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Nada puede con la señorita Sofía

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Al día siguiente navegamos por las negras aguas del río Tomo, tan negras que si metes la mano te desaparece de la vista y caminamos por la sabana que justo al lado de la selva muestra su increíble variedad paisajística; nos bañamos, o mejor dicho, me bañé yo solo en una poza azul turquesa de la que todo el mundo contaba lo bonita que era pero donde nadie se quería meter por ancestrales temores a su dueño,65 y visitamos la comunidad Raudalito Caño Lapa.

Es la única de todo el Tuparro. Está compuesta por unas treinta familias sikuanis, aunque al llegar apenas vimos a nadie. Nos pidieron una pequeña colaboración económica porque habían decidido incorporarse al llamado ecoturismo aprovechando su ventajosa ubicación y, a cambio, nos mostrarían sus lugares y costumbres; en el libro de visitas constatamos que habían transcurrido más de dos semanas desde que dos bogotanos hubieran hecho lo mismo que nosotros. El poblado se distribuía en una serie de casas flanqueando las dos anchas calles con que contaba. Al final de una de ellas comprobamos por qué apenas habíamos visto a gente hasta ahora: todos estaban alrededor de una familia que elaboraba, con toda la paciencia requerida, el mañoco; las mujeres trabajaban, los niños jugaban y los curiosos platicaban de cualquier cosa alrededor del evento.

Toda la atención de la aldea estaba puesta en la fabricación de esa harina granulada salida de la raíz de yuca brava (una de las cincuenta variedades conocidas) que tan extendida está entre los indígenas de Colombia, Venezuela y Brasil que habitan las riberas del Orinoco y algunas del Amazonas.

El mañoco es su alimento base —el equivalente al maíz, el trigo o el arroz en otras culturas— y como tal lo utilizan para todo; generalmente se añade a viandas y bebidas hasta formar una masa a la que confiere un cierto sabor amargo, aunque de igual modo sirve como acompañante a sopas, sancochos, ensaladas y pescados, y de él también se extraen diversas bebidas llamadas yukutas. Con mucha paciencia y la alegría por ver nuestro interés, nos explicaron cada paso de su elaboración. Comienzan raspando la piel y lavando el resto para, a continuación, ser rallado en una tabla con salientes en forma de dientes hasta que la yuca queda bien desmenuzada; se deja fermentar unos días y después se introduce en un sebucán o utensilio hecho de fibra vegetal que se retuerce con la finalidad de que desprenda su líquido (la yuca brava contiene cianuro en la pulpa que es mucho más complicado de aislar que el de la yuca dulce que lo tiene en la raíz); este utensilio puede medir dos metros y se parece a una anaconda que se estira o encoge en la medida que tenga más o menos comida en su interior.

Cuando las mujeres han exprimido el veneno que la planta contiene, pasan el resto por un cernidor o criba hasta que la apelmazada masa queda reducida a pequeños granitos; a partir de aquí hay que tostar esos granitos al fuego sobre una especie de enorme sartén llamada budane mientras los gránulos se cuecen uniformemente. Si en este proceso se evita la fermentación y en el budane se da a la masa una fina forma circular de unos cuarenta centímetros de diámetro por uno de ancho, entonces, tras haberse deshidratado la harina, tendremos el cazabe, otra delicia orinoco-amazónica, a la que ya solo le queda secarse al sol.

El trabajo es realizado siempre por las mujeres que han aprendido el oficio desde muy pequeñas y cuya tarea es imprescindible para la manutención diaria de estos pueblos ribereños. Todos entienden que la yuca y sus derivados, aparte de contribuir a una buena digestión, son muy recomendables para combatir infecciones, luchar contra el estreñimiento, disminuir los dolores óseos y musculares, aplacar el de cabeza, reducir el colesterol y aportar una gran cantidad de energía para los trabajos diarios debido al almidón que contiene. Nada tiene de extraño que por aquí lo eleven a la categoría de oro de la selva.

Nos informamos bien del proceso y las virtudes del alimento, pero en absoluto nos pudimos imaginar en aquel momento que acabaríamos navegando con un vendedor de mañoco muy lejos de aquí.

Más tarde nos llevaron en canoa a unas preciosas y peligrosas pozas que utilizan para pescar y bañarse (ahí se había ahogado el hermano del que nos lo contaba), nos explicaron cómo funciona su vida comunitaria y hasta nos invitaron a quedarnos unos días con ellos. Silvia, por fin, vio cumplido uno de sus deseos, el de conocer una comunidad indígena; al final del viaje llegaría a parecerle algo cotidiano.

Nos despidieron en la maloca principal, un espacioso cobertizo con paredes construidas con vegetales, ubicado en el lugar más importante del pueblo. En el interior había un atril y unos bancos dispuestos para escuchar al que desde allí hablaba; al frente un sencillo crucifijo indicaba el culto que profesaban.

—Por fin has podido realizar uno de tus deseos. Ya conoces una comunidad indígena —le comenté a Silvia.

—¡Qué ganas tenía! —exclamó encantada—. ¡Y qué abiertos parecen!

—Bueno, eso se debe a que quieren vivir del turismo porque, en general, son reservados con los desconocidos —terció Luis el sikuani consciente de su autoridad en el tema—. Mantener las distancias ha sido un mecanismo muy importante para defenderse de todos los que los han querido conquistar.

—¡Y qué limpio está todo! —continuó Silvia como continuando la explicación.

—Claro, todas las comunidades lo están, pero especialmente las que siguen a la señorita Sofía; en la mía ocurre lo mismo.

—¡Mil gracias Luis! —intervine chascando los dedos—. Me has iluminado. Claro, Sophie Müller, la diosa blanca, ¡cómo no se me habría ocurrido antes!

Me faltaba el chispazo de Luis para relacionar Caño Lapa con algo conocido. Recordé la existencia de un patrón que se repetía en muchas de las remotas comunidades indígenas de la cuenca del Orinoco y también del Amazonas: poblados muy limpios y tranquilos con viviendas individuales que normalmente se distribuyen alrededor de una amplia explanada en uno de cuyos laterales se asienta un local comunitario, la maloca, en el que no falta alguna cruz o atril mostrando la presencia del cristianismo. Caño Lapa no fue sino la primera de las comunidades en cuyas conversaciones salía a relucir indefectiblemente Sophie Müller, la señorita Sofía como la conocen por aquí, una mujer que dejó una huella que ahora pareciera que nos dedicamos a rastrear porque, sin pretenderlo, vamos siguiendo sus pasos. Aunque muy pocos colombianos la conozcan, llegó a ser una de las mujeres más influyentes en Colombia.

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Es imposible que la señorita Sofía se imaginara algo parecido cuando siendo estudiante de arte se encontró casualmente en una calle de Nueva York a unos predicadores que, haciendo sonar unas trompetas, buscaban atraer la atención de gente a quien hablar de Jesucristo. Cierto es que en la neoyorquina existía ya una predisposición a escuchar la Palabra debido a que su padre era un pastor protestante quien, tras misionar por el sudeste asiático, decidió dejar su Alemania natal para trasladarse con su mujer a la ciudad de los rascacielos donde nacería Sophie en 1910. Aquellos predicadores le transmitieron una chispa de luz con la que dar salida a una inquieta personalidad que hasta el momento no le permitía encontrar sosiego sentimental ni sentido a una vida dedicada al arte; de inmediato, esa chispa se convirtió en un fogonazo que le permitió vislumbrar sin duda alguna que Dios tenía reservados unos planes especiales para ella y que en adelante debería encarnar hasta las últimas consecuencias aquello de «Id por el mundo y haced discípulos».66

Pronto Sophie supo que los entusiastas predicadores pertenecían a Nuevas Tribus, un grupo fundado por el estadounidense Paul Fleming poco antes del casual encuentro y que se dedicaba a dar a conocer al único y verdadero Dios entre los indios más aislados del mundo. A la neófita le entró tal inquietud que asimiló, con toda la rapidez e intensidad de la que fue capaz, estudios de teología y cursos de caminata, jungla y lingüística. En 1944 se introdujo en Colombia por Buenaventura con la inquebrantable decisión de encontrar indios a los que poder predicar, aunque —como relató en su autobiografía— tuviera que registrarse como artista porque estaba prohibido hacerlo como misionera. Tras unos meses aprendiendo español, visitó a varios de sus contactos (curiosamente algunos le hablaron del peligro de viajar sola siendo mujer) para que le indicaran dónde encontrar pueblos aislados, lo que no resultó tarea sencilla; pero dos años más tarde de su llegada, tras pasar por Leticia y Mitú, ya vivía entre los curripacos de Guainía.

El encuentro con los curripacos resultó menos romántico de lo que Sophie hubiera esperado. A los que le acercaron en la canoa les extrañó que una gringa de aspecto frágil se adentrara por lugares donde solo los caucheros aparecían para abusar y explotar a los indios; su cabezonería les hizo sospechar que tal vez se tratara de una hechicera con alguna misión concreta y decidieron abandonarla con sus pertenencias en la orilla del río donde se enfrentó a una angustiosa soledad hasta que apareció un comerciante que la transportó al poblado más cercano. Los hechiceros nativos tampoco se lo pusieron fácil porque, al sentirla como competencia, la intentaron envenenar con una sopa donde «flotaban unos cuantos pies de tortuga, uñas y demás» que le dieron «unos dolores abdominales atroces» como ella escribiría después. En medio de la zozobra, Sophie imploró a su Dios para que hiciera su voluntad. Como se salvó, el episodio fue interpretado por sus seguidores como una señal divina de acceso a su nueva vida de modo similar a como Jesucristo permaneció cuarenta días orando y ayunando para emprender su nueva misión. Cierto es que ni Sophie era Jesucristo ni la selva el desierto bíblico, pero es sencillo establecer paralelismos entre la discípula y el maestro a la hora de mostrar un rito purificador que inspire la mística necesaria para acometer su tarea predicadora.

Poco a poco, armada tan solo con «papel, lápiz, cartas de sílabas mimeografiadas y librillos, materiales pintados, medicina para parásitos, sulfato, catorce libras de leche en polvo, una Biblia, unas pocas ropas, casabe, hamaca y mosquitero»67 se ganó la confianza de los indios de una forma tan increíblemente rápida y eficaz, que ella misma lo relató más tarde para aconsejar a futuros misioneros. «El misionero —escribió— debe empezar enseñando a las personas inmediatamente tras su llegada, pues este es el tiempo de mayor interés. Con la curiosidad viva, al principio dibujará para que ellos estén alrededor todo el tiempo. El misionero debe capitalizar este interés inicial y debe ponerlo a su servicio. Yo seguí este principio cuando después fui de lugar en lugar. Si yo llego a mediodía a un poblado, empiezo con la carta de sílabas enseñando a las personas a leer. Si yo llego a la tarde, mi primera lección sería con la ilustración de la creación, la caída del hombre y la promesa del redentor. El programa se trabaja completo y luego uno se mueve rápidamente durante los próximos diez días».68

Posteriormente, aprovechando que la mujer de un curripaco converso pertenecía a la etnia de los cubeos, se introdujo entre estos en un momento extremadamente crítico porque una epidemia de sarampión los estaba diezmando, desmoralizando y desintegrando socialmente; si a los curripacos los ayudó a liberarse de la violencia de los caucheros, a los cubeos los animó a limpiar los espíritus y las casas para espantar el mal. Tras comprobar el resultado obtenido con la táctica de los matrimonios mixtos, cuando vio la oportunidad hizo algo similar entre guayaveros, puinaves, sikuanis, baniwas y piapocos, aunque para ello a veces tuviera que cruzar la frontera hacia Venezuela y Brasil. Oportuna o inteligente, lo cierto es que la señorita Sofía, como ya todos la llamaban, llegaba siempre en el momento adecuado.

Su método y su determinación la diferenciaban de los misioneros católicos que muy esporádicamente hacían acto de presencia por estos lugares. Por ejemplo, aprendió los idiomas nativos y los tradujo a la escritura a pesar de que eran lenguas ágrafas,69 enseñó a los nativos a leer,70 a escribir y a contar a base de juegos, se apoyó en colaboradores indígenas en vez de hacerlo en blancos, convenció a los indios para que cortaran todo tipo de relación con caucheros, colonos, católicos y blancos en general, les mostró cómo hacer comidas y vestidos que no conocían, les regaló medicinas, etc. Muchos de los nativos comenzaron a percibir que eran tan dignos como los demás, que podían hacer contratos de igual a igual y que incluso aquellos indios que con anterioridad se habían alejado de los suyos, bien por voluntad propia o por la fuerza, podían regresar al calor de la comunidad. El que la señorita Sofía no dejara de moverse en bongo por los ríos y que «un pancito podía durarle a ella dos días y un sándwich tres», como relató un discípulo, era todo un testimonio de vida que ayudaba a los indígenas a dejarse seducir por sus enseñanzas religiosas y por el estilo de vida que los animaba a adoptar.

Cuenta el etnobotánico Richard Evans Schultes que estando en 1948 en plena recolección de especímenes por el raudal del Sapo del Guainía, en un lugar en el que apenas había para comer, sus compañeros y él se quedaron atónitos cuando vieron aparecer sola, en una canoa a remo, a una gringa de aspecto famélico bajo un sombrero de paja; ambos, la gringa y él, se reconocieron y esa noche «Sophie Müller hizo lo que pudo por reclutarlo, sosteniendo que cualquiera que conociera la selva como él, debería estar salvando almas y no plantas. Sostenía además que cuando sonaran las trompetas del juicio final todo sería revelado, incluso el conocimiento de las plantas. ¿Por qué no esperar hasta entonces? Él le respondió que seguramente para entonces él estaría sordo y no oiría las trompetas. Ella, sin embargo, durante tres días siguió acosándolo y los diálogos se volvieron cada vez más surrealistas».71 Schultes, conmovido por el aspecto cadavérico y enfermizo que presentaba, le regaló las dos últimas latas de frijoles que le quedaban y le indicó dónde había más pueblos remotos en el Vaupés. No se sabe si el botánico conocía la labor concreta de Sophie y por tanto si veía o no con buenos ojos que llegara hasta aquellos indios y les prohibiera, por demoníacas, plantas como el yopo, el tabaco, el yagé o la coca, que eran consideradas sagradas por los indígenas y que él estudiaba con tanto ahínco.

Y es que el deseo último de la señorita Sofía no eran tanto los cuerpos cuanto las almas de los indios, lo que unido a su visión redentora le hizo tomar decisiones que posteriormente levantarían no pocas controversias. Además de occidentalizar a los indígenas con comidas, medicinas y vestidos,72 les amputó muchas de sus costumbres mágico-religiosas acusándolas de malsanas, animistas, obras del diablo y alejadas de la verdadera religión; desaparecieron festividades como el dabacurí y con ellas bailes cosmogónicos, músicas ancestrales, ingestas psicotrópicas y dioses del fuego y de los truenos; les prohibió «tomar yopo y caapi, vivir en poliginia, acudir a los chamanes para curarse, fumar, embriagarse y les obliga a acudir en romerías hasta lugares donde convoca sus reuniones evangélicas. Uno de los informantes, el chamán Jorge, afirmó que Sofía le había tirado al río todos sus instrumentos de curar (maraca, frascos de yopo, caapi, etc.) y además le tenía amenazado con terribles sufrimientos después de la muerte».73

En su lugar se crearon escuelas dominicales y fiestas sociales donde practicar la espiritualidad y la convivencia; instauró el Culto, la Santa Cena que es mensual, las Convenciones que se suelen celebrar cada seis meses y las Conferencias (en ellas se proyectan imágenes de Jesucristo, se anuncia su inminente segunda venida, se ejemplifican testimonios de conversión, se recuerda dónde está el diablo, se memorizan y cantan versículos bíblicos y hasta puede haber ceremonias de bautizos y bodas). Luchó por sedentarizar a pueblos que practicaban el nomadismo y conminó a los indígenas a que construyeran casas individuales donde vivir en vez de hacerlo en la tradicional y comunal maloca.74

Pero el destinatario real de todos estos cambios, aquel a quien había que combatir con todas estas medidas, el auténtico azote de las comunidades, el verdadero responsable de cualquier insana costumbre, no era otro que el mismísimo diablo; la señorita Sofía estaba obsesionada con él. «Satanás —escribió— estaba en todas partes entre los indígenas, el diablo se manifestaba en sus danzas, en las fuerzas invisibles de los espíritus malignos y en las piedras de los chamanes».75 Si se navegaba unas horas en bongo hacia la cabecera del río Isana o a cualquier lugar donde hubiera blancos, si uno se topaba con comerciantes no indígenas, con curas católicos y hasta con antropólogos, ahí se encontraba camuflado el Maligno. Ante una realidad tan simplificada, la señorita Sofía proponía una solución igualmente plana: introducir al único Dios verdadero. Su formación teológica era simple, sin matices, recovecos ni interpretaciones. «¿Destruir la cultura? —respondió en 1975 a la pregunta de un periodista–— ojalá fuera así, la embriaguez y las danzas salvajes, usted sabe, la danza lleva a la inmoralidad; los idiotas tienen toda esta brujería, los hombres beben y danzan toda la noche, luego se van a la selva con las mujeres para hacer actos inmorales».

Era obvio que con tanta beligerancia no tardaran en aparecer enemigos desde distintos ámbitos. Por ejemplo cuando conversos arrepentidos y hechiceros guahibos y cuibas se revolvieron contra ella y regresaron a sus tradiciones a pesar de la tristeza de la señorita Sofía porque «destruían sus mentes con alucinógenos». O cuando los misioneros católicos colombianos, informados sobre hostigamientos de los neobautizados contra los suyos porque la señorita Sofía se había encargado de decir que los curas se preocupaban más por los ritos paganos que por las misas, enviaron una carta al gobierno quejándose de que «Sophie Müller ejerce una verdadera autoridad sobre los indígenas que le tributan homenaje de sumisión, no reconocen autoridad distinta a ella y (...) le prestan obediencia ciega», y —para solucionar el problema— apelaban al Concordato con la Santa Sede que les concedía a ellos la exclusividad para convertir las almas de los indios.76 También tuvo problemas con sus propios correligionarios de Nuevas Tribus y en 1975 abandonó la organización y con ella al apoyo logístico que tenía desde su sede de operaciones en Villavicencio que contaba con atención primaria de salud, redes de radio y hasta aeronaves propias.77 Al mismo tiempo se enfrentó al gobierno colombiano oponiéndose a que este construyera escuelas oficiales con el argumento de que «el gobierno no sabe distinguir lo que es progreso de lo que no lo es» y que los maestros que llegaran a las escuelas fueran «jóvenes ateos, recién salidos de la Universidad y llenos de Karl Marx».

No se equivocó la señorita Sofía con el peligro de Marx porque de alguna manera el filósofo y economista estaba detrás del más grave problema que tuvo que afrontar la misionera, pero ese peligro no llegaría con los libros de los maestros, sino con las armas de las FARC que, tras instalarse en Vichada, Vaupés y Guainía, señalaron a los misioneros como posibles objetivos acusados de ser agentes encubiertos de EE.UU.; a ella la responsabilizaron también de impedir que los indios se organizaran en cooperativas por ser «cosas de comunistas». Todo esto provocó que la estadounidense se refugiara en Venezuela y dirigiera sus operaciones desde Caño Ucata en San Fernando de Atabapó.

Tras este duro revés, la misionera de férreo carácter ya regresó poco a tierras colombianas78 y a principios de los noventa, acosada por un cáncer de estómago, se reubicó en su tierra natal hasta que su laborioso corazón se paró en 1995 tras ochenta y tres años de existencia. Sus seguidores, hoy tan activos como dispersos por los fronterizos ríos colombianos con Venezuela y Brasil, fundaron la Iglesia Bíblica Unida y no pierden oportunidad para cantar y contar a quien les pregunte, las peripecias de tan singular mujer y lo mucho que les aportó como indígenas, como explotados y como humanos.

Explicar el éxito de Sophie Müller desde perspectivas como la falta de criterio de los indígenas o el expansionismo colonial estadounidense es demasiado simplista además de incorrecto. A pesar de su aislamiento, ninguno de los grupos étnicos visitados por Sophie Müller eran puros porque por ellos habían pasado caucheros, mineros, esclavistas, científicos, cazadores, descubridores y misioneros; hasta allí habían llegado también los ecos de movimientos mesiánicos milenaristas79 que se habían expandido a mediados del xix y que sembraron la idea de líderes divinos que vendrían a anunciar el fin del mundo y a liberar de toda opresión a los pueblos y que serían portadores de grandes poderes como el de hacer crecer los cultivos y producir artefactos. Si a ello unimos que en la cosmogonía indígena suele haber ciclos marcados por destrucciones y regeneraciones,80 nos da como resultado que Sophie Müller llegó en el momento oportuno para ser percibida como el resultado de las profecías anunciadas desde antiguo; ese es el significado profundo por el que se la acabaría conociendo como la diosa blanca. Era una recolectora del fruto sembrado por los misioneros que desde el siglo xvi recorrían Latinoamérica a la vez que un instrumento con el que, inconscientemente, los indígenas iban reformulando sus peculiaridades para entrar en el siglo xxi sin ser absorbidos por la cultura dominante.

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De regreso a nuestro campamento, nos cruzamos con una embarcación con media docena de funcionarios del parque tal como delataban sus indumentarias. De entre ellos surgió una voz conocida:

—Vean qué pequeño es el mundo —gritó Alicia la de la oficina de Puerto Carreño.

—Y más si nos encontramos en el país de la maravillas —contesté haciendo referencia a su nombre.

—Ya me habían dicho que andaban por aquí; no hay secretos. Si necesitan algo dígannoslo; estamos de reuniones para ofrecer lo mejor al visitante.

La frontera que habla

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