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3. Estrategia: lecciones

de geopolítica mundial

En el lenguaje corriente, la noción de estrategia designa una lectura del mundo desde la perspectiva de los estados mayores de los ejércitos. Es una definición bastante parcial, por supuesto. A finales del siglo VI, el emperador bizantino Mauricio, autor del Strategikon, un libro publicado por el Ministerio de Defensa español, consideró la estrategia como el esfuerzo por examinar un acontecimiento fijando su tiempo, espacio y escala. Hoy, siguiendo esa tesis, la estrategia se ha vuelto la noción clave para abordar cómo en el siglo XXI se reaccionó ante el desafío del terrorismo ya que permitió conectar con los hechos de la actualidad evitando interpretarlos de forma simple.

El emperador Mauricio, de haber vivido en septiembre del 2001 en Nueva York, hubiera recomendado una respuesta sensata ante el ataque, basada en un conocimiento preciso de la historia de Asia Central y de Oriente Medio; nunca hubiera recurrido a la guerra preventiva ideada por el vicepresidente Dick Cheney por consejo de la industria armamentística estadounidense.

La cordura del estratega tiene un trasfondo melancólico. Al detectar el peligro para la paz mundial de una acción de castigo contra un enemigo difuso comprueba que el único valor seguro es la comparación con otros momentos de la historia a la hora de fijar el tiempo de la respuesta, el espacio que aborda y la escala, local o mundial. Veamos uno de esos momentos que hubiera sido útil observar antes de la decisión tomada a comienzos del siglo XXI, que se produjo en las décadas iniciales del siglo XVIII.

Ese momento arrancó a la política de las brumas de las guerras de religión, forjando una actitud ante la historia que llamamos ilustrada y que emana de los textos del barón de Montesquieu y de los estudios de Voltaire sobre la moral y las costumbres. Por eso el malogrado historiador Tony Judt lo convierte en referente para entender las líneas estratégicas del siglo XXI.

Comparto su observación, pero añado (en razón de los últimos acontecimientos) que la estrategia actual no radica solo en un análisis de la situación internacional, sino también en un estudio del efecto de la propaganda. Por eso considero la nueva Rusia un ejemplo a tener en cuenta. Hoy quiere ser un imperio euroasiático, no la potencia europea que desearon Pedro el Grande y Catalina la Grande. La forma autoritaria, no obstante, acerca a Vladímir Putin al zar y a la zarina, porque no es solamente un modo de gobernar, también es un modo de comunicar la disensión sobre el largo muro creado por Polonia, Ucrania, Bielorrusia y Bulgaria. En la nueva Rusia, donde nada es verdad y todo es posible, dice Peter Pomerantsev, el interés económico choca con la estrategia militar. La clase dirigente tiene dudas si es mejor vender gas a Alemania y blanquear el dinero a través del mercado inmobiliario de Londres o la Riviera francesa, o bien entrar en un conflicto militar para hacerse con Crimea y Ucrania. Estamos por tanto ante una Rusia que se interesa por igual en el sonido de la demolición de edificios viejos que marca la hora en los solares de Moscú como en el de los vueltos rasantes de sus Mig-35 preparándose para un ataque contra la OTAN. En todo caso, escribe Edward N. Luttwak, es una Rusia que adopta la estrategia de los años en que estaba en el trono el emperador bizantino Mauricio y su propuesta de hacer viable una paz perpetua.

Otro ejemplo.

La estrategia seguida en el siglo XVIII respecto a Turquía por las cinco potencias europeas de entonces (Inglaterra, Francia, Austria, Prusia y Rusia) no fue un simple modo de alejarla de los asuntos mundiales al tiempo que se la apreciaba como la cultura del serrallo (Mozart contribuyó a esta idea con una ópera): es un modo elocuente en sí mismo que nos informa también sobre el carácter medroso de los actuales europeos por lo que respecta a integrar a Turquía en la UE. En esa actitud, en la que todo cuenta, el arma más utilizada y a la vez más letal es la propaganda. El espíritu imperial turco se detecta a la hora de concebir el territorio como lugar de paso de la riqueza de Asia Central a Europa, que asienta la economía de Estambul de ayer y de hoy. Nada en la situación actual se aleja de lo vivido en el siglo XVIII con fatales consecuencias: Turquía se convirtió en aquel momento en “el enfermo de Europa”, y su decadencia originó las guerras en los Balcanes.

A comienzos del siglo XVIII, el mundo se encontraba como lo está a comienzos del siglo XXI, en el interior de un círculo de intereses donde las razones del conflicto mundial no estaban en el sentimiento nacional, pues poco les importó la pobreza o el sufrimiento de sus compatriotas campesinos o aparceros, sino en los sofisticados principios sobre el uso de la razón en el orden estético, como ahora no lo están en el sentimiento de solidaridad hacia los pueblos oprimidos sino en la actitud de los líderes, patriotas de día, fulleros de noche. Así, la guerra de Sucesión española en el siglo XVIII debe ser el referente de la guerra contra el terrorismo que ocupó Afganistán durante veinte años en el siglo XXI. Si en la primera, los tratados de Utrecht y ­Darmstadt fijaron el mapa de Occidente; en la segunda, la paz de Moscú, según los parámetros acordados en Doha en septiembre del 2020, ha fijado no solo la retirada del ejército estadounidense de Afganistán y en consecuencia la aceptación diplomática del dominio de los talibanes sobre la recolección de la amapola, y con ella del control del opio y de la heroína, sino también el fracaso de Occidente, la civilización donde rigen normas sin fuerza. Si en 1715, tras la muerte de Luis XIV, Francia supo que debía cambiar la estrategia y dejar de actuar como un Estado reflejo del rey, en el 2021 los Estados Unidos del presidente John Biden son conscientes de la necesidad de una estrategia nueva ante el islam si quieren hacer frente a los cambios geopolíticos de la región debido a la presencia de China en el gran juego por el control de Asia Central.

Breve historia del siglo XXI

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