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La maravilla solitaria

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Ya casi sin luz llegamos a la isla venezolana (todas las islas del Orinoco pertenecen a Venezuela) de Pedro Camejo, situada en la cabecera del parque Tuparro. Nos alojamos en el campamento La patriarca doña Rosita que consistía en una casa habitada por una humilde familia que se encargaba de hacer las comidas y que contaba con un cobertizo exterior debajo del cual dormiríamos en hamacas. Los mosquitos de Tambora aconsejaban dudar de las indicaciones de Humboldt cuando, al pasar por aquí, comentó que «los indios del Maipures van a dormir a los islotes en medio de las cataratas; allí gozan de algún sosiego, pues los mosquitos parecen huir de un aire sobrecargado de vapores»;59 nosotros colocamos las mosquiteras.

Y alrededor todo selva, o eso parecía... En las primeras noches selváticas uno está pendiente de cada estímulo antes de dormirse o cuando se despierta entre sueños; resulta muy entrañable escuchar las cigarras, mirar los cientos de luciérnagas que se mandan señales luminosas, escrutar los distintos y a veces inquietantes sonidos y acurrucarse ante las trombas de agua que como diluvios caen varias veces en la noche con una fuerza que atemoriza cuando no estás acostumbrado y más si vienen acompañadas de rayos y temes que el siguiente te elija a ti. Aquí en concreto, al anochecer, el estruendo producido por el raudal contextualizaba todo lo demás; narró el naturalista que nos acompaña que «cuando se oye este ruido en el llano que rodea a la misión a más de una hora de distancia, se cree estar (...) en una costa donde rompe y se levanta la mar. El ruido es tres veces mayor de noche que de día y proporciona un encanto inexprimible a estos lugares solitarios».60

—Hay días que valen por diez —dijo Silvia desde su hamaca.

—Sí, qué lejos queda Puerto Carreño; parece que salimos hace una semana.

—Oye, ¿tú crees que estamos seguros en esta isla de Venezuela? —preguntó acentuando el nombre del país.

—En realidad desconocemos si es complicado acceder, si hay algún pueblo próximo o si los del campamento son sus únicos habitantes. Confío en que Perry y Luis saben lo que hacen. Hoy vamos a dormir como troncos.

El cansancio y la falta de práctica con la hamaca contribuyeron a que el sueño se retrasara, pero, cuando apareció, lo hizo de forma rotunda... hasta que un sonido inconfundible retumbó en medio de la oscuridad; era un disparo seco proveniente de un lugar cercano e indeterminado; agucé el oído cuanto pude en busca de más indicios pero no saqué nada en claro.

—¿Has oído lo mismo que yo? —me llegó la pregunta en forma de susurro desde la hamaca de Silvia.

—Ha sido un disparo. Me alegro que también lo oyeras porque ya comenzaba a dudar de mí mismo —le contesté con cierto alivio.

—Pues no te alegres mucho porque me temo que ahora vendrá la segunda parte; alguien nos dirá que por el motivo que sea nos tenemos que levantar, ya verás... —respondió un tanto nerviosa.

—¿Habrá sido algún cazador? —le pregunté.

—Deduzco por tu tono que no te lo crees ni tú.

Permanecí un tiempo en tensión y haciendo cábalas; recordé cómo el hijo de doña Rosita, la matriarca del campamento, había estado escrutando los alrededores de forma un tanto extraña antes de que nos acostáramos. No sucedió nada reseñable en el resto de la noche. A la mañana siguiente pregunté al hijo de doña Rosita, a Perry y también a Luis pero, o no habían oído nada o restaban importancia al incidente; «tal vez algún cazador» fue todo cuanto saqué.

Viajando uno aprende que en ocasiones no hay que preguntar lo que se quiere saber, sino provocar las situaciones adecuadas para esperar la respuesta, algo así como buscar un árbol con fruta y confiar en que esta caiga. Y, efectivamente, como fruta madura, cuando las jornadas vividas en común se pueden contar como grados de mayor confidencialidad y empatía, Perry y Luis nos acabarían dando pistas sobre el extraño incidente.

Durante tres días visitamos el Tuparro. Cuando accedimos a él, ya intuíamos que posiblemente nadie nos trataría nunca así de bien en ningún otro parque natural.

—Bienvenidos a una de las cincuenta y nueve áreas protegidas de Colombia, la que posee, entre otras, la octava maravilla del mundo —dijo dándonos la mano el funcionario que nos recibió con esa amabilidad tan característica de los colombianos.

—¡Gracias! Con este recibimiento van a tener ustedes muchas visitas —le contestó Silvia.

—Es lo que esperamos después de los tiempos tan complicados que hemos vivido. Debemos tratar bien a los primeros viajeros que están llegando para que se lo cuenten a otros.

—¿Entonces el parque ya es todo de ustedes?

—Es a lo que aspiramos, señorita. De momento ya nos introducimos unos cincuenta kilómetros por trochas y ríos, pero tenga en cuenta que esto es muy grande y tres cuartas partes han sido ocupadas por otros.

—¿Es que siguen aún los de las FARC? —insistió Silvia.

—No, ellos se han ido, pero están los del ELN y otros más —respondió en un tono más bajo como para cambiar de conversación—, pero no se demoren aquí y disfruten de esta maravilla.

Ciertamente la amabilidad de los colombianos no tiene límites; tanta, que incluso prefieren no hablar de lo desagradable. En esta ocasión, además, nos tenían entre almidones porque éramos los únicos visitantes; por eso, a cada sitio que íbamos nos acompañaban varios guías, cada uno experto en una materia. «Queremos impulsar el turismo de naturaleza por todo el Vichada pero aún no llegamos a un visitante al día de media» nos confesó un funcionario. Cada uno nos contaba alguna historia, como las esporádicas apariciones del siempre temido tigre, o que las comunidades de la zona iban cambiando los cultivos de coca por otros como la mandioca o la aversión que estas mismas comunidades tenían hacia los malandros del río, las enormes nutrias que se enfrentan a los pescadores atacando en manada para robarles los peces recién pescados; incluso en una ocasión de especial complicidad nos confesaron que no dejaban de recibir amenazas personales de quienes no estaban interesados en que aquello fuera un parque natural.

Como disponíamos del tiempo a nuestro antojo, esa misma tarde propuse ir a la cueva donde los indígenas depositan a sus muertos. Sentía un especial interés antropológico desde que me enteré de su existencia; de hecho ya le había comentado en Puerto Carreño al lanchero Rusvel mi intención, pero se negó en rotundo a acompañarnos por sus temores hacia el más allá. Algo similar le debió de ocurrir aquí a Humboldt cuando cuenta que sus deseos de visitar esta misma cueva se vieron truncados ante la negativa del misionero que les acompañaba. Pero tampoco pudo ser; todo se quedó en eso, en un deseo, porque al aproximarnos con la lancha comprobamos que la entrada estaba taponada por la crecida de las aguas. Ante la imposibilidad, Perry se empeñó en que nos acercáramos a una cascada remontando un trozo del inicio del raudal de Maipures que se encontraba justo por encima de nuestro campamento; le dimos el visto bueno, más por complacerle que por ganas, ya que el bramido de las aguas no anunciaba nada placentero.

Tal como temíamos, apenas nos introdujimos en las ondulaciones del río, la frágil lancha se convirtió en una cáscara de nuez navegando casi a la deriva porque la fuerza del agua podía más que el motor de la embarcación; con una mirada cómplice, Silvia y yo comprendimos que aquella era una batalla perdida. Pero como todo lo malo puede empeorar, el motor se paró —como tantas otras veces había ocurrido— aunque en esta ocasión dejándonos en una situación complicada a merced de la corriente; nadie dijo ni hizo nada pero los cuatro comprendimos lo delicado del momento al ser arrastrados sin rumbo ni oposición alguna. Las arremetidas de la corriente nos hacían subir y bajar como si lucháramos contra las olas del mar; solo cuando por fin el agua nos arrojó a una zona remansada, Perry, con la voz entrecortada, nos felicitó por dominar los nervios y no habernos movido del asiento porque «de lo contrario habríamos fracasado».

Ante el fallido intento, nos olvidamos de la cascada y cruzamos el Orinoco a la altura de la desembocadura del Tomo para ascender, ya a pie, por un peñasco sobre el que se asentaba la caseta de los funcionarios del parque; junto a ella aún quedaban esqueletos de lo que fueron habitáculos para turistas antes de la llegada de la violencia a la zona. Nos introdujimos por una bonita senda de piedra que cruzaba arroyos pero que tenía el peligro a cada paso de hacerte perder el equilibrio por lo resbaladizo del suelo. Como a la media hora de marcha comenzamos a oír el rugido del río que nos anunciaba algo tan inminente como convulso.

Estábamos en la parte alta del raudal de Maipures, mucho más impetuoso que el de Atures que habíamos atravesado con la voladora; era otra vez un desnivel del Orinoco remarcado por grandes piedras que impedían la normal trayectoria del agua haciendo que esta se encabritara con un ensordecedor ruido que imprimía al cuadro que teníamos delante una visión a medio camino entre lo apocalíptico y lo fascinante. Algo así, pero elevado a la enésima potencia es lo que debió de experimentar el científico y aventurero Humboldt cuando en 1800 dedujo que esta era la octava maravilla del mundo; «un paisaje —escribió— que varía a cada paso en el terreno (...) y se encuentra allí, en un pequeño espacio, todo lo que la naturaleza tiene de más áspero y más sombrío con los más hermosos campos, los más risueños y pintorescos sitios».61

En efecto, era un punto privilegiado desde el que comprender el Escudo Guayanés; las rocas que pisábamos eran las más antiguas del planeta que se formaron con el magma solidificado que la tierra expulsó de su interior hace la friolera de cerca de tres mil millones de años. Pero es que, además, su aislamiento orográfico, lo inhóspito de su ambiente, la pobreza del subsuelo, los problemas de seguridad de la zona y la baja densidad poblacional, lo convierten en el ecosistema de selva tropical y de sabanas naturales mejor conservado del planeta; las estadísticas resultantes nos cuentan que aquí se contabiliza la tasa de deforestación más baja del mundo y la mayor superficie forestal per cápita. El Escudo Guayanés se expande por el otro lado del Orinoco y es ahí, en Venezuela, donde aparece con su cara más conocida, la del tepuy que cuenta con la cascada más alta del mundo, el Salto del Ángel, con casi mil metros de caída sin tocar roca.

Cierto es que en el año de estreno del xix cuando Humboldt estuvo aquí no se conocían muchos de estos detalles, pero eso no impide imaginar al explorador científico procesando con su privilegiada mente todo cuanto veía, observando cómo sobre las prístinas rocas crecen bromelias aprovechando las despensas de sus hojas para almacenar el agua que le niega la piedra, o la cantidad de orquídeas, líquenes, musgos y algas que brotan en cualquier recoveco, o acercándose a alguna gruta con murciélagos, guácharos, sapos y lagartos o a cristalinos caños que desembocan en caudalosos ríos de aguas negras, o viendo a zainos y capibaras huyendo de tigres y cocodrilos bajo el estruendo de los micos y el alboroto de pavas, patos, guacamayos y algún martín pescador. Qué no le pasaría por la cabeza cuando recorrió esta zona para que se quedara con una sensación de plenitud tan inabarcable que necesitó 34 volúmenes para escribir Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo continente, posiblemente lo mejor de lo mucho que publicó.

Le comenté a Silvia que me sentía pequeño al pisar este lugar tan emblemático para Humboldt porque a pesar de que está prácticamente igual, creía que no era capaz de ver ni la décima parte de lo que él percibía, ni de sentir todo el entusiasmo que le inundaría. Todo le interesaba, siempre llenaba sus bolsillos con piedras, plantas o papeles garabateados; por obvio que fuera, como si de un Sócrates total se tratara, lo preguntaba todo. Cuentan los que le conocieron que trabajaba, descansaba y comía con independencia de las horas, que confundía el día con la noche y que dormía lo menos posible ayudándose del café para no desperdiciar un solo instante. Aquí cartografió relieves, describió rocas, fauna y flora, teorizó sobre fenómenos atmosféricos, observó la indumentaria y anatomía de los indígenas, se interesó por los petroglifos que a menudo se ven por las orillas y por las piezas de arqueología, buscó diferencias de sabor entre ríos de distintos colores, identificaba árboles hasta con su lengua y miraba sin cesar las estrellas; nos contó que las orillas del río estaban repletas de enormes cocodrilos —hoy diezmados por la caza—, que se bañaban vigilando para que las boas no les atacaran, que vieron al esquivo tigre, que las islas estaban llenas de garzas, espátulas y flamencos... y también nos dejó por escrito que por mucho peligro que hubiera, en él se imponía sobre todas la imagen de la selva como un conjunto de «voces que nos reclaman que la naturaleza respira». Es un honor para el Parque Natural Nacional del Tuparro saber que fue Humboldt, el prolijo científico que puso su nombre en las más altas cotas de la ciencia, quien publicó los primeros estudios sobre su fauna, flora y afloramientos rocosos del Precámbrico.

Por señalar algunos ejemplos de su espectacular trabajo, de él proceden las isotermas que vemos a diario en los mapas del tiempo, la intuición de la teoría de la deriva continental al señalar que había unas fuerzas subterráneas que movían continentes, el descubrimiento del ecuador magnético y del geomagnetismo terrestre, la visión que imprimió a la botánica para buscar más relaciones que clasificaciones, los consejos tanto a su amigo Simón Bolívar como a los norteamericanos de hacer un canal interoceánico por Panamá y la descripción de los cambios que se experimentan con la altura al ser el primer humano conocido en subir los más de seis mil metros del Chimborazo, la que por entonces casi todos consideraban la montaña más alta del planeta.62

Y —pensé— todo eso germinaba mientras Humboldt contemplaba el raudal ante el que nosotros estábamos ahora. Hasta aquí había llegado en una pequeña balsa porque, junto a su amigo el botánico Bonpland, había diseñado una expedición con los mínimos posibles, algo poco habitual para la época; les acompañaban cuatro indios remeros de la zona y un experto timonel, además de un familiar del gobernador de la provincia y José de Cumaná, criado y amigo de Humboldt. Entre los rústicos pertrechos que portaban eran imprescindibles los que servían para conservar las plantas que recogían (prensas, lonas, lámparas, láminas corrugadas, marcos de secadora, etc.). Se aprovisionaban en las misiones y pueblos de indios que encontraban y pescaban, cazaban o recolectaban huevos siempre que podían; había tan poca gente por las orillas del Orinoco que cuando un misionero les avistó se ofreció de inmediato a ser su guía, lo que aceptaron gustosos. Además, nos cuenta Humboldt, en la pequeña embarcación había que hacer sitio a otros compañeros de viaje, esto es, a ocho papagayos, otros tantos monos, un tucán, un guacamayo, varias aves más y hasta un mastín vagabundo que encontraron, todo un «zoo ambulante» según sus palabras.

Pero hubo otro germen en Humboldt que, rociado por la humedad del Orinoco y tras varios recodos y revueltas, acabaría dando un fruto que cambiaría irreversiblemente la visión que de nosotros teníamos como humanos.

Posiblemente la intuición de esta revolución le llegara a través de ejemplos vividos por estas tierras como cuando en una apartada misión del Orinoco observó que los monjes iluminaban su iglesia con el aceite producido por huevos de tortuga y verificó que debido a ello estos animales estaban desapareciendo en la zona. O al percatarse de que los españoles, para curarse de la malaria, extraían la quinina cortando la corteza de la cinchona matando así a los árboles; era la tala de bosques y el regadío lo que había desecado el lago Valencia en Venezuela y no la existencia de cuevas subterráneas. Y también dedujo que el interés por el índigo para colorear los vestidos había sustituido en muchas partes los cultivos de maíz y encumbrado una planta que empobrecía el suelo.

Poco a poco iba intuyendo que la acción del hombre alteraba el normal proceder de la naturaleza porque en ella todo interaccionaba. De ahí sacó varias conclusiones a cual más profética; una, que el influjo humano, especialmente a raíz del colonialismo, podía generar un cambio climático debido a la vulnerabilidad de las interconexiones de los sistemas naturales y otra —la que más nos interesa ahora— que la naturaleza toda, más que un plácido paraíso, era un lugar en el que animales y plantas tenían que luchar para sobrevivir y que cualquier modificación derivada de esta lucha afectaba al resto del ecosistema.

Cuando años más tarde Darwin leyó estas reflexiones, estiró el germen intuitivo de Humboldt y encontró la clave con la que explicar el cambio que habían ido sufriendo las especies a lo largo del tiempo para llegar hasta nuestros días, cambio que posteriormente se aplicó a la tierra y al universo en su conjunto. Salvo para quien opta por creer en lugar de por comprobar, hoy la evolución es la teoría explicativa de lo que somos y de lo insignificante de nuestro papel en el universo. Darwin, como Humboldt, no veía un mundo estable sino dinámico y cambiante; como se diría con posterioridad, Humboldt era un darwinista predarwiniano. Algo muy grande había cambiado para el humano sobre su propia concepción: ya no habitaba el centro del universo ni era el rey de la creación; ahora, tras la etapa mágica e infantil de la humanidad solo nos queda, para bien o para mal, reconstruir nuestra identidad con las dosis de humildad aportadas por los datos que tenemos delante.

Sin llegar a este nivel de trascendencia, fueron otros muchos los que, personalmente o a través de su legado, han visto en Humboldt una roca sobre la que asentar pilares de su quehacer. Por ejemplo, su amigo Simón Bolívar (quien, por cierto, redactó su primera constitución en una canoa por el Orinoco) utilizó los mapas de Humboldt en sus maniobras militares; Goethe, con quien compartió días, amistad y correspondencia, se inspiró en la cercanía afectiva con que Humboldt trataba a la naturaleza y lo afianzó en la idea de que la poesía era una herramienta más de acceso a lo que nos rodea, algo similar a lo que le pasó a Thoreau quien no escribió «el Walden que hoy conocemos hasta después de que descubriera un nuevo mundo en el Cosmos de Humboldt»;63 Celestino Mutis, el botánico español domiciliado en Bogotá, con la experiencia que le daban los años y las expediciones, le reconoció en persona al berlinés el mérito que tenía; Jefferson, el culto y curioso presidente norteamericano, le pidió opiniones y mapas sobre sus vecinos al sur de su frontera; Napoleón, posiblemente por envidia, lo menospreciaba «¿le interesa la botánica? —dicen que le preguntó de forma capciosa—. Ya, mi mujer también se dedica a ella» se respondió a sí mismo; Lovelock, si bien separado por casi dos siglos, construyó su teoría Gaia basándose en la idea humboldtiana de la tierra como un organismo vivo.

Frente a lo que era costumbre en su época, el científico aventurero también argumentó en defensa de la igualdad contra la esclavitud y la diferencia racial y a favor de los indígenas a los que admiraba porque eran los mejores observadores de la naturaleza que había visto; de ellos veneraba sus lenguas porque podían expresar cualquier tipo de concepto por abstracto que fuera, sus monumentos y su sabiduría cotidiana de la que él era deudor de gran parte de su fama, como la del descubrimiento de la corriente Humboldt de la que decía que simplemente había sido el primero en medir y comprobar lo que los pescadores lugareños sabían desde siempre.

Andrea Wulf nos refleja la importancia de este excepcional hombre a través del reconocimiento que se le rinde. Nos dice que «tiene más lugares designados en su honor que ninguna otra persona» a pesar de que desgraciadamente hoy «sus libros acumulan polvo en las bibliotecas». Además de la famosa corriente Humboldt, nos sigue contando Wulf:

Hay una sierra Humboldt en México y un pico Humboldt en Venezuela. Una ciudad argentina, un río en Brasil, un géiser en Ecuador y una bahía en Colombia llevan su nombre. Existe un cabo Humboldt y un glaciar Humboldt en Groenlandia, y cadenas montañosas en China, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Antártida. Hay ríos y cataratas en Tasmania y Nueva Zelanda, así como parques en Alemania y la rue Alexandre Humboldt en París. Solo en Estados Unidos llevan su nombre cuatro condados, trece ciudades, bahías, lagos y un río (...) trescientas plantas y más de cien animales llevan también su nombre (...).Varios minerales le rinden tributo —desde la humboldtita hasta la humboldtina— y en la luna existe una zona denominada Mar de Humboldt.64

Unas gotas de agua y el sonido del bravío torrente me sacaron del ensimismamiento humboldtiano en el que me encontraba; ya no tenía claro hasta dónde la octava maravilla del mundo se debía al lugar en sí o a los excepcionales ojos de quien así lo nombró. La amenaza de un aguacero y de la llegada de la noche hizo que retrocediéramos sobre nuestros pasos hasta reencontrarnos con la caseta del parque. Las piedras que antes estaban resbaladizas ahora se habían convertido en algo similar al hielo y Silvia tuvo un percance que le costó meses de dolor en su hombro. Ya con poca luz, cruzamos con la lancha hacia nuestro campamento base en la isla venezolana.

La frontera que habla

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