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Capítulo I Años 50 y 60: la infancia de un cine pánico
ОглавлениеEl inicio de Alejandro Jodorowsky como director de cine se dio en Francia allá por el año 1957, con un cortometraje de veinte minutos de duración llamado La cravate (La corbata). Más de diez años tuvieron que pasar para que el multifacético artista realizara su primer largometraje, Fando y Lis, y por lo general han tenido que pasar tiempos muy prolongados (hasta más de una década) para que el psicomago vuelva a alumbrar una película. A simple vista, La cravate no parece tener muchas coincidencias con sus futuras creaciones fílmicas, en parte por su acabado sumamente amateur. ¿Hasta qué punto su primer proyecto cinematográfico logra concentrar los rasgos de sus futuras películas?
La cravate es la adaptación libre de una novela de Thomas Mann conocida en el mercado de habla española como Las cabezas trastocadas, de 1940. Es importante precisar que el título original de esta obra del escritor alemán es Die vertauschten Köpfe – Eine indische Legende, que se traduciría fielmente al español como Las cabezas traspuestas. Una leyenda india. La cultura hindú será parte esencial del mundo que Alejandro Jodorowsky terminará creando en su cine y, en el caso de la novela, se cuenta la historia de dos personajes que intercambian sus cabezas gracias a la intervención de Kali, una conocida diosa del hinduismo.
Sin embargo, en La cravate no aparece Kali sino una mujer que trabaja en una tienda con escaparates en los que se ofrecen cabezas para que cualquier paseante pueda pagar por cambiar una de ellas por la suya. Uno de ellos es un personaje, interpretado por el mismo Jodorowsky, que camina en medio de una calle dibujada en cartón, con trazos primarios. A un jovencísimo Alejandro lo acompaña una música de fondo con acordeón, como ocurre con clásicos franceses de poética fantasía como L’Atalante (1934) de Jean Vigo. Pero es el único sonido que escucharemos, no habrá voz alguna durante toda la película. Así, el cineasta y actor luce con gestos entre inocentes y juguetones su destreza corporal y silenciosa de mimo, como buen discípulo de Marcel Marceau.
Esa vivacidad de los movimientos faciales y de las extremidades será muy importante en su cine posterior, que tiende hacia los prolongados silencios, estados en los cuales solo cabe el habla del cuerpo. La visión de las cabezas en el escaparate de la tienda, por otro lado, trasluce la profunda influencia que tendrá el surrealismo en sus películas. Precisamente, cuenta Ghislaine Wood (2007) que:
para los surrealistas, no solo el maniquí fue visto como incipientemente surreal, sino también la ventana de las tiendas. Como encarnación de la cultura de consumo, la ventana de la tienda devino, a partir de una típica dicotomía surrealista, en el proscenio ideal para el deseo, tanto autoreflexivo como representativo del consumismo1. (p. 56, traducción: José Carlos Cabrejo)
Justamente, lo que ocurre con el personaje interpretado por Jodorowsky es que él ve en esas cabezas expuestas en la tienda su anhelo de ser visto como otro. Corteja a una mujer de fisonomía gruesa, a la cual le gusta su cuerpo pero no su rostro, al rechazar su intención de besarla.
El personaje de Jodorowsky, preocupado por su imagen, razón por la cual trata constantemente de acomodar una corbata guinda en su cuello, se cruza en una escena con un hombre que, a diferencia, es de corporeidad fornida, de robusto cuello y pétreo de rostro, quien además deshace el armado de su corbata. Dicho objeto emblemático de la indumentaria masculina, de simbología fálica, al ser desenlazado, es ya un antecedente de imágenes recurrentes en sus siguientes películas, en los que el fantasma de la castración siempre emerge.
Pero si hay en La cravate otro presagio de las imágenes de sus futuras películas, es el personaje de la espigada chica, de piel porcelana y magnéticos ojos celestes, que administra las cabezas de la tienda. La forma en que cambia una cabeza por otra, desenroscándolas y enroscándolas, como si los cuerpos fueran entidades mecánicas con la capacidad de vivir maquinalmente de los miembros de otros cuerpos, recuerda las imágenes del doctor Frankenstein creando a su criatura legendaria como un androide, con pedazos de otros cuerpos humanos. En un momento del cortometraje, ella guarda la cabeza de Alejandro en el interior de un recipiente de vidrio sobre una superficie, como las cabezas de algunas películas de serie B de ciencia ficción de futura aparición, como El cerebro inmortal de Joseph Green (The Brain that Wouldn’t Die, 1962). Como se verá en los próximos capítulos, ciertos personajes de Jodorowsky consiguen darle vida a una máquina o manipular a otros seres humanos como si se tratara de robots, de seres autómatas.
En uno de los pasajes de La cravate, aquella chica quita la cabeza del hombre corpulento y se la cambia por una de las que tiene en el escaparate de su tienda. Después de hacerlo, él se mira en un espejo con una gestualidad que revela el convencimiento de que ese rostro que ve reflejado le pertenece. Ese funcionamiento del personaje en la escena como si fuera un niño que erróneamente siente alojarse en el estadio del espejo lacaniano, al pensar en el rostro del espejo como una extensión de todo su cuerpo, hace apreciar un detalle que será clave en las siguientes obras de Jodorowsky en pantalla: la mirada del cuerpo como artificio, engaño, espejismo.
La mujer que administra la tienda posee en uno de los rincones de su dormitorio la cabeza con el rostro de Jodorowsky. Dicha testa fue cambiada justamente por la del hombre musculoso. La mujer se ve muy feliz con la compañía de la cabeza del protagonista, hasta el punto que juega con ella ajedrez en un tablero que contiene frutas en lugar de peones y marfiles. Incluso después, la cabeza interpreta un tema musical con una flauta, con la ayuda de las manos de ella. No solo se avizoran en la escena las curiosas relaciones simbióticas que serán constantes en la obra del director, sino también la comunicación musical que caracterizará a varios de sus futuros y más emblemáticos personajes.
En una escena siguiente se ve a un mendigo de maquillaje blanco en el rostro y con una capucha marrón, que posee un balde de lata. El cuerpo del personaje de Jodorowsky, con la cabeza del hombre fornido enroscada en él, busca en dicho recipiente su perdida cabeza original. Extrae varios objetos y entre ellos coge una muñeca sucia y rota y se la da al mendigo, que la arrulla como si fuera real. Ya en La cravate está el ADN de un cine que acoge con gesto risueño y amable a personajes marginales, pero también aquel que representa un mundo infantil oscurecido por medio de juguetes desvencijados, cubiertos por el moho.
El personaje logra ver su cabeza (o sea, la de Jodorowsky), a través de una ventana de la tienda. Él entra a hurtarla mientras la espigada vendedora duerme. La cabeza opone resistencia con sus dientes, pero la mujer despierta. Ambos personajes masculinos se miran, cómplices, expresando sutilmente su deseo de que ella intercambie las cabezas. Entonces, ella desenrosca la que originalmente perteneció al sujeto robusto y se la entrega al mendigo, quien juega con ella, lanzándola hacia arriba como si fuera una pelota. Así, instala la cabeza de Jodorowsky en su cuerpo original y, después de sentir que ya regresó su testa con naturalidad, mira su corbata, la ve como inútil, y coge suavemente por la espalda a la chica, en acto romántico. Muchos de los personajes del realizador, hacia el final de las películas, una vez que transitan por tiempos de confusión de lo que es real con lo que es soñado o imaginado, se reencuentran consigo mismos. El Jodorowsky mimo encarnado en la pantalla es el primero de ellos.
La cravate fue realizada en el marco de la fructífera alianza de Jodorowsky con su maestro Marcel Marceau, para quien creó las obras La máscara y La jaula. Posteriormente fundó con Fernando Arrabal y Roland Topor en París el movimiento “pánico”, lo que dio lugar a que Alejandro realizara una legendaria performance en mayo de 1965, llamada Melodrama Sacramental, en la que se concentran los rasgos del movimiento, con imágenes de violencia catártica, desenfrenada blasfemia y absurdo surreal. Con música jazzeada, apareció el cineasta en formación, latiguéandose, rociando aceite en cuerpos femeninos desnudos, cargando una cruz como Jesucristo con un cartel que dice “No parquear”, besando en la boca a un rabino de manos postizas y gigantes, despedazando la cabeza de una vaca o arrojando tortugas al público. Como bien lo señala Francisco Torres Monreal (1986):
[el] pánico se nos manifiesta como el más genuino superrealismo llevado a la escena, por cuanto que, dando rienda suelta al inconsciente y a los sueños para ordenar la creación dramática, consigue abolir en buena medida las censuras éticas y estéticas de la tradición, con más impudor y riesgo del que ya hicieron gala en sus manifiestos Breton y sus primeros adeptos. (p. 12)