mientras Catalina se dedicaba al aseo de la anciana, Paca desmanteló la cama, enrolló las sabanas y las depositó en el corral, donde unas gallinas y tres gallos reclamaban algo de comida.

Enseguida las puertas del corral se encontraban abiertas y las dos ventanas de la calle puestas de par en par. Había que ventilar la habitación que olía a perros muertos.

Una vez todo en orden, Jacinta fue acostada en la cama ya limpia, donde le dieron un poco de café. Mientras se tomaba unos sorbos del calentito café, Jacinta señaló a Catalina un bote de barro de los muchos que se apilaban en una repisa y le dijo que hirviera un puñado de las hierbas y del contenido y le diera una buena taza. «Eso hará que mejore mi dolorosa barriga».

Paca salió con las sábanas, unas enaguas de Jacinta y un buen trozo de jabón. Lavó las prendas en los cercanos pilares y luego las tendió sobre unas cuerdas en un rincón del corral.

Una semana estuvo Jacinta en la cama. Paca, había matado uno de los gallos con el que prepararon un buen caldo, que Jacinta tomaba con un trozo de carne.

La anciana, ya bastante repuesta de sus males, daba gracias a las dos primas, entre lágrimas de agradecimiento.

—¡Sois las únicas que me socorren en este pueblo!

—Nosotras estamos muy agradecidas de usted, siempre está dispuesta para atendernos con nuestros problemas. Mañana —le dijo Catalina—, hemos quedado con D. Juan que quiere venir a visitarla. Ningún día ha dejado de preguntarnos por su estado de salud y como ya se encuentra mejor, él nos ha pedido que le acompañemos.

Cuando a la tarde siguiente llamaron a la puerta de Jacinta, los visitantes detectaron un aroma muy especial. Aquella mañana, Jacinta marchó a la tienda de Juan Acevedo y compró una tableta de chocolate y unos roscos de vino para sorprender a sus amigos.

Juanito se puso perdido con la taza de chocolate que le dieron. Cada vez que se llevaba una cucharada a la boca, la mitad le caía encima, ante la risa de los mayores que, a petición de Jacinta, le dejaron hacer lo que quisiera.

Ya, a punto de finalizar la merienda, Jacinta le comunicó a Catalina que al día siguiente estaría muy ocupada, con unos asuntos que deseaba finalizar. Pasado mañana lo pasaré con vosotras, como bien sabéis, no me encuentro del todo sana y además, estoy muy aburrida.

Se encontraba Paca regando una macetas que repartidas por el corral lucían una preciosas flores, agradecidas del cuidadoso trato que recibían. Sonaron unos golpes en la puerta y enseguida acudió a ver de quién se trataba. Era Jacinta, acompañada del tendero Juan Acevedo, con una caja de madera repleta de artículos de su tienda.

—¡Abre bien la puerta, Paca! —le dijo Jacinta—. Esta caja que trae Juan, no cabe si no abres las dos hojas.

Paca no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. La caja repleta de chorizos, morcillas, tocino, un bacalao, además de un buen número de productos, que ellas no podían permitirse llevar a casa.

Todo fue colocado sobre la mesita baja de la cocina, y entre Paca y Jacinta, fue guardado en una alacena junto a la chimenea.

Cuando todo estaba en orden, Jacinta sorprendió a Paca con algo que ella no podía ni imaginarse, aunque el regalo no era precisamente para su persona. Desliando unos papeles, sacó una carroza de madera, con dos vacas de cartón tirando de ellas y cargada con un paquete repleto de deliciosos caramelos para Juanito.

El niño se quedó con la boca abierta cuando vio aquel inesperado obsequio. Enseguida se puso a jugar con el precioso juguete y la perrita a su lado sin dejar de oler aquel extraño artilugio. Juanito, ni siquiera reparó en los caramelos, fue Paca quien abrió el paquete y le dio uno a Juanito, que al instante lo saboreaba, mostrando una sonrisa plena de felicidad.

Jacinta quiso tener aquel bonito gesto con sus cuidadoras y amigas. A diferencia del resto de mujeres del pueblo, ella quería a las dos muchachitas y al niño, eran excelentes personas y aunque muy pobres, honestas y honradas como nadie.

Todo eso había ocurrido porque la anciana, una vez recuperada de sus males, cerró un trato que tenía pendiente con Francisco Jiménez, empeñado en la compra de una buena parcela que Jacinta poseía en el paraje de Zancón. La decisión de vender la bonita finca se debió a que no se encontraba en condiciones de cuidarla, por razones de edad, y además con el dinero obtenido de la venta, podría vivir el resto que le quedaba de vida, junto con unos ahorros que guardaba de tiempos mejores.

El niño jugaba tanto con su preciosa carroza que, a veces, no se acordaba de que tenía que comer. Juanito la cuidaba y pasaba horas entretenido en el corral, cargando la carroza de tierra y siempre acompañado por Taíta, que ni para dormir se separaba de él.

A partir de entonces, Jacinta visitaba a diario a sus dos amigas y sobre todo por ver cómo Juanito disfrutaba con su juguete.

En una de esas visitas, mientras Catalina se encontraba sentada en el corral detrás de unas grandes pescaderas, repletas de flores, y contemplando al niño que se entretenía jugando al lado de su tía Catalina, nadie se percató de la llegada silenciosa de Cristóbal Morales el Cerrojo. Catalina se sobresaltó al verlo, agarrado a unos palos que separaban el huerto del corral. El viejo, con una sonrisa que le heló la sangre a la joven, portaba un hacha en la mano y parecía tener intención de derribar la cerca. Mirando al niño y a ella, los amenazó diciendo que algún día les ajustaría las cuentas. Catalina, enseguida tomó al niño entre sus brazos para protegerlo de aquella bestia.

Lo que no esperaba el Cerrojo era la presencia de la vieja Jacinta, tapada con las plantas y a la que tenía un miedo atroz debido a su fama de hechicera, y él era un hombre muy supersticioso.

—¡Vete de aquí asqueroso viejo verde! —lo dijo con tan fuerte voz que hizo temblar al personaje—. ¡Algún día, aparecerás muerto y roído por las ratas, que son tus únicas amigas!

El Cerrojo salió corriendo y aterrorizado con la maldición que le lanzó la vieja Jacinta.

Cuando Paca regresó de realizar su trabajo y fue informada sobre las intenciones del maldito vecino, tomó una cuerda y tres gruesas estacas y se dedicó a afianzar todo lo bien que pudo la valla que los separaba de las amenazas.

Una semana más tarde de aquel desagradable incidente con el Cerrojo, la valla fue debidamente fortalecida, por si el vecino decidía atacarlas, aunque en esos días no se le vio en las cercanías.

Una mañana, Jacinta, después de dar un paseo por los alrededores del río, se decidió por hacerle una visita a Catalina, la anciana disfrutaba viendo a Juanito atareado en el juego con la carroza y su perrita. Abrió la puerta y se acercó en silencio al corral donde siempre los encontraba. Catalina, respaldada contra la pared, se había quedado dormida. El niño le dedicó una sonrisa y continuó con su juego. La perrita se le acercó moviendo el rabo y tras recibir una caricia, regresó junto al niño.

Jacinta se sentó en el tronco de madera y miraba a Catalina, cuyo sueño le estaba propiciando una sonrisa.

—¡Sigue con tan bonitas fantasías!, eso te hace feliz —se decía Jacinta que no quiso molestarla pero sin dejar de observarla.

Aquella mañana, el sueño la llevó a un día del mes de abril que, en sus primeros días, se había presentado demasiado lluvioso. El río daba mareo mirarlo por el enorme caudal que arrastraba y el ruido que producía, daba escalofríos. El cercano arroyo del Hiladero, se puso imposible para que las mujeres pudieran lavar la ropa. Por ese motivo, los pilares de la cuesta de La Canal, justo frente a la vivienda de Catalina, se encontraban repletos de mujeres lavando algunas ropas en los momentos que la lluvia daba un respiro.

Mientras cumplían con la tarea del lavado, las miradas y comentarios sobre la vida de las tres jóvenes eran el único tema de conversación entre ellas.

Por otra parte, abril era un mes muy alegre debido a las continuas celebraciones. Aquel año debido a las intensas lluvias hubo que atrasar la celebración de La Cruz de Mayo, que aunque se llamaba así, en realidad los bailes ocurrían durante el mes de abril, dejando para el día uno de mayo la celebración final del La Cruz.

Ya casi a mediados de mes, la lluvia cesó y el tiempo tomó un rumbo distinto. El sol calentaba con fuerza y las nubes desaparecieron, dejando un cielo despejado y un intenso color azul. Por las noches las estrellas parecían brillar como nunca y la luna iluminaba con su radiante luz.

El mismo día que dejó de llover, los jóvenes del pueblo fueron al campo a recoger el oloroso mastranto, juncia y una variedad de flores para adornar la casa de Antonia, la viuda, que ese año tuvo la gentileza de ceder su casa a la juventud para que disfrutaran de los alegres bailes.

El cuerpo de la casa fue limpiado a fondo. Junto a la chimenea se colocó el altar donde lucía una bonita cruz de madera, sobre un fondo de yedras, bien colocadas para ese fin. Las flores repartidas alrededor del altar, en recipientes llenos de agua, para aguantar algunos días en buen estado y desprendiendo su delicioso aroma. El suelo totalmente cubierto del oloroso mastranto y de juncia. El olor que desprendía el lugar, llegaba hasta el final de la pequeña plazoleta del Puente, como era llamada.

Ya por la tarde, más de treinta jóvenes de ambos sexos esperaban la llegada de D. Miguel Cansino para bendecir la cruz y el local, donde el resto del mes, solo habría alegría y baile.

El cura llegó tarde, como siempre, al lugar donde era esperado. El nutrido grupo y muchos curiosos se encontraban impacientes, más que nada para poder iniciar los deseados bailes donde año tras año salían nuevos noviazgos.

Los numerosos candiles y mariposas de aceite iluminaban el espacioso local. D. Miguel, después de contemplar el espacio para los bailes y disfrutar de aquel intenso y agradable olor, se volvió hacia los jóvenes y les dio una buena reprimenda, acompañada de consejos para un buen cristiano, a sabiendas de que su discurso no sería en absoluto obedecido. Luego, bendijo la cruz y se marchó.

Una vez solos la impaciente juventud marchó al interior de la casa, colocándose hombres a un lado y mujeres a otro. En ese momento, tocaban palmas y entonaban las populares canciones que invitaban al baile y les hacían tan felices. En esos días salían a flote esos sentimientos de amor, guardados en el corazón y reservados para tan esperado momento.

Catalina seguía sumergida en sus sueños. Se encontraba junto a su prima Paca al lado de la chimenea sin dejar de observar a su hermana que con sus dieciséis años, rebosaba belleza y alegría.

María, miraba por la ventana de la calle y escuchaba las canciones que el grupo de jóvenes cantaban una y otra vez mientras bailaban…

Eres más tonto que aquel

que llevó la burra al agua

y la dejó sin beber

porque la pila bosaba.

Fuego carbón maquinista (estribillo)

fuego que se para el tren

fuego carbón maquinista

no lo puedo detener.

De tu ventana a la mía

me quisiste dar un beso

y a mí me dio una vergüenza

que me caló hasta los huesos

fuego carbón maquinista…

Mientras oía los alegres cantos, María con la cabeza fuera de la ventana movía el culo al son de las palmas que se escuchaban a lo lejos, sin darse cuenta de que era observada.

Por un momento, las dos mujeres parecían haberse intercambiado los pensamientos. Ambas querían lo mejor para María y en aquellos días, ocurría algo que a ella la podría llenar de alegría. Sin embargo, no quisieron hacer comentario alguno delante de María.

Al día siguiente Catalina, después de llevar al horno dos grandes haces de leña y una tabla de pan de María la Pajarita, marchó a casa de Pilar Galindo para hacer una buena limpieza.

Pilar Galindo, le mandó sacar un montón de ropa de un viejo arcón y la apiló encima de la cama. Luego, entre ambas fueron seleccionando algunas prendas para lavarlas y plancharlas. Dos de los vestidos los regaló Pilar a Catalina, aun siendo de los más nuevos. Se quiso deshacer de ellos debido a un cuerpo bastante voluminoso, no apto para lucir aquella ropa.

En cuanto terminó el trabajo en aquella casa, sus ojos brillaban de alegría pensando en el uso que le daría a los dos vestidos que rechazados por Pilar, en sus manos se convertirían en algo extraordinario para su hermana María.

Ya a punto de marcharse, tuvo el atrevimiento de pedirle algo a la señora Pilar, le costaba mucho decidirse, pero tenía que echarle valor.

Pilar se disponía a darle lo acordado después de varias horas de trabajo y de tirar al río los orines y otras cosas del matrimonio.

—¿Te ocurre algo Catalina? —Pilar Galindo, notó que se encontraba nerviosa, dubitativa y algo sonrojada.

—¡Verás Pilar! —le dijo—, hoy no quisiera dinero.

—¿Se puede saber qué es lo que quieres? ¡Estás muy rara hoy! ¿Te encuentras bien?

—¡No Pilar!, solo que hoy en vez de dinero, me dieras un poco de esa colonia que usas los domingos.

Pilar Galindo no pudo aguantar la risa. La tomó de la mano y se la llevó a su dormitorio. Se dirigió a un mueble de madera frente a la cama, y que momentos antes Catalina lo dejó brillante, y abrió una de las puertas donde se apilaban una buena cantidad de colonias que su marido le traía cada vez que salía de viaje.

—¡Anda mujer!, puedes elegir la que quieras. Si además necesitas que te aconseje, llévate este, cuando lo abras, te darás cuenta de por qué te lo recomiendo.

Catalina, con mucho cuidado, tomó entre sus manos aquel bonito envase, que contenía un tesoro, y ella quería para su hermana.

Cuando ya se marchaba, Pilar Galindo que sentía un aprecio especial por las tres jovencitas, llamó a Catalina diciéndole que se le olvidaba algo. Sin decir nada más, Pilar le abrió la mano y depositó en ella el importe de su trabajo.

—¡Que disfrutéis mucho preciosas! —le decía mientras Catalina se marchaba escaleras abajo.

En esos días todas las chicas del pueblo lucían sus mejores vestidos y la que podía, se perfumaba. Pilar, adivinó las intenciones de Catalina y le proporcionó algo que nadie en el pueblo tenía.

Catalina, con los dos vestidos bajo el brazo y la colonia en el bolsillo, corrió hacia su casa loca de contenta. Nada más entrar, abrazó a su hermana pequeña y casi llorando le dijo que sería la más bonita del baile. Paca acudió de inmediato y tomó los vestidos, muerta de risa, mientras María no entendía nada de lo que estaba pasando.

—El domingo iremos las tres al baile, le dijo a María. Ahora no tengo tiempo que perder, he de hacer unos arreglos para tu nuevo vestido y hoy es viernes.

Hasta altas horas de la noche estuvo Catalina acompañada de Paca, a la luz de dos candiles, que iluminaban lo suficiente para que las dos mujeres pudieran hacer los arreglos al vestido que iba a ser lucido en el cuerpo de María.

Uno de esos vestidos, el más nuevo y bonito, era de lunares rosas sobre un fondo blanco y finalizado con un encaje también rosa. Catalina le quitó con mucho cuidado el encaje y luego, le hizo unos picos dejando esa parte del vestido algo más corta.

También le quitó la parte de arriba, para hacer un bonito juego con parte del otro vestido. De esa manera se perdería uno de ellos, pero de ambos saldría uno nuevo y precioso, que nadie en el pueblo se podría imaginar y además, no lo podrían relacionar con los modelos de la señora Pilar Galindo.

Esa noche se acostaron cansadas, pero muy satisfechas de su trabajo. Al día siguiente y una vez realizado su trabajo, le harían la prueba a María para dejarlo totalmente acabado y listo para el domingo.

María, cuando se vio probando aquel precioso vestido, que le hicieron entre su hermana y su prima, estaba ansiosa por lucirse con él y sobre todo presentarse con aquel modelo en el baile que la tenía sin dormir. Sin embargo, no le dijeron nada sobre el perfume, eso, sería una sorpresa.

El domingo, después de finalizar la misa, los jóvenes se reunieron en la plazoleta de la iglesia e hicieron comentarios sobre los días de baile y el deseo de seguir esa misma tarde hasta cansarse.

María, su hermana Catalina y Paca, salieron casi las últimas de la iglesia ya que se quedaron un rato rezando delante del altar, por el alma de sus madres, como era costumbre en ellas. Frente a la puerta de la iglesia, había un altillo, donde una parra empezaba a señalar los nuevos y vigorosos brotes que pronto cubrirían el lugar de una buena sombra en los calurosos días del verano, espacio que en esos momentos se encontraba bastante concurrido por un grupo de muchachos entre los que se encontraba Cristobilla el Pellejero. Era así llamado por ser su padre el carnicero del pueblo, donde solo se vendía carne de cabrito y de cordero. Cuando lograba reunir un buen fardo de pieles, las cargaba en sus mulos y eran transportadas a la cercana población de Ronda, donde obtenía un excelente precio. Debido a esa tarea, le quedó el mote de Pellejero a toda la familia.

Cristobilla, como todos le llamaban, era alto, delgado y guapetón, aunque casi un niño pues solo tenía diecisiete años y ni un solo pelo en la barba. Desde su posición, no le quitaba a María ojo de encima. Según su hermana Isabel, estaba locamente enamorado de María. Sin embargo, no tenía el valor de acercarse a ella para entablar una posible relación.

En este caso, no era su familia quien lo impedía, pues él no atendía en absoluto los consejos y advertencias de sus padres y familiares. Su gran temor era el ser rechazado por aquella preciosidad que lo estaba volviendo loco.

María, inteligente y suspicaz, conocía de sobra esos sentimientos y además, eran de su agrado. Solo que a ella, Cristobilla, le parecía demasiado niño.

En el mismo momento que María, agarrada del brazo de su hermana y de su prima, iniciaron la marcha hacia casa, volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa que hizo estremecer al muchacho.

Llegó la tarde y por consiguiente la hora del baile. María, arreglada, se miraba al espejo y luego se colocó una flor en el pelo que su prima había cortado para ella en una maceta del corral. Fue entonces cuando su hermana se le acercó y mostrándole aquel coqueto frasco de cristal, derramó sobre el cuello de María una buena dosis de perfume, dejando un delicioso aroma en toda la casa. Luego, tanto Catalina como Paca, también se perfumaron aunque en menor medida que María.

Iniciaron el camino hacia el local donde se encontraba la cruz, muy cerca de su casa. Mientras se acercaban, se oían las canciones y las palmas, y con ello el ajetreo del baile.

Cuando ya se disponían a entrar, empezaron a entonar la canción que dos días antes escuchaba desde su ventana y que cada noche, era repetida varias veces.

Eres más tonto que aquel

que llevó la burra al agua

y la dejó sin beber…

Cuando las tres se incorporaron al grupo, algunas de las muchachas dejaron de cantar para hacer algún comentario sobre la inesperada llegada. Casi todas se morían de envidia al ver sobre todo a María con aquel bonito vestido y despidiendo un olor que sorprendió a todos.

Cristobilla, que se encontraba en una esquina, se quedó con la boca abierta al ver a María, quien a su llegada le miró a los ojos. Seguía la canción y dos parejas se movían de un lado para otro al son de las palmas y la melodía. María cantaba y se movía disfrutando con aquel momento. Estaba deseando que alguien la invitara a bailar y en su deseo, miraba a Cristobilla que parecía haberse quedado congelado.

De pronto, Isabel, la hermana de Cristobilla que detectó el deseo de María y sobre todo el de su tímido hermano, entonó la canción preferida de María.

Te creíste niño tonto

que yo por ti me moría

si no me he muerto por otro

que más cuenta me tenía.

Morenito ven aquí (estribillo)

morenito ven acá

morenito ven aquí

que te quiero de verdad (bis)

que te quiero de mentira

morenito ven aquí

morenito de mi vida.

Nada más empezar la canción, María no se pudo contener y se lanzó en pos de Cristobilla, lo tomó de la mano, lo sacó a la pista y empezaron a bailar. Cristobilla, al sentir las manos de María fuertemente apretadas, cálidas y finas, casi sufre un desmayo. Él parecía no estar en el baile, sino en una nube, hasta que terminó la canción que fue repetida varias veces, por iniciativa de Isabel. Al dejar al muchacho en el lugar donde en un principio se encontraba, María le dijo al oído que estaba muy guapo. El pobre casi se muere de la emoción con el piropo que le dedicó la mujer de sus sueños. Su hermana Isabel sonreía al ver la cara de felicidad de su Cristobilla, que aún no se había repuesto de aquella agradable sorpresa.

María no paró de bailar en toda la noche con unos y otros, aunque repetía una y otra vez con Cristobilla, que recibía constantes guiños de sus amigos, que ya daban por hecho que pronto habría un nuevo noviazgo que celebrar en el pueblo.

El baile era siempre iniciado y terminado por la persona encargada ese año de la organización. A veces, había hasta tres cruces repartidas por el pueblo, pero ese año, debido a las lluvias, solo quedó la de Josefa Flores, pero daba gusto contemplar lo bien organizado que estaba.

En el caso de esta celebración de la cruz, la iniciativa de salir a por una pareja no era uso exclusivo de los hombres, en muchas ocasiones, eran las mujeres las que salían en busca de su compañero, aunque los cambios eran continuos.

Ese tipo de bailes consistían en agarrarse las manos cruzadas y hacer giros en mitad del espacio que quedaba entre hombres y mujeres y de una punta a la otra del local.

A veces, el baile lo hacía una sola persona y antes de terminar la canción, señalaba con el dedo a la que seguiría, y así hasta que todos desfilaban por el espacio para ese uso.

Cuando el baile lo hacía una sola persona, consistía en dar pequeños saltos y llevándose a la vez una mano vuelta sobre la frente mientras la otra hacía lo mismo pero sobre la espalda a la altura de la cintura. Sin duda alguna era el preferido de todos, entre otras cosas porque tenía la oportunidad de elegir a la persona que más era de su agrado.

Aquella noche, María se llevó la palma. Los muchachos entusiasmados por la fiesta y atraídos por la extraordinaria belleza de María, se la disputaban sin importarles las regañinas de sus padres, que siempre se enteraban de todos los movimientos ocurridos en esos bulliciosos días de fiesta.

Llegó el verano y la relación entre Cristobilla y María parecía del todo encarrilada. Isabel, la hermana de Cristobilla, era la más entusiasmada de todos, consiguió aplacar a sus padres, quienes aceptaron de buen grado dicha relación. En todo el pueblo daban por hecho que el noviazgo se formalizaría en breve, sin embargo María, a pesar de gustarle mucho el muchacho, no quería dar ese paso, encontraba a Cristobilla demasiado aniñado para ella. A veces daban largos paseos, y en ocasiones y a solas, María le permitía que le cogiera la mano.

La mayoría de las veces el único tema de conversación entre ambos consistía por parte del joven en manifestaciones de declararse locamente enamorado de ella. Siempre se mostraba muy nervioso e inseguro ante la presencia de una mujer que a él mismo le parecía muy superior. Ella conocía esas debilidades a la perfección, pero jamás intentó hacer algo que pudiera herir al guapo y simpático joven.

Durante los días de las fiestas patronales a finales de agosto María estuvo a punto de sucumbir a Cristobilla, debido a su insistencia y porque además era el único del pueblo que le agradaba.

Pasadas las fiestas y casi a mediados del mes de septiembre, María se había decidido en aceptar la petición del muchacho. Él lo tenía muy bien aclarado con sus padres, y ellos se mostraban entusiasmados con la idea, más que nada por la tremenda ilusión de su hijo.

Sin embargo, el destino le iba a dar un rumbo muy distinto e inesperado a esa unión. Nadie, podía imaginarse lo que ocurriría a partir de entonces.

Un día caluroso, pero con el cielo amenazando tormenta, apareció en el pueblo un médico inglés, acompañado por dos personas del mismo país. Se presentaron en el Ayuntamiento para mostrar un permiso expedido por el gobierno civil para recorrer el término municipal. Se trataba de un famoso científico de la Universidad de Oxford, muy interesado en las abundantes plantas con propiedades medicinales que tanto abundaban en ciertas zonas del término municipal de Igualeja. Terminada la reunión con el alcalde, se dirigieron al cuartel de la Guardia Civil para presentarse y manifestar la idea de recorrer aquellos lugares. Además el científico estaba interesado en encontrar a una persona que le sirviera de guía, por lo que pagarían un buen jornal.

Los ingleses, se encontraban comiendo en la posada de Frasquita en la calle Cortadero cuando apareció Catalina cargada con una pesada tabla de pan que olía a delicias. El médico inglés se levantó de la silla ante aquel delicioso aroma que destilaban los panes de la tabla, depositada encima de una mesa. El inglés le sacó unas fotos y luego preguntó a Catalina por aquel interesante trabajo. En el transcurso de aquella conversación, salió a relucir el tema del trabajo que ellos se disponían a realizar en el pueblo, durante una larga temporada.

El médico se quedó muy sorprendido cuando Catalina le dijo que su hermana conocía todas las plantas medicinales que se criaban en los alrededores, y además también sabía sus nombres, incluso unos muy raros, que ella pronunciaba pero no se podían entender.

El inglés dejó de comer, muy interesado en poder hablar con su hermana lo antes posible y si pudiera ser, contratarla para servirles de guía al conocer los lugares por donde pensaban desplazarse y aprovechar sus valiosos conocimientos del tema que les trajo a Igualeja.

Catalina se quedó dubitativa y algo nerviosa con las intenciones de aquel desconocido. Hubo un momento en que pensó negarse y no atender aquella atrevida petición, que le parecía un tanto descabellada.

La posadera, atenta la conversación por ser muy curiosa y también tratando de ser cortés con el huésped, se dirigió a Catalina para animarla y de esa forma quedar bien con el extranjero.

Catalina mientras recibía su salario por el trabajo del pan, era aconsejada para que accediera a la petición de aquella persona tan educada.

El inglés por su parte muy simpático y cortés, no dudó en presentarse a la joven Catalina.

—¡Señorita!, mi nombres es Thomas Wilson —dijo alargando la mano.

Cuando Catalina le ofreció la suya, quedó casi paralizada cuando el inglés le besó su mano con extraordinaria amabilidad. Ella se puso colorada, como un tomate, y no sabía reaccionar a tan inesperada situación.

Por fin y con la ayuda de Frasquita, la posadera se atrevió a decir al inglés que le acompañaría hasta su casa para ver a su hermana.

—¡Somos muy pobres! —le decía al médico—, y la casa es pequeña y vieja, pero es lo que tenemos…

—¡Señorita Catalina!, eso, no debe de preocuparle. Las personas no deben ser valoradas por lo que tienen, sino por lo que son, y usted me parece una persona adorable y muy guapa también. —Catalina volvió a sonrojarse con las palabras del inglés y la risita de la posadera.

—En cuanto usted termine de comer lo acompañaré a mi casa, yo espero aquí sentada mientras tanto.

—¡Nada de eso Catalina! Ya no tengo apetito y mi único deseo, es poder hablar con su hermana.

Catalina y el inglés salieron de la casa bajo la atenta mirada de la posadera, que no se apartó de la puerta hasta verlos desaparecer. Atravesaron la calle principal, por donde discurría una acequia repleta de agua, llegaron a la ermita del Divino Pastor que enseguida fue fotografiada por el médico. Minutos después, llegaron al puente donde nuevamente el médico inglés, sacó su máquina fotográfica para hacer unas fotos al puente y al caudal, que aunque algo escaso, sí muy limpio y transparente. Al momento, ya subían la empinada cuesta que los conduciría a la humilde casa de Catalina.

Ya dentro del hogar, el hombre se sorprendió al darse cuenta de la pobreza en la que vivía aquella hermosa mujer.

—No podemos ofrecerle nada señor —le decía Catalina al extranjero, que se secaba el sudor de la frente con un pañuelo.

—¡Oh, no se preocupe señorita! Tan solo pretendo conocer y hablar con su querida hermana…

—¡María! —con voz apagada y algo de miedo, Catalina llamaba a su hermana que en ese momento no se encontraba en casa. Minutos antes, ella había marchado a llevar un plato de comida a su amigo D. Juan Molina, pero ya se encontraba de regreso.

María se vio muy sorprendida con la presencia de un hombre extraño en el interior de la casa, pero enseguida apareció su hermana que salía del corral donde fue a buscarla.

Thomas Wilson se quedó impresionado al ver a la jovencísima hermana de Catalina y su portentosa belleza.

Una vez hechas las presentaciones, con el consiguiente beso en la mano a María, el inglés sacó el tema que le interesaba conocer de aquella joven, que lo dejó completamente cautivado.

Hablaron de plantas, raíces y flores con notables aplicaciones terapéuticas y que tanto interesaban al científico.

Poco después, María le mostró los cinco libros, algunos de los cuales le eran conocidos. Los fue repasando lleno de curiosidad y mucho cuidado. Eran ejemplares muy antiguos, pero en perfecto estado de conservación.

Una vez formalizado el acuerdo y aceptado por ambas partes, el médico inglés se despidió de las mujeres, que no dejaban de observarlo. El médico les comentó que en unos diez días volverían al pueblo para iniciar la meticulosa búsqueda que llevaría a cabo sobre las múltiples plantas medicinales del lugar. Él y su equipo volvían a Ronda para hacer unas compras, especialmente equipo de montaña para la larga temporada que les esperaba por las empinadas sierras y los numerosos arroyos de una tierra repleta de esa enorme riqueza de plantas con propiedades medicinales, ansiosos por estudiar.

El equipo había fijado su residencia en la Ventilla, una buena posada justo en la carretera que llegaba hasta la costa, camino de Málaga, y lugar céntrico para sus necesidades.

Finalmente se marchaba habiendo quedado citados a su regreso en la sede del ayuntamiento.

Cuando por fin el médico se disponía a salir, llegaba Paca quejándose de un pie, había tropezado y presentaba una fuerte hinchazón, fruto de la inoportuna torcedura. Catalina se precipitó a su encuentro, asustada con el llanto y los quejidos de su prima.

—¿Qué te ocurre Paca! —preguntó nerviosa.

—¡Ay prima!, ¡ha sido al salir del horno!, el perro de Mariana se ha cruzado y tuve que dar un salto para no caer, pero al apoyar el pie en el suelo se me ha torcido y mira cómo se me ha puesto.

Lo que no podía esperar Paca era que sería atendida en su casa por un médico inglés.

El doctor Thomas Wilson mandó sentarla en el mismo escalón de entrada a casa. María ya tenía en la mano un tarro con un ungüento, que puso sobre la parte dolorida.

—Esto le bajará la hinchazón y aliviará el dolor, le dijo al doctor haciendo uso de sus conocimientos.

Thomas Wilson sonreía con la decisión y seguridad mostrada por aquella bella jovencita. Luego, él vendó el tobillo de Paca con un trapo limpio que Catalina extrajo de la vieja alacena.

Mientras el médico terminaba el vendaje del pie, Catalina preparaba una tila, ya que Paca se encontraba demasiado nerviosa entre su accidente y la presencia de aquel médico desconocido, y sin saber por qué se encontraba allí.

—A partir de ahora, solo necesitas descansar y no apoyar el pie en el suelo. Dentro de unos días volveré y te protegeré el tobillo con una venda elástica, es un producto que traigo de Inglaterra y muy necesario para la tarea que nos espera. Un caso como este nos puede ocurrir a uno de nosotros en cualquier momento y por ese motivo hay que estar prevenido.

Una vez estuvo la accidentada bien atendida, el médico decidió marcharse. Se despidió de Paca y de Catalina, a la que agradeció su estimable colaboración. Al hacerlo de la joven María, el inglés clavó sus grandes ojos azules sobre ella, de la que quedó prendado sin que hubiera ningún tipo de rechazo por su parte.

Una vez las mujeres estuvieron solas, comentaban si no era peligroso haber aceptado el trabajo ofrecido por el extraño médico, era un completo desconocido, y además extranjero. Sin embargo, María se mostró encantada con aquel inesperado ofrecimiento, que era de su total agrado. No pensaba dejar pasar una oportunidad como esa.

María con su vehemencia, logró apaciguar y convencer tanto a su hermana como a Paca, quien parecía estar menos de acuerdo con la aventura tan peligrosa a la que se exponía con aquel desconocido.

María loca de contenta, dejó bien claro que no renunciaría a la oferta recibida, que el médico era muy simpático y guapísimo.

—¡Ten mucho cuidado María!, aunque te parezca simpático, educado y lo que tu veas, solo queremos lo mejor para ti —le comentaba su prima Paca entre quejidos por el dolor del tobillo.

Diez días después y cuando menos lo esperaban, se presentó en la puerta el médico inglés acompañado de sus dos colaboradores, dispuesto a mirar el tobillo de Paca y a colocarle la venda elástica que le prometió.

Fue Catalina quien abrió la puerta quedando sorprendida por la visita.

—¡Hola señorita Catalina! Tal como prometí, aquí estoy para mirar el tobillo de la señorita Paca y anunciar a su hermana que mañana mismo queremos iniciar el trabajo y nuestro deseo es que nos acompañe, como acordamos.

Catalina muy amablemente los hizo pasar. Enseguida el médico saludó a Paca, que se encontraba sentada, pero que en cuanto lo vio, se levantó de la silla para corresponder al cordial saludo.

María, que se encontraba en el corral atareada con unas macetas, al oírlos se apresuró a reunirse con ellos.

Thomas Wilson en cuanto vio a María, tomó su mano y la besó para mostrarle sus respetos y de paso comunicarle que esperaba su incorporación al equipo, a partir del día siguiente.

María no dudó en dar su aprobación y manifestar estar dispuesta y además muy contenta con la tarea que le esperaba.

Antes de la despedida, Thomas Wilson se atrevió a invitarlas a comer en la posada, pero Catalina rechazó la oferta con una sonrisa.

—¡Tal vez en otra ocasión! —le dijo anticipándose a María, que con toda seguridad habría aceptado muy gustosa la invitación.

—Mañana sobre las doce pasaremos a recoger a la señorita María —dijo el inglés—. Más adelante, nos adaptaremos a horarios distintos y un lugar de encuentro, ya que nuestra residencia, está algo alejada de Igualeja.

Catalina seguía sumida en sus sueños, Jacinta la contemplaba, sin querer interrumpir los acontecimientos que desfilaban por su mente. Juanito con su juguete y Taíta echada en el suelo, moviendo las orejas para espantar a unas moscas que no dejaban de darle la lata.

De pronto la perrita empezó a ladrar con todas sus fuerzas e hizo el intento de saltar la valla del corral y llegar hasta el huerto.

Catalina dio un salto de la silla, sobresaltada al ser despertada de forma tan violenta mientras dormitaba.

Cuando se dio cuenta de la presencia de Jacinta, se asustó.

—¿Qué ocurre Jacinta? —preguntó un tanto alterada.

—¿Por qué ladra tanto la perra?

Jacinta intentó tranquilizarla, sugiriéndole que continuara sentada.

—La perra —le dijo—, ladra porque alguien se está acercando al huerto y no es de su agrado, aunque Taíta no pueda ver, su olfato detecta esa presencia. —Juanito había dejado de jugar y cogió a la perrita entre sus brazos, que le lamía la cara mientras él la acariciaba.

Instantes después, apareció en esa parte del huerto el Cerrojo acompañado de su hijo mayor Cristóbal, que siempre se comportaba exactamente igual que su padre, llevando a un mulo por el cabestro y cargado de sacos de estiércol. El Cerrojo intentó acercarse al corral, donde se encontraba Catalina, para seguir con sus insultos y amenazas, pero al darse cuenta de la presencia de Jacinta, huyó todo lo rápido que pudo del lugar.

El hijo sin mediar palabra alguna con la vecina, descargó el mulo y vació los sacos de estiércol muy cerca de la valla, de forma intencionada, dejando el mal olor que despedía la mercancía con tanto descaro para incordiar.

Catalina cogió al niño y lo introdujo en la casa, tras ella Jacinta y la perrita. Una vez dentro, cerró la puerta del corral para evitar que tan mal olor se colara en el interior de la casa.

Catalina no pudo evitar que su rostro se llenara de lágrimas. Entre lo soñado, que siempre le recordaba a su hermana María, a la que quiso como a una hija, a pesar de ser tan solo poco más de dos años mayor que ella, y para colmo, el maldito despertar con la presencia de dos personas que solo sabían odiar y hacer daño.

Jacinta trataba de consolar, a sabiendas de que parecía imposible llevar la paz a un corazón destrozado por el sufrimiento. Desde que su pobre hermana murió, el único consuelo que encontraba era el precioso niño que mantenía acurrucado contra su pecho. Si a él le ocurriera algo, su vida no tendría ningún sentido.

—¡No te martirices más Catalina! Eres demasiado joven para vivir con esa pena que parece ahogarte. Ahora, céntrate en esta preciosidad de criatura, que Dios te ha dejado para que lo cuides. Seguro que en el futuro te dará muchos momentos de felicidad. También tienes a tu prima Paca, que sufre cuando te ve tan triste y deprimida. Ya sé que en este pueblo hay mucha gente que os desprecia, pero todo eso no es más que pura envidia. Por otra parte también hay personas que sienten un gran aprecio por vosotras y lo hacen de corazón. Te aseguro Catalina, que llegarán momentos mejores y que seréis dichosos.

Jacinta se despidió de Catalina, ya algo más tranquila. Besó al niño en la frente y acarició a Taíta, que la acompañó hasta la puerta, sin dejar de mover el rabo.

Aquella tarde cuando llegó Paca se quedó algo desconcertada. Encontró al niño jugando en la puerta, junto a su perrita, en vez de estar como siempre en el corral. El niño, al verla corrió a sus brazos y le dio un montón de besos. Taíta daba saltos, buscando como siempre una caricia. Luego, Juanito y la perrita seguían con sus juegos, cargando y descargando de tierra la carroza que Jacinta le regaló.

Cuando entró en la casa encontró a Catalina cantando una de aquellas canciones que los juglares le enseñaron a su hermana María. La comida a punto para ser servida y la casa limpia como los chorros del oro.

Paca le dio un fuerte abrazo al verla tan contenta, ese no era el recibimiento habitual de los últimos tiempos. Enseguida le preguntó por qué se encontraba cerrada la puerta del corral. Catalina le comentó lo ocurrido con el vecino, y explicó que no tuvo más remedio que cerrar la puerta para evitar, en parte, el mal olor del estiércol.

—¡Has hecho muy bien!

—Algún día se cansarán de fastidiar y a ese viejo, como dice Jacinta, lo encontrarán cualquier día tieso en esos barrancos.

Corazones nobles

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