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Avioneta sin aeropuerto y batalla sin sentido
ОглавлениеComo por arte de magia desaparecieron las olas y con ellas el implacable sonido del raudal; el Orinoco se convirtió en una suave superficie por la que la voladora, más que navegar, parecía disfrutar deslizándose a gran velocidad. Aproveché la ausencia de vaivenes para acercarme a Silvia que aún permanecía agarrada a los bordes de la embarcación.
—¿Qué te ha parecido?
—¡Emocionante!, pero no me preguntes más porque aún no me vienen las palabras —respondió sin dejar de agarrarse fuertemente a la embarcación.
—Es verdad. Sin embargo uno necesita imperiosamente comentar lo vivido —reflexioné.
—Claro... pero por algo hay tres viajes dentro de cada viaje —dijo con aire filosófico cuando por fin le llegó el resuello.
—¿Tres en uno? Veo que te han deformado las matemáticas o que te ha afectado la adrenalina...
—No, no, al contrario; ahora lo percibo todo con más claridad. Mira, uno de ellos consiste en disfrutar con los preparativos, otro con su realización y el tercero con el recuerdo de los dos anteriores. Este último es especialmente importante para jornadas como las de hoy en las que me quedo con la sensación de que las vivencias se atropellan y, por muy esponja que pretenda ser, no puedo digerir todo lo que acontece; bastante tengo con abrir los ojos.
—Magnífica reflexión —le contesté con el mayor de los convencimientos—. Se me ocurre que voy a escribir un libro para aprovechar mejor ese tercer viaje del que hablas.
Como si la conversación fuera un preludio de lo que iba a ocurrir, de repente nos sobresaltó el ruido de una avioneta monohélice y panzuda que apareció rozando las copas de los árboles venezolanos para adentrarse en Colombia. Apenas recuperados de la sorpresa, intentamos un diálogo con los venezolanos:
—¡Una avioneta por aquí! ¿Es que hay algún aeropuerto para aterrizar?
—No —contestó el proero sin muchas ganas y mirando para otro lado.
—¿Entonces...?
—¡Quién sabe! —replicó encogiéndose de hombros y con la desgana de quien te muestra que no tiene la confianza suficiente contigo como para hablar de ciertos asuntos.
La infructuosa conversación no hizo sino constatar lo que todos intuíamos en relación al cargamento que iba a buscar. No había aeropuertos, los venezolanos no querían hablar y la avioneta volaba a baja altura para escapar de los radares. Por si fueran pocos los indicios, un helicóptero militar venezolano apareció unos minutos más tarde patrullando la frontera y, cuando lo vieron, nuestros balseros se comunicaron por señas como confirmando algo rutinario.
No hay que ser muy avispado para deducir que el aparato seguiría volando a ras de suelo hasta llegar a una pista camuflada o a una simple trocha en la que el atrevido y experimentado piloto pudiera aterrizar; posiblemente allí, varias personas contratadas por algún narco cargarían en un abrir y cerrar de ojos los valiosos paquetes que tendrían escondidos en lugares próximos. Cabe también la posibilidad de que la aeronave y las operaciones en tierra no fueran más que un señuelo para la policía y en ese caso el cargamento que se subiría contendría comida, ropa, bicicletas o cualquier otro inocente producto que sirviera de despiste mientras otra avioneta haría algo similar en otra parte pero llenando sus bodegas con el oro blanco. Tampoco sería descabellado que los estibadores aéreos cargaran sin prisa ni precaución alguna porque previamente se habrían pactado mordidas al más alto nivel.
Todo era posible a lo largo de esta inhóspita, extensa y apetecida frontera con Venezuela. De hecho, no muy lejos de aquí y con el siglo veintiuno ya en curso, se produjo la que tal vez fuera la batalla más sintomática por el control de la zona para la exportación de cocaína por agua y por aire; una batalla que debería figurar en los anales de la historia bélica a la altura de Waterloo o Trafalgar, pero no por sus tácticas y estrategias, sino por la estupidez de sus protagonistas cegados por la neblina del contexto de brutalidad en que se movían. No son descartables otros combates aún más patéticos, pero ocurre que de este tenemos información directa gracias a que el paramilitar Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario, uno de sus principales protagonistas y con aficiones literarias en sus ratos libres, escribió un descarnado y escalofriante diario que dejó abandonado al escapar de una trampa que años más tarde le tendió la policía.20
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Situémonos en la zona de La Cooperativa, corregimiento del Meta, no lejos de Villavicencio, lugares todos de desgraciada fama por ser epicentro de operaciones de narcotráfico y campo de batalla entre grupos armados. Ahí, tras el fracaso de amenazas y sobornos mutuos, se citan dos grupos de paramilitares21 para darse plomo y ver quién se queda con el preciado botín de esta frontera delimitada por el Orinoco, magnífico lugar por el que dar salida a la cocaína.
Uno es el de los Buitrago, saga familiar que controlaba las cotizadas tierras de Vichada —por las que ahora navegamos—, Casanare y Guaviare por donde salía el ochenta por ciento de la droga colombiana; controlaba también varios municipios a través de las urbanas —bandas paramilitares encargadas de hacer limpieza en las ciudades— y su influencia se extendía sobre otros grupos paramilitares hasta el punto de que entre todos pudieron reunir a dos mil quinientos hombres provistos de modernas armas para el combate.
El otro grupo era el de Miguel Arroyave Cruz, alias Arcángel, un paramilitar que había escalado peldaños debido a la brillante idea de convertirse también en narcotraficante en vez de conformarse con cobrar impuestos a los traquetos, los traficantes; pudo reunir a casi dos mil combatientes llegados de distintas zonas porque contaba con la bendición del jefe Carlos Castaño y todo el Estado Mayor de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia, esto es, los paramilitares); cierto es que su armamento era inferior al de los Buitrago pero se compensaba con creces con el apoyo aéreo de la Fuerza Aérea Colombiana que tenía asegurado. A las órdenes de Miguel Arroyave Cruz estaba nuestro cronista Don Mario.
Este rocambolesco escenario dentro de un país que oficialmente no estaba en guerra, se hace más incompresible aún para los foráneos si conocen que, previamente, los combatientes habían avisado a los hospitales de Villavicencio para que estuvieran preparados ante la inminente llegada de cientos de heridos. Todo era legal e ilegal a la vez, el Estado brillaba por su ausencia y los acontecimientos se sucedieron dentro de una anormal normalidad. Como alguien dijo, más que en Colombia estábamos en Locombia. Demos voz a Don Mario.
«Empezó la guerra con los Buitrago. Los combates cada día se agudizaban más y más (...) eran tantos los muertos en un solo día que era imposible contarlos», anotaba el paramilitar,22 y eso que aún no se había librado la gran batalla Operación Punto Final que vamos a relatar. El evento detonante ocurrió cuando los Buitrago se enteraron de que los hombres de Arroyave les robaron trescientos mil dólares y dos toneladas de cocaína justo cuando la avioneta iba a despegar con la carga; era a todas luces una provocación de Miguel Arroyave, quien se quedó con la droga y repartió el dinero entre los que participaron en la operación. Los Buitrago, muy arraigados en el lugar, no podían permitir la afrenta y se aprovisionaron de trampas-cilindro para recibir a sus oponentes. Los de Arroyave, que supieron del plan, estudiaron la mejor forma de avanzar por terreno hostil evitando los mortíferos explosivos, pero cuando dedujeron cuál era la óptima, se toparon con un serio inconveniente: había que avanzar en línea recta y hacia arriba, lo que les convertiría en blancos fáciles de las ráfagas de sus oponentes situados en lo alto.
Pero «a grandes problemas, grandes remedios», debieron de pensar los jerarcas. Belisario, jefe de uno de los comandos de Arroyave, dijo que conocía a «una bruja muy acertada que debíamos mandar traerla para que rezara a los hombres que fueran a combatir para que el plomo no les entrara por el cuerpo (...) y formamos a la gente, los organizamos, y la bruja empezó su ritual rezándolos y rociándoles un agua que había traído preparada con hierbas y aromas (...) luego les dijo que cada uno debía coger un poco de tierra del cementerio que ella había traído y guardarla en los bolsillos del pantalón (...) así quedaban protegidos y no había bala que entrara en el cuerpo».23
Cuando a las seis de la mañana del día siguiente se inició el combate, los comandos de Belisario, Pólvora y Voluntario, los tres que habían hecho el ritual, se lanzaron como posesos cuesta arriba y a cuerpo descubierto; los hombres de los Buitrago, en principio, se quedaron estupefactos ante tal temeridad pero, una vez repuestos, comenzaron a disparar. Escribe Don Mario que para las diez de la mañana Cabeza de Marrano, el médico de campaña contratado para la ocasión, le dijo que ya había más de cien bajas y otros tantos heridos y, casi todos, de los comandos embrujados. «Les llamé la atención a Belisario y a Pólvora: ¿cómo es posible que siendo ustedes tan experimentados en esta vaina de la guerra permitan que pase esto? ¿Cómo se explican ustedes lo que están haciendo por estar creyendo en brujas? ¡Miren la cantidad de bajas que tenemos en tan poco tiempo! Si Miguel (Arroyave) se llega a enterar los manda matar de inmediato. Vean a ver cómo remedian ese error (...); después hice el reconocimiento de muertos para saber a qué comando pertenecían y me comuniqué con Miguel sin comentarle que era por creer en brujas».24
Mientras Don Mario esperaba a que Miguel Arroyave llegara, vio descender a Belisario de una camioneta con la bruja y «entre rabia y burla le pregunté si iba a pagarle otra vez para que rezara a la gente. Me respondió: no mi comando, esta hijueputa la traje para que mire lo que pasó por su culpa. Usted me autoriza y yo mato a esta maldita para que aprenda que con nosotros no se juega».25 Cuando llegó Arroyave le pidió a Don Mario «las coordenadas donde están atrincherados esos perros. Ya un político amigo me hizo el favor de coordinar con la Fuerza Aérea (del ejército oficial) para que hagan un bombardeo (...) espere y verá cómo esos hijueputas están muy bravos y no saben lo que se les viene encima».26
En menos de una hora dos aviones Tucano y cuatro helicópteros Arpía de la Fuerza Aérea Colombiana arrojaban sus mortíferas cargas y, a las cuatro de la tarde, Belisario reportó que en esa zona «no quedó nada en pie, todos están muertos; la alegría también invadió a Miguel (Arroyave)».27 Pero en ese mismo momento el comando Pólvora comunicaba por otra frecuencia que ahora los de la Fuerza Aérea Colombiana estaban matando a muchos de sus hombres y que «nos tiraron una zamba (bomba) del grande de una vaca y eso hizo volar mierda (...) yo voy embalao con unos pelaos que nos quedan, a ver cómo nos podemos salvar».28 Hasta que Arroyave volvió a contactar con el general de la Fuerza Aérea para que subsanara el error cayeron otros veinte combatientes con fuego amigo, pocos en comparación con los más de trescientos que la aviación dio de baja en las filas de los Buitrago. Estos, reconociendo su inferioridad, decidieron finalizar la contienda: unos escaparon, otros se entregaron y a otros los capturaron.
Belisario trajo las buenas nuevas: «Comandante, esos Buitrago ya están reventados, no creo que se paren (que se pongan de pie) más, ahora les dimos por donde les dolía (...). Jefe, ¿y qué hago con los muertos?».29 Don Mario —nos cuenta él mismo— dio la orden de identificar a los cadáveres de sus combatientes originarios de la zona para entregárselos a sus familiares junto con seis millones de pesos, gastos funerarios aparte; el resto de cuerpos de ambos bandos se meterían en fosas comunes «aunque fuera necesario picarlos para que cupieran»30 y los encargados de hacerlo no debían ser del Meta para que no sepan «dónde quedan las fosas y así nos curamos en salud que de pronto vayan con la Fiscalía y nos avienten y después el problema se nos viene encima».31 Arroyave estaba eufórico «les ganamos a esos hijueputas, a ese general que me apoyó (con aviones) le voy a besar las güevas si es necesario»,32 y mandó preparar «una fiesta y me encargó conseguirle unas niñas a los pelaos (...) y a los comandos más destacados les dan una vieja, una botella de whisky y todo el dinero que se les debe».33 Hubo un problema logístico porque solo consiguieron «cincuenta viejas (...) y a cada una le tocan veinte manes (...) y si se pegan los de Central Bolívar serían a 40 cada una»;34 el problema se resolvió poniendo un patrullero para hacer una rifa para los turnos con las prostitutas. A Belisario se le entregó un apartamento en Bogotá, a Pólvora una finca y a Voluntario una camioneta Hilux.
Terminada la fiesta Belisario quería matar a veinticinco de los Buitrago que se habían entregado, pero no se atrevió a hacerlo sin el permiso de Don Mario. «Me paré al frente de ellos —relata Don Mario— y les dije que a quiénes les gustaría trabajar para nosotros, (...) quince dijeron de una que se quedaban con nosotros y dos dijeron que preferían que los matáramos (...) uno estaba muy mal herido, pero lo raro era que por donde le habían entrado las balas no tenía ni una sola gota de sangre».35 Don Mario se apiadó de él y pidió un médico pero el muchacho le imploró: «Señor, déjeme morir. Créame señor, no piense que estoy loco o que soy un cobarde, pero le digo que me tengo que morir hoy. Le voy a explicar. Lo que pasa es que hace ya un tiempo yo hice un pacto con el más allá para obtener protección. A mí me rezaron en cruz y según la persona que lo hizo, para que no me entrara el plomo yo tenía que obedecer algunas cosas que las ánimas pedían que hiciera y hoy ya me dijeron que me había llegado la hora. Por favor, le pido que me mate (...) Mire estas heridas, yo ya estoy todo podrido».36 Todos los presentes se quedaron de piedra y como Don Mario no sabía qué decidir le pidió consejo a Belisario, quien afirmó que «esas cosas sí existían y que era mejor matarlo». La situación provocó miedo en los presentes hasta el punto de que tuvo que elegir «a dos de los combatientes más bravos que tenían (...). Como a la media hora volvieron y contaron que le dieron todo el plomo del mundo y que no se moría y que para que se muriera lo tuvieron que coger a machete y picarlo».37
Los seguidores del realismo mágico colombiano deben saber que sus escritores podrían perfectamente cambiar su desbordante imaginación por la simple documentación para recrear sus historias y el resultado sería similar; si además pretendieran aderezar sus relatos con narcotráfico, muerte, traiciones, corrupción y efectos paranormales, está demostrado que la realidad aporta tanta fantasía como las mentes de los novelistas. De no ser porque hemos contado con un cronista de primera mano, no podríamos creer la intrahistoria de la historia narrada.
¿Y qué ocurrió con los protagonistas de tan rocambolesca batalla? La guerra entre los clanes paramilitares que se llevó a más de un millar y medio de combatientes no terminó hasta la muerte de Miguel Arroyave, a quien de nada le sirvió moverse con un cordón de seguridad de doscientos hombres porque lo mataron los más cercanos;38 los Buitrago nunca se entregaron a la ley ni participaron en desmovilizaciones pero han ido cayendo uno a uno; Martín Llanos, el cabecilla principal, fue capturado junto a su hermano Caballo en Venezuela y extraditado a Colombia en 2012; el último de la saga —alias Junior— fue atrapado por comandos especiales en la selva del Casanare con numerosa información de políticos corruptos. Don Mario, el paramilitar de aficiones literarias, se acabaría convirtiendo en el narcotraficante más buscado del país hasta su detención en un operativo en 2009. Los hermanos Castaño, fundadores de la AUC terminaron sus días rematándose entre ellos o siendo asesinados por antiguos camaradas de armas.39
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Pero esta batalla no se puede entender sin el contexto adecuado; el problema de y con los paramilitares en Colombia viene de lejos. Sus precursores aparecen ya en los setenta cuando, ante el acoso de la guerrilla y amparados por la ley, las élites rurales se armaron y fundaron las Autodefensas para amparar sus posesiones y su estatus; una década más tarde los carteles de Medellín y Cali crearon los escuadrones de la muerte para limpiar de indeseables —prostitutas, homosexuales, ladrones, etc.— sus espacios. Con este trasfondo y ya en los noventa, Fidel Castaño —alias Rambo por su afición al personaje televisivo— formó, en nombre de una cruzada anticomunista, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) para proteger a los hacendados a cambio de dinero. Más pronto que tarde, los paramilitares se olvidaron de sus principios y se ofuscaron en cómo enriquecerse con el lucrativo negocio de la cocaína aunque para ello tuvieran que extorsionar, robar o matar. Ninguna institución del Estado se salvó de sus corruptos y mafiosos tentáculos y consiguieron el triste mérito de ser los responsables de ocho de cada diez muertos en el ya de por sí complejo y sangriento rompecabezas colombiano.
De alguna forma, los paramilitares hacían el trabajo sucio del Estado pero, a diferencia de sus colegas centroamericanos, no eran un mero apéndice suyo; necesitaban su debilidad para someterlo, a la vez que le temían porque los podía perseguir. La ambivalencia en que se instalaron con un pie en las alianzas con el Estado y otro en el narcotráfico al que ese mismo Estado combatía, los llevó a cometer todo tipo de tropelías, incluida la de aupar y derrocar políticos a su antojo, lo que se denominó la narcoparapolítica.
Gracias a este contexto, en 2002 llegó al poder el presidente Álvaro Uribe arropado por una amplia mayoría desencantada de una retórica de paz —tanto por parte de políticos como de guerrilleros— y deseosa de seguir el viejo eslogan «Si quieres la paz financia la guerra». Amparado por una élite económica ansiosa de firmar el Tratado de Libre Comercio, por los paramilitares que buscaban enriquecerse lavando sus trapos sucios y por el apoyo económico de EE.UU., el presidente optó por el atajo militar para combatir a los guerrilleros.
Al poco tiempo, acosado ya por la parapolítica, presionado por EE.UU. y reprochado por Naciones Unidas, ONG y ciudadanos hartos de tanta sangre, Álvaro Uribe propuso a los cabecillas paramilitares un acuerdo para su desmovilización a cambio de inmunidad en unos casos y de unas penas hiperrebajadas en otros. Los paracos se reunieron en 2003 en Santa Fe de Ralito para elaborar las líneas maestras del acuerdo que se firmaría el 5 de julio de ese mismo año.
«Los días de Santa Fe de Ralito —recordó ante un tribunal Diego Rivera, uno de los paramilitares asistentes— se convirtieron en días de rumba, trago y drogas con la presencia de modelos enviadas desde Barranquilla (...) nada era serio, todo al son de los tragos, hablaban y hablaban (...) todas las desmovilizaciones eran un show de prensa y discurso, esa era la estrategia, mostrar al país un ejército antisubversivo que había luchado hombro con hombro para exterminar la guerrilla. Se compraron brazaletes, botas, pañoletas, banderas, en fin, el show había que montarlo (...) y todo se inundó de grandes abogados (...) mientras, mi exjefe (Pablo Sevillano) se había dedicado por completo a la rumba; un día le conté 38 niñas en su piscina de La Vaquita, Diego, ¿cuál querés? me decía».40 «Cuando (mi jefe) se enfiestaba —siguió relatando Diego Rivera— duraba hasta 15 días tomando whisky y hacía llevar hasta quince o veinte niñas, de las normales, criollitas, decía Pablo; a mí me gustan las criollitas, niñas de quince o dieciséis años, sin recursos económicos, lindas y dispuestas a todo».41 «Estar al lado de los comandantes —continuó sincerándose el paramilitar— le pone a uno paranoico, se ve el ambiente rastrero de las intrigas, las puñaladas traperas; a uno lo matan por envidia en el cargo. En ese mundo solo se ve muerte, destrucción, degradación, drogas, alcohol, mentiras, prostitución. Como dijo algún funcionario del gobierno cuando iba a Ralito, ir a ese lugar es como bajar al infierno de Dante».42
Era obvio que los paramilitares no se tomaron en serio estos acuerdos. Tal vez un poco más los clásicos, los fundadores del movimiento, pero no los de la segunda generación, los traquetos, los que se dedicaban sin escrúpulos ni ideología a emborracharse de poder y enriquecerse con la coca. Vieron en los acuerdos de Santa Fe de Ralito una forma de blanquear plata y crímenes y presintieron tanta impunidad que, tras las imprescindibles y maquilladas desmovilizaciones, volvieron a aparecer por todas partes con otros nombres pero haciendo lo mismo. Su intuición se confirmó con la Ley de Justicia y Paz con la que el presidente Uribe trataba de parar el asunto de la narcoparapolítica que le perseguía obsesivamente y ante la que EE.UU., su máximo valedor, le pedía explicaciones; esta ley, tal como sentenció la ONU, dejaba muchos cabos sueltos porque, a cambio de la entrega y confesión voluntaria, los cabecillas, como mucho, pasarían ocho años en prisión y no serían extraditados a EE.UU. —su máximo temor— a pesar de que dicho país los reclamara por narcotráfico; tampoco contemplaba asuntos de reparaciones a víctimas ni devolución de tierras usurpadas a campesinos desarraigados o indígenas.
No es de extrañar que, ante esta perspectiva, más de 30.000 soldados paramilitares se desmovilizaran (aunque solo temporalmente) y varios de sus jefes se dejaran apresar en unas cárceles concebidas a su medida. Tal como todos contaron, la prisión de La Ceja —donde se confinó a un grupo— se convirtió en un centro de rumba y hasta la comida les llegaba de un restaurante. Otro grupo, alojado en la cárcel de Itagüy, se encargó él mismo de diseñar sus propios estatutos que especificaban, por ejemplo, que las visitas conyugales serían todos los martes y jueves, aunque los jueves quienes en realidad llegaban eran modelos, quinceañeras y amantes; además «era común llegar el día lunes y encontrar grupos de vallenatos, tríos, mariachis y asados en la cancha de baloncesto; era una locura; hasta matrimonio hubo (...) y se vieron cirugías de liposucción»,43 siguió relatando el paramilitar Diego Rivera.
Pero no todo fue jolgorio, porque con el paso del tiempo las simples y lógicas rencillas entre ellos pasaron a mayores y en no pocas ocasiones terminaron en ajusticiamientos de mandos medios fuera de la cárcel. Los más jóvenes no querían saber nada de guerras ideológicas; «¿La guerrilla? ...dejémosla quietita», decían; y solamente la atacaban para robarles coca y dólares, no por principios ideológicos. «Ese ejército antisubversivo y anticomunista (el de los paramilitares) era un cuento chimbo; era simplemente un tinte político (...), una organización de narcotraficantes»,44 resumió el locuaz Diego Rivera.
Ante este panorama, los idealistas de la primera generación, que aún simulaban su entrega a ciertos principios, se plantearon si fugarse y fundar una guerrilla de derechas, pero desistieron al pensar que no eran hombres de monte como los de las FARC o el ELN45 sino comandantes de hacienda. Poco a poco un sentimiento de frustración e inquietud comenzó a hacer acto de presencia en aquellos hombres que habían tenido la seguridad absoluta de que acabarían recluidos a sus anchas en sus haciendas en vez de en cárceles. Ahora se iba viendo el movimiento de ajedrez del astuto Álvaro Uribe que, sin disparar una sola bala, había encerrado a varios capos. Había ganado la primera partida y salvado su pellejo, pero la segunda estaba por disputarse.
Y se disputó. Los cabecillas paramilitares, tal como pedía la Ley de Justicia y Paz a las que se habían acogido, cuando les tocó el turno se pusieron a denunciar para que las penas que les impusieran, en ningún caso superaran los ocho años. En parte molestos con el presidente Uribe y en parte debido a su arrogancia competitiva, contaron tantas atrocidades que hasta los bienpensantes de la población colombiana no daban crédito a lo que oían.
Mancuso, antiguo comandante de las AUC, vistiendo traje de corte italiano y ayudado por esquemas y gráficos que llevaba en su portátil, no pareció inmutarse a pesar de que se responsabilizara de 336 asesinatos —incluida una niña de 22 meses— y 87 actos criminales, que confirmara la muerte de 1.100 secuestrados, que atribuyera al Bloque Catatumbo –—del que formó parte importante— la muerte de 5.000 civiles y que señalara —fue el primero en hacerlo— que el 35% del Congreso estaba a sueldo de los paramilitares; y más aún, dijo que organizó un complot junto al entonces ministro de Defensa Juan Manuel Santos (quien aún no sabía que acabaría siendo presidente del país y odiado por Uribe) contra el expresidente Ernesto Samper. Tuvo responsabilidad en la masacre de Miripiram en el Meta, la primera de las AUC donde mataron a 45 campesinos indefensos, en la de Aro por la que, de no haberse sometido a este tribunal, ya tendría una sentencia de 40 años por las 15 víctimas que dejó, en la de La Gabarra donde asesinaron a 35 personas y por la masacre de El Salado, la más brutal de cuantas perpetraron las AUC, con más de cien muertos después de que 450 paramilitares se dedicaran a torturar, violar e incluso degollar a sus víctimas, niños incluidos.
Jorge 40, otro famoso dirigente paramilitar, además de confesar que por mandato de su asesinado jefe Carlos Castaño había cumplido las cuotas de muerte que le había pedido —mil cada quince días— confirmó los vínculos con la clase política, vínculos que quedaron probados cuando se pudo desencriptar el ordenador de uno de sus subalternos donde abundaban datos sobre el apoyo económico a políticos, extorsiones de todo tipo, mordidas y... ¡más de 500 asesinatos de fiscales, jueces, políticos y policías!
Don Berna, un mutante que comenzó en la guerrilla y terminó en el paramilitarismo pasando de tener a Pablo Escobar de amigo íntimo a colaborar en su captura, manejaba desde la cárcel de Itagüy toda la cocaína que se movía por Medellín y demostró la implicación del ejército en asesinatos de campesinos que previamente se habían atribuido a las FARC.
Y hablaron y hablaron... La lista de declaraciones podría aumentarse y la de masacres describirse cuanto se quisiera pero las atrocidades cometidas resultarían cada vez más hirientes. Baste con retener que, según el Centro Nacional de la Memoria Histórica, el ochenta por ciento de los muertos en el conflicto armado, era responsabilidad de los paramilitares. Lo que quedaba claro, además de los asesinatos perpetrados, era que Álvaro Uribe estaba en un gran aprieto al haberse comprobado la existencia de la parapolítica. Y eso no era más que el principio; el presidente, con treinta legisladores en la cárcel y con casi un centenar investigados por tanta barbarie, estaba tocado.
Tocado pero no hundido porque, como magnífico estratega, haciendo una determinada interpretación de la Ley de Justicia y Paz consiguió que trece de los paramilitares que más le ponían en aprietos con sus declaraciones, entre los que se encontraban los anteriormente citados, fueran extraditados en 2008 a EE.UU., acusándolos de no cumplir los acuerdos establecidos debido a sus incursiones en el narcotráfico; nada como enviarlos lejos para tapar su boca. Indudablemente, en esta segunda partida Uribe llegó a ser gran maestro ajedrecista.
Eso sí, los paramilitares continuaron rearmándose, renombrándose y controlando el flujo de la cocaína, aunque eso parecía no importar mucho al presidente Uribe. Ni tampoco que no se sometiera a debate el problema matriz del campo colombiano —que 2.400 propietarios poseyeran el 53% del territorio mientras que 2,.3 millones de campesinos dispusieran solo del 1,7 %—, ni hacer efectivos los acuerdos constitucionales con los indígenas para recuperar su territorio usurpado por los narcoparamilitares. Por el contrario, se empecinó en convertirse ante su socio y valedor EE.UU. en un adalid de la lucha contra la droga apoyando la fumigación de los campos de coca con glifosato comprado a la multinacional Monsanto; es un veneno para el ecosistema y para las personas y —con los datos en la mano— lo único que consiguió fue desplazar a miles de campesinos e indígenas para sembrar campos en otros lugares; ante estas realidades la Corte Constitucional, dejándose aconsejar por la ONU, prohibió las fumigaciones en 2015.46
En la actualidad siguen activos los narcoparamilitares del potente Clan del Golfo, también denominado Autodefensas Gaitanistas de Colombia, al que se han unido algunos exguerrilleros de las FARC. Se dedican fundamentalmente a la cocaína aunque no hacen ascos a otras actividades delincuenciales por todo el país, pero especialmente en el golfo de Urabá. Intentaron acogerse a los mismos acuerdos de paz que las FARC pero estas los rechazaron. Su líder Otoniel, el alias de Dairo Antonio Úsaga, es el hombre más buscado en Colombia; algunas fuentes dicen que cuenta con tantos súbditos a su cargo (solo en 2017 el ejército capturó a doscientos) como guerrilleros hay en el ELN y que mueve más cocaína (mil toneladas en ese mismo año) que Pablo Escobar en sus mejores tiempos.
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El venezolano que manejaba la lancha le comunicó a su hermano que había que detenerse porque detectaba irregularidades en el motor. «Parece la hélice, nada grave; creo que tocó una roca en el Atures». No se equivocó; una de las aspas estaba agrietada y se dispuso a cambiar la pieza; «nosotros tenemos que regresar por el raudal y no podemos meternos en él de cualquier manera», explicó a pesar de que todo estaba más que justificado.
—¿Les provoca un tintico?47 —preguntó el proero mientras desenroscaba el tapón de un pequeño termo.
—Mil gracias —dijo Silvia aceptando el ofrecimiento—. Es la mejor idea después de tanta tensión. Yo llevo nueces de Brasil ¿quieren?
La demora con la reparación nos permitió hablar distendidamente con los venezolanos ya que hasta entonces todo había acontecido a velocidad de vértigo.
—¿Están mejor aquí que en Venezuela? —preguntó Silvia.
—Son las circunstancias. Ya me gustaría residir en mi tierra, pero se ha puesto jodido; habrán visto que en Puerto Carreño no dejan de llegar compatriotas para buscarse la vida.
—¿Y por qué han venido a vivir a Casuarito?
—Porque nuestro papá residió acá y conocía el negocio de las voladoras. Regresó a la patria para hacer la revolución con Hugo Chávez y, por mal que esté ahora el país, no lo quiere abandonar otra vez porque se teme que van a venir tiempos muy complicados; él es rojo, rojito48 ¿saben? —sonrió buscando complicidad— y eso a pesar de que no le gusta mucho el presidente Maduro —apostilló.
Como los hermanos estaban más locuaces que cuando les preguntamos por la procedencia de la avioneta, aproveché para satisfacer una curiosidad.
—¿Han oído hablar de la batalla entre los Arroyave y los Buitrago?
—¿La de la bruja? ¡Como para no conocer esa guerra! Entonces nosotros aún vivíamos en Venezuela, pero nuestro papá nos la relató infinidad de veces porque lo dejó psicoseado. Murieron dos amigos suyos, uno en cada bando, tal vez dándose plomo entre ellos; siempre nos decía que eran personas normales que se ganaban la vida a sueldo de los paramilitares. Ni siquiera pudo compartir su tristeza por miedo a represalias. Nos comentaba también que en aquel tiempo la gente tenía que ser muda y ciega porque todos, los paramilitares y los guerrilleros, querían controlar esta frontera. Como han podido comprobar hace un rato, hoy sigue siendo muy golosa para los narcos —se lanzó a comentar el proero como para contrarrestar su anterior silencio.
—¡Listo! Volvamos a la voladora —ordenó el mecánico cortando en seco una prometedora conversación.