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4. Occidente y el resto

del mundo

Occidente es un concepto geopolítico, no geográfico. Supone una entidad espiritual de raíz europea que se extiende por diversos países desde Nueva Zelanda a Alaska, pasando por Australia y Estados Unidos; incluye la mayor parte de las zonas desarrolladas del primer mundo cuya renta per cápita es la más alta, incluso por encima de algunas grandes potencias como Rusia, India o China. A comienzos del siglo XXI, Occidente vivía días de gloria. Como ocurre muchas veces con la gloria, la suya tenía una agenda oculta, el colonialismo del siglo XIX y parte del XX.

Recordemos: en la década de 1860, el mundo se vio azotado implacablemente por la práctica económica llamada colonialismo, extendida como efecto letal de los intereses mercantiles de los países industrializados e hizo estragos en las poblaciones nativas más débiles, incluidas en el tráfico de esclavos desde África a América. Para oponerse a los fanáticos que veían en el colonialismo una señal divina de la superioridad blanca y evitaban el contacto con los nativos, es decir, el mestizaje, los intelectuales escribían durísimas críticas sobre las prácticas coloniales e intentaban encauzar el espíritu de Occidente en una dirección plural. Y de ese modo personajes indignos, como el rey de Bélgica Leopoldo II, fueron fuertemente censurados por recurrir al ejército ante los movimientos de liberación; incluso escritores como E.M. Foster en Pasaje a India se mostraron indignados ante las prácticas supremacistas inglesas.

A muchos gobiernos, las críticas les pillaron desprevenidos, aunque comprendieron que, una vez escrita, fotografiada e incluso filmada, la política colonialista se había convertido en un hecho inmoral. Se crearon entonces comisiones para fijar el modo de salir de esa situación en medio de un largo periodo de guerra que duró algo más de treinta años (1914-1945). Occidente se miró en el espejo del resto del mundo al que vio con razones suficientes como para luchar por su propia entidad. En la larga posguerra, dice Tony Judt, los dirigentes occidentales solían sonreír cuando se reunían los países no alineados que contaban con la simpatía y el apoyo de la URSS. Pero ese gesto costó caro, porque media Europa fue calificada de Oriental, y en los debates políticos se apreciaba incomodidad a la hora de fijar las fronteras de Occidente, es decir, de la cultura occidental. Los escritores que huyeron de sus países, atraídos por la atmósfera de libertad de Occidente, sirios, tunecinos, egipcios, checos, búlgaros, húngaros, polacos y tantos otros, acudieron en ayuda de la conciencia occidental en el momento oportuno, en los años que precedieron a la caída del muro de Berlín (1989) y el colapso de la URSS (1991). Aprovecharon la ocasión para lanzar al público la hermosa sentencia para el futuro: ¡Solo el cosmopolita sostiene la libertad! Además de eso, en los años setenta y ochenta siguieron los procesos de liberación en los países sometidos a dictaduras, que se convirtieron en testigos de un cambio de actitud mundial ante los derechos humanos. La postura crítica contra los regímenes que los conculcaban se hizo célebre en el mundo entero, más que la descolonización en los años cincuenta, porque la libertad ligada a la dignidad del ser humano vale más que la independencia que a veces es pasar de un régimen tiránico sostenido desde una metrópolis a un régimen tiránico sostenido por la propaganda de una clase dirigente.

Así se llegó al siglo XXI, con el objetivo pendiente de hacer del resto del mundo un lugar como Occidente. Pero entonces ocurrió lo que no se esperaba nadie, la revelación de que la miseria que se percibía en el resto también estaba en los suburbios de las grandes ciudades de Occidente, en parte por una mala planificación, en parte por un exceso de inmigración descontrolada (los llamados sin papeles). Y de ese modo sonaron de nuevo las campanas de alarma y la invitación a situar la solidaridad y la sostenibilidad como fundamentos del Estado social. Era un desafío que tuvo que hacerse mediante una política a la vez audaz y efectiva: la protección de los inmigrantes procedentes de numerosos países.

Pero, ay, la geografía ha sido, y es, el punto flojo de los occidentales: el mundo se divide para ellos en Occidente y el resto, con oscuras fronteras que se confunden siempre; de modo que no se alcanzó la visión completa del problema hasta el 2001 en medio de los debates sobre el ataque a las Torres Gemelas. La pregunta inicial ¿por qué el resto del mundo odia a Occidente? es sustituida por la pregunta ¿qué es lo que en verdad odian de Occidente? ¿Acaso su pasado, o su futuro, su constante intromisión en la vida de los países o, al contrario, su desidia ante las desgracias del mundo?

El siglo XXI se ha hecho a contratiempo durante sus primeros veinte años. Mientras los países occidentales, en términos generales, han apostado por un futuro sostenido por ideales cosmopolitas, donde el olvido es el eje central de su estilo de vida, los líderes de las potencias destinadas a dirigir el resto del mundo, Putin o Xi Jinping hablan de que cualquier decisión pasa por un conocimiento de la historia, donde el pasado exige interpretarse acorde a sus ideales de reparación de los males causados por Occidente en el nuevo contexto de mundialización donde los países emergentes se plantean seriamente una nueva interpretación del pasado aunque a veces se realicen en performances poco serias: la última la del presidente de México López Obrador ante la efeméride sobre los quinientos años de la conquista de Hernán Cortés en 1521

La historia es la única disciplina que permite realizar predicciones estratégicas ante el horizonte 2050, es decir, la única capaz de crear las condiciones objetivas para situar la memoria social en el centro de los debates referentes a la soberanía de los pueblos del mundo. La brecha entre ambas propuestas afecta tanto a la toma de decisiones como a la definición de los fines y los medios con los que se aspira a plantear una gobernanza a escala mundial.

El examen de un siglo XXI hecho a contratiempo me trae a la memoria el libro de Bruno Tertrais, La venganza de la historia. Un éxito editorial gracias a un atinado diagnóstico: la presencia de la historia hoy es la revancha a la mirada posmoderna. Recordemos lo que escribe: “Hoy en día el pasado pocas veces ha estado tan presente. Nunca, en época moderna, ha tenido esta importancia en las relaciones internacionales y en el escenario geopolítico”. Y eso es así, hasta el punto que “en un mundo que se pretende sin memoria, la historia ha irrumpido por todos lados”. Los ejemplos son abundantes; llenarían una enciclopedia. Citemos a Hungría entregando pasaportes como si fuese el antiguo imperio austrohúngaro o al Daesh tratando de restaurar el califato de Bagdad de los tiempos de Harún al Rashid, los tiempos de Las mil y una noches; o a Rusia, que reclama su hogar natal, aunque esté en otro país, en Ucrania. Y muchos más. La conclusión es obvia: más que el futuro, preocupa el pasado. Y no importa inventarlo, si es necesario para los gobernantes. Más de uno ha aprovechado la ocasión para lanzar al público la hermosa sentencia: la historia es un menú que se sirve a la carta con todo tipo de aditivos.

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