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El mensaje de Oriente

Oriente y Occidente

La marea revolucionaria no conmueve solo al Occidente. También el Oriente está agitado, inquieto, tempestuoso. Uno de los hechos más actuales y trascendentes de la historia contemporánea es la transformación política y social del Oriente. Este período de agitación y de gravidez orientales coincide con un período de insólito y recíproco afán del Oriente y del Occidente por conocerse, por estudiarse, por comprenderse.

En su vanidosa juventud la civilización occidental trató desdeñosa y altaneramente a los pueblos orientales. El hombre blanco consideró necesario, natural y lícito su dominio sobre el hombre de color. Usó las palabras “oriental” y “bárbaro” como dos palabras equivalentes. Pensó que únicamente lo que era occidental era civilizado. La exploración y la colonización del Oriente no fue nunca oficio de intelectuales, sino de comerciantes y de guerreros. Los occidentales desembarcaban en el Oriente sus mercaderías y sus ametralladoras, pero no sus órganos ni sus aptitudes de investigación, de interpretación y de captación espirituales. El Occidente se preocupó de consumar la conquista material del mundo oriental; pero no de intentar su conquista moral. Y así el mundo oriental conservó intactas su mentalidad y su psicología. Hasta hoy siguen frescas y vitales las raíces milenarias del islamismo y del budismo. El hindú viste todavía su viejo khaddar. El japonés, el más saturado de occidentalismo de los orientales, guarda algo de su esencia samurái.

Pero hoy que el Occidente, relativista y escéptico, descubre su propia decadencia y prevé su próximo tramonto, siente la necesidad de explorar y entender mejor el Oriente. Movidos por una curiosidad febril y nueva, los occidentales se internan apasionadamente en las costumbres, la historia y las religiones asiáticas. Miles de artistas y pensadores extraen del Oriente la trama y el color de su pensamiento y de su arte. Europa acopia ávidamente pinturas japonesas y esculturas chinas, colores persas y ritmos indostanos. Se embriaga del orientalismo que destilan el arte, la fantasía y la vida rusas. Y confiesa casi un mórbido deseo de orientalizarse.

El Oriente, a su vez, resulta ahora impregnado de pensamiento occidental. La ideología europea se ha filtrado abundantemente en el alma oriental. Una vieja planta oriental, el despotismo, agoniza socavada por estas filtraciones. La China, republicanizada, renuncia a su muralla tradicional. La idea de la democracia, envejecida en Europa, retoña en Asia y en África. La diosa Libertad es la diosa más prestigiosa del mundo colonial, en estos tiempos en que Mussolini la declara renegada y abandonada por Europa. (“A la diosa Libertad la mataron los demagogos”, ha dicho el condottiere de los camisas negras).[20] Los egipcios, los persas, los hindúes, los filipinos, los marroquíes quieren ser libres.

Acontece, entre otras cosas, que Europa cosecha los frutos de su predicación del período bélico. Los aliados usaron durante la guerra, para soliviantar al mundo contra los austro-alemanes, un lenguaje demagógico y revolucionario. Proclamaron enfática y estruendosamente el derecho de todos los pueblos a la independencia. Presentaron la guerra contra Alemania como una cruzada por la democracia. Propugnaron un nuevo derecho internacional. Esta propaganda emocionó profundamente a los pueblos coloniales. Y terminada la guerra, estos pueblos coloniales anunciaron, en el nombre de la doctrina europea, su voluntad de emanciparse.

Penetra en el Asia, importada por el capital europeo, la doctrina de Marx. El socialismo que, en un principio, no fue sino un fenómeno de la civilización occidental, extiende actualmente su radio histórico y geográfico. Las primeras Internacionales obreras fueron únicamente instituciones occidentales. En la Primera y en la Segunda Internacionales no estuvieron representados sino los proletarios de Europa y de América. Al congreso de fundación de la Tercera Internacional en 1920 asistieron, en cambio, delegados del Partido Obrero chino y de la Unión Obrera coreana. En los siguientes congresos han tomado parte diputaciones persas, turkestanas, armenias. En agosto de 1920 se efectuó en Bakú, apadrinada y provocada por la Tercera Internacional, una conferencia revolucionaria de los pueblos orientales. Veinticuatro pueblos orientales concurrieron a esa conferencia. Algunos socialistas europeos, Hilferding entre ellos, reprocharon a los bolcheviques sus inteligencias con movimientos de estructura nacionalista. Zinóviev, polemizando con Hilferding, respondió: “Una revolución mundial no es posible sin Asia. Vive allí una cantidad de hombres cuatro veces mayor que en Europa. Europa es una pequeña parte del mundo”. La revolución social necesita históricamente la insurrección de los pueblos coloniales. La sociedad capitalista tiende a restaurarse mediante una explotación más metódica y más intensa de sus colonias políticas y económicas. Y la revolución social tiene que soliviantar a los pueblos coloniales contra Europa y Estados Unidos, para reducir el número de vasallos y tributarios de la sociedad capitalista.

Contra la dominación europea sobre Asia y África conspira también la nueva conciencia moral de Europa. Existen actualmente en Europa muchos millones de hombres de filiación pacifista que se oponen a todo acto bélico, a todo acto cruento contra los pueblos coloniales. Consiguientemente, Europa se ve obligada a pactar, a negociar, a ceder ante esos pueblos. El caso turco es, a este respecto, muy ilustrativo.

En el Oriente aparece, pues, una vigorosa voluntad de independencia, al mismo tiempo que en Europa se debilita la capacidad de coactarla y sofocarla. Se constata, en suma, la existencia de las condiciones históricas necesarias para la liberación oriental. Hace más de un siglo, vino de Europa a estos pueblos de América una ideología revolucionaria. Y, conflagrada por su revolución burguesa, Europa no pudo evitar la independización americana engendrada por esa ideología. Igualmente ahora, Europa, minada por la revolución social, no puede reprimir marcialmente la insurrección de sus colonias.

Y, en esta hora grave y fecunda de la historia humana, parece que algo del alma oriental transmigrara al Occidente y que algo del alma occidental transmigrara al Oriente.

Gandhi

Este hombre dulce y piadoso es uno de los mayores personajes de la historia contemporánea. Su pensamiento no influye solo sobre trescientos veinte millones de hindúes.[21] Conmueve toda el Asia y repercute en Europa. Romain Rolland, que descontento del Occidente se vuelve hacia el Oriente, le ha consagrado un libro.[22] La prensa europea explora con curiosidad la biografía y el escenario del apóstol.

El principal capítulo de la vida de Gandhi empieza en 1919. La posguerra colocó a Gandhi a la cabeza del movimiento de emancipación de su pueblo. Hasta entonces Gandhi sirvió fielmente a la Gran Bretaña. Durante la guerra colaboró con los ingleses. La India dio a la causa aliada una importante contribución. Inglaterra se había comprometido a concederle los derechos de los demás “dominios”. Terminada la contienda, Inglaterra olvidó su palabra y el principio wilsoniano de la libre determinación de los pueblos. Reformó superficialmente la administración de la India, en la cual acordó al pueblo hindú una participación secundaria e inocua. Respondió a las quejas hindúes con una represión marcial y cruenta. Ante este tratamiento pérfido, Gandhi rectificó su actitud y abandonó sus ilusiones. La India insurgía contra la Gran Bretaña y reclamaba su autonomía. La muerte de Tilak había puesto la dirección del movimiento nacionalista en las manos de Gandhi, que ejercía sobre su pueblo un gran ascendiente religioso. Gandhi aceptó la obligación de acaudillar a sus compatriotas y los condujo a la no cooperación. La insurrección armada le repugnaba. Los medios debían ser, a su juicio, buenos y morales como los fines. Había que oponer a las armas británicas la resistencia del espíritu y del amor. La evangélica palabra de Gandhi inflamó de misticismo y de fervor el alma indostana. El Mahatma acentuó, gradualmente, su método. Los hindúes fueron invitados a desertar de las escuelas y las universidades, la administración y los tribunales, a tejer con sus manos su traje khaddar, a rechazar las manufacturas británicas. La India gandhiana tornó, poéticamente, a la “música de la rueca”. Los tejidos ingleses fueron quemados en Bombay como cosa maldita y satánica. La táctica de la no cooperación se encaminaba a sus últimas consecuencias: la desobediencia civil, el rehusamiento del pago de impuestos. La India parecía próxima a la rebelión definitiva. Se produjeron algunas violencias. Gandhi, indignado por esta falta, suspendió la orden de la desobediencia civil y, místicamente, se entregó a la penitencia. Su pueblo no estaba aún educado para el uso de la satyagraha, la fuerza-amor, la fuerza-alma. Los hindúes obedecieron a su jefe. Pero esta retirada, ordenada en el instante de mayor tensión y mayor ardimiento, debilitó la ola revolucionaria. El movimiento se consumía y se gastaba sin combatir. Hubo algunas defecciones y algunas disensiones. La prisión y el procesamiento de Gandhi vinieron a tiempo. El Mahatma dejó la dirección del movimiento antes de que este declinase.

El Congreso Nacional Indio de diciembre de 1923 marcó un descenso del gandhismo. Prevaleció en esta asamblea la tendencia revolucionaria de la no cooperación; pero se le enfrentó una tendencia derechista o revisionista que, contrariamente a la táctica gandhista, propugnaba la participación en los consejos de reforma creados por Inglaterra para domesticar a la burguesía hindú. Al mismo tiempo apareció en la asamblea, emancipada del gandhismo, una nueva corriente revolucionaria de inspiración socialista. El programa de esta corriente, dirigido desde Europa por los núcleos de estudiantes y emigrados hindúes, proponía la separación completa de la India del Imperio Británico, la abolición de la propiedad feudal de la tierra, la supresión de los impuestos indirectos, la nacionalización de las minas, ferrocarriles, telégrafos y demás servicios públicos, la intervención del Estado en la gestión de la gran industria, una moderna legislación del trabajo, etc., etc. Posteriormente, la escisión continuó ahondándose. Las dos grandes facciones mostraban un contenido y una fisonomía clasistas. La tendencia revolucionaria era seguida por el proletariado que, duramente explotado sin el amparo de leyes protectoras, sufría más la dominación inglesa. Los pobres, los humildes eran fieles a Gandhi y a la revolución. El proletariado industrial se organizaba en sindicatos en Bombay y otras ciudades indostanas. La tendencia de derecha, en cambio, alojaba a las castas ricas, a los parsis, comerciantes, latifundistas.

El método de la no cooperación, saboteado por la aristocracia y la burguesía hindúes, contrariado por la realidad económica, decayó así, poco a poco. El boicot de los tejidos ingleses y el retorno a la lírica rueca no pudieron prosperar. La industria manual era incapaz de concurrir con la industria mecánica. El pueblo hindú, además, tenía interés en no resentir al proletariado inglés, aumentando las causas de su desocupación, con la pérdida de un gran mercado. No podía olvidar que la causa de la India necesita del apoyo del partido obrero de Inglaterra. De otro lado, los funcionarios dimisionarios volvieron, en gran parte, a sus puestos. Se relajaron, en suma, todas las formas de la no cooperación.

Cuando el gobierno laborista de MacDonald lo amnistió y libertó, Gandhi encontró fraccionado y disminuido el movimiento nacionalista hindú. Poco tiempo antes, la mayoría del Congreso nacional, reunido extraordinariamente en Delhi en septiembre de 1923, se había declarado favorable al partido Swaraj, dirigido por C. R. Das, cuyo programa se conforma con reclamar para la India los derechos de los “dominios” británicos, y se preocupa de obtener para el capitalismo hindú sólidas y seguras garantías.

Actualmente Gandhi no dirige ni controla ya las orientaciones políticas de la mayor parte del nacionalismo hindú. Ni la derecha, que desea la colaboración con los ingleses, ni la extrema izquierda, que aconseja la insurrección, lo obedecen. El número de sus fautores ha descendido. Pero, si su autoridad de líder político ha decaído, su prestigio de asceta y de santo no ha cesado de extenderse. Cuenta un periodista cómo al retiro del Mahatma afluyen peregrinos de diversas razas y comarcas asiáticas. Gandhi recibe, sin ceremonias y sin protocolo, a todo el que llama a su puerta. Alrededor de su morada viven centenares de hindúes felices de sentirse junto a él.

Esta es la gravitación natural de la vida del Mahatma. Su obra es más religiosa y moral que política. En su diálogo con Rabindranath Tagore, el Mahatma ha declarado su intención de introducir la religión en la política. La teoría de la no cooperación está saturada de preocupaciones éticas. Gandhi no es, verdaderamente, el caudillo de la libertad de la India, sino el apóstol de un movimiento religioso. La autonomía de la India no le interesa, no le apasiona sino secundariamente. No siente ninguna prisa por llegar a ella. Quiere, ante todo, purificar y elevar el alma hindú. Aunque su mentalidad está nutrida, en parte, de cultura europea, el Mahatma repudia la civilización de Occidente. Le repugna su materialismo, su impureza, su sensualidad. Como Ruskin y como Tolstói, a quienes ha leído y a quienes ama, detesta la máquina. La máquina es para él el símbolo de la “satánica” civilización occidental. No quiere, por ende, que el maquinismo y su influencia se aclimaten en la India. Comprende que la máquina es el agente y el motor de las ideas occidentales. Cree que la psicología indostana no es adecuada a una educación europea; pero osa esperar que la India, recogida en sí misma, elabore una moral buena para el uso de los demás pueblos. Hindú hasta la médula, piensa que la India puede dictar al mundo su propia disciplina. Sus fines y su actividad, cuando persiguen la fraternización de hinduistas y mahometanos o la redención de los intocables, de los parias, tienen una vasta trascendencia política y social. Pero su inspiración es esencialmente religiosa.

Gandhi se clasifica como un “idealista práctico”. Henri Barbusse lo reconoce, además, como un verdadero revolucionario. Dice, enseguida, que “este término designa en nuestro espíritu a quien, habiendo concebido, en oposición al orden político y social establecido, un orden diferente, se consagra a la realización de este plan ideal por medios prácticos” y agrega que “el utopista no es un verdadero revolucionario, por subversivas que sean sus sinrazones”. La definición es excelente. Pero Barbusse cree, además, que “si Lenin se hubiese encontrado en lugar de Gandhi, hubiera hablado y obrado como él”. Y esta hipótesis es arbitraria. Lenin era un realizador y un realista. Era, indiscutiblemente, un idealista práctico. No está probado que la vía de la no cooperación y la no violencia sea la única vía de la emancipación indostana. Tilak, el anterior líder del nacionalismo hindú, no habría desdeñado el método insurreccional. Romain Rolland opina que Tilak, cuyo genio enaltece, habría podido entenderse con los revolucionarios rusos. Tilak, sin embargo, no era menos asiático ni menos hindú que Gandhi. Más fundada que la hipótesis de Barbusse es la hipótesis opuesta, la de que Lenin habría trabajado por aprovechar la guerra y sus consecuencias para liberar a la India y no habría detenido, en ningún caso, a los hindúes en el camino de la insurrección. Gandhi, dominado por su temperamento moralista, no ha sentido a veces la misma necesidad de libertad que sentía su pueblo. Su fuerza, en tanto, ha dependido, más que de su predicación religiosa, de que esta ha ofrecido a los hindúes una solución para su esclavitud y para su hambre.

La teoría de la no cooperación contenía muchas ilusiones. Una de ellas era la ilusión medieval de revivir en la India una economía superada. La rueca es impotente para resolver la cuestión social de ningún pueblo. El argumento de Gandhi –“¿No ha vivido así antes la India?”– es un argumento demasiado antihistórico e ingenuo. Por escéptica y desconfiada que sea su actitud ante el progreso, un hombre moderno rechaza instintivamente la idea de que se pueda volver atrás. Una vez adquirida la máquina, es difícil que la humanidad renuncie a emplearla. Nada puede contener la filtración de la civilización occidental en la India. Tagore tiene plena razón en este incidente de su polémica con Gandhi. “El problema de hoy es mundial. Ningún pueblo puede buscar su salud separándose de los otros. O salvarse juntos o desaparecer juntos”.

Las requisitorias contra el materialismo occidental son exageradas. El hombre del Occidente no es tan prosaico y cerril como algunos espíritus contemplativos y extáticos suponen. El socialismo y el sindicalismo, a pesar de su concepción materialista de la historia, son menos materialistas de lo que parecen. Se apoyan sobre el interés de la mayoría, pero tienden a ennoblecer y dignificar la vida. Los occidentales son místicos y religiosos a su modo. ¿Acaso la emoción revolucionaria no es una emoción religiosa? Acontece en el Occidente que la religiosidad se ha desplazado del cielo a la tierra. Sus motivos son humanos, son sociales; no son divinos. Pertenecen a la vida terrena y no a la vida celeste.

La exconfesión de la violencia es más romántica que la violencia misma. Con armas solamente morales jamás constreñirá la India a la burguesía inglesa a devolverle su libertad. Los honestos jueces británicos reconocerán, cuantas veces sea necesario, la honradez de los apóstoles de la no cooperación y del satyagraha; pero seguirán condenándolos a seis años de cárcel. La revolución no se hace, desgraciadamente, con ayunos. Los revolucionarios de todas las latitudes tienen que elegir entre sufrir la violencia o usarla. Si no se quiere que el espíritu y la inteligencia estén a las órdenes de la fuerza, hay que resolverse a poner la fuerza a las órdenes de la inteligencia y del espíritu.

Rabindranath Tagore

Uno de los aspectos esenciales de la personalidad del gran poeta hindú Rabindranath Tagore es su generoso internacionalismo. Internacionalismo de poeta; no de político. La poesía de Tagore ignora y condena el odio; no conoce y exalta sino el amor. El sentimiento nacional, en la obra de Tagore, no es nunca una negación; es siempre una afirmación. Tagore piensa que todo lo humano es suyo. Trabaja por consustanciar su alma en el alma universal. Exploremos esta región del pensamiento del poeta. Definamos su posición ante el Occidente y su posición ante Gandhi y su doctrina.

La obra de Tagore contiene varios documentos de su filosofía política y moral. Uno de los más interesantes y nítidos es su novela La casa y el mundo. Además de ser una gran novela humana, La casa y el mundo es una gran novela hindú. Los personajes –el rajá Nikhil, su esposa Bimala y el agitador nacionalista Sandip– se mueven en el ambiente del movimiento nacionalista, del movimiento swadeshi, como se llama en lengua indostana y como se le designa ya en todo el mundo. Las pasiones, las ideas, los hombres, las voces de la política gandhiana de la no cooperación y de la desobediencia pasiva pasan por las escenas del admirable romance. El poeta bengalí, por boca de uno de sus personajes, el dulce rajá Nikhil, polemiza con los fautores y asertores del movimiento swadeshi. Nikhil pregunta a Sandip: “¿Cómo pretendéis adorar a Dios odiando a otras patrias que son, exactamente como la vuestra, manifestaciones de Dios?”. Sandip responde que “el odio es un complemento del culto”. Bimala, la mujer de Nikhil, siente como Sandip: “Yo quisiera tratar a mi país como a una persona, llamarlo madre, diosa, Durga; y por esta persona yo enrojecería la tierra con la sangre de los sacrificios. Yo soy humana; yo no soy divina”. Sandip exulta:

¡Mirad, Nikhil, cómo la verdad se hace carne y sangre en el corazón de una mujer! La mujer sabe ser cruel: su violencia es semejante a la de una tempestad ciega, terrible y bella. La violencia del hombre es fea porque alimenta en su seno los gusanos roedores de la razón y el pensamiento. Son nuestras mujeres quienes salvarán a la patria. Debemos ser brutales sin vacilación, sin raciocinio.

El acento de Sandip no es, por cierto, el acento de un verdadero gandhiano. Sobre todo cuando Sandip, invocando la violencia, recuerda estos versos exaltados:

¡Ven, Pecado espléndido,

que tus rojos besos viertan en nuestra sangre la púrpura quemante de su flama!

¡Haz sonar la trompeta del mal imperioso

y teje sobre nuestras frentes la guirnalda de la injusticia exultante!

No es este el lenguaje de Gandhi; pero sí puede ser el de sus discípulos. Romain Rolland, estudiando la doctrina swadeshi en los discípulos de Gandhi, exclama: “¡Temibles discípulos! ¡Cuanto más puros, son más funestos! ¡Dios preserve a un gran hombre de estos amigos que no aprehenden sino una parte de su pensamiento! Codificándolo, destruyen su armonía”.

El libro de Romain Rolland sobre Gandhi resume el diálogo político entre Rabindranath Tagore y el Mahatma. Tagore explica así su internacionalismo:

Todas las glorias de la humanidad son mías. La Infinita Personalidad del Hombre (como dicen los Upanishads) no puede ser realizada sino en una grandiosa armonía de todas las razas humanas. Mi plegaria es porque la India represente la cooperación de todos los pueblos del mundo. La Unidad es la Verdad. La Unidad es aquello que comprende todo y por consiguiente no puede ser alcanzada por la vía de la negación. El esfuerzo actual por separar nuestro espíritu del espíritu del Occidente es una tentativa de suicidio espiritual. La edad presente ha estado potentemente poseída por el Occidente. Esto no ha sido posible sino porque al Occidente ha sido encargada alguna gran misión para el hombre. Nosotros, los hombres del Oriente, tenemos aquí algo de qué instruirnos. Es un mal sin duda que, desde hace largo tiempo, no hayamos estado en contacto con nuestra propia cultura y que, en consecuencia, la cultura del Occidente no esté colocada en su verdadero plano. Pero decir que es malo seguir en relaciones con ella significa alentar la peor forma de un provincianismo, que no produce sino indigencia intelectual. El problema de hoy es mundial. Ningún pueblo puede hallar su salud separándose de los otros. O salvarse juntos o desaparecer juntos.

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