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Hechos e ideas de la Revolución Rusa

Trotski

Trotski no es solo un protagonista, sino también un filósofo, un historiador y un crítico de la Revolución. Ningún líder de la Revolución puede carecer, naturalmente, de una visión panorámica y certera de sus raíces y de su génesis. Lenin, verbigracia, se distinguió por una singular facultad para percibir y entender la dirección de la historia contemporánea y el sentido de sus acontecimientos. Pero los penetrantes estudios de Lenin no abarcaron sino las cuestiones políticas y económicas. Trotski, en cambio, se ha interesado además por las consecuencias de la Revolución en la filosofía y en el arte.[15]

Polemiza Trotski con los escritores y artistas que anuncian el advenimiento de un arte nuevo, la aparición de un arte proletario. ¿Posee ya la Revolución un arte propio? Trotski mueve la cabeza. “La cultura” –escribe– “no es la primera fase de un bienestar: es un resultado final”. El proletariado gasta actualmente sus energías en la lucha por abatir a la burguesía y en el trabajo de resolver sus problemas económicos, políticos, educacionales. El orden nuevo es todavía demasiado embrionario e incipiente. Se encuentra en un período de formación. Un arte del proletariado no puede aparecer aún. Trotski define el desarrollo del arte como el más alto testimonio de la vitalidad y del valor de una época. El arte del proletariado no será aquel que describa los episodios de la lucha revolucionaria; será, más bien, aquel que describa la vida emanada de la revolución, de sus creaciones y de sus frutos. No es, pues, el caso de hablar de un arte nuevo. El arte, como el nuevo orden social, atraviesa un período de tanteos y de ensayos. “La Revolución encontrará en el arte su imagen cuando cese de ser para el artista un cataclismo extraño a él”. El arte nuevo será producido por hombres de una nueva especie. El conflicto entre la realidad moribunda y la realidad naciente durará largos años. Estos años serán de combate y de malestar. Solo después que estos años transcurran, cuando la nueva organización humana esté cimentada y asegurada, existirán las condiciones necesarias para el desenvolvimiento de un arte del proletariado. ¿Cuáles serán los rasgos esenciales de este arte futuro? Trotski formula algunas previsiones. El arte futuro será, a su juicio, “inconciliable con el pesimismo, con el escepticismo y con todas las otras formas de postración intelectual. Estará lleno de fe creadora, lleno de una fe sin límites en el porvenir”. No es esta, ciertamente, una tesis arbitraria. La desesperanza, el nihilismo, la morbosidad que en diversas dosis contiene la literatura contemporánea son señales características de una sociedad fatigada, agotada, decadente. La juventud es optimista, afirmativa, jocunda; la vejez es escéptica, negativa y regañona. La filosofía y el arte de una sociedad joven tendrán, por consiguiente, un acento distinto de la filosofía y del arte de una sociedad senil.

El pensamiento de Trotski se interna, por estos caminos, en otras conjeturas y en otras interpretaciones. Los esfuerzos de la cultura y de la inteligencia burguesas están dirigidos principalmente al progreso de la técnica y del mecanismo de la producción. La ciencia es aplicada, sobre todo, a la creación de un maquinismo cada día más perfecto. Los intereses de la clase dominante son adversos a la racionalización de la producción; y son adversos, por ende, a la racionalización de las costumbres. Las preocupaciones de la humanidad resultan, sobre todo, utilitarias.

El ideal de nuestra época es la ganancia y el ahorro. La acumulación de riquezas aparece como la mayor finalidad de la vida humana. Y bien. El orden nuevo, el orden revolucionario, racionalizará y humanizará las costumbres. Resolverá los problemas que, a causa de su estructura y de su función, el orden burgués es impotente para solucionar. Consentirá la liberación de la mujer de la servidumbre doméstica, asegurará la educación social de los niños, libertará al matrimonio de las preocupaciones económicas. El socialismo, tan motejado y acusado de materialista, resulta, en suma, desde este punto de vista, una reivindicación, un renacimiento de valores espirituales y morales, oprimidos por la organización y los métodos capitalistas. Si en la época capitalista prevalecieron ambiciones e intereses materiales, la época proletaria, sus modalidades y sus instituciones se inspirarán en intereses e ideales éticos.

La dialéctica de Trotski nos conduce a una previsión optimista del porvenir del Occidente y de la Humanidad. Spengler anuncia la decadencia total de Occidente. El socialismo, según su teoría, no es sino una etapa de la trayectoria de una civilización. Trotski constata únicamente la crisis de la cultura burguesa, el tramonto[16] de la sociedad capitalista. Esta cultura, esta sociedad, envejecidas, hastiadas, desaparecen; una nueva cultura, una nueva sociedad emergen de su entraña. La ascensión de una nueva clase dominante, mucho más extensa en sus raíces, más vital en su contenido que la anterior, renovará y aumentará las energías mentales y morales de la humanidad. El progreso de la humanidad aparecerá entonces dividido en las siguientes etapas principales: Antigüedad (régimen esclavista); Edad Media (régimen de servidumbre); capitalismo (régimen del salario); socialismo (régimen de igualdad social). Los veinte, los treinta, los cincuenta años que durará la revolución proletaria, dice Trotski, marcarán una época de transición.

¿El hombre que tan sutil y tan hondamente teoriza es el mismo que arengaba y revistaba al Ejército Rojo? Algunas personas no conocen, tal vez, sino al Trotski de traza marcial de tantos retratos y tantas caricaturas. Al Trotski del tren blindado, al Trotski ministro de Guerra y generalísimo, al Trotski que amenaza a Europa con una invasión napoleónica. Y este Trotski en verdad no existe. Es casi únicamente una invención de la prensa. El Trotski real, el Trotski verdadero, es aquel que nos revelan sus escritos. Un libro da siempre de un hombre una imagen más exacta y más verídica que un uniforme. Un generalísimo, sobre todo, no puede filosofar tan humana y tan humanitariamente. ¿Os imagináis a Foch, a Ludendorff, a Douglas Haig en la actitud mental de Trotski?

La ficción del Trotski marcial, del Trotski napoleónico, procede de un solo aspecto del rol del célebre revolucionario en la Rusia de los sóviets: el comando del Ejército Rojo. Trotski, como es notorio, ocupó primeramente el Comisariato de Negocios Extranjeros. Pero el sesgo final de las negociaciones de Brest-Litovsk lo obligó a abandonar ese ministerio. Trotski quiso que Rusia opusiera al militarismo alemán una actitud tolstoiana: que rechazase la paz que se le imponía y que se cruzase de brazos, indefensa, ante el adversario. Lenin, con mayor sentido político, prefirió la capitulación. Trasladado al Comisariato de Guerra, Trotski recibió el encargo de organizar el Ejército Rojo. En esta obra mostró Trotski su capacidad de organizador y de realizador. El ejército ruso estaba disuelto. La caída del zarismo, el proceso de la revolución, la liquidación de la guerra produjeron su aniquilamiento. Los sóviets carecían de elementos para reconstituirlo. Apenas si quedaban, dispersos, algunos materiales bélicos. Los jefes y oficiales monarquistas, a causa de su evidente humor reaccionario, no podían ser utilizados. Momentáneamente, Trotski trató de servirse del auxilio técnico de las misiones militares aliadas, explotando el interés de la Entente de recuperar la ayuda de Rusia contra Alemania. Mas las misiones aliadas deseaban, ante todo, la caída de los bolcheviques. Si fingían pactar con ellos era para socavarlos mejor. En las misiones aliadas Trotski no encontró sino un colaborador leal: el capitán Jacques Sadoul, miembro de la embajada francesa, que acabó adhiriéndose a la Revolución, seducido por su ideario y por sus hombres. Los sóviets, finalmente, tuvieron que echar de Rusia a los diplomáticos y militares de la Entente. Y, dominando todas las dificultades, Trotski llegó a crear un poderoso ejército que defendió victoriosamente a la Revolución de los ataques de todos sus enemigos externos e internos. El núcleo inicial de este ejército fueron doscientos mil voluntarios de la vanguardia y de la juventud comunistas. Pero, en el período de mayor riesgo para los sóviets, Trotski comandó un ejército de más de cinco millones de soldados.

Y, como su ex generalísimo, el Ejército Rojo es un caso nuevo en la historia militar del mundo. Es un ejército que siente su papel de ejército revolucionario y que no olvida que su fin es la defensa de la revolución. De su ánimo está excluido, por ende, todo sentimiento específica y marcialmente imperialista. Su disciplina, su organización y su estructura son revolucionarias. Acaso, mientras el generalísimo escribía un artículo sobre Romain Rolland,[17] los soldados evocaban a Tolstói o leían a Kropotkin.

Lunacharski

La figura y la obra del comisario de Instrucción Pública de los sóviets se han impuesto, en todo el mundo occidental, a la consideración de la propia burguesía. La Revolución Rusa fue declarada, en su primera hora, una amenaza para la civilización. El bolchevismo, descripto como una horda bárbara y asiática, creaba fatalmente, según el coro innumerable de sus detractores, una atmósfera irrespirable para el arte y la ciencia. Se formulaban los más lúgubres augurios sobre el porvenir de la cultura rusa. Todas estas conjeturas, todas estas aprensiones, están ya liquidadas. La obra más sólida, tal vez, de la Revolución Rusa es precisamente la obra realizada en el terreno de la instrucción pública. Muchos hombres de estudio europeos y americanos, que han visitado Rusia, han reconocido la realidad de esta obra. La Revolución Rusa, dice Herriot en su libro La Russie Nouvelle,[18] tiene el culto de la ciencia. Otros testimonios de intelectuales igualmente distantes del comunismo coinciden con el del estadista francés. Wells clasifica a Lunacharski entre los mayores espíritus constructivos de la Rusia nueva. Lunacharski, ignorado por el mundo hasta hace siete años, es actualmente un personaje de relieve mundial.

La cultura rusa, en los tiempos del zarismo, estaba acaparada por una pequeña élite. El pueblo sufría no solo una gran miseria física, sino también una gran miseria intelectual. Las proporciones del analfabetismo eran aterradoras. En Petrogrado el censo de 1910 acusaba un 31% de analfabetos y un 49% de semianalfabetos. Poco importaba que la nobleza se regalase con todos los refinamientos de la moda y el arte occidentales, ni que en la universidad se debatiesen todas las grandes ideas contemporáneas. El mujik, el obrero, la muchedumbre eran extraños a esta cultura.

La revolución dio a Lunacharski el encargo de echar las bases de una cultura proletaria. Los materiales disponibles para esta obra gigantesca no podían ser más exiguos. Los sóviets tenían que gastar la mayor parte de sus energías materiales y espirituales en la defensa de la Revolución, atacada en todos los frentes por las fuerzas reaccionarias. Los problemas de la reorganización económica de Rusia debían ocupar la acción de casi todos los elementos técnicos e intelectuales del bolchevismo. Lunacharski contaba con pocos auxiliares. Los hombres de ciencia y de letras de la burguesía saboteaban los esfuerzos de la Revolución. Faltaban maestros para las nuevas y antiguas escuelas. Finalmente, los episodios de violencia y de terror de la lucha revolucionaria mantenían en Rusia una tensión guerrera hostil a todo trabajo de reconstrucción cultural. Lunacharski asumió, sin embargo, la ardua faena. Las primeras jornadas fueron demasiado duras y desalentadoras. Parecía imposible salvar todas las reliquias del arte ruso. Este peligro desesperaba a Lunacharski. Y, cuando circuló en Petrogrado la noticia de que las iglesias del Kremlin y la catedral de San Basilio habían sido bombardeadas y destruidas por las tropas de la Revolución, Lunacharski se sintió sin fuerzas para continuar luchando en medio de la tormenta. Descorazonado, renunció a su cargo. Pero, afortunadamente, la noticia resultó falsa. Lunacharski obtuvo la seguridad de que los hombres de la Revolución lo ayudarían con toda su autoridad en su empresa. La fe no volvió a abandonarlo.

El patrimonio artístico de Rusia ha sido íntegramente salvado. No se ha perdido ninguna obra de arte. Los museos públicos se han enriquecido con los cuadros, las estatuas y reliquias de colecciones privadas. Las obras de arte, monopolizadas antes por la aristocracia y la burguesía rusas, en sus palacios y en sus mansiones, se exhiben ahora en las galerías del Estado. Antes eran un lujo egoísta de la casta dominante; ahora son un elemento de educación artística del pueblo.

Lunacharski, en este como en otros campos, trabaja por aproximar el arte a la muchedumbre. Con este fin ha fundado, por ejemplo, el Proletkult, comité de cultura proletaria, que organiza el teatro del pueblo. El Proletkult, vastamente difundido en Rusia, tiene en las principales ciudades una actividad fecunda. Colaboran en el Proletkult obreros, artistas y estudiantes, fuertemente poseídos del afán de crear un arte revolucionario. En las salas de la sede de Moscú se discuten todos los tópicos de esta cuestión. Se teoriza ahí bizarra y arbitrariamente sobre el arte y la revolución. Los estadistas de la Rusia nueva no comparten las ilusiones de los artistas de vanguardia. No creen que la sociedad o la cultura proletarias puedan producir ya un arte propio. El arte, piensan, es un síntoma de plenitud de un orden social. Mas este concepto no disminuye su interés por ayudar y estimular el trabajo impaciente de los artistas jóvenes. Los ensayos, las búsquedas de los cubistas, los expresionistas y los futuristas de todos los matices han encontrado en el gobierno de los sóviets una acogida benévola. No significa, sin embargo, este favor una adhesión a la tesis de la inspiración revolucionaria del futurismo. Trotski y Lunacharski, autores de autorizadas y penetrantes críticas sobre las relaciones del arte y la revolución, se han guardado mucho de amparar esa tesis. “El futurismo” –escribe Lunacharski–

es la continuación del arte burgués con ciertas actitudes revolucionarias. El proletariado cultivará también el arte del pasado, partiendo tal vez directamente del Renacimiento, y lo llevará adelante más lejos y más alto que todos los futuristas y en una dirección absolutamente diferente.

Pero las manifestaciones del arte de vanguardia, en sus máximos estilos, no son en ninguna parte tan estimadas y valorizadas como en Rusia. El sumo poeta de la Revolución, Maiakovski, procede de la escuela futurista.

Más fecunda, más creadora aún es la labor de Lunacharski en la escuela. Esta labor se abre paso a través de obstáculos a primera vista insuperables: la insuficiencia del presupuesto de instrucción pública, la pobreza del material escolar, la falta de maestros. Los sóviets, a pesar de todo, sostienen un número de escuelas varias veces mayor del que sostenía el régimen zarista. En 1917 las escuelas llegaban a 38.000. En 1919 pasaban de 62.000. Posteriormente, muchas nuevas escuelas han sido abiertas. El Estado comunista se proponía dar a sus escolares alojamiento, alimentación y vestido. La limitación de sus recursos no le ha consentido cumplir íntegramente esta parte de su programa. Setecientos mil niños habitan, sin embargo, a sus expensas, las escuelas asilos. Muchos lujosos hoteles, muchas mansiones solariegas están transformados en colegios o en casas de salud para niños. El niño, según una exacta observación del economista francés Charles Gide, es en Rusia el usufructuario, el profiteur de la Revolución. Para los revolucionarios rusos, el niño representa realmente la humanidad nueva.

En una conversación con Herriot, Lunacharski ha trazado así los rasgos esenciales de su política educacional:

Ante todo, hemos creado la escuela única. Todos nuestros niños deben pasar por la escuela elemental donde la enseñanza dura cuatro años. Los mejores, reclutados según el mérito, en la proporción de uno sobre seis, siguen luego el segundo ciclo durante cinco años. Después de estos nueve años de estudios, entrarán en la universidad. Esta es la vía normal. Pero, para conformarnos a nuestro programa proletario, hemos querido conducir directamente a los obreros a la enseñanza superior. Para arribar a este resultado, hacemos una selección en las usinas entre trabajadores de 18 a 30 años. El Estado aloja y alimenta a estos grandes alumnos. Cada universidad posee su facultad obrera. Treinta mil estudiantes de esta clase han seguido ya una enseñanza que les permite estudiar para ingenieros o médicos. Queremos reclutar a ocho mil por año, mantener durante tres años a estos hombres en la facultad obrera, enviarlos después a la universidad misma.

Herriot declara que este optimismo es justificado. Un investigador alemán ha visitado las facultades obreras y ha constatado que sus estudiantes se mostraban hostiles a la vez al diletantismo y al dogmatismo. “Nuestras escuelas” –continúa Lunacharski–

son mixtas. Al principio la coexistencia de los dos sexos ha asustado a los maestros y provocado incidentes. Hemos tenido algunas novelerías molestas. Hoy, todo ha entrado en orden. Si se habitúa a los niños de ambos sexos a vivir juntos desde la infancia, no hay que temer nada inconveniente cuando son adolescentes.

Mixta, nuestra escuela es también laica. […] La disciplina misma ha sido cambiada: queremos que los niños sean educados en una atmósfera de amor. […]

Hemos ensayado además algunas creaciones de un orden más especial. La primera es la universidad destinada a formar funcionarios de los jóvenes que nos son designados por los sóviets de provincia. Los cursos duran uno o tres años.

De otra parte, hemos creado la Universidad de los Pueblos de Oriente que tendrá, a nuestro juicio, una enorme influencia política. Esta Universidad ha recibido ya un millar de jóvenes venidos de la India, de la China, del Japón, de Persia. Preparamos así nuestros misioneros.

El comisario de Instrucción Pública de los sóviets es un brillante tipo de hombre de letras. Moderno, inquieto, humano, todos los aspectos de la vida lo apasionan y lo interesan. Nutrido de cultura occidental, conoce profundamente las diversas literaturas europeas. Pasa de un ensayo sobre Shakespeare a otro sobre Maiakovski. Su cultura literaria es, al mismo tiempo, muy antigua y muy moderna. Tiene Lunacharski una comprensión ágil del pasado, del presente y del futuro. Y no es un revolucionario de la última sino de la primera hora. Sabe que la creación de nuevas formas sociales es una obra política y no una obra literaria. Se siente, por eso, político antes que literato. Hombre de su tiempo, no quiere ser un espectador de la Revolución; quiere ser uno de sus actores, uno de sus protagonistas. No se contenta con sentir o comentar la historia; aspira a hacerla. Su biografía acusa en él una contextura espiritual de personaje histórico.

Se enroló Lunacharski, desde su juventud, en las filas del socialismo. El cisma del socialismo ruso lo encontró entre los bolcheviques, contra los mencheviques. Como a otros revolucionarios rusos, le tocó hacer vida de emigrado. En 1907 se vio forzado a dejar Rusia. Durante el proceso de definición del bolchevismo, su adhesión a una fracción secesionista lo alejó temporalmente de su partido; pero su recta orientación revolucionaria lo condujo pronto al lado de sus camaradas. Dividió su tiempo, equitativamente, entre la política y las letras. Una página de Romain Rolland nos lo señala en Ginebra, en enero de 1917, dando una conferencia sobre la vida y la obra de Máximo Gorki. Poco después debía empezar el más interesante capítulo de su biografía: su labor de comisario de Instrucción Pública de los sóviets.

Anatoli Lunacharski, en este capítulo de su biografía, aparece como uno de los más altos animadores y conductores de la Revolución Rusa. Quien más profunda y definitivamente está revolucionando a Rusia es Lunacharski. La coerción de las necesidades económicas puede modificar o debilitar, en el terreno de la economía o de la política, la aplicación de la doctrina comunista. Pero la supervivencia o la resurrección de algunas formas capitalistas no comprometerá, en ningún caso, mientras sus gestores conserven en Rusia el poder político, el porvenir de la Revolución. La escuela, la universidad de Lunacharski están modelando, poco a poco, una humanidad nueva. En la escuela, en la universidad de Lunacharski, se está incubando el porvenir.

Zinóviev y la Tercera Internacional

Periódicamente, un discurso o una carta de Grigori Zinóviev saca de quicio a la burguesía. Cuando Zinóviev no escribe ninguna proclama, los burgueses, nostálgicos de su prosa, se encargan de inventarle una o dos. Las proclamas de Zinóviev recorren el mundo dejando tras de sí una estela de terror y de pavura. Tan seguro es el poder explosivo de estos documentos que su empleo ha sido ensayado en la última campaña electoral británica. Los adversarios del laborismo descubrieron, en vísperas de las elecciones, una espeluznante comunicación de Zinóviev. Y la usaron, sensacionalmente, como un estimulante de la voluntad combativa de la burguesía. ¿Qué honesto y apacible burgués no iba a horrorizarse de la posibilidad de que MacDonald continuara en el poder? MacDonald pretendía que la Gran Bretaña prestara dinero a Zinóviev y a los demás comunistas rusos. Y, entre tanto, ¿qué hacía Zinóviev? Zinóviev excitaba al proletariado británico a la revolución. Para la gente bien informada, el descubrimiento carecía de importancia. Desde hace muchos años Zinóviev no se ocupa de otra cosa que de predicar la revolución. A veces se ocupa de algo más audaz todavía: de organizarla. El oficio de Zinóviev consiste, precisamente, en eso. ¿Y cómo se puede honradamente querer que un hombre no cumpla su oficio?

Una parte del público no conoce, por ende, a Zinóviev sino como un formidable fabricante de panfletos revolucionarios. Es probable hasta que compare la producción de panfletos de Zinóviev con la producción de automóviles de Ford, por ejemplo. La Tercera Internacional debe ser, para esa parte del público, algo así como una denominación de la Zinoviev Co. Ltd., fabricante de manifiestos contra la burguesía.

Efectivamente, Zinóviev es un gran panfletista. Mas el panfleto no es sino un instrumento político. La política en estos tiempos es, necesariamente, panfletaria. Mussolini, Poincaré, Lloyd George son también panfletistas a su modo. Amenazan y detractan a los revolucionarios, más o menos como Zinóviev amenaza y detracta a los capitalistas. Son primeros ministros de la burguesía como Zinóviev podría serlo de la Revolución. Zinóviev cree que un agitador vale casi siempre más que un ministro.

Por pensar de este modo, preside la Tercera Internacional, en vez de desempeñar un comisariato del pueblo. A la presidencia de la Tercera Internacional lo han llevado su historia y su calidad revolucionarias y su condición de discípulo y colaborador de Lenin.

Zinóviev es un polemista orgánico. Su pensamiento y su estilo son esencialmente polémicos. Su testa dantoniana y tribunicia tiene una perenne actitud beligerante. Su dialéctica es ágil, agresiva, cálida, nerviosa. Tiene matices de ironía y de humour. Trata despiadada y acérrimamente al adversario, al contradictor.

Pero es Zinóviev, sobre todo, un depositario de la doctrina de Lenin, un continuador de su obra. Su teoría y su práctica son, invariablemente, la teoría y la práctica de Lenin. Posee una historia absolutamente bolchevique. Pertenece a la vieja guardia del comunismo ruso. Trabajó con Lenin, en el extranjero, antes de la revolución. Fue uno de los maestros de la escuela marxista rusa dirigida por Lenin en París.

Estuvo siempre al lado de Lenin. En el comienzo de la revolución hubo, sin embargo, un instante en que su opinión discrepó de la de su maestro. Cuando Lenin decidió el asalto del poder, Zinóviev juzgó prematura su resolución. La historia dio la razón a Lenin. Los bolcheviques conquistaron y conservaron el poder. Zinóviev recibió el encargo de organizar la Tercera Internacional.

Exploremos rápidamente la historia de esta Tercera Internacional desde sus orígenes.

La Primera Internacional fundada por Marx y Engels en Londres no fue sino un bosquejo, un germen, un programa. La realidad internacional no estaba aún definida. El socialismo era una fuerza en formación. Marx acababa de darle concreción histórica. Cumplida su función de trazar las orientaciones de una acción internacional de los trabajadores, la Primera Internacional se sumergió en la confusa nebulosa de la cual había emergido. Pero la voluntad de articular internacionalmente el movimiento socialista quedó formulada. Algunos años después, la Internacional reapareció vigorosamente. El crecimiento de los partidos y sindicatos socialistas requería una coordinación y una articulación internacionales. La función de la Segunda Internacional fue casi únicamente una función organizadora. Los partidos socialistas de esa época efectuaban una labor de reclutamiento. Sentían que la fecha de la revolución social se hallaba lejana. Se propusieron, por consiguiente, la conquista de algunas reformas interinas. El movimiento obrero adquirió así un ánima y una mentalidad reformistas. El pensamiento de la socialdemocracia lassalliana dirigió a la Segunda Internacional. A consecuencia de esta orientación, el socialismo resultó insertado en la democracia. Y la Segunda Internacional, por esto, no pudo nada contra la guerra. Sus líderes y secciones se habían habituado a una actitud reformista y democrática. Y la resistencia a la guerra reclamaba una actitud revolucionaria. El pacifismo de la Segunda Internacional era un pacifismo extático, platónico, abstracto. La Segunda Internacional no se encontraba espiritual ni materialmente preparada para una acción revolucionaria. Las minorías socialistas y sindicalistas trabajaron en vano por empujarla en esa dirección. La guerra fracturó y disolvió la Segunda Internacional. Únicamente algunas minorías continuaron representando su tradición y su ideario. Estas minorías se reunieron en los congresos de Kiental y Zimmerwald, donde se bosquejaron las bases de una nueva organización internacional. La Revolución Rusa impulsó este movimiento. En marzo de 1919 quedó fundada la Tercera Internacional. Bajo sus banderas se han agrupado los elementos revolucionarios del socialismo y del sindicalismo.

La Segunda Internacional ha reaparecido con la misma mentalidad, los mismos hombres y el mismo pacifismo platónico de los tiempos prebélicos. En su estado mayor se concentran los líderes clásicos del socialismo: Vandervelde, Kautsky, Bernstein, Turati, etc. Malgrado la guerra, estos hombres no han perdido su antigua fe en el método reformista. Nacidos de la democracia, no pueden renegarla. No perciben los efectos históricos de la guerra. Obran como si la guerra no hubiese roto nada, no hubiese fracturado nada, no hubiese interrumpido nada. No admiten ni comprenden la existencia de una realidad nueva. Los adherentes a la Segunda Internacional son, en su mayoría, viejos socialistas. La Tercera Internacional, en cambio, recluta el grueso de sus adeptos entre la juventud. Este dato indica, mejor que ningún otro, la diferencia histórica de ambas agrupaciones.

Las raíces de la decadencia de la Segunda Internacional se confunden con las raíces de la decadencia de la democracia. La Segunda Internacional está totalmente saturada de preocupaciones democráticas. Corresponde a una época de apogeo del Parlamento y del sufragio universal. El método revolucionario le es absolutamente extraño. Los nuevos tiempos se ven obligados, por tanto, a tratarla irrespetuosa y rudamente. La juventud revolucionaria suele olvidar hasta las benemerencias de la Segunda Internacional como organizadora del movimiento socialista. Pero a la juventud no se le puede, razonablemente, exigir que sea justiciera. Ortega y Gasset[19] dice que la juventud “pocas veces tiene razón en lo que niega, pero siempre tiene razón en lo que afirma”. A esto se podría agregar que la fuerza impulsora de la historia son las afirmaciones y no las negaciones. La juventud revolucionaria no niega, además, a la Segunda Internacional sus derechos en el presente. Si la Segunda Internacional no se obstinara en sobrevivir, la juventud revolucionaria se complacería en venerar su memoria. Constataría, honradamente, que la Segunda Internacional fue una máquina de organización y que la Tercera Internacional es una máquina de combate.

Este conflicto entre dos mentalidades, entre dos épocas y entre dos métodos del socialismo tiene en Zinóviev una de sus dramatis personae. Más que con la burguesía, Zinóviev polemiza con los socialistas reformistas. Es el crítico más acre y más tundente de la Segunda Internacional. Su crítica define nítidamente la diferencia histórica de las dos internacionales. La guerra, según Zinóviev, ha anticipado, ha precipitado mejor dicho, la era socialista. Existen las premisas económicas de la revolución proletaria. Pero falta la orientación espiritual de la clase trabajadora. Esa orientación no puede darla la Segunda Internacional, cuyos líderes continúan creyendo, como hace veinte años, en la posibilidad de una dulce transición del capitalismo al socialismo. Por eso, se ha formado la Tercera Internacional. Zinóviev remarca cómo la Tercera Internacional no actúa solo sobre los pueblos de Occidente. La revolución –dice– no debe ser europea, sino mundial. “La Segunda Internacional estaba limitada a los hombres de color blanco; la Tercera no subdivide a los hombres según su raza”. Le interesa el despertar de las masas oprimidas del Asia. “No es todavía” –observa– “una insurrección de masas proletarias; pero debe serlo. La corriente que nosotros dirigimos libertará todo el mundo”.

Zinóviev polemiza también con los comunistas que disienten eventualmente de la teoría y la práctica leninistas. Su diálogo con Trotski, en el Partido Comunista ruso, ha tenido, no hace mucho, una resonancia mundial. Trotski y Preobrazhenski, etc., atacaban a la vieja guardia del partido y soliviantaban contra ella a los estudiantes de Moscú. Zinóviev acusó a Trotski y a Preobrazhenski de usar procedimientos demagógicos, a falta de argumentos serios. Y trató con un poco de ironía a aquellos estudiantes impacientes que “a pesar de estudiar El capital de Marx desde hacía seis meses, no gobernaban todavía el país”. El debate entre Zinóviev y Trotski se resolvió favorablemente para la tesis de Zinóviev. Sostenido por la vieja y la nueva guardia leninista, Zinóviev ganó este duelo. Ahora dialoga con sus adversarios de los otros campos. Toda la vida de este gran agitador es una vida polémica.

[15] En este ensayo, Mariátegui sigue de cerca el libro de Trotski Literatura y revolución, de 1924. [N. de E.]

[16] El empleo del italianismo tramonto y de sus derivados es una constante en los textos de Mariátegui, que así alude a la declinación o “crepúsculo” (otra palabra que utiliza) de un diverso conjunto de fenómenos en la época de crisis a la que asiste. [N. de E.]

[17] Véase nota sobre Romain Rolland en “El hombre y el mito”. [N. de E.]

[18] Édouard Herriot, La Russie Nouvelle, París, J. Ferenczi et Fils, 1922. [N. de E.]

[19] Sobre Ortega y Gasset, véase nota en “El hombre y el mito”. [N. de E.]

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